La foto donde aparezco
junto con mi abuela Dolores y Federico no forma parte del archivo visual de la
posguerra. Ni siquiera de los años cincuenta. Uno ya tiene sus años, pero
cumplí los cuatro en 1962, cuando alguien desde la calzada de mi calle, por donde
apenas circulaban los vehículos, inmortalizó un momento de la cotidianidad que
relaté en Contemos cómo pasó (2016).
Aquel libro lo construí a
base de conversaciones familiares para combatir la amenaza de una grave
enfermedad. El recuerdo de la infancia, compartido entre sonrisas cómplices,
une y fortalece. La sanidad pública hizo el resto. Diez años después todavía
aprovechamos la tranquilidad del verano para evocar esos episodios de un
período en blanco y negro, como los propios recuerdos, pues nunca hemos
conseguido imaginar nuestra infancia en colores.
Los veranos de los
primeros años sesenta eran sinónimo de vacaciones, pero solo escolares. Mi
padre estaba pluriempleado también durante la época estival y mi madre seguía
tricotando para medio barrio. Lo de salir fuera vino después y solo gracias al
Banco de Vizcaya, que tenía una residencia para los empleados donde podíamos ir
los familiares a precios módicos. Esa política empresarial, tan propia de la
época, ha pasado a mejor vida.
Mientras llegaba la
aventura de viajar cincuenta kilómetros en un Tiburón -de «un cliente muy
simpático del banco»- para veranear cerca de Benidorm, las tardes veraniegas las
pasaba en la acera de la calle. Vista la foto, hasta tenía un triciclo, lo cual
casi suponía un privilegio a compartir con los demás compañeros de juegos.
Ellos también me prestaban sus canicas o alguna pistola para reemplazar el
cañón del dedo índice y protagonizar aventuras bajo la mirada de la abuela
sentada en una sillita. Allí hacía ganchillo, que era lo suyo mientras lucía «un
alivio de luto» por ser verano. De hecho, teníamos tapetes de ganchillo en
todos los rincones de la casa. Mi familia no fue peculiar en este sentido. Ni
en ningún otro.
La acera no era un parque
temático, pero la imaginación suplía esta circunstancia. Todavía recuerdo que
corríamos una distancia convenida con mi abuela como cronómetro en voz alta.
Las posibilidades de batir el récord aumentaban gracias a quien espaciaba el
recuento de los segundos. El truco luego lo apliqué a otros juegos en solitario
que recreaban las más variadas competiciones deportivas. Nunca he vuelto a
ganar tantas medallas.
La panoplia de juegos no
era una caja de sorpresas. Sin embargo, teníamos algunas visitas para alegrar la
tarde. Los burros eran unos asiduos. Uno, conducido por un lugareño con boina,
llevaba en sus alforjas sangre cocida, sangueta, para la merienda de
niños y mayores. Las condiciones higiénicas del manjar debieron someter a
prueba nuestra inmunidad. Los supervivientes, superada la selección de la
especie, hemos llegado a la vejez sin melindres gastronómicos.
Aquel burro era un habitué,
pero el de las grandes ocasiones venía tirando de un carrito con dos bancos en
los laterales. La escena, idealizada, está presente en Un rayo de luz (1960),
protagonizada por Marisol. Nosotros no disponíamos de la modernidad de un poni
frente a la tradición del burro. Tampoco cantábamos una alegre canción, nadie
nos bendecía a nuestro paso y el tecnicolor habría sido improcedente para
reflejar la imagen de unos niños montados en el carrito previo pago de unas
«moneditas». El objetivo de la aventura era dar la vuelta a la manzana, pronto
convertida en una odisea digna del recuerdo.
Así pasábamos las tardes
de meriendas, carreras y paseos tirados por un burro, pero recuerdo que, como
en las mejores películas, hubo una especial. El padre de Federico era «el señor
Pepe», el del camión que traía cerveza desde Madrid. Todos lo sabíamos porque casi
vivíamos en comunidad. Una tarde, previo aviso a la vecindad, la expectación
era enorme porque el vetusto camión a veces aparcado en la calle había dado
paso a otro flamante que iba a ser exhibido como la llegada de la modernidad.
Apenas conservo imágenes
de aquella tarde. Ni de otras muchas, pero recuerdo que cuando llegó el señor
Pepe con el Pegaso paró en la puerta de la foto, colindante con la de su casa.
El hombre bajó con el motor en marcha e invitó a la chiquillería para que se
montara en aquel armatoste que parecía galáctico en comparación con el carrito del
burrito. Todos subimos, con nuestros pantalones cortos y la merienda -«cuidado
no se te caiga la mortadela»- y dimos la vuelta más triunfal a la manzana.
La modernidad había
llegado y el señor Pepe la compartió. Quince años después, ya jubilado, le
encontré en un mitin celebrado en un bajo de aquel mismo barrio. Yo era un
irreconocible barbudo universitario, pero me acerqué, di un beso a la señora
María, pregunté por Federico, que era el nuevo camionero si no recuerdo mal, y
recordé con ellos aquella vuelta triunfal a la manzana, de la cual mi abuela no
contó los segundos tardados porque, esta vez sí, había una verdad indiscutible:
aquel Pegaso era insuperable.