lunes, 28 de julio de 2025

«Matar a un hombre es algo muy duro...»




 

Un libro no se planea, se engendra. El proceso empieza mucho antes de que el autor lo sepa, en ese espacio de «oscuridad y silencio» del que habla Marcel Proust cuando nos enseña a desentrañar la relación entre la memoria y la creación literaria.

Al cabo de cuarenta y dos cursos como profesor, soy consciente de que los comentarios acerca de una obra se olvidan con facilidad. Sin embargo, hay ideas que perduran por su clarificadora validez universal. La arriba indicada forma parte de ese conjunto y la reitero con la voluntad de que el alumnado distinga entre los libros planeados y los engendrados. Solo estos últimos, a veces, llegan a ser unos clásicos.

Antonio Muñoz Molina es un autor con abundante presencia en mi biblioteca. Ahora mismo, veraneo en compañía de su más reciente libro, El verano de Cervantes (2025), para convertir cada noche, gracias a los momentos dedicados a la lectura, en una oportunidad de recordar, descubrir y dialogar con quien ha escrito un ensayo imprescindible si visitamos con asiduidad la prosa cervantina.




Su lectura me ha recordado la diferencia entre lo planeado y lo engendrado en literatura, pero el diálogo tácito con el autor me ha llevado a plantearme hasta qué punto mis libros, especialmente los últimos, cuando he podido elegir el tema, han sido engendrados en ese espacio de la oscuridad y el silencio señalado por Marcel Proust.

La trilogía dedicada a los consejos de guerra fue engendrada antes de que empezara a escribirla. La conclusión podría argumentarla de muchas maneras, desde las derivadas de un interés recurrente por este período hasta las relacionadas con el rechazo ante cualquier manifestación represiva o censora. A lo largo de los libros, incluso en este blog, lo he explicado. Entre otros motivos, porque el historiador debe establecer las coordenadas desde las que observa la parcela seleccionada.

Apenas merece la pena repetir lo escrito. Sin embargo, al releer la distinción recordada por Antonio Muñoz Molina me pregunto por la razón fundamental de esa lenta y remota maduración que ha permitido engendrar la trilogía. La respuesta nunca podrá prescindir del rechazo de la violencia ejercida contra los derechos humanos, pero -para concretarlo- cabe subrayar el radical rechazo a la pena de muerte.

A partir del momento en que constaté la ejecución de periodistas y escritores por el «delito» de haber sido tales, de ejercer la libertad de expresión durante una guerra, hubo una razón ética para engendrar un trabajo que se concretaría muchos años después.

Nunca he leído tratados contra la pena de muerte. Ni siquiera he ahondado en el pacifismo como tema de lectura. Las razones para mantener ambas posturas me parecen demasiado obvias y, en mi caso, no precisan de argumentos sofisticados.

Al contrario, me basta una frase que cito en clase cuando hablo del tratamiento de la violencia en el cine. La pronunció William Munny el protagonista de Unforgiven (1992), de Clint Eastwood: «Matar a un hombre es algo muy duro, le quitas todo lo que tiene… y todo lo que podría tener». El asesino, por experiencia, sabía de lo que hablaba con el nervioso y arrepentido Schofield Kid.




La frase la escuchamos gracias a la poderosa voz de Constantino Romero, pero forma parte del repertorio del complejo personaje interpretado por Clint Eastwood, que intenta culminar la redención y mata sin pestañear porque la absurda espiral de violencia no le deja en paz. Al menos, como toda la película, la frase invita a la reflexión por su sencilla y rotunda crudeza. La agradecemos porque no precisamos más explicaciones y las réplicas de Clint nunca dan para un párrafo.

El problema es que la historia no es una película y el guionista de la Victoria tampoco triunfó con Raza (1942). A lo largo de la trilogía he encontrado asesinatos con apariencia legal. Llegaron tras procesos judiciales donde la represión del enemigo desembocó en un paredón. Nadie entre los victimarios dejó para la posteridad una frase como la de William Munny. Al contrario, parcelaron sus actuaciones para difuminar la carga de la responsabilidad (Raul Hilberg) y los ejecutores, puestos a poner el punto final, lo resolvieron a menudo con un alcohol que les embrutecía sin los atisbos de reflexión que el whisky permite al asesino de la película.

La historia no es una película, pero las obras maestras del cine ayudan a mantener una perspectiva ética para entender una realidad compleja cuyo conocimiento, poco a poco, engendra, que no planea, un trabajo como el dedicado a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

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