Un libro no se planea, se
engendra. El proceso empieza mucho antes de que el autor lo sepa, en ese
espacio de «oscuridad y silencio» del que habla Marcel Proust cuando nos enseña
a desentrañar la relación entre la memoria y la creación literaria.
Al cabo de cuarenta y dos
cursos como profesor, soy consciente de que los comentarios acerca de una obra
se olvidan con facilidad. Sin embargo, hay ideas que perduran por su clarificadora
validez universal. La arriba indicada forma parte de ese conjunto y la reitero
con la voluntad de que el alumnado distinga entre los libros planeados y los
engendrados. Solo estos últimos, a veces, llegan a ser unos clásicos.
Antonio Muñoz Molina es
un autor con abundante presencia en mi biblioteca. Ahora mismo, veraneo en
compañía de su más reciente libro, El verano de Cervantes (2025), para
convertir cada noche, gracias a los momentos dedicados a la lectura, en una
oportunidad de recordar, descubrir y dialogar con quien ha escrito un ensayo
imprescindible si visitamos con asiduidad la prosa cervantina.
Su lectura me ha
recordado la diferencia entre lo planeado y lo engendrado en literatura, pero
el diálogo tácito con el autor me ha llevado a plantearme hasta qué punto mis
libros, especialmente los últimos, cuando he podido elegir el tema, han sido
engendrados en ese espacio de la oscuridad y el silencio señalado por Marcel
Proust.
La trilogía dedicada a
los consejos de guerra fue engendrada antes de que empezara a escribirla. La
conclusión podría argumentarla de muchas maneras, desde las derivadas de un
interés recurrente por este período hasta las relacionadas con el rechazo ante
cualquier manifestación represiva o censora. A lo largo de los libros, incluso
en este blog, lo he explicado. Entre otros motivos, porque el historiador debe
establecer las coordenadas desde las que observa la parcela seleccionada.
Apenas merece la pena
repetir lo escrito. Sin embargo, al releer la distinción recordada por Antonio
Muñoz Molina me pregunto por la razón fundamental de esa lenta y remota
maduración que ha permitido engendrar la trilogía. La respuesta nunca podrá
prescindir del rechazo de la violencia ejercida contra los derechos humanos,
pero -para concretarlo- cabe subrayar el radical rechazo a la pena de muerte.
A partir del momento en
que constaté la ejecución de periodistas y escritores por el «delito» de haber
sido tales, de ejercer la libertad de expresión durante una guerra, hubo una
razón ética para engendrar un trabajo que se concretaría muchos años después.
Nunca he leído tratados contra
la pena de muerte. Ni siquiera he ahondado en el pacifismo como tema de lectura.
Las razones para mantener ambas posturas me parecen demasiado obvias y, en mi
caso, no precisan de argumentos sofisticados.
Al contrario, me basta
una frase que cito en clase cuando hablo del tratamiento de la violencia en el
cine. La pronunció William Munny el protagonista de Unforgiven (1992),
de Clint Eastwood: «Matar a un hombre es algo muy duro, le quitas todo lo que
tiene… y todo lo que podría tener». El asesino, por experiencia, sabía de lo
que hablaba con el nervioso y arrepentido Schofield Kid.
La frase la escuchamos
gracias a la poderosa voz de Constantino Romero, pero forma parte del
repertorio del complejo personaje interpretado por Clint Eastwood, que intenta culminar
la redención y mata sin pestañear porque la absurda espiral de violencia no le
deja en paz. Al menos, como toda la película, la frase invita a la reflexión
por su sencilla y rotunda crudeza. La agradecemos porque no precisamos más
explicaciones y las réplicas de Clint nunca dan para un párrafo.
El problema es que la
historia no es una película y el guionista de la Victoria tampoco triunfó con Raza
(1942). A lo largo de la trilogía he encontrado asesinatos con apariencia
legal. Llegaron tras procesos judiciales donde la represión del enemigo
desembocó en un paredón. Nadie entre los victimarios dejó para la posteridad
una frase como la de William Munny. Al contrario, parcelaron sus actuaciones
para difuminar la carga de la responsabilidad (Raul Hilberg) y los ejecutores,
puestos a poner el punto final, lo resolvieron a menudo con un alcohol que les
embrutecía sin los atisbos de reflexión que el whisky permite al asesino de la
película.
La historia no es una
película, pero las obras maestras del cine ayudan a mantener una perspectiva
ética para entender una realidad compleja cuyo conocimiento, poco a poco,
engendra, que no planea, un trabajo como el dedicado a los consejos de guerra
de periodistas y escritores.
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