El anarquista José Leiva
Expósito (1918-1978) fue condenado a muerte en un consejo de guerra celebrado
en Madrid cuando acababa de cumplir veintiún años. La dramática circunstancia
la relata en un libro que convendría reeditar por el valor del testimonio y la
calidad literaria del texto: Memorias de un condenado a muerte (Barcelona,
Dopesa, 1978). Lo terminó de escribir «en un lugar de España, a 20 de octubre
de 1947», cuando el autor permanecía en la clandestinidad desde agosto de ese
mismo año.
José Leiva Expósito salió
de Madrid cuando las tropas del general Franco ya estaban entrando en la
capital. Tras un viaje repleto de incidencias y peligros, llegó al puerto de
Alicante con la esperanza de poder embarcar rumbo al exilio. Las circunstancias
de aquellos miles de republicanos ya las conocemos, el joven madrileño las
compartió con toda su crudeza, verdaderamente estremecedora, y acabó con sus
huesos en el campo de Los Almendros. Desde allí pasó a la prisión habilitada en
el alicantino castillo de Santa Bárbara y, tras una escala en el campo de concentración
de Albatera, terminó haciendo una ronda por diversas cárceles de Madrid y
Pamplona. En total, cuatro años y medio hasta la puesta en libertad, que
aprovechó para salir clandestinamente del país a fines de septiembre de 1945.
A pesar de su juventud,
José Leiva Expósito colaboró en la prensa anarcosindicalista de Madrid durante
la guerra y realizó actividades propagandísticas en la radio y los frentes de
Ciudad Real y Cuenca. Por lo tanto, el destacado miembro de las juventudes
libertarias forma parte del colectivo de periodistas y escritores procesados en
los consejos de guerra del período 1939-1945. Su caso ya saldrá en una futura
web dedicada al tema y, mientras tanto, he solicitado copia del correspondiente
sumario al Archivo General e Histórico de Defensa.
Memorias de un condenado
a muerte destaca entre las obras de su género por la honestidad
de un testimonio donde lo político queda en un segundo plano ante el dramatismo
del momento y la calidad de la prosa. El propio autor nos da pistas acerca del
origen de la misma cuando explica que, siendo un «adolescente triste», ya era
lector de Heine, Dostoievski y Bécquer, aparte de haber redactado las primeras
poesías con la voluntad de convertirse en un periodista y escritor.
La guerra frustró sus
esperanzas libertarias y literarias. La derrota las convirtió en quiméricas,
pero hasta en aquellas dantescas cárceles José Leiva Expósito buscó la
oportunidad de leer como una manera de aferrarse a lo perdido. Así lo cuenta,
con una delicadeza notable, en unas memorias estremecedoras que relatan el
drama de una represión por entonces brutal.
Un ejemplo, que entresaco
por afectar a dos autores estudiados en la trilogía, es el maltrato sufrido por
Manuel Navarro Ballesteros y Eduardo de Guzmán recién llegados a Madrid
procedentes del campo de concentración de Albatera. Los policías que les interrogaron
a base de golpes sabían de sus colaboraciones periodísticas y orientación
política. Provistos de las fotografías publicadas en las cabeceras donde ambos
presos trabajaron, les obligaron a tragar unas donde aparecían La Pasionaria y
Buenaventura Durruti, que eran sus referentes. La escena fue motivo de
carcajadas por parte de los miembros de la policía militar.
El relato de otros muchos
momentos de torturas y maltratos es constante a lo largo del libro. Sin
embargo, mientras espero la documentación solicitada y busco a los herederos en
Venezuela para autorizar una posible reedición, prefiero quedarme con la imagen
de un joven que llegó a la prisión de Pamplona con la compañía de dos libros: Contra
esto y aquello, de Miguel de Unamuno, y El libro de Sigüenza, de
Gabriel Miró.
Los carceleros le
incautaron ambos ejemplares porque en aquella fría cárcel la lectura de los
mismos, o de otros cualesquiera, estaba terminantemente prohibida por las
autoridades. José Leiva Expósito los perdió, pero mantuvo siempre la pretensión
de convertirse en un escritor capaz de emular a los mejores y, en ese camino,
la compañía de autores como los citados siempre supone una eficaz ayuda. Su
voluntad, la propia de quien lee la cuidada prosa de Gabriel Miró en medio de
las miserias de aquellas cárceles, bien merece una reedición.
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