jueves, 30 de enero de 2025

Lope de Vega vs. Miguel de Cervantes. H.ª del teatro del Siglo de Oro (1)


 Lope de Vega

El conocimiento de los autores siempre ayuda a entender sus obras literarias o teatrales. Esta obviedad nos conduce a la necesidad de familiarizarnos con quienes son los creadores de las comedias que vamos a estudiar a lo largo del cuatrimestre en la asignatura Historia del Teatro del Siglo de Oro: Miguel de Cervantes, Lope de Vega y Calderón de la Barca.

La bibliografía sobre los tres clásicos es inmensa. Ni siquiera reduciéndola a lo más fundamental, la podemos abarcar en un marco temporal tan estrecho, apenas tres meses, para estudiar un total de seis comedias. Por esta razón conviene acudir a documentales o películas que, con el debido rigor, recrean las trayectorias biográficas de los autores citados.

https://www.youtube.com/watch?v=jfv975wJXDM

(Cervantes contra Lope también se puede consultar a través de RTVE Play).

El primer ejemplo seleccionado es Cervantes contra Lope (2016), un largometraje de 87’ dirigido por Manuel Huerga que cuenta con las excelentes interpretaciones de Emilio Gutiérrez Caba en el papel del autor del Quijote y José Coronado en el de Lope de Vega.

El Siglo de Oro, como tantos otros períodos, estuvo repleto de rencillas en el mundo literario, que por entonces era bastante reducido y propicio para que las cuestiones personales acabaran tomando un destacado protagonismo. Manuel Huerga se centra en las polémicas relaciones entre dos individuos tan diferenciados como eran Cervantes y Lope. Lo comprobamos a través del largometraje y, desde nuestra perspectiva, lo fundamental es comprobar hasta qué punto esos diferentes temperamentos que pasaron de la amistad al enfrentamiento se trasladaron a las respectivas obras.

El enfrentamiento entre Cervantes y Lope no solo fue una cuestión personal, sino que también tuvo su traslado al ámbito creativo, especialmente a un teatro donde ambos encarnan posturas contrapuestas. Más adelante, ya en clase, las analizaremos como hito de un debate que se repite en otras épocas de la historia teatral, pero conviene que ahora conozcamos a sus protagonistas para luego entender hasta qué punto su debate teatral tiene una correspondencia con sus trayectorias biográficas.




El segundo ejemplo seleccionado es Buscando a Cervantes (2016), 47’, de Francesc Escribano, realizado para La Sexta con motivo del cuarto centenario del fallecimiento del autor. A diferencia de Lope, que nunca cesó de contarse a sí mismo llegando a extremos propios del exhibicionismo, Cervantes fue un ejemplo de discreción que dejó en penumbra aspectos importantes de su trayectoria. Los historiadores han luchado contra esta falta de testimonios y, tras realizar trabajos exhaustivos, ya contamos con varias biografías que nos permiten conocer al autor, aunque siempre con interrogantes y zonas donde las hipótesis resultan imprescindibles.

El documental nos lleva, de la mano del actor Alberto San Juan, a buscar las claves para entender a Cervantes. Y, en buena medida, lo conseguimos gracias a las entrevistas con varios autores y ensayistas (Jordi Gracia, Francisco Rico, Manuel Gutiérrez Aragón…) que le conocen muy bien y nos aportan datos fundamentales para hacernos una idea precisa acerca de la trayectoria del autor del Quijote.

Veamos, por lo tanto, estos dos documentales, retengamos los rasgos fundamentales de ambos autores como individuos anotándolos en nuestros apuntes y, más adelante, tendremos la oportunidad de confrontarlos con lo analizado en sus obras y en el debate establecido entre ambos a principios del siglo XVII, cuando Lope se convirtió en el comediógrafo de referencia de los escenarios, mientras Cervantes quedó marginado. Curiosamente, el tiempo ha trastocado esta suerte. Ahora, el propio Cervantes -más como individuo que como dramaturgo- goza de una preeminente atención en los escenarios, aunque sin menoscabo de la atención siempre prestada a las obras de Lope.

Si te interesa el tema y dispones de tiempo para completar la información, también puedes ver el documental Vidas cruzadas: Cervantes contra Lope (2015) disponible en You Tube:

Los apuntes de la asignatura los puedes consultar en el Repositorio de la Universidad de Alicante:

http://hdl.handle.net/10045/151562

En la biblioteca de la Universidad de Alicante podéis consultar, preferentemente, los siguientes títulos sobre ambas biografías:

-          Andrés Trapiello, Las vidas de Miguel de Cervantes (2001).

-     José Manuel Lucía Megías, La juventud de Miguel de Cervantes (2016); La madurez de Miguel de Cervantes (2016) y La plenitud de Miguel de Cervantes (2019).

-          Jordi Gracia, Miguel de Cervantes: la conquista de la ironía (2016).

-          Ignacio Arellano, Vida y obra de Lope de Vega (2011).

-          Antonio Sánchez Jiménez, Lope de Vega: el verso y la vida (2018).

-          Felipe Pedraza Jiménez, Lope de Vega: vida y literatura (2008).


domingo, 26 de enero de 2025

Martes de Carnaval y adulterios en los sumarísimos de urgencia


 Ramón M.ª del Valle-Inclán

Los sumarios de los consejos de guerra, como cualquier situación extrema, testimonian lo mejor y lo peor de la condición humana. Desde la solidaridad y el agradecimiento hasta la voluntad de venganza y exterminio del considerado como enemigo. El historiador debe tener la sensibilidad encallecida, afrontar con cierto distanciamiento esta evidencia y tratar de comprender los comportamientos sin necesidad de justificarlos.

Al terminar la guerra, los vencedores alentaron la denuncia o la delación para perseguir a los derrotados. Este recurso quedó institucionalizado hasta el punto de existir formularios para facilitar la tarea de quienes decidían acusar a un vecino, un compañero de trabajo o cualquier persona de la que tuviera sospechas, aunque no las pudiera probar. El riesgo para el denunciante era nulo y, por supuesto, cabía pensar en beneficios, que a veces pasaban por el disimulo del pasado de la persona dispuesta a denunciar para que nadie indagara acerca de sus propios hechos.

La venganza está muy presente en estas cartas de denuncia o en los formularios para sustanciar el mismo objetivo. Se supone que así es por razones políticas o ideológicas, pero a menudo también aparecen otras menos decorosas que no excluyen el propósito de apropiarse de los bienes del denunciado.

De acuerdo con la mentalidad imperante en la época, entre estos bienes está la mujer del prójimo, que bien podía ser un «rojo peligroso» digno de ser encarcelado y así desaparecer como obstáculo. A lo largo de los dos primeros volúmenes ya he encontrado varios ejemplos donde un vencedor, enamorado o encaprichado, trata de resolver un «asunto de faldas» mediante la denuncia del rival.

Los instructores de los sumarios evitan preguntar en estos casos y aparentan no darse por enterados, aunque dudo que así fuera en realidad. Un juzgado militar no era el sitio adecuado donde afrontar semejantes conflictos, pero los mismos subyacen en algunas declaraciones interesadas cuya motivación solo la podemos captar a partir de detalles, datos, incoherencias y errores de quienes, como denunciantes, no solían hilar fino.

En este contexto, el caso del periodista y capitán Francisco Anaya Ruiz, el letrista del himno republicano compuesto en 1931 junto con su hermana Adela, llega a los extremos de lo risible si no fuera por el dramatismo del momento. El dos veces detenido en Madrid durante la guerra tenía en la calle Ramón de la Cruz un vecino y amigo dispuesto a aprovechar la situación. El individuo en cuestión, desesperado al ver que su rival salía de la cárcel y no era perseguido por los vencedores, le denunció como republicano en reiteradas ocasiones recurriendo a diversos nombres y hasta suplantando a compañeros del denunciado.

La historia de estas denuncias, que llegaron a desesperar al auditor de guerra, se prolongó durante varios años hasta que, gracias a la sirvienta del denunciante, el denunciado supo que el vecino andaba con su esposa en una casa de «mala nota» sita en la calle de Alcalá. Allá iría el capitán en compañía de la policía y la denunció por adúltera, mientras que el galán salía indemne como era costumbre en la época.

El resultado del posterior juicio por adulterio lo desconocemos, pero en el juzgado militar debió declarar el encaprichado con una mujer de cuarenta y tres años. El soldado que rellenó la ficha del declarante, en el apartado de la edad, escribió a máquina que era «mayor de edad». Alguien, espantado ante lo visto o con sentido de humor, añadió a mano que el teniente coronel que denunciaba al capitán para quedarse con su esposa tenía ochenta y un años.

El anciano entusiasta negó los hechos con la firmeza de un partícipe del Glorioso Movimiento Nacional y debemos concederle la presunción de inocencia. Incluso es posible que su único deseo fuera librar a la esposa de un capitán que, en realidad, era un sujeto de cuidado. Vete a saber. Lo único evidente es que esta historia, digna de la pluma de un literato, revela lo que también se escondía en estos sumarios: una insoportable sensación de mediocridad como la otra cara de la Victoria obtenida por los «martes de carnaval» que Valle-Inclán sometiera a la mirada del esperpento.

Por cierto, el denunciante de estilo ampuloso tenía la letra temblorosa y, como galán, cuesta imaginarlo.


miércoles, 22 de enero de 2025

El himno republicano de los hermanos Anaya Ruiz


 

Un día de gloria y fama no define toda una vida. Los hermanos Adela y Francisco Anaya Ruiz lo tuvieron el 24 de mayo de 1931, cuando en la plaza de toros de Las Ventas el Ayuntamiento de Madrid organizó un acto cuya recaudación, unas treinta mil pesetas, se destinó a combatir los efectos del paro. El ambiente era de entusiasmo primaveral por la República recién estrenada y miles de ciudadanos acudieron a la llamada de los munícipes con el aliciente del estreno de un himno dedicado al nuevo régimen. El debate sobre el mismo estaba en el aire tras desechar la Marcha Real por la necesidad de un punto y aparte. Unos abogaban por La Marsellesa como sustituta, pero resultaba demasiado francesa. Otros, más radicales, preferían La Internacional sin preocuparse del necesario consenso. Y, a la espera de que Rafael del Riego volviera a estar de actualidad por una sintonía pegadiza, hubo quienes aprovecharon la oportunidad para salir a la palestra con una propuesta novedosa. Los citados hermanos tenían antecedentes de colaboración en las lides artísticas, como cuando estrenaron en 1927 la zarzuela La Tirolesa, el 28 de abril dieron a conocer el himno con una modesta agrupación musical en el café Atocha y ese día de mayo lo difundieron a lo grande con la ayuda de numerosos músicos bajo la batuta de la propia Adela Anaya Ruiz.




Las imágenes del multitudinario acto se han conservado gracias a un noticiero cinematográfico de Estados Unidos que se interesó por la naciente república. La compositora, una mujer morena de treinta y dos años, aparece abanderada en el centro de la plaza de toros, saluda al respetable con orgullo republicano y, a continuación, dirige a los músicos y los coros que interpretan su propio himno. La  letra, poco afortunada, era de su hermano Francisco, un militar en la reserva desde el 28 de enero de 1925 con inquietudes literarias y periodísticas. Hasta históricas, pues Francisco Anaya Ruiz publicó volúmenes sobre las cruzadas de las Navas de Tolosa y Gonzalo de Córdoba, este último prologado en 1915 por el general Miguel Primo de Rivera. El detalle pasó desapercibido al público entusiasta y a la prensa republicana, que pronto olvidó al letrista empeñado en el «unánime clamor» para que con «talento y ardor» se formara «una España grande» donde nunca se extinguiera «la sagrada libertad». Lo oportuno era resaltar la figura de una mujer como autora y al frente de la orquesta. Su fotografía pasó a ser una de las imágenes icónicas de la joven República que prometía un tiempo de libertad y progreso donde las émulas de Victoria Kent o Clara Campoamor alcanzarían un protagonismo tan destacado como fugaz.




El problema, a efectos de la memoria, es que la vida no termina justo cuando llega el momento de la gloria y la fama. Adela Anaya Ruiz apareció como figura emergente en varias publicaciones periódicas, pero la frescura de la II República se agostó por culpa de quienes conspiraron contra ella desde su proclamación. La guerra terminó de borrar las huellas de los hermanos que en 1931 compusieron un himno olvidado por todos, salvo por quienes en la Victoria no estaban dispuestos a perdonar el pasado republicano. En aquel Madrid sitiado el «clamor» distaba de ser unánime, el «talento» para muchos era un medio con el que buscarse la vida al margen de quienes hacían alardes de «ardor» y «la sagrada libertad» apenas importaba cuando se trataba de comer y aguantar el tipo. El militar retirado Francisco Anaya Ruiz fue un buscavidas cuya ética contrastaría con la letra de cualquier himno y su hermana, ante la imposibilidad de poner música a esa oscuridad del trapicheo, terminó como cómplice de su hermano en historias nunca aclaradas, pero turbias.

Ahora, cuando por fortuna tanto se reivindica el papel de las mujeres en cualquier circunstancia histórica, la icónica Adela Anaya Ruiz de 1931 aparece como una de las pioneras de la SGAE o una «voz silenciada de la Edad de Plata». Incluso se la ha relacionado con las «sinsombrero» en un comprensible afán de sumar protagonistas a un movimiento imprescindible para comprender aquella época. La historia, sin embargo, fue bien distinta. Tras huir de Madrid en julio de 1937 y en compañía de su sobrino de dos años, Adela acabó detenida durante tres meses en París y, hasta donde podemos saber, fue la cómplice de su hermano en oscuros negocios para la importación de víveres destinados a personas pudientes de aquel Madrid donde tantas privaciones eran habituales. El empeño del buscavidas se complicó con la aparición de un cheque de mil dólares que, junto con otras actividades ilícitas, despertaron las sospechas de los servicios de información republicanos (AHN, FC-Causa General, 148, exp. 1). El resultado fue la detención de una banda de treinta y siete personas a finales de diciembre de 1938. El motivo no era la política, sino la ocultación de alhajas, oro y otros efectos. La fortuna los acompañó, pues el final de la guerra impidió su procesamiento.

El 19 de abril de 1939, el capitán retirado Francisco Anaya Ruiz ya estaba colaborando con los vencedores en la Censura Militar de Comunicaciones y provisto de un pasado de mártir por la Causa. Adela volvió a Madrid ese mismo mes tras pasar por las comisarías de San Juan de Luz y, probablemente, San Sebastián. Su objetivo era ponerse al servicio del Glorioso Movimiento Nacional, con el que ambos hermanos dijeron estar identificados desde el primer momento. La fe de los conversos probablemente fuera tan falsa y oportunista como el entusiasmo republicano de 1931. Los vencedores nunca pecaron de ingenuos, dudaron del «ardor» fascista de ambos hermanos y, en un clima de delaciones con las más oscuras intenciones, les sometieron a diligencias previas, un consejo de guerra y un procedimiento gubernativo (AGHD, 10537 y 15438).

La historia se saldó sin mayores consecuencias penales porque prevaleció la evidencia de que el capitán retirado no colaboró con «las hordas marxistas». No obstante, por el camino quedó destrozado el pasado de aquellos hermanos que en 1931 compusieron un himno republicano en homenaje a Fermín Galán y Ángel García Hernández. La historia se repite con otros muchos protagonistas de aquellos años convulsos y nos recuerda una obviedad: la brillantez de un momento no debe extrapolarse a toda una vida. El rigor metodológico y el trabajo concienzudo son la norma para el historiador universitario, aunque el resultado de sumergirse en una documentación compleja sea descubrir el trasfondo de quien protagonizó una imagen icónica de un movimiento con el que simpatiza.

El análisis completo de la documentación citada aparecerá en el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra contra periodistas y escritores durante el período 1939-1945.

domingo, 19 de enero de 2025

Lola Gaos, la firmeza de una actriz

 


Lola Gaos (1921-1993)

Algunos rostros son difíciles de olvidar y nunca pasan desapercibidos, Hace muchos años, allá por las postrimerías del franquismo, me crucé por la calle con Lola Gaos, que estaba en Alicante cerca del Teatro Principal. La conocía gracias a la televisión, donde protagonizó tantos espacios dramáticos, y alguna película aislada, justo en la época del gran éxito con Furtivos (1975), de José Luis Borau.

Su fugaz presencia me impactó. Aquella mujer delgada y morena, con el pelo recogido y el rostro endurecido, era la antítesis de la mayoría de las actrices españolas coetáneas. Y no solo por su aspecto físico, que tan determinante resultaría en su trayectoria profesional, sino también por una serie de posicionamientos que la convirtieron en referente de una profesión capaz de contribuir al cambio político de aquella España.

Al poco tiempo, durante la Transición, supe de su compromiso con las más diversas causas, desde el feminismo hasta el antifranquismo pasando por una voluntad férrea de hacer valer sus derechos como actriz. Me llamaba la atención su omnipresencia en tantos actos reivindicativos, incluso su generosidad con unas causas que solo podían acarrearle problemas profesionales. Y de otro tipo.

Apenas le importaría. La valenciana Lola Gaos era una actriz plenamente consciente de sus obligaciones como profesional, pero en aquellos momentos prevalecía la voluntad de participar en un cambio político esperado durante décadas. Las razones de esa actitud las ignoraba o las suponía comunes con tanta gente que vivió intensamente unos años decisivos para la consolidación de la democracia en España.

De la misma manera que fui viendo sus películas en un orden caótico, hasta el punto de disfrutar con Viridiana (1961), de Luis Buñuel, veinte años después de su rodaje, también até cabos sueltos de una biografía con un pasado tan intenso como olvidado a la fuerza. Era la de una niña que nació en una familia numerosa donde las trayectorias dignas de un relato se entrecruzan.

Los Gaos, de Valencia, forman una familia digna de estudio. Así lo entendió Margarita Ibáñez Tarín hace unos años y nos dejó un imprescindible libro sobre el sueño republicano de los Gaos. Ahora, como culminación de esa tarea, focaliza su mirada en la hermana pequeña: Lola, que acabó siendo actriz tras una serie de titubeos.

Muchos de esos titubeos, o las dudas, están relacionados con la difícil situación en que quedó una familia derrotada tras haber vivido años de esplendor. El repaso de lo sucedido con su padre y hermanos da para una tragedia colectiva. Lola nunca lo olvidó, pero buscó alternativas en un Madrid donde era difícil triunfar siendo un vencido incapaz de abjurar.

Lola Gaos debió luchar a brazo partido para abrirse camino contra esa marginación y convencer a los directores de que no era preciso ser una mujer guapa o espectacular para tener la capacidad de imantar la atención del público. Película a película, casi siempre en papeles secundarios, lo demostró y logró unos apreciables niveles de popularidad y respecto profesional sin ceder en su legendaria firmeza.

La determinación de la actriz le pasó factura. A veces con situaciones lamentables y, al final, con un silencio prolongado hasta el presente y solo interrumpido por quienes observan con atención el trabajo de los intérpretes de reparto. Ahí brillaba con personalidad propia una Lola Gaos siempre apreciada por los directores, buena profesional y dura a la hora de exigir el respeto a sus derechos.

Margarita Ibáñez Tarín nos alumbra en su nuevo libro la biografía de esta luchadora de unos Gaos siempre dispuestos a batallar en pro de sus ideales. Lo hace con documentación y rigor, también con la sencillez de un libro de agradable lectura, pero sobre todo con la voluntad de testimoniar el paso por la vida de esa mujer capaz de impactar a un joven. Al igual que tanta gente que la respetó y luego, por desgracia, la olvidó porque este país es ingrato con sus intérpretes.

Marga Ibáñez Tarín viene con su libro a solucionar ese olvido y el próximo miércoles 22 de enero tendremos la oportunidad de charlar con ella en la librería 80 Mundos, de Alicante. Hablaremos de los Gaos, pero sobre todo de una Lola que parecía un sarmiento y mostró la firmeza de lo bien asentado en la tierra.

 


La presentación fue un éxito y merece la pena tener un recuerdo de la misma:



viernes, 17 de enero de 2025

El fusilamiento del maestro y poeta Jesús Menchén (1912-1939)


 Foto publicada en el reportaje «La incautación de Valderachas», El Pueblo Manchego, 11-VIII-1936 y depositada en el sumario 1273 del AGHD

El historiador siempre debe guardar una cierta distancia con respecto a lo reconstruido a partir de diferentes fuentes. La precaución es necesaria para no verse implicado y perder la objetividad, que ninguna relación guarda con la equidistancia y la indiferencia. La práctica de los años ayuda en este sentido, así como una retina encallecida cuando dedicamos cursos enteros al estudio de un tema tan duro como es la represión.

Hace doce años, a raíz de un encuentro con la familia de Diego San José, empecé a consultar sumarios de consejos de guerra instruidos durante el período 1939-1945. Desde entonces son unos cien los analizados y muchos más los leídos por distintos motivos. Las sorpresas abundan, incluso algunas resultan alentadoras por la solidaridad de quienes procuraron una reconciliación en unos tiempos donde solo había vencedores y vencidos. No obstante, la mayoría de las veces lo visto nos remite al odio, la venganza, la delación, la mentira, el deseo de aniquilar al enemigo… En definitiva, una violencia subrayada en un contexto de mediocridad, arbitrariedad e injusticia.

A pesar de esa retina encallecida, resulta inevitable sentir emoción al exhumar documentos olvidados durante décadas. Así me ha sucedido cuando he consultado el sumario 1273 del AGHD, cuyo encausado fue el maestro, poeta y activista Jesús Menchén Manzanares (1912-1939), que murió fusilado cuando apenas había cumplido veintisiete años.

Tiempo habrá de analizar en el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores lo sucedido durante la instrucción del sumario. El juez y su secretario solo atendieron las denuncias de quienes pretendían acabar con el maestro de Villamayor de Calatrava, un pueblecito de Ciudad Real. Le atribuyeron todos los males imaginables y, al final, consiguieron su objetivo presidido por el odio y el rencor sin que el joven poeta que colaboraba en El Pueblo Manchego tuviera la oportunidad de defenderse.

A estas alturas ya he visto muchas situaciones similares, pero pocas veces he comprobado como en este sumario los límites del odio vengativo entre quienes denuncian y la arbitrariedad de quien, supuestamente, imparte justicia. Así lo estudiaremos en el futuro capítulo. Ahora solo cabe apuntar la existencia de dos cartas conmovedoras a la búsqueda de mantener vivo a un joven cuyo único delito probado había sido compartir los ideales de los republicanos de izquierdas.

La primera carta la firma Matea Manzanares el 8 de junio de 1939. La madre del condenado a muerte protagoniza un desesperado intento de salvar a su único hijo, a quien llega a presentar como «anormal» por antecedentes familiares para buscar la compasión de los militares. Jesús Menchén, Roger de Flor, nunca tuvo problemas mentales más allá del entusiasmo juvenil con que compartió unos ideales, pero la madre solo pretende que la ejecución no tenga lugar y que, tras sufrir una condena admitida como inevitable, tenga la oportunidad de rehacer su vida:

Todavía pienso que la vida, la inteligencia y la juventud de mi pobre hijo, rehechas y reeducadas por una saludable pena medicinal, todo lo larga y aflictiva que se quiera, podrían ser de más utilidad a la España grande y gloriosa que renace al influjo salvador del providencial Caudillo, que aniquiladas por un castigo definitivo e irreparable, que mata la vida y con ella toda la esperanza.

El «providencia Caudillo» no lo pensó así y el 6 de octubre de 1939 firmó el enterado, que fue el preámbulo de la ejecución en la madrugada del 30 de ese mes con tantos muertos.

Jesús Menchén quedó huérfano de padre y se crio en compañía de su tío José Jiménez Manzanares, deán de la catedral de Ciudad Real. El también historiador de las barbaridades cometidas con los religiosos de esa provincia durante la guerra salvó la vida gracias, entre otros, a su sobrino. Agradecido y cristiano, el 23 de mayo de 1939 se dirige al tribunal militar suplicando la conmutación de la pena de muerte. Ni siquiera le contestaron y, desde luego, su carta fue ignorada en una sentencia con notables inexactitudes.

El resultado fue trágico. El joven maestro y poeta, que había lamentado en la prensa lo sucedido a García Lorca, corrió su misma suerte, aunque con el cinismo de un sumarísimo donde desde el primer documento se intuye el desenlace. La comparación de la poesía de Roger de Flor, tan circunstancial, y la lorquiana es un absurdo. Así cabe admitirlo. No obstante, el destino trágico los igualó en una España negra e intolerante. Al menos, procuraré que Jesús Menchén sea recordado como víctima de una barbarie siempre rechazable, pero que en ocasiones como la del joven maestro conmueve por lo radicalmente injusta y bestial.

 


martes, 14 de enero de 2025

El sumario del escritor Rafael González Castell


 Rafael González Castell. Fuente: Wikipedia

Los sumarísimos de urgencia son a menudo una caja de sorpresas para los historiadores. Su consulta, cada vez más extendida por la progresiva facilidad del acceso, está posibilitando un conocimiento matizado de la represión del primer franquismo, que a menudo ha quedado sintetizada en unas pocas líneas incapaces de dar cuenta de la inevitable heterogeneidad de una realidad cuyas cifras resultan abrumadoras.

La posibilidad de que en 1938 un viejo republicano, librepensador y masón pudiera denunciar, desde la cárcel, a un secretario municipal afiliado al falangismo durante la guerra parece improbable. La consulta del sumario del escritor Rafael González Castell (1885-1965), depositado en el AGHD, demuestra que esa remota o improbable posibilidad fue una realidad cuando el preso Juan Antonio Codes Rodríguez (1863-1939) denunció al citado, que por entonces ejercía como secretario municipal de la localidad extremeña de Montijo.  El texto de la denuncia, con intencionadas falsedades, se encuentra en el sumario 46-5420 del AGHD y va dirigido al gobernador militar de Badajoz, el general Jesusaldo de la Iglesia, que no dudó en mandar instruir un sumario basado en unos grotescos bulos. 

Puesto en contacto con mis colegas Ángel Olmedo Alonso y Chema Álvarez Rodríguez, que habían publicado recientemente un artículo dedicado al librepensador de Montijo, han añadido otro que matiza algunas de sus conclusiones. La tarea es habitual entre los historiadores. Nuestro trabajo siempre está sujeto a la aparición de nuevos documentos capaces de aportar información que amplía, rebate o matiza lo conocido hasta ese momento.

El consejo de guerra de Rafael González Castell es una nueva demostración de hasta qué punto la represión franquista afectó a víctimas completamente alejadas del Frente Popular o de «los marxistas». El poeta fue ratificado en su destino como secretario municipal cuando los sublevados impusieron las nuevas autoridades tras tomar la localidad. Así permaneció durante varios meses, pero -al parecer- no mostró el suficiente «entusiasmo» por el Glorioso Movimiento Nacional y acabó siendo denunciado. Lo sorprendente es el remite de la carta denunciadora: la prisión provincial de Badajoz, donde el anciano Juan Antonio Codes Rodríguez estaría tan desesperado como dispuesto a mentir para congraciarse con las autoridades militares, sin descartar que su iniciativa pudiera haber sido instigada por quienes estaban interesados en apartar a Rafael González Castell de su puesto en Montijo.

La historia de este sorprendente proceso aparecerá en el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de los periodistas y escritores durante el período 1939-1945, cuya aparición está prevista para 2026. Mientras tanto, ya tenemos la portada del segundo volumen, que pronto estará en las librerías:

 



sábado, 11 de enero de 2025

La tercera edición de Nos vemos en Chicote (por cierto, Hitler no era «comunista»)



Nos vemos en Chicote. Imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista apareció a finales de 2015. Desde entonces, su recepción académica ha sido positiva y, por la novedad de aplicar el concepto de la banalidad del mal de Hannah Arendt al contexto de la represión durante la posguerra, ha terminado convirtiéndose en un libro consultado y citado por los compañeros dedicados a estos temas. Las ediciones iniciales, tanto la de la Universidad de Alicante como la de la Editorial Renacimiento, se agotaron en 2019 y esta última procedió a sacar una segunda edición en junio de ese año. El libro se sigue vendiendo y, al agotarse también los ejemplares de la segunda, los responsables de la editorial sevillana me han comunicado su decisión de sacar una tercera edición en fechas próximas. La misma, a solicitud mía, incluirá una nota relacionada con las rectificaciones y ampliaciones del texto original de las que he dado cuenta en este blog.
El libro fue objeto de una demanda judicial en 2020 donde se me acusaba de haberme lucrado con su publicación. En mi respuesta incluí una copia del contrato de edición para probar que no cobré un solo euro por la aparición de Nos vemos en Chicote, así como tampoco cobré por la segunda edición ni cobraré por la tercera. Mi compensación fueron unos pocos ejemplares que repartí entre los compañeros interesados por el tema. Por cierto, y a modo de anécdota, el mío está en manos de la jueza del caso tras haberlo solicitado a mi abogado durante la vista oral. Vista la circunstancia, acabo de comprar por correo uno de los últimos ejemplares de la segunda edición. 
Algunos catedráticos, a diferencia de otros muchos colegas de nuestros departamentos, no pagamos por publicar, pero tampoco cobramos, salvo que colaboremos con unas pocas editoriales privadas y en esos casos siempre recibimos cantidades modestas. La posibilidad de enriquecerse con un libro universitario -no digamos ya la de trazar «un malintencionado y maquiavélico» proyecto de «negocio académico»- es una afirmación tan ocurrente como la de que Hitler era «comunista», lanzada en una reciente entrevista de Elon Musk con Alice Widel. A este paso, los docentes nos veremos obligados a defender en los medios de comunicación o en los juzgados que la tierra es redonda y gira alrededor del sol.


 

martes, 7 de enero de 2025

Fernando Savater y «la tía gorda esa»


 

Envejecer tiene poca gracia y hacerlo con dignidad es complicadísimo. Desde que rebasé la frontera de los sesenta, procuro hacer caso omiso de quienes me ven bien, porque sospechan que podría estar mal, o parecen autores de libros de auto ayuda, siempre dispuestos al consejo tan bienintencionado como carente de realidad. Consciente y con espejo en la casa, prefiero observar a mi alrededor para buscar referentes de envejecimiento digno y evitar los patéticos.

La observación pausada de lo concreto favorece una reflexión ajena a los prejuicios y los estereotipos. Hay que buscar detalles reivindicables sin necesidad de entusiasmarse con la totalidad de cada sujeto observado. Así voy componiendo el puzle de mi retirada a la espera de que el resultado, al menos, no moleste a quienes me rodean. Y si en algún momento hasta brilla, pues mucho mejor.

La edad provecta debiera ser sinónimo de discreción. Me entristece observar a los jubilados incapaces de renunciar al protagonismo y me alegra saberme amigo de otros que han optado por una salida sin estridencias. El objetivo hay que prepararlo con tiempo y, desde hace algunos años, procuro quedarme en un segundo plano profesional para acompañar, aconsejar sin paternalismo y servir a quienes me darán un relevo tan lógico como necesario.

Ese empeño no es noticiable. Tampoco lo es que un perro ladre, pero sí lo sería que un anciano orinara en cada árbol para marcar territorio. Lo previsible está condenado al anonimato y hemos normalizado interesarnos cada día, gracias a los medios de comunicación y las redes sociales, por lo absurdo, indecoroso y hasta patético, que a veces viene protagonizado por personas que ya debieran pensar en batallas más propias de una edad donde el enemigo de verdad es el progresivo abandono de la vitalidad.

Yo todavía estoy dispuesto a combatir esta asechanza, pero en silencio y con la sonrisa de verme rodeado de gente joven, que es el mejor medicamento. No obstante, me interesa saber de quienes forman parte de «mi quinta» y observar sus comportamientos para el correspondiente espanto o la satisfacción de no saberse solo en el empeño de la dignidad.

Algún día hablaré de los segundos, pero ahora debo hacerlo de los primeros porque esta semana presentaré un libro de mi compañero Justo Serna sobre la trayectoria de Fernando Savater, que desde hace años ejemplifica lo que rechazo y constituye, en mi opinión, un modelo nada aislado de envejecimiento patético por su proyección pública.

Nunca utilizo el término «facha» porque me parece un comodín para simplificar la realidad de muchas personas que se manifiestan con un pronunciado radicalismo en un sentido reaccionario. Son una legión y, si nos remitimos a las redes sociales, una plaga. La higiene recomienda mantenerse al margen dentro de lo posible e intentar comprender un comportamiento que por radical y polarizado nunca debiera ser justificado.



Fernando Savater. Fuente: Wikipedia

El problema es cuando una de esas personas procede de un ámbito donde le podíamos ver cerca de nosotros. La decepción, como la descrita en el libro de Justo Serna, es tan notable como profunda. Observar a un filósofo con amplia proyección mediática convertido en un tipo que aprovecha su columna periodística para proclamar la necesidad del radicalismo polarizador y despreciar a «la tía gorda esa», en referencia a quien presentó las campanadas en RTVE, es tan duro que conviene recurrir al humor para soportarlo.

Visto el ejemplo de gordofobia, me parece oportuno recordar que mi problema con Fernando Savater es la dificultad de distinguirlo de Brad Pitt. Ya sé que nunca debemos recurrir al aspecto físico para descalificar, pero a veces conviene envolver la respuesta con ese mínimo de ironía que ha perdido quien, desde hace años, se expresa como un viejo avinagrado y faltón. Y son muchos los de su promoción que le acompañan en la actualidad mediática porque, entre otras razones, temen perder el protagonismo del que han disfrutado durante décadas.




Justo ya se ha jubilado, en silencio, y conserva el humor y la curiosidad de quienes afrontan esta etapa sin molestar, aportando motivos de reflexión y lejos de cualquier ajuste de cuentas. Ni siquiera lo tiene con un Fernando Savater a quien siguió con fidelidad y ahora gracias a su libro ha dejado en el rincón de quienes debieran sentarse para pensar, aunque no lo harán porque siempre han querido ser los folloneros de la clase.

Mal asunto cuando, como Fernando Savater, los ochenta andan cerca. De estos abuelos patéticos hablaremos en la presentación del libro sin cebarnos y con afán de comprensión no exento de humor. Al fin y al cabo, cualquiera de nosotros corre el riesgo de que no le terminen distinguiendo de Brad Pitt.

 

 

domingo, 5 de enero de 2025

¡¡¡El rey era el señor Llorca!!!


El terror de la ficción da bastante juego durante el período navideño. Tal vez sea por el contraste con el almibarado espíritu del momento, pero el caso es que Papá Noel y compañía andan a menudo mezclados en asuntos turbios. Los Reyes Magos, tan locales, suelen quedar algo relegados, aunque no cabe descartar un relato de pánico a la vista de las aglomeraciones en algunas cabalgatas.

La circunstancia de ser el menor de los hermanos resta ingenuidad en creencias como las de los Reyes Magos y los nazarenos, que me parecían seres inquietantes durante aquellas semanas santas donde el luto todavía marcaba un tiempo de recogimiento, tambores y capirotes en compañía de Fray Escoba, cuya vida ejemplar casi aprendí de memoria.

Nunca he tenido inquietudes religiosas. Ni siquiera cuando preparaba la obligatoria primera comunión de mediados de los sesenta. No obstante, las procesiones las veía al pasar por mi calle, asomado a un balcón. Excepto un año que, sin aviso previo, mi hermano me instó a presenciar otra que se celebraba unas calles más abajo.

De repente, mi familia, poco dada a estas ceremonias, estaba al completo en primera fila poniéndome en lugar preeminente por ser el pequeño. Aquello me sorprendió hasta que un nazareno, sin mediar motivo y con el consiguiente susto, agachó su capirote, echó mano de una escondida bolsa y me dio un montón de caramelos diciéndome con voz entre grave y guasona: «Juan Antonio, soy yo…».

La posibilidad de que un nazareno supiera mi nombre era imprevisible. Apenas repuesto de la impresión, los siguientes capirotes andantes hicieron lo mismo hasta tener las manos llenas de caramelos. El misterio permaneció, pero al volver a casa y ver a mi hermano junto con sus amigos lo comprendí. Aquellos que nunca iban a misa, por vete a saber qué historia, un año salieron en una cofradía generosa en materia de caramelos. Los repartí, los disfruté y, desde entonces, la presencia de un nazareno camino de la procesión con el capirote en la mano me provoca una sonrisa porque le imagino cargado de caramelos.

Los Reyes Magos corrieron una suerte similar poco antes. Yo era de Baltasar, por aquello de lo exótico de un negro en una ciudad donde solo había dos o tres procedentes de Guinea Ecuatorial. Mi padre respetaba la elección y cada año, cuando me llevaba al reparto de juguetes que tenía lugar en la oficina del banco donde trabajaba, procuraba que fuera Baltasar quien me diera lo pedido en la carta redactada con buena letra.

Aquello debió funcionar hasta 1963 o 1964 cuando había pedido, en consonancia con los tiempos, una pistola de cowboy o un equipo militar de operaciones especiales. Mi padre matizó la petición regalándome un casco de soldado de la ONU en misión de paz, aunque provisto del arma reglamentaria. El casco azul nunca fue entendido por los amiguitos, que no sabían de qué bando era. Pero lo fundamental es que, al dármelo, Baltasar me saludó por mi nombre con una voz familiar: ¡¡¡Era el señor Llorca!!!



A partir de ese momento, descreído en materia de nazarenos y reyes magos, debí comprender que el camino del descreimiento carece de límites. Lo confirmé cuando en las Navidades de 1964 acudí a la feria junto con mi padre. Ese año, por un misterio insondable, se puso de moda que los niños llevaran una gorrita de jockey. Mi madre compartió la ocurrencia de tantas amigas y, sin ser consultado, me vi encasquetado con la dichosa gorrita en el tren de la bruja.

Puestos a padecer algo de terror en «las felices fiestas», los escobazos de la bruja figuraban en lugar destacado para un niño de cinco o seis años que no armaba, según las madres, «ni polvo ni remolino». Disciplinado y calladito, me colocaba detrás de la máquina del tren a la espera de que la bruja se cebara con los más folloneros, siempre sentados en el último vagón.

Las vueltas de rigor estaban a punto de terminar cuando, de repente, mi gorrita salió volando. Mi padre, atemorizado ante la posibilidad de volver a casa sin la prenda del nene, como el abuelo que pierde a Chencho, llamó a la bruja y le pidió que me la diera. Aquello era el terror en vena, pero milagrosamente el feriante de los escobazos también me conocía: «Juan Antonio, toma tu gorra». El alivio fue notable y nunca jamás me asusté ante una careta de goma, llevara o no aparejada la escoba.

Los tres misterios de estos rituales festivos desaparecieron en un par de años, aunque no los puedo precisar con seguridad. Bastó con la pronunciación de mi nombre para que esos personajes misteriosos cobraran familiaridad. Desde entonces, puesto a tener miedo o respeto, nunca lo he sufrido ante una ficción que puede quitarse su careta, el capirote o la pintura. El problema es cuando el miedo, el de verdad, viene con su propio rostro. Si lo veo, ni siquiera confío en que escuchar mi nombre evite un susto morrocotudo.

 


jueves, 2 de enero de 2025

La vaca, Franco y la necesidad de la tolerancia


Este año recién estrenado celebramos el cincuentenario del fallecimiento del general Franco. La efemérides propiciará numerosas iniciativas desde diferentes ámbitos. Ya tendremos tiempo de realizar el correspondiente balance. Mientras tanto, participaré en algunos actos y publicaré nuevos trabajos sobre el franquismo, que siempre he considerado como una cuestión colectiva protagonizada por los franquistas más allá del incuestionable papel atribuido al dictador.

Puestos a expresar deseos para el año 2025, desearía que el conocimiento de la España de 1975, tan distinta de la actual, nos permitiera asomarnos con un sentido crítico a un pasado cercano donde la intolerancia y la violencia fueron omnipresentes. Los consejos de guerra que analizo en la actualidad las ejemplifican en un momento inicial de la dictadura que marcó su devenir sin asomo de arrepentimiento o autocrítica. Al contrario, los franquistas hicieron uso de las mismas siempre que de alguna manera sintieron amenazada su omnipotencia alcanzada por la fuerza de las armas.

Al volver la vista atrás y afrontar la cultura franquista, en varias ocasiones he señalado la mediocridad y la intolerancia como características necesariamente unidas. Los ensayos que he dedicado a este período incluyen numerosas muestras de un comportamiento donde resulta difícil deslindar ambas. El resultado, en cualquier caso, fue demoledor para la convivencia y caló hondo en una sociedad incapaz de aceptar al otro, con sus diferencias y peculiaridades, en un clima presidido por la libertad de expresión, que también ampara lo que en un momento determinado nos molesta o perturba.

A lo largo de estos cincuenta años hemos avanzado en lo referente a la tolerancia. Ahora mismo nos asombraríamos si retrocediéramos hasta 1975 y nos encontráramos con las mentalidades habituales en un franquismo sociológico acostumbrado a la unanimidad por imperativo del régimen. No obstante, la evolución no ha sido lo satisfactoria que cabría desear y, sobre todo, desde hace unos pocos años observamos síntomas de un retroceso auspiciado por grupos incapaces de tolerar la convivencia con «el otro», que en un momento determinado puede ofenderte por sus creencias o la falta de las mismas.

Yo, como agnóstico, podría ofenderme a menudo ante determinadas manifestaciones de las religiones monoteístas. Al igual que quienes prescinden de las mismas, prefiero confiar en el avance del racionalismo para erradicar las creencias atávicas capaces de atentar contra los derechos humanos. Esta confianza fortalece la tolerancia y hasta el espíritu de comprensión, que incluye a quienes se sitúan en mis antípodas. La comprensión no implica la justificación y resulta imprescindible para mantener un sentido crítico amparado en la ponderación.

Si a lo largo de 2025 nos asomamos a lo sucedido en 1975, deseo que salgamos más tolerantes al comprobar las consecuencias para la convivencia de un franquismo sociológico tan mediocre como intolerante. El mismo perdura entre amplias capas de la población y, por si tuviéramos alguna duda, justo con el comienzo del año ya se ha manifestado. La excusa ha sido la exhibición de la mascota de un programa televisivo por parte de una mujer a la que los ultras llevan semanas ofendiendo por su aspecto físico.

Si la dichosa estampita te molesta u ofende tu religiosidad, siempre puedes cambiar de canal y ver otras campanadas como las de «toda la vida». La decisión forma parte de la libertad que nos ampara gracias a la democracia. Con Franco vivo, y hasta después de su muerte, no cabía elección alguna, salvo la de apagar la televisión. 

Yo nunca utilizaría un símbolo religioso por la simple razón de que no creo en los mismos. Ni siquiera para ridiculizarlos o darles la vuelta de forma irónica. Es mi opción, pero acepto que Lalachus o quien sea piense de manera distinta. Se trata de una simple cuestión de tolerancia, la que no tienen unos grupos cada vez más radicalizados y violentos que, por supuesto, nunca han renegado de la dictadura franquista.




Puestos a comenzar el año con una polémica tan absurda como representativa del alud de intolerancia que padecemos, está claro que es necesario celebrar el cincuentenario de un fallecimiento capaz de abrir la ventana de la esperanza para quienes apostamos por la convivencia con los diferentes, incluidos quienes se sienten ofendidos por una estampita mientras profieren insultos contra el aspecto físico de quien la exhibe.