domingo, 3 de agosto de 2025

La acera era nuestro parque temático


 

La foto donde aparezco junto con mi abuela Dolores y Federico no forma parte del archivo visual de la posguerra. Ni siquiera de los años cincuenta. Uno ya tiene sus años, pero cumplí los cuatro en 1962, cuando alguien desde la calzada de mi calle, por donde apenas circulaban los vehículos, inmortalizó un momento de la cotidianidad que relaté en Contemos cómo pasó (2016).

Aquel libro lo construí a base de conversaciones familiares para combatir la amenaza de una grave enfermedad. El recuerdo de la infancia, compartido entre sonrisas cómplices, une y fortalece. La sanidad pública hizo el resto. Diez años después todavía aprovechamos la tranquilidad del verano para evocar esos episodios de un período en blanco y negro, como los propios recuerdos, pues nunca hemos conseguido imaginar nuestra infancia en colores.

Los veranos de los primeros años sesenta eran sinónimo de vacaciones, pero solo escolares. Mi padre estaba pluriempleado también durante la época estival y mi madre seguía tricotando para medio barrio. Lo de salir fuera vino después y solo gracias al Banco de Vizcaya, que tenía una residencia para los empleados donde podíamos ir los familiares a precios módicos. Esa política empresarial, tan propia de la época, ha pasado a mejor vida.

Mientras llegaba la aventura de viajar cincuenta kilómetros en un Tiburón -de «un cliente muy simpático del banco»- para veranear cerca de Benidorm, las tardes veraniegas las pasaba en la acera de la calle. Vista la foto, hasta tenía un triciclo, lo cual casi suponía un privilegio a compartir con los demás compañeros de juegos. Ellos también me prestaban sus canicas o alguna pistola para reemplazar el cañón del dedo índice y protagonizar aventuras bajo la mirada de la abuela sentada en una sillita. Allí hacía ganchillo, que era lo suyo mientras lucía «un alivio de luto» por ser verano. De hecho, teníamos tapetes de ganchillo en todos los rincones de la casa. Mi familia no fue peculiar en este sentido. Ni en ningún otro.

La acera no era un parque temático, pero la imaginación suplía esta circunstancia. Todavía recuerdo que corríamos una distancia convenida con mi abuela como cronómetro en voz alta. Las posibilidades de batir el récord aumentaban gracias a quien espaciaba el recuento de los segundos. El truco luego lo apliqué a otros juegos en solitario que recreaban las más variadas competiciones deportivas. Nunca he vuelto a ganar tantas medallas.

La panoplia de juegos no era una caja de sorpresas. Sin embargo, teníamos algunas visitas para alegrar la tarde. Los burros eran unos asiduos. Uno, conducido por un lugareño con boina, llevaba en sus alforjas sangre cocida, sangueta, para la merienda de niños y mayores. Las condiciones higiénicas del manjar debieron someter a prueba nuestra inmunidad. Los supervivientes, superada la selección de la especie, hemos llegado a la vejez sin melindres gastronómicos.

Aquel burro era un habitué, pero el de las grandes ocasiones venía tirando de un carrito con dos bancos en los laterales. La escena, idealizada, está presente en Un rayo de luz (1960), protagonizada por Marisol. Nosotros no disponíamos de la modernidad de un poni frente a la tradición del burro. Tampoco cantábamos una alegre canción, nadie nos bendecía a nuestro paso y el tecnicolor habría sido improcedente para reflejar la imagen de unos niños montados en el carrito previo pago de unas «moneditas». El objetivo de la aventura era dar la vuelta a la manzana, pronto convertida en una odisea digna del recuerdo.




Así pasábamos las tardes de meriendas, carreras y paseos tirados por un burro, pero recuerdo que, como en las mejores películas, hubo una especial. El padre de Federico era «el señor Pepe», el del camión que traía cerveza desde Madrid. Todos lo sabíamos porque casi vivíamos en comunidad. Una tarde, previo aviso a la vecindad, la expectación era enorme porque el vetusto camión a veces aparcado en la calle había dado paso a otro flamante que iba a ser exhibido como la llegada de la modernidad.

Apenas conservo imágenes de aquella tarde. Ni de otras muchas, pero recuerdo que cuando llegó el señor Pepe con el Pegaso paró en la puerta de la foto, colindante con la de su casa. El hombre bajó con el motor en marcha e invitó a la chiquillería para que se montara en aquel armatoste que parecía galáctico en comparación con el carrito del burrito. Todos subimos, con nuestros pantalones cortos y la merienda -«cuidado no se te caiga la mortadela»- y dimos la vuelta más triunfal a la manzana.

La modernidad había llegado y el señor Pepe la compartió. Quince años después, ya jubilado, le encontré en un mitin celebrado en un bajo de aquel mismo barrio. Yo era un irreconocible barbudo universitario, pero me acerqué, di un beso a la señora María, pregunté por Federico, que era el nuevo camionero si no recuerdo mal, y recordé con ellos aquella vuelta triunfal a la manzana, de la cual mi abuela no contó los segundos tardados porque, esta vez sí, había una verdad indiscutible: aquel Pegaso era insuperable.


viernes, 1 de agosto de 2025

¿Dónde falleció Antonio de Hoyos y Vinent?


 Carnet de periodista de Antonio de Hoyos y Vinent depositado en el sumario 1442 del Archivo General e Histórico de Defensa

La bibliografía sobre Antonio de Hoyos y Vinent (1884-1940) es notable, pero no me consta que los autores de la misma hayan consultado el sumario 1442 del Archivo General e Histórico de Defensa. Esta carencia ha permitido la transmisión sin pruebas de algunas circunstancias biográficas relacionadas con la última etapa del escritor, que espero queden corregidas cuando aparezca el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra, donde el aristócrata afiliado al Partido Sindicalista contará con un extenso capítulo.

A partir de las memorias carcelarias de Diego San José, corroboradas en este punto por las del también preso Rafael Sánchez Guerra, se tiene como cierto que Antonio de Hoyos y Vinent falleció en la cárcel de Porlier completamente abandonado por su familia y allegados. La documentación del sumario, sin embargo, incluye varios avales para intentar salvarle de lo que parecía inevitable a tenor de su deplorable estado de salud y un certificado hasta ahora desconocido:

Según el certificado del 15 de enero de 1944, emitido a instancias del juez militar que lo creía fallecido en la cárcel y firmado por el juez municipal Enrique Gómez de la Granja, Antonio de Hoyos y Vinent falleció el 12 de junio de 1940 en un domicilio de la calle Hermanos Miralles, n.º 54 -ahora General Díaz Porlier-, del madrileño barrio de Salamanca.

El documento contradice lo supuesto por el propio juez militar y lo afirmado por Diego San José, así como otros autores que han concedido credibilidad al testimonio del compañero de la cárcel de Porlier. La memoria puede jugar estas pasadas y es posible que el amigo no recordara con exactitud lo sucedido en aquellas trágicas fechas. Sin embargo, también cabe la posibilidad de que el certificado incluyera datos falsos -el tiempo transcurrido hasta su firma es notable- por la presión de quienes cuatro años después no deseaban ser los responsables de la muerte en la cárcel de un aristócrata con una familia de vencedores.

De hecho, las consultas efectuadas durante estos años me han permitido constatar la existencia de documentos con datos falsos, a veces por errores de los redactores y en otras ocasiones por la voluntad de «reconstruir» documentalmente lo sucedido sin prestar atención a la necesaria coherencia. Los ejemplos están presentes hasta en el cuidado sumario de Miguel Hernández.

Las dos posibilidades acerca del lugar del fallecimiento por causas naturales son verosímiles. Incluso es posible que José M.ª de Hoyos y Vinent protagonizara la dramática escena descrita por Diego San José y, en el último momento, gestionara el traslado del hermano a un domicilio de la acomodada familia. En estos casos el historiador debe ponderar las diferentes versiones acerca de una misma circunstancia -la localización del fallecimiento-, que probablemente nunca aclararemos con absoluta certeza.

La duda es consustancial con el conocimiento, como subrayara Victoria Camps en un prontuario de recomendable lectura (Elogio de la duda, 2016) que tengo presente a la hora de escribir sobre temas históricos. La aparente firmeza de «la verdad» en las materias objeto de estudio supone a veces una impostura.

En cualquier caso, siempre es preferible dudar a partir de una documentación que contrasta con un testimonio que creer a pie juntillas el mismo por la falta de consulta de esa documentación. El acercamiento a la verdad requiere la suma de voces y fuentes que a menudo resultan discordantes, aunque en este caso coincidan en el drama de un fallecimiento tras pasar por la cárcel de Porlier, donde era difícil exagerar o destacar a la hora de protagonizar motivos para el recuerdo.


martes, 29 de julio de 2025

Hemos llegado a las 200.000 visualizaciones

 


En septiembre de 2010 acababa de publicar El tiempo de la desmesura, una monografía sobre las películas cuyo rodaje se vio interrumpido por el inicio de la Guerra Civil. La búsqueda de información me permitió recopilar bastantes fotos curiosas de los intérpretes de la época y lamentaba no poder incluirlas en la edición. Al comentarlo en casa, mi hijo, que por entonces tenía trece años, me dijo que si abría un blog podría difundirlas sin ningún problema. La idea me pareció interesante y, sobre todo, era una oportunidad para que Antonio pudiera sentirse orgulloso de ayudarme en el trabajo gracias a sus pinitos en la informática.

Así nació este blog, el 11 de septiembre de 2010, como el resultado del empeño de un hijo y un padre confabulados para acometer una tarea que diera mayor difusión a lo investigado. El título respondía al momento, pues el citado libro estaba protagonizado por vedettes que triunfaron durante la II República y el blog no aspiraba a ir más allá.



El "perfil" original de la cuenta del blog en 2010

Tras publicar algunas entradas con esas fotos de las vedettes, la idea del blog siguió siendo una oportunidad de pedir ayuda a Antonio, que redactaba al dictado las pocas entradas publicadas cada año y las componía con algunas imágenes. Así permaneció durante una década, hasta que mi hijo terminó el grado de Ingeniería Multimedia y se doctoró en 2024. Actualmente, es profesor de la UA y me utiliza como cobaya para sus trabajos relacionados con una IA al servicio de la docencia:



Junto con Antonio el día de la firma de su contrato como profesor de la UA

El blog llegó a las 100.000 visualizaciones el 1 de agosto de 2022 y, desde el año siguiente, la elaboración de las entradas corre a mi cargo, aunque para hacerlas debo utilizar un perfil donde aparece una caricatura de mi hijo como jugador de baloncesto con chupete. Solo a partir de entonces fui consciente de las verdaderas posibilidades del blog para difundir mis tareas universitarias y lo convertí en un instrumento de trabajo. El resultado fue un mayor número de entradas y un incremento notable del tráfico. De hecho, tardé doce años en completar esa cifra y la he doblado en tan solo tres, como se puede comprobar en la captura del apartado de estadísticas tomada ayer:


El incremento del tráfico fue evidente desde 2022, pero el verdadero punto de inflexión llegó en marzo de este año. Desde ese mes el total nunca ha bajado de 5000 visitas mensuales y en dos ocasiones superó las diez mil. Las 913 entradas publicadas tienen una media de 219 visitas, pero la cifra sería muy superior si solo consideráramos las publicadas durante los últimos seis meses.

El veterano blog ha alcanzado los objetivos previstos y cuando complete las mil entradas dará paso a otro con apariencia y tecnología más propias del momento. Su título será Memoria y ficción porque, a partir de su aparición, trataré de explicar los vínculos de la memoria con la ficción en unas entradas donde el humor volverá a estar presente. 

La tarea relacionada con los consejos de guerra quedará completada con el tercer tomo de la trilogía, cuyo original lo entregaré a la editorial en septiembre, y una web donde incluiré nuevos sumarios analizados además de recopilar los ya estudiados. Hoy mismo he solicitado al Archivo General e Histórico de Defensa la copia de diecisiete nuevos sumarios relacionados con periodistas y escritores. En definitiva, la completaré al cabo de doce años de investigación, pero también quiero volver a poder sonreír mientras escribo y esa sonrisa estará presente en el nuevo blog como invitación a compartir una ficción que estimula la memoria.


lunes, 28 de julio de 2025

«Matar a un hombre es algo muy duro...»




 

Un libro no se planea, se engendra. El proceso empieza mucho antes de que el autor lo sepa, en ese espacio de «oscuridad y silencio» del que habla Marcel Proust cuando nos enseña a desentrañar la relación entre la memoria y la creación literaria.

Al cabo de cuarenta y dos cursos como profesor, soy consciente de que los comentarios acerca de una obra se olvidan con facilidad. Sin embargo, hay ideas que perduran por su clarificadora validez universal. La arriba indicada forma parte de ese conjunto y la reitero con la voluntad de que el alumnado distinga entre los libros planeados y los engendrados. Solo estos últimos, a veces, llegan a ser unos clásicos.

Antonio Muñoz Molina es un autor con abundante presencia en mi biblioteca. Ahora mismo, veraneo en compañía de su más reciente libro, El verano de Cervantes (2025), para convertir cada noche, gracias a los momentos dedicados a la lectura, en una oportunidad de recordar, descubrir y dialogar con quien ha escrito un ensayo imprescindible si visitamos con asiduidad la prosa cervantina.




Su lectura me ha recordado la diferencia entre lo planeado y lo engendrado en literatura, pero el diálogo tácito con el autor me ha llevado a plantearme hasta qué punto mis libros, especialmente los últimos, cuando he podido elegir el tema, han sido engendrados en ese espacio de la oscuridad y el silencio señalado por Marcel Proust.

La trilogía dedicada a los consejos de guerra fue engendrada antes de que empezara a escribirla. La conclusión podría argumentarla de muchas maneras, desde las derivadas de un interés recurrente por este período hasta las relacionadas con el rechazo ante cualquier manifestación represiva o censora. A lo largo de los libros, incluso en este blog, lo he explicado. Entre otros motivos, porque el historiador debe establecer las coordenadas desde las que observa la parcela seleccionada.

Apenas merece la pena repetir lo escrito. Sin embargo, al releer la distinción recordada por Antonio Muñoz Molina me pregunto por la razón fundamental de esa lenta y remota maduración que ha permitido engendrar la trilogía. La respuesta nunca podrá prescindir del rechazo de la violencia ejercida contra los derechos humanos, pero -para concretarlo- cabe subrayar el radical rechazo a la pena de muerte.

A partir del momento en que constaté la ejecución de periodistas y escritores por el «delito» de haber sido tales, de ejercer la libertad de expresión durante una guerra, hubo una razón ética para engendrar un trabajo que se concretaría muchos años después.

Nunca he leído tratados contra la pena de muerte. Ni siquiera he ahondado en el pacifismo como tema de lectura. Las razones para mantener ambas posturas me parecen demasiado obvias y, en mi caso, no precisan de argumentos sofisticados.

Al contrario, me basta una frase que cito en clase cuando hablo del tratamiento de la violencia en el cine. La pronunció William Munny el protagonista de Unforgiven (1992), de Clint Eastwood: «Matar a un hombre es algo muy duro, le quitas todo lo que tiene… y todo lo que podría tener». El asesino, por experiencia, sabía de lo que hablaba con el nervioso y arrepentido Schofield Kid.




La frase la escuchamos gracias a la poderosa voz de Constantino Romero, pero forma parte del repertorio del complejo personaje interpretado por Clint Eastwood, que intenta culminar la redención y mata sin pestañear porque la absurda espiral de violencia no le deja en paz. Al menos, como toda la película, la frase invita a la reflexión por su sencilla y rotunda crudeza. La agradecemos porque no precisamos más explicaciones y las réplicas de Clint nunca dan para un párrafo.

El problema es que la historia no es una película y el guionista de la Victoria tampoco triunfó con Raza (1942). A lo largo de la trilogía he encontrado asesinatos con apariencia legal. Llegaron tras procesos judiciales donde la represión del enemigo desembocó en un paredón. Nadie entre los victimarios dejó para la posteridad una frase como la de William Munny. Al contrario, parcelaron sus actuaciones para difuminar la carga de la responsabilidad (Raul Hilberg) y los ejecutores, puestos a poner el punto final, lo resolvieron a menudo con un alcohol que les embrutecía sin los atisbos de reflexión que el whisky permite al asesino de la película.

La historia no es una película, pero las obras maestras del cine ayudan a mantener una perspectiva ética para entender una realidad compleja cuyo conocimiento, poco a poco, engendra, que no planea, un trabajo como el dedicado a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

jueves, 24 de julio de 2025

Una pintada enigmática


 El Fary como el faro que ilumina una lucha

La caminata diaria, por consejo médico y costumbre de toda la vida, es una oportunidad para la observación y la consiguiente reflexión, aunque sean las propias de un flâneur. El requisito es prescindir de cualquier artilugio tecnológico al servicio de la distracción y confiar en el atractivo de unas calles que siempre sorprenden si media la curiosidad y la atención del caminante.

Desde hace unas semanas paseo al atardecer por una acera donde alguien, sin firma o siglas, ha escrito una enigmática frase: «Despierta Europa». La pintada no debió ser un acto aislado, puesto que también la he encontrado en otras calles del barrio. Cabe, pues, hablar de una posible campaña de concienciación cuyas motivaciones desconozco.

A pesar de la ausencia de signos de exclamación, al principio pensé en un exhorto a Europa lanzado por un vecino. Tal vez, ante una constatada somnolencia del continente, alguien cercano se ha visto en la obligación de despertarlo para vete a saber qué propósito. Vistas algunas manifestaciones recientes, supongo un temor a que Europa sea musulmana y, de ahí, la necesidad de un despertar a modo de Cruzada. Al ver la pintada, especulo sobre si Europa se habrá sentido aludida. Lo dudo, pero carezco de datos para establecer la recepción de una iniciativa cuyo origen es un misterio.

La hipótesis acerca del sentido de la pintada ha dado un giro copernicano esta semana. La ausencia de los signos de exclamación, la literalidad sin añadidos, puede conducirnos a una frase descriptiva o enunciativa. El vecino, atento desde su atalaya, habrá observado un despertar de Europa y lo comunica a la vecindad.

Esta interpretación habría requerido un distinto orden sintáctico: «Europa despierta», pero tampoco hay que ser quisquilloso cuando lo acuciante de la noticia, el despertar del continente, obliga a lanzarse a la calle para dar la buena nueva; o la mala, porque también hay musulmanes entre la vecindad.

Ahora bien, ¿de qué Europa se trata? Cuesta imaginar a todo un continente somnoliento o dispuesto a dar un manotazo al despertador. Yo apenas conozco una minúscula parcela y la veo muy diversa. Supongo que la experiencia es común. Por lo tanto, ¿cómo darle un solo rostro, despierto o somnoliento, a esa señora que nadie termina de conocer?

Mi vecino puede haberla identificado en medio de una alucinación quijotesca, aunque la misma haya sustituido los libros de caballerías por las redes sociales, donde la fantasía del desbarre campa con la normalidad de lo cotidiano. Vete a saber…

La interpretación de la frase estaría más acotada si mediara una coma capaz de justificar la ausencia de los signos de exclamación. En tal caso, el vecino habría mostrado una calma, incluso una educación, infrecuente cuando alguien se ve impelido a realizar una pintada con nocturnidad y algo de alevosía. La urgencia de la misión justifica los posibles errores sintácticos. Incluso los ortográficos.

La exégesis de la pintada me distrae como cualquier detalle observado en mi diario deambular. La especulación es gratuita y, claro está, las hipótesis son tan inocuas como la propia pintada, que merece una sonrisa por el esfuerzo carente de sentido práctico.

El problema de la interpretación surge con otras frases enigmáticas, por una pésima redacción, como las presentes en los sumarísimos de urgencia. Sus autores no son émulos del oscuro Góngora, sino unos oficiales con escasas destrezas lingüísticas que escriben con la impunidad de quienes nunca dan cuenta de sus actuaciones. Ni siquiera repasan el texto antes de entregarlo porque, gracias a la omnipotencia de la jurisdicción militar, ellos son los únicos intérpretes posibles y nadie puede discutirles. Los demás, aunque seamos filólogos, debemos limitarnos a constatar el asombro y disimular las faltas de ortografía para no ensuciar nuestros trabajos. Otras suciedades no se limpian ni con el mejor detergente.


martes, 22 de julio de 2025

El condenado a muerte que leía a Gabriel Miró


 José Leiva Expósito. Fuente: Archivo de la Democracia. UA.

El anarquista José Leiva Expósito (1918-1978) fue condenado a muerte en un consejo de guerra celebrado en Madrid cuando acababa de cumplir veintiún años. La dramática circunstancia la relata en un libro que convendría reeditar por el valor del testimonio y la calidad literaria del texto: Memorias de un condenado a muerte (Barcelona, Dopesa, 1978). Lo terminó de escribir «en un lugar de España, a 20 de octubre de 1947», cuando el autor permanecía en la clandestinidad desde agosto de ese mismo año.

José Leiva Expósito salió de Madrid cuando las tropas del general Franco ya estaban entrando en la capital. Tras un viaje repleto de incidencias y peligros, llegó al puerto de Alicante con la esperanza de poder embarcar rumbo al exilio. Las circunstancias de aquellos miles de republicanos ya las conocemos, el joven madrileño las compartió con toda su crudeza, verdaderamente estremecedora, y acabó con sus huesos en el campo de Los Almendros. Desde allí pasó a la prisión habilitada en el alicantino castillo de Santa Bárbara y, tras una escala en el campo de concentración de Albatera, terminó haciendo una ronda por diversas cárceles de Madrid y Pamplona. En total, cuatro años y medio hasta la puesta en libertad, que aprovechó para salir clandestinamente del país a fines de septiembre de 1945.

A pesar de su juventud, José Leiva Expósito colaboró en la prensa anarcosindicalista de Madrid durante la guerra y realizó actividades propagandísticas en la radio y los frentes de Ciudad Real y Cuenca. Por lo tanto, el destacado miembro de las juventudes libertarias forma parte del colectivo de periodistas y escritores procesados en los consejos de guerra del período 1939-1945. Su caso ya saldrá en una futura web dedicada al tema y, mientras tanto, he solicitado copia del correspondiente sumario al Archivo General e Histórico de Defensa.


José Leiva Expósito. Fuente: Wikipedia

Memorias de un condenado a muerte destaca entre las obras de su género por la honestidad de un testimonio donde lo político queda en un segundo plano ante el dramatismo del momento y la calidad de la prosa. El propio autor nos da pistas acerca del origen de la misma cuando explica que, siendo un «adolescente triste», ya era lector de Heine, Dostoievski y Bécquer, aparte de haber redactado las primeras poesías con la voluntad de convertirse en un periodista y escritor.

La guerra frustró sus esperanzas libertarias y literarias. La derrota las convirtió en quiméricas, pero hasta en aquellas dantescas cárceles José Leiva Expósito buscó la oportunidad de leer como una manera de aferrarse a lo perdido. Así lo cuenta, con una delicadeza notable, en unas memorias estremecedoras que relatan el drama de una represión por entonces brutal.

Un ejemplo, que entresaco por afectar a dos autores estudiados en la trilogía, es el maltrato sufrido por Manuel Navarro Ballesteros y Eduardo de Guzmán recién llegados a Madrid procedentes del campo de concentración de Albatera. Los policías que les interrogaron a base de golpes sabían de sus colaboraciones periodísticas y orientación política. Provistos de las fotografías publicadas en las cabeceras donde ambos presos trabajaron, les obligaron a tragar unas donde aparecían La Pasionaria y Buenaventura Durruti, que eran sus referentes. La escena fue motivo de carcajadas por parte de los miembros de la policía militar.

El relato de otros muchos momentos de torturas y maltratos es constante a lo largo del libro. Sin embargo, mientras espero la documentación solicitada y busco a los herederos en Venezuela para autorizar una posible reedición, prefiero quedarme con la imagen de un joven que llegó a la prisión de Pamplona con la compañía de dos libros: Contra esto y aquello, de Miguel de Unamuno, y El libro de Sigüenza, de Gabriel Miró.

Los carceleros le incautaron ambos ejemplares porque en aquella fría cárcel la lectura de los mismos, o de otros cualesquiera, estaba terminantemente prohibida por las autoridades. José Leiva Expósito los perdió, pero mantuvo siempre la pretensión de convertirse en un escritor capaz de emular a los mejores y, en ese camino, la compañía de autores como los citados siempre supone una eficaz ayuda. Su voluntad, la propia de quien lee la cuidada prosa de Gabriel Miró en medio de las miserias de aquellas cárceles, bien merece una reedición.


viernes, 18 de julio de 2025

La gallardía del fiscal Ricardo Gullón


 Ricardo Gullón. Fuente: BVMC

Hace unos días me llegó la triste noticia del fallecimiento de mi amigo y colega Germán Gullón, al que conocí a mediados de los años ochenta en un congreso galdosiano celebrado en Las Palmas y con quien mantuve una buena relación que incluía a varios amigos comunes.
Estas noticias son tan duras como frecuentes cuando estás en el límite de la jubilación y compruebas que el bosque capaz de rodearte, y protegerte, durante la juventud va raleando. Ya faltan muchos árboles y la sensación de soledad, de pérdida de referentes, aumenta.
La casualidad de las tareas de investigación quiso que, pocas semanas antes de fallecer Germán, pudiera darle un motivo de orgullo: su padre, Ricardo Gullón, en 1943 dio una muestra de gallardía cuando como fiscal destinado en Santander emitió un informe capaz de salvar al periodista y escritor Elías Palma Ortega de una probable condena a muerte.
La historia de lo sucedido en aquel sumario repleto de irregularidades es compleja y aparecerá en el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Ahora, cuando el amigo ha fallecido, solo cabe recordar que su padre pudo callar o sumarse a la corriente mayoritaria para condenar sin pruebas a Elías Palma Ortega, acusado del asesinato de un soldado. Sin embargo, Ricardo Gullón tuvo la honestidad y la gallardía  de relatar lo visto en un cuartel de Alicante durante la guerra. El informe le pudo acarrear problemas en unas circunstancias donde su puesto de fiscal pendía de un hilo. Los afrontó con la tranquilidad de conciencia de las personas honestas.



Ricardo Gullón con su hijo Germán. Fuente Astorga Digital

El rasgo del fiscal Ricardo Gullón resulta insólito en aquella jurisdicción militar de tantas venganzas y conveniencias para mantenerse o subir en el escalafón. Así se lo conté, con detalle, a su hijo para que tuviera un nuevo motivo de orgullo por la trayectoria de su padre. Espero y deseo que ese honor, el de la honestidad y la solidaridad con las víctimas inocentes, le haya acompañado en los dramáticos momentos de su fatal enfermedad. D.E.P.