Los 20 de noviembre eran
días festivos en Alicante. Durante mi estancia en el colegio San Fernando
(1964-1968), a pesar de que ya se habían celebrado los XXV años de
Paz, las vísperas de esa señalada fecha la ocupábamos en una visita a la
casa-prisión de José Antonio. Allí nuestros maestros, con la preceptiva camisa
azul, evocaban la ejemplaridad del sacrificio de un líder cuya imagen nos
resultaba tan familiar como las de Franco y el crucifijo. Juntos, en la pared
del estrado de las aulas, formaban una especie de Santísima Trinidad.
La visita, como expliqué
en Contemos cómo pasó (2015), terminaba con una discusión acerca de si
el mendrugo de la celda de José Antonio era el original o lo cambiaban cada
año. Los puristas creían en la conservación milagrosa del pan. Los escépticos
apuntábamos la posibilidad de la renovación porque, de haber sido un mendrugo
de treinta años, aquello debería haberse convertido en un resto
arqueológico. Al final, todos juntos, jugábamos un improvisado partido de
fútbol en el patio de aquel recinto para culminar una visita donde unos chavales convertían
la pared de la ejecución en una portería. El acto era irrespetuoso, pero
tampoco parecía respetuoso hablar de fusilamientos y sacrificios ejemplares a
quienes llevábamos pantalones cortos por imperativo de la edad.
A lo largo del bachiller,
la festividad del 20 de noviembre en Alicante fue cada vez más extemporánea. La
conmemoración del fusilamiento era un acto militante con escasa presencia en la
ciudad. Muchos aprovechaban la ocasión para desplazarse a otras localidades y
hacer una especie de black Friday sin saber del mismo. Mi padre decidió
que ir a Jumilla era una buena oportunidad de comprar vino. En otras ocasiones,
el destino fue Jijona para proveernos de turrón a un precio especial porque los
fabricantes eran «clientes del banco». Estos detalles de «los clientes»
determinaron varios hitos gastronómicos hasta mi entrada en la universidad.
A la altura de 1975, y
conocedor de las noticias, mi padre no programó un viaje en el «850» que sustituyó al «600» gracias a su condición de «apoderado del BV». La categoría
laboral figuraba en sus tarjetas de visita guardadas en una cajita de plástico.
La posesión de esa cajita la añoro, así como la entrega de la correspondiente
tarjeta donde ahora figuraría una cualificación que habría enorgullecido al «apoderado», un término que me gustaba tanto como el de «perito».
El 20 de noviembre de
1975 mi padre madrugó como todos los días. El hábito lo he heredado. Aquella
mañana vino a mi habitación, con su sempiterno batín granate, para decirme una
sola palabra: «¡Ya!». El resto de la implícita frase lo entendí al instante. A
partir de ese momento, el desconcierto en nuestras reacciones fue notable
porque «no había costumbre» de que Franco hubiera fallecido.
El alivio era notable.
Los partes del «equipo médico habitual», con su detallismo acerca de las
«madejas sanguinolentas», habían preparado el camino, pero algo sonado debía
hacerse. Mi padre sacó un billete de veinte duros y me mandó comprar una rueda
de churros, toda una rueda, y chocolate. Así, mojando los churros sin temor a
que se agotaran, contemplé al cariacontecido Arias Navarro en la tele o escuché
las noticias por la radio. La duda permanece, pero lo bien que me sentaron esos
churros es un dogma.
La muerte ajena nunca
debe ser un motivo de alegría, y menos después de la carnicería a la que fue
sometido el general Franco para prolongar su vida, pero conviene reconocer que
a veces supone un alivio. El galán del No-Do era por entonces un personaje
patético que amenazaba con la inmortalidad. Los secundarios, al menos los
procedentes de familias derrotadas en 1939, esperábamos que la productora
contratara a un sustituto con mejor presencia. Valía cualquiera y así, con la
resignación de haber padecido el pasado, aceptamos al «campechano», que ya
sabría de las artes de un buen galán.
Aquella mañana del 20 de
noviembre de 1975 en casa no hubo una celebración más allá de los churros con
chocolate. Franco había fallecido, pero el franquismo seguía vivo. La comprobación
era tan sencilla como salir a la calle. El problema es que esa mentalidad de un
«régimen tenebroso de pícaros, patanes y meapilas» (Javier Cercas) no iba a
desaparecer gracias al «hecho biológico». La tarea para convertirnos en un
«país normal» (Iñaki Gabilondo) resultaba abrumadora y, sobre todo, no había un
manual de instrucciones. Menos todavía un «gran timonel» que nos orientara. No obstante, la necesidad de ser «normales» permitió que la dictadura, a diferencia del dictador, fuera derrotada poco a poco en la calle.
El aprendizaje de la
convivencia durante la Transición fue un empeño colectivo, pero nunca unánime. El franquismo estaba
en cualquier esquina y, visto el presente, parece capaz de mutarse para que no
podamos comer unos churros con chocolate sin temor de que se agoten o sin la
mala conciencia de que engordan. Qué le vamos a hacer. Siempre tendremos a mano
las galletas gracias a las pequeñas victorias en el empeño de ser «normales» para que nadie acabe como Bluff o José Robledano. Ni siquiera insultado o difamado, menos condenado, por pensar que las dictaduras donde mejor están es en el recuerdo de lo remoto.


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