Portada de la edición original
Cada seis meses, como mínimo, paso por donde estuvo localizado el campo de concentración de Los Almendros, que fue recreado por Max Aub y Jorge Campos entre otros escritores republicanos. Solo una placa recuerda lo allí sucedido durante los primeros días de abril de 1939, pero al entrar en el centro médico siempre mantengo la memoria aquella gente por entonces más necesitada que yo de atenciones.
La
tragedia de los campos de concentración españoles es equiparable a la vivida en los
de la II Guerra Mundial. Nunca hubo cámaras de gas para matar en serie, pero ha quedado constancia de un hambre atroz padecida en unas condiciones higiénicas capaces de hacer
deseable la muerte si no mediaba un inquebrantable espíritu de supervivencia.
Tras
leer la práctica totalidad de los testimonios conservados, las imágenes de
aquel horror se agolpan en la memoria, pero prevalece una poco
divulgada por su carácter escatológico. Los prisioneros, después de varios días
sometidos a una dieta infame, eran incapaces de defecar en las improvisadas
letrinas. Los remedios utilizados para solucionar ese estreñimiento suponían verdaderas salvajadas cuya evocación todavía estremece.
Visto
desde ese punto de vista fisiológico, tan comprensible para cualquiera, el padecimiento
de aquellos españoles solo merece la compasión. Y también la rebelión contra el
olvido impuesto por quienes acomodan la historia a las necesidades de los
objetivos políticos. Frente al mismo, cabe el recuerdo de aquello que atentaba
contra la más elemental dignidad humana.
Este
ejemplo lo traigo a colación porque, tras releer la novela Oscuro amanecer (1977),
de Ángel M.ª de Lera, he recordado otra circunstancia de aquellos años de la
represión de la que poco se ha escrito por afectar a la intimidad. Los
represaliados que pasaban varios años en las cárceles franquistas salían de las
mismas, en un porcentaje ignorado, con una impotencia sexual que les impedía
mantener relaciones.
Al
margen de las edades y los problemas derivados de la salud, el motivo era
fundamentalmente mental y propio de un bloqueo cuya superación no resultaba
sencilla. El poeta Marcos Ana, después de décadas en las cárceles franquistas,
tenía problemas de visión cuando permanecía en espacios abiertos. La vista se
había acostumbrado a las distancias cortas y le costó mucho normalizar la
percepción de la realidad que le proporcionó la libertad. Otras funciones
fisiológicas tampoco eran fáciles de normalizar.
La
sexualidad de los represaliados, un tema tabú a menudo por la mentalidad de la
época, corrió una suerte parecida. Ángel M.ª de Lera lo refleja con una
exquisita sensibilidad en la citada novela y, al repasar el correspondiente
capítulo, he comprendido mejor los límites de la angustia de unos hombres
jóvenes que salían de las cárceles, pero afrontaban problemas en una sociedad
donde siempre eran unos vencidos.
Oscuro
amanecer tuvo
graves problemas con la censura, al igual que las tres novelas anteriores
protagonizadas por el maestro Pedro Olivares como alter ego del autor, y fue editada
coincidiendo con las primeras elecciones democráticas. El consiguiente ruido mediático
apenas dejó un hueco para una obra cuyo testimonio revela las dificultades de
quienes, como el propio Ángel M.ª de Lera, superaron una condena a muerte, pero
afrontaron un destino incierto donde los problemas se acumulaban. Y los
íntimos, claro está, nunca fueron menores a la espera de la ayuda, el cariño y
la comprensión de una pareja como la que encuentra el protagonista. Ambos son
dos supervivientes a la deriva y necesitan de la solidaridad mutua para salir
adelante.
La
novela de Ángel M.ª de Lera merece una reedición para hacerla accesible a
quienes se interesan por la represión de la Victoria. La decisión de editarla
no depende de mi trabajo, pero si encuentro una editorial interesada haré lo
posible para que Oscuro amanecer ocupe el lugar que merece entre la
literatura testimonial de aquella tragedia colectiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario