jueves, 12 de octubre de 2017

Una reseña de Contemos cómo pasó

El profesor José Antonio Pérez Bowie, catedrático de la Universidad de Salamanca, acaba de publicar una reseña de Contemos cómo pasó en la prestigiosa revista Anales de Literatura Española Contemporánea, que se edita en EE.UU. Os paso a continuación el texto de la reseña junto con una foto de Adriano Celentano, uno de los muchos referentes culturales abordados en el citado libro:



El profesor Juan Antonio Ríos Carratalá lleva varios años entregado a una peculiar revisión de la historia española reciente, tarea en la que se conjugan en una combinación divertida y fructífera la recurrencia a los testimonios de la cultura popular (prensa, cine, televisión, teatro, canciones) y las aportaciones de su propia memoria y de su capacidad de observación. Fruto de esa revisión han sido libros como La memoria del humor (2005), La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (2008), Usted puede ser feliz. La felicidad en la cultura del franquismo (2012), Quinquis, maderos y picoletos. Memoria y ficción (2014), Nos vemos en Chicote. Imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista (2015). Esta vez el relato ofrece una enriquecedora variante pues su autor ha optado por implicarse personalmente en el mismo, presentando sus reflexiones sobre la realidad que aborda desde la óptica de sus propias vivencias del niño o del adolescente que fue. Significativamente, las fechas que enmarcan el periodo elegido son las del año de su nacimiento (1958) y las del año en que comienza sus estudios universitarios (1975), que coincide con la muerte del dictador y con el inicio del proceso de transformación que iba a experimentar España. No obstante, la elección de estas fechas no implica el establecimiento de un marco cronológico estricto pues la escritura deliciosamente errática de su autor, que discurre siguiendo el fluir caprichoso de la memoria, determina que ambos márgenes se vean a menudo superados. Por otra parte, Juan Antonio Ríos, pese a esa novedosa apelación a su biografía personal, dista mucho de la arrogarse una función protagonística y de erigirse en centro de la historia que narra; al contrario de lo que suele ser usual en las tan en boga “escrituras del yo”, su ubicación está en los márgenes de ese relato, con la actitud de un modesto cronista que recuerda y comenta con ironía, no incompatible con alguna dosis de nostalgia, la vida que pululaba en derredor. Y en línea con lo que es habitual en sus libros precedentes no es la Historia con mayúsculas el objeto de su atención, sino los flecos de la misma que suelen ser despreciados o desatendidos por los cronistas que han dibujado el tapiz donde se recogen los acontecimientos claves de un periodo: vivencias cotidianas, anécdotas sin trascendencia, personajes oscuros o insignificantes, muchas veces anónimos, que son revividos por la memoria del autor para iluminar rincones que habían quedado fuera del foco de los relatos oficiales y añadir a estos la dosis de calor y humanidad de la que carecen. Y también, en ocasiones, son objeto de su atención algunos personajes pertenecientes al universo de la ficción cuyas historias contribuyeron a alimentar las existencias grises de la gente de a pie, especialmente en unos años como los acotados, cuando la ficción, como señala el autor, “era disfrutada y compartida simultáneamente por una mayoría hasta el punto de convertirse en seña de identidad colectiva” (p. 146). Otra de las aportaciones de Juan Antonio Ríos en sus evocaciones del pasado, y especialmente en este libro, es la plena libertad con que las emprende, alejado de cualquier pretensión de rigor e ignorando deliberadamente la línea que separa lo vivido de lo imaginado, pues se manifiesta consciente de que “la realidad, puesta a ser recordada, debe contar con las ayudas de la ficción para extraer la correspondiente enseñanza o, en su defecto, para resultar placentera, que no es poco” (p. 165). Esa renuncia al rigor privativo de los autores que se invisten de la función de cronistas se debe a la errancia antes mencionada de la escritura de Juan Antonio Ríos, atenta tan solo al fluir inconsciente de la memoria a la que afloran “recuerdos aislados, fragmentarios y un tanto caóticos cuyo hilo conductor resulta tan misterioso como el cambalache de la vida”; especialmente en una edad en que uno tiende a aferrarse a los momentos de plenitud ya vividos, pues tales momentos comienzan a escasear cuando el presente tiende a menguarlos “con la colaboración de achaques, resignaciones y frustraciones carentes de segunda convocatoria” (p. 11). Y con relación a la aparente incoherencia que le lleva a su escritura a fusionar de los territorios de la ficción y de la realidad la justificará por las propias peculiaridades de la memoria individual, la cual, aunque es “un acto que no renuncia al rigor del conocimiento (…), también es creativo por la selección y la ordenación de referentes a la búsqueda de un desenlace”. Y esa misma creatividad la dota de una dimensión ficcional en virtud de la cual “no precisa de argumentos para su justificación ante el hipotético interlocutor o lector” (p. 13). Por otra parte, la sonrisa constituye un elemento permanentemente presente, a modo de contrapunto en esta indagación que el autor califica de “heterogénea y libérrima” y, a la vez, de “cómplice” porque “respeta los límites del pudor a la antigua usanza, mantiene el compromiso de veracidad en lo esencial y solo se ocupa de experiencias más o menos comunes, de aquello que con diferentes matices pudo vivir cualquier muchacho de la época” (p. 19). Ese ejercicio de memoria, mediante el que el autor se embarca en un viaje por el tiempo de su infancia y adolescencia, se articula en doce capítulos al frente de cada uno de los cuales figura el nombre del personaje que ha servido como desencadenante del proceso evocador. Personajes, en unos casos, cuya existencia transcurrió en el anonimato o sólo tuvieron reconocimiento en el reducido ámbito de la capital de provincias escenario de sus historias; en otros, se trata de figuras que pudieron alcanzar una cierta relevancia mediática pero cuya popularidad se eclipsó con rapidez. Desfilan, así, por estas páginas John Moore, un vagabundo popular en el Alicante de preguerra, superviviente de la explosión en 1913 de un barco en el que trabajaba como cocinero y cuyos restos mortales, según cierta leyenda urbana, pudieron ser confundidos con los de José Antonio Primo de Rivera y trasladados solemnemente al monasterio de El Escorial. El capítulo segundo gira en torno a la figura del letrista Jacobo Morcillo, autor de, entre otras canciones populares, Tengo una vaca lechera, mientras que el tercero se centra en Federico García Sanchiz conferenciante muy popular durante la inmediata posguerra, dueño de verbo “tan florido como frondoso” y especialista en el género de la “charla”. Los capítulos cuarto y quinto tienen como protagonistas respectivos al niño ajedrecista Arturito Pomar y a Rafael Cantalejo, alcalde de un pueblo andaluz que se hizo famoso como concursante en el programa de TVE Un millón para el mejor. Un actor portugués Virgilio Texeira, secundario permanente en varias películas heroicas de los años 40 y 50 sirve de punto de partida a las reflexiones que se desarrollan en el capítulo sexto, mientras que el cabo Rusty, compañero inseparable del perro Rin-Tin- Tin en la serie televisiva del mismo nombre, sirve como pretexto para la emocionada evocación del western que se desarrolla en el capítulo séptimo. Dos deportistas que gozaron de cierta popularidad mediática en aquellos años, el boxeador Pepe Legrá y el baloncestista Nino Buscató son los ejes en torno a los que se articula el relato en los capítulos octavo y noveno, mientras que los tres últimos parten de la evocación respectiva de las figuras del cantante francés Charles Trenet, la actriz Margarita García Sansegundo (quien bajo el nombre de Ágata Lys se convirtió en todo un símbolo erótico del cine español) y el twister “Chubby“ Checker. El grado del protagonismo de tales personajes varía considerablemente de un capítulo a otro y sus respectivas historias pueden ocupar desde varias páginas a unas pocas líneas. En todo caso, su función es la de mero catalizador que cumple el cometido de poner en marcha el proceso de evocación que la memoria del narrador lleva a cabo y en el que los elementos de la todavía incipiente cultura de masas constituyen un ingrediente primordial. Las referencias a tales elementos (películas, canciones, concursos y series de televisión, cómics, etc.) llenan las páginas de este volumen que van dando cuenta de la infancia y adolescencia del autor, quien, como he apuntado antes, renuncia cualquier veleidad de protagonismo para adoptar la posición del observador impenitente y reflexivo del mundo que se movía a su alrededor. Las referencias a los propios avatares biográficos (vida familiar, experiencias escolares, juegos y diversiones, amistades, el despertar de la adolescencia, los inicios de la concienciación política, etc.) están, obviamente, presentes pero casi siempre fuera de foco, como baliza imprescindible para el anclaje de esa realidad compleja y efervescente, ya ida, que ha intentado revivir en las páginas de este libro. Un libro que continúa la empresa de rescatar la memoria de la cotidianeidad de nuestro pasado reciente que viene llevando a cabo en otros títulos anteriores, aunque ahora con una mayor implicación personal. Empresa sin duda arriesgada de la que Juan Antonio Ríos ha salido exitoso a mediante lo que el denomina “una escritura sin orden ni concierto” pero “con propósito implícito de diálogo para jugar con la memoria, las consultas y la ficción” (p. 244). En la dosificación de esos tres ingredientes está, sin duda la clave de su éxito: la recurrencia a la imaginación para suplir los huecos de la memoria y dotar de vida a los recuerdos petrificados o borrosos; y una ardua tarea de investigación en todo tipo de archivos que ha proporcionado el rigor y la objetividad necesarios a un trabajo de estas características evitando la caída en la banalidad y en lo anecdótico. A ello hay que añadir el humor que preside todas estas páginas (combinado con la suficiente dosis de ironía mediante la que el autor logra mantenerse en una prudente e imprescindible distancia) y que determina que la sonrisa no desaparezca en ningún momento de la boca del lector desde que se sumerge en ellas. En definitiva, un libro altamente recomendable, editado con esmero por la prensas de la Universidad de Alicante y acompañado de un imprescindible, aunque quizá demasiado escueto, apéndice de documentos fotográficos.
 José Antonio Pérez Bowie
 Universidad de Salamanca

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