El profesor José Antonio Pérez Bowie, catedrático de la Universidad de Salamanca, acaba de publicar una reseña de Contemos cómo pasó en la prestigiosa revista Anales de Literatura Española Contemporánea, que se edita en EE.UU. Os paso a continuación el texto de la reseña junto con una foto de Adriano Celentano, uno de los muchos referentes culturales abordados en el citado libro:
El profesor Juan Antonio Ríos Carratalá lleva varios años entregado a una peculiar
revisión de la historia española reciente, tarea en la que se conjugan en una combinación
divertida y fructífera la recurrencia a los testimonios de la cultura popular (prensa, cine,
televisión, teatro, canciones) y las aportaciones de su propia memoria y de su capacidad de
observación. Fruto de esa revisión han sido libros como La memoria del humor (2005), La
sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (2008), Usted puede ser feliz. La felicidad en
la cultura del franquismo (2012), Quinquis, maderos y picoletos. Memoria y ficción (2014), Nos
vemos en Chicote. Imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista (2015).
Esta vez el relato ofrece una enriquecedora variante pues su autor ha optado por
implicarse personalmente en el mismo, presentando sus reflexiones sobre la realidad que
aborda desde la óptica de sus propias vivencias del niño o del adolescente que fue.
Significativamente, las fechas que enmarcan el periodo elegido son las del año de su
nacimiento (1958) y las del año en que comienza sus estudios universitarios (1975), que
coincide con la muerte del dictador y con el inicio del proceso de transformación que iba a
experimentar España. No obstante, la elección de estas fechas no implica el establecimiento
de un marco cronológico estricto pues la escritura deliciosamente errática de su autor, que
discurre siguiendo el fluir caprichoso de la memoria, determina que ambos márgenes se vean a
menudo superados. Por otra parte, Juan Antonio Ríos, pese a esa novedosa apelación a su
biografía personal, dista mucho de la arrogarse una función protagonística y de erigirse en
centro de la historia que narra; al contrario de lo que suele ser usual en las tan en boga
“escrituras del yo”, su ubicación está en los márgenes de ese relato, con la actitud de un
modesto cronista que recuerda y comenta con ironía, no incompatible con alguna dosis de
nostalgia, la vida que pululaba en derredor. Y en línea con lo que es habitual en sus libros
precedentes no es la Historia con mayúsculas el objeto de su atención, sino los flecos de la
misma que suelen ser despreciados o desatendidos por los cronistas que han dibujado el tapiz
donde se recogen los acontecimientos claves de un periodo: vivencias cotidianas, anécdotas
sin trascendencia, personajes oscuros o insignificantes, muchas veces anónimos, que son
revividos por la memoria del autor para iluminar rincones que habían quedado fuera del foco
de los relatos oficiales y añadir a estos la dosis de calor y humanidad de la que carecen. Y
también, en ocasiones, son objeto de su atención algunos personajes pertenecientes al
universo de la ficción cuyas historias contribuyeron a alimentar las existencias grises de la
gente de a pie, especialmente en unos años como los acotados, cuando la ficción, como señala
el autor, “era disfrutada y compartida simultáneamente por una mayoría hasta el punto de
convertirse en seña de identidad colectiva” (p. 146).
Otra de las aportaciones de Juan Antonio Ríos en sus evocaciones del pasado, y
especialmente en este libro, es la plena libertad con que las emprende, alejado de cualquier
pretensión de rigor e ignorando deliberadamente la línea que separa lo vivido de lo imaginado,
pues se manifiesta consciente de que “la realidad, puesta a ser recordada, debe contar con las
ayudas de la ficción para extraer la correspondiente enseñanza o, en su defecto, para resultar
placentera, que no es poco” (p. 165). Esa renuncia al rigor privativo de los autores que se
invisten de la función de cronistas se debe a la errancia antes mencionada de la escritura de
Juan Antonio Ríos, atenta tan solo al fluir inconsciente de la memoria a la que afloran
“recuerdos aislados, fragmentarios y un tanto caóticos cuyo hilo conductor resulta tan
misterioso como el cambalache de la vida”; especialmente en una edad en que uno tiende a
aferrarse a los momentos de plenitud ya vividos, pues tales momentos comienzan a escasear
cuando el presente tiende a menguarlos “con la colaboración de achaques, resignaciones y
frustraciones carentes de segunda convocatoria” (p. 11). Y con relación a la aparente
incoherencia que le lleva a su escritura a fusionar de los territorios de la ficción y de la realidad
la justificará por las propias peculiaridades de la memoria individual, la cual, aunque es “un
acto que no renuncia al rigor del conocimiento (…), también es creativo por la selección y la
ordenación de referentes a la búsqueda de un desenlace”. Y esa misma creatividad la dota de
una dimensión ficcional en virtud de la cual “no precisa de argumentos para su justificación
ante el hipotético interlocutor o lector” (p. 13).
Por otra parte, la sonrisa constituye un elemento permanentemente presente, a modo
de contrapunto en esta indagación que el autor califica de “heterogénea y libérrima” y, a la
vez, de “cómplice” porque “respeta los límites del pudor a la antigua usanza, mantiene el
compromiso de veracidad en lo esencial y solo se ocupa de experiencias más o menos
comunes, de aquello que con diferentes matices pudo vivir cualquier muchacho de la época”
(p. 19).
Ese ejercicio de memoria, mediante el que el autor se embarca en un viaje por el tiempo
de su infancia y adolescencia, se articula en doce capítulos al frente de cada uno de los cuales
figura el nombre del personaje que ha servido como desencadenante del proceso evocador.
Personajes, en unos casos, cuya existencia transcurrió en el anonimato o sólo tuvieron
reconocimiento en el reducido ámbito de la capital de provincias escenario de sus historias; en
otros, se trata de figuras que pudieron alcanzar una cierta relevancia mediática pero cuya
popularidad se eclipsó con rapidez. Desfilan, así, por estas páginas John Moore, un vagabundo
popular en el Alicante de preguerra, superviviente de la explosión en 1913 de un barco en el
que trabajaba como cocinero y cuyos restos mortales, según cierta leyenda urbana, pudieron
ser confundidos con los de José Antonio Primo de Rivera y trasladados solemnemente al
monasterio de El Escorial. El capítulo segundo gira en torno a la figura del letrista Jacobo
Morcillo, autor de, entre otras canciones populares, Tengo una vaca lechera, mientras que el
tercero se centra en Federico García Sanchiz conferenciante muy popular durante la inmediata
posguerra, dueño de verbo “tan florido como frondoso” y especialista en el género de la
“charla”. Los capítulos cuarto y quinto tienen como protagonistas respectivos al niño
ajedrecista Arturito Pomar y a Rafael Cantalejo, alcalde de un pueblo andaluz que se hizo
famoso como concursante en el programa de TVE Un millón para el mejor. Un actor portugués
Virgilio Texeira, secundario permanente en varias películas heroicas de los años 40 y 50 sirve
de punto de partida a las reflexiones que se desarrollan en el capítulo sexto, mientras que el
cabo Rusty, compañero inseparable del perro Rin-Tin- Tin en la serie televisiva del mismo
nombre, sirve como pretexto para la emocionada evocación del western que se desarrolla en
el capítulo séptimo. Dos deportistas que gozaron de cierta popularidad mediática en aquellos
años, el boxeador Pepe Legrá y el baloncestista Nino Buscató son los ejes en torno a los que se
articula el relato en los capítulos octavo y noveno, mientras que los tres últimos parten de la
evocación respectiva de las figuras del cantante francés Charles Trenet, la actriz Margarita
García Sansegundo (quien bajo el nombre de Ágata Lys se convirtió en todo un símbolo erótico
del cine español) y el twister “Chubby“ Checker.
El grado del protagonismo de tales personajes varía considerablemente de un capítulo a
otro y sus respectivas historias pueden ocupar desde varias páginas a unas pocas líneas. En
todo caso, su función es la de mero catalizador que cumple el cometido de poner en marcha el
proceso de evocación que la memoria del narrador lleva a cabo y en el que los elementos de la
todavía incipiente cultura de masas constituyen un ingrediente primordial. Las referencias a
tales elementos (películas, canciones, concursos y series de televisión, cómics, etc.) llenan las
páginas de este volumen que van dando cuenta de la infancia y adolescencia del autor, quien,
como he apuntado antes, renuncia cualquier veleidad de protagonismo para adoptar la
posición del observador impenitente y reflexivo del mundo que se movía a su alrededor. Las
referencias a los propios avatares biográficos (vida familiar, experiencias escolares, juegos y
diversiones, amistades, el despertar de la adolescencia, los inicios de la concienciación política,
etc.) están, obviamente, presentes pero casi siempre fuera de foco, como baliza imprescindible
para el anclaje de esa realidad compleja y efervescente, ya ida, que ha intentado revivir en las
páginas de este libro. Un libro que continúa la empresa de rescatar la memoria de la
cotidianeidad de nuestro pasado reciente que viene llevando a cabo en otros títulos
anteriores, aunque ahora con una mayor implicación personal. Empresa sin duda arriesgada de
la que Juan Antonio Ríos ha salido exitoso a mediante lo que el denomina “una escritura sin
orden ni concierto” pero “con propósito implícito de diálogo para jugar con la memoria, las
consultas y la ficción” (p. 244).
En la dosificación de esos tres ingredientes está, sin duda la clave de su éxito: la
recurrencia a la imaginación para suplir los huecos de la memoria y dotar de vida a los
recuerdos petrificados o borrosos; y una ardua tarea de investigación en todo tipo de archivos
que ha proporcionado el rigor y la objetividad necesarios a un trabajo de estas características
evitando la caída en la banalidad y en lo anecdótico. A ello hay que añadir el humor que
preside todas estas páginas (combinado con la suficiente dosis de ironía mediante la que el
autor logra mantenerse en una prudente e imprescindible distancia) y que determina que la
sonrisa no desaparezca en ningún momento de la boca del lector desde que se sumerge en
ellas.
En definitiva, un libro altamente recomendable, editado con esmero por la prensas de la
Universidad de Alicante y acompañado de un imprescindible, aunque quizá demasiado
escueto, apéndice de documentos fotográficos.
José Antonio Pérez Bowie
Universidad de Salamanca
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