El historiador habla,
pero también calla. La historia no deja de ser un relato acerca del pasado y,
como tal, es el fruto de una selección de motivos que por su relevancia merecen
ser rescatados. Otros no, al menos en una construcción narrativa que debe tener
un objetivo capaz de determinar el contenido de lo expuesto.
La preparación de los
trabajos dedicados a los consejos de guerra de periodistas y escritores me ha
permitido acumular documentos y testimonios que finalmente no aparecen en lo
publicado. Los motivos son diversos. A veces por su escasa relevancia para el
objetivo del trabajo, en otras ocasiones por su carácter redundante y, claro
está, también por la imposibilidad de demostrar documentalmente lo
testimoniado.
Un testimonio puede tener
validez con independencia de su correlato documental. No obstante, en un tema
tan delicado como es la represión durante la posguerra, he preferido
circunscribirme a lo documentado. Entre otros motivos, porque con este material
ya tenemos de sobra para evidenciar la ausencia de garantías jurídicas de unos
procesos concebidos como arma de guerra para el control o la eliminación del
enemigo.
La mayoría de los
testimonios orales que he conocido proceden de las familias de las víctimas.
Algunas desconocen lo sucedido con sus familiares, incluso les he descubierto
sus historias en ocasiones, pero otras guardan en la memoria los testimonios de
quienes padecieron aquella represión.
Esos testimonios se
sitúan en un marco histórico bien conocido y no suponen una sorpresa. La
mayoría de las veces están relacionados con las vejaciones que sufrieron las
víctimas de los consejos de guerra, especialmente durante los interrogatorios
previos al inicio de la instrucción de los sumarios.
La violencia y la tortura
fueron habituales en esos interrogatorios a manos de la policía militar o
civil, los escuadrones falangistas y la Guardia Civil. Los testimonios
publicados abundan y no merece la pena recordarlos aquí. Sin embargo, la
lectura de Presentes (2024), de Paco Cerdá, me ha recordado el
caso de Manuel Navarro Ballesteros, que pasó una dramática temporada en la
calle Almagro, n.º 36, la sede de una barbarie conocida gracias a trabajos como
los de Alejandro Pérez-Olivares García.
Manuel Navarro
Ballesteros llegaría destrozado a la cárcel y así estaría cuando le interrogaron
los responsables del juzgado donde se instruyó el sumario. Pero no fue el
único, pues otro periodista finalmente ejecutado, Javier Bueno, ingresó en la
prisión con la cara amoratada tras la paliza recibida cuando le sacaron de la
embajada de Panamá donde intentó refugiarse. Ya antes estaba cojo a causa de una herida de guerra y, al
final, lo debieron llevar a rastras hasta el pelotón de ejecución, aunque
tuviera tiempo de departir con el sacristán de la prisión, según el testimonio
de Juan Antonio Cabezas.
Este último caso lo
recuerdo gracias a algunas fotos de Javier Bueno con las huellas de las
torturas sufridas en 1934, con su bastón durante la guerra y otras que nunca
veré, aunque imagino: las no tomadas durante el proceso. Sin embargo, en la
documentación de su sumario queda una huella escrita: su firma, con un temblor imprevisible
en quien se ganó la vida como periodista y estaba lejos de la vejez. Véanse los documentos de la entrada
publicada el pasado 29 de agosto.
Esa caligrafía no
determina la existencia de la tortura, pero si detectamos el previsible temblor
en un hombre joven y culto sabiendo que el maltrato se había producido poco
antes, cuando le detuvieron, parece lógico pensar en una relación de causa y
efecto. No la subrayé en Las armas contra las letras. Ni siquiera la
cité, pero cada vez que veo la firma pienso en los golpes que pudo recibir Javier
Bueno.
Otras familias de las
víctimas me han contado diferentes historias de aquellos momentos presididos
por la violencia y la venganza. Algunas son estremecedoras, pero solo las he
utilizado a la hora de imaginar el ambiente en que se desarrollaron los consejos
de guerra. Su relato, de cara a un lector que ya conoce lo fundamental del
mismo, resulta innecesario y apenas aportaría dramatismo a un trabajo que
pretende circunscribirse a la frialdad de lo documentado.
El silencio es
conveniente en este caso, pero comprendo a un autor de no ficción
literaria como Paco Cerdá, que afronta el problema de relatar la
violencia del momento que se cebó en miles de víctimas. Presentes lo
resuelve con el acierto de una pluma experimentada y lo agradecemos. Otros, ajenos
a la no ficción literaria, optamos por callar sobre estos temas de las torturas
porque sabemos que el lector entiende aquello de
«convenientemente interrogado el procesado…». También el acta de la declaración que alude a sus «nervios». Al buen entendedor, con pocas palabras basta.