domingo, 29 de septiembre de 2024

Presentes, de Paco Cerdá, y los silencios del historiador


 

El historiador habla, pero también calla. La historia no deja de ser un relato acerca del pasado y, como tal, es el fruto de una selección de motivos que por su relevancia merecen ser rescatados. Otros no, al menos en una construcción narrativa que debe tener un objetivo capaz de determinar el contenido de lo expuesto.

La preparación de los trabajos dedicados a los consejos de guerra de periodistas y escritores me ha permitido acumular documentos y testimonios que finalmente no aparecen en lo publicado. Los motivos son diversos. A veces por su escasa relevancia para el objetivo del trabajo, en otras ocasiones por su carácter redundante y, claro está, también por la imposibilidad de demostrar documentalmente lo testimoniado.

Un testimonio puede tener validez con independencia de su correlato documental. No obstante, en un tema tan delicado como es la represión durante la posguerra, he preferido circunscribirme a lo documentado. Entre otros motivos, porque con este material ya tenemos de sobra para evidenciar la ausencia de garantías jurídicas de unos procesos concebidos como arma de guerra para el control o la eliminación del enemigo.

La mayoría de los testimonios orales que he conocido proceden de las familias de las víctimas. Algunas desconocen lo sucedido con sus familiares, incluso les he descubierto sus historias en ocasiones, pero otras guardan en la memoria los testimonios de quienes padecieron aquella represión.

Esos testimonios se sitúan en un marco histórico bien conocido y no suponen una sorpresa. La mayoría de las veces están relacionados con las vejaciones que sufrieron las víctimas de los consejos de guerra, especialmente durante los interrogatorios previos al inicio de la instrucción de los sumarios.

La violencia y la tortura fueron habituales en esos interrogatorios a manos de la policía militar o civil, los escuadrones falangistas y la Guardia Civil. Los testimonios publicados abundan y no merece la pena recordarlos aquí. Sin embargo, la lectura de Presentes (2024), de Paco Cerdá, me ha recordado el caso de Manuel Navarro Ballesteros, que pasó una dramática temporada en la calle Almagro, n.º 36, la sede de una barbarie conocida gracias a trabajos como los de Alejandro Pérez-Olivares García.

Manuel Navarro Ballesteros llegaría destrozado a la cárcel y así estaría cuando le interrogaron los responsables del juzgado donde se instruyó el sumario. Pero no fue el único, pues otro periodista finalmente ejecutado, Javier Bueno, ingresó en la prisión con la cara amoratada tras la paliza recibida cuando le sacaron de la embajada de Panamá donde intentó refugiarse. Ya antes estaba cojo a causa de una herida de guerra y, al final, lo debieron llevar a rastras hasta el pelotón de ejecución, aunque tuviera tiempo de departir con el sacristán de la prisión, según el testimonio de Juan Antonio Cabezas.




Este último caso lo recuerdo gracias a algunas fotos de Javier Bueno con las huellas de las torturas sufridas en 1934, con su bastón durante la guerra y otras que nunca veré, aunque imagino: las no tomadas durante el proceso. Sin embargo, en la documentación de su sumario queda una huella escrita: su firma, con un temblor imprevisible en quien se ganó la vida como periodista y estaba lejos de la vejez. Véanse los documentos de la entrada publicada el pasado 29 de agosto.

Esa caligrafía no determina la existencia de la tortura, pero si detectamos el previsible temblor en un hombre joven y culto sabiendo que el maltrato se había producido poco antes, cuando le detuvieron, parece lógico pensar en una relación de causa y efecto. No la subrayé en Las armas contra las letras. Ni siquiera la cité, pero cada vez que veo la firma pienso en los golpes que pudo recibir Javier Bueno.

Otras familias de las víctimas me han contado diferentes historias de aquellos momentos presididos por la violencia y la venganza. Algunas son estremecedoras, pero solo las he utilizado a la hora de imaginar el ambiente en que se desarrollaron los consejos de guerra. Su relato, de cara a un lector que ya conoce lo fundamental del mismo, resulta innecesario y apenas aportaría dramatismo a un trabajo que pretende circunscribirse a la frialdad de lo documentado.

El silencio es conveniente en este caso, pero comprendo a un autor de no ficción literaria como Paco Cerdá, que afronta el problema de relatar la violencia del momento que se cebó en miles de víctimas. Presentes lo resuelve con el acierto de una pluma experimentada y lo agradecemos. Otros, ajenos a la no ficción literaria, optamos por callar sobre estos temas de las torturas porque sabemos que el lector entiende aquello de «convenientemente interrogado el procesado…». También el acta de la declaración que alude a sus «nervios». Al buen entendedor, con pocas palabras basta.


sábado, 28 de septiembre de 2024

La declaración de reparación y reconocimiento personal a Miguel Hernández


 

Ante la aparición en los medios de comunicación de diversas noticias relacionadas con una petición de reconocimiento formulada por la familia de Miguel Hernández con el respaldo de numerosas personas, convendría una mayor precisión en la información facilitada y el recuerdo de la legislación vigente para evitar informaciones inexactas.

El artículo 4.1 de la Ley 20/2022, de 19 de octubre de Memoria Democrática (BOE, 20-X-2022), establece el carácter ilegal y nulo de condenas como la del poeta: «Como expresión del derecho de la ciudadanía a la reparación moral y a la recuperación de su memoria personal, familiar y colectiva, se reconoce y declara el carácter ilegal y radicalmente nulo de todas las condenas y sanciones producidas por razones políticas, ideológicas, de conciencia o creencia religiosa durante la Guerra, así como las sufridas por las mismas causas durante la Dictadura, independientemente de la calificación jurídica utilizada para establecer dichas condenas y sanciones».

El artículo 5.1. establece la ilegalidad de los órganos penales que dictaron esas sentencias: «Se declara la ilegalidad o ilegitimidad de los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales y administrativos que, a partir del Golpe de Estado de 1936, se hubieran constituido para imponer, por motivos políticos, ideológicos, de conciencia o creencia religiosa, condenas o sanciones de carácter personal, así como la ilegitimidad y nulidad de sus resoluciones».

A partir de la publicación de la citada ley, podemos considerar que genéricamente la condena al poeta es nula y los órganos que intervinieron en su proceso son ilegales e ilegítimos. No obstante, el legislador también reconoce la posibilidad de que los familiares u otras personas interesadas pidan la declaración de reparación y reconocimiento personal de una víctima. A la misma se acoge la familia de Miguel Hernández haciendo uso de lo establecido en el artículo 6.1.: «Se reconoce el derecho a obtener una Declaración de reparación y reconocimiento personal a quienes durante la Guerra y la Dictadura padecieron las circunstancias a que se refiere el artículo 3.1. y los efectos de las condenas y sanciones a que se refieren los artículos 4 y 5».

Por lo tanto, ahora no se pide la nulidad de una condena ya anulada de manera genérica por la ley, sino una declaración de reparación y reconocimiento personal por parte del organismo competente para el acto administrativo, dado que Miguel Hernández reúne las circunstancias establecidas para ser considerado como una víctima de la dictadura franquista. Como es lógico, esa declaración también supone reconocer de manera más o menos indirecta la nulidad de la condena, dado que el artículo 6 está ligado a los dos anteriores.

Al margen de la fundamentación legal de la petición, en donde otras voces más autorizadas que la mía podrían intervenir, es obvio que el poeta fue condenado por su respaldo a la II República y su militancia antifascista. La simple consulta de la sentencia así lo indica y creo haberlo demostrado, haciéndome eco de una amplia bibliografía, en Los consejos de guerra de Miguel Hernández (Madrid, Ministerio de Defensa-Universidad de Alicante, 2022).

Siendo lo anterior cierto, no lo es menos que la trayectoria del poeta no fue rectilínea hacia las posturas que mantuvo al final de sus días y, a lo largo de su corta vida, cualquier estudioso de la misma podrá establecer diversas etapas que merecen ser analizadas y respetadas.

La conversión de un poeta como Miguel Hernández en un abanderado de unas concretas ideologías políticas supone un empobrecimiento de la riqueza de su creación literaria. Así lo ha entendido la bibliografía académica y, por esa misma razón, resulta triste observar algunas polémicas que aportan poco al conocimiento y el disfrute de la obra hernandiana.

Lo único relevante es que, si las previsiones se cumplen, el próximo 31 de octubre la figura del poeta tendrá una declaración de reparación y reconocimiento personal que satisfaga la solicitud de una familia que lleva años con un empeño compartido por numerosos lectores del poeta.

La declaración será la consecuencia de unos hechos documentados, pero que no debieran ser utilizados en el legítimo debate ideológico o político. Hablamos de historia y no tanto de memoria histórica. La primera nos devolverá un poeta complejo y matizado con toda su riqueza interpretativa, mientras que la segunda, igualmente respetable, será fruto de lecturas vinculadas con las memorias de quienes las hacen.

PD.:

La prensa local informa hoy, 1-X-2024, que el Consell Valenciano se ha adherido a la petición, lo cual garantiza que las cortes de nuestra autonomía también lo hagan en fecha próxima. Asimismo, lo ha hecho la junta de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Alicante en su reunión del 1 de octubre de 2024:

https://www.informacion.es/alicante/2024/10/02/filosofia-letras-alicante-miguel-hernandez-victima-franquismo-108832879.html

https://web.ua.es/es/actualidad-universitaria/2024/octubre2024/1-6/filosofia-y-letras-se-adhiere-a-la-peticion-de-reparacion-y-reconocimiento-como-victima-para-miguel-hernandez.html


 


jueves, 26 de septiembre de 2024

Presentes, de Paco Cerdá


La publicación de trabajos de investigación es un requisito para ser profesor universitario. Durante años, los añades a un currículo a menudo utilizado para superar oposiciones, ascender en el escalafón, obtener becas…, sin que las autoridades académicas te pidan una justificación menos utilitarista.

Al cabo del tiempo, conviene tenerla para evitar la sensación de lo absurdo. La observo en numerosas aportaciones destinadas a hinchar el CV y, por esa misma razón, cuando hablo con los doctorandos procuro preguntarles acerca del para qué de su labor, al margen de requisitos y obligaciones más o menos circunstanciales.

Una de esas razones consiste en aportar conocimiento para crear un relato acerca del pasado. Lo construimos con nuestros trabajos, donde la voluntad de relatar y comunicar debiera ser imprescindible, pero también ayudamos a que otros autores vinculados con las distintas modalidades de la ficción lo construyan gracias a obras que disfrutan de una mayor difusión.

La tarea es compleja y precisa de autores interesados en documentar con rigor sus obras, sobre todo si se desenvuelven en el ámbito de la no ficción literaria. Cuento con varios amigos dedicados a la misma, colaboro con ellos desde hace décadas y, cada vez que descubro la huella de algún trabajo académico en esas obras, siento la satisfacción del objetivo cumplido.

Paco Cerdá figura de manera destacada en este grupo. Le descubrí cuando supe que compartíamos el interés por un personaje tan olvidado como el ajedrecista Arturito Pomar, me deslumbró al mostrarme la complejidad de un 14 de abril de 1931 que solo conocía por el relato de unas imágenes mil veces repetidas de masas en las calles con banderas y, ahora, cuando todavía es un hombre joven me ha demostrado la madurez de un escritor gracias a su Presentes, que relata lo sucedido en torno a diez días de noviembre de 1936.

El traslado de los restos de José Antonio desde Alicante hasta El Escorial es una historia que siempre me ha interesado y a la que he dedicado algunas páginas. Incluso en Contemos cómo pasó (2016) comenté una leyenda en torno al traslado capaz de utilizar el humor como arma de resistencia. Paco Cerdá comparte ese mismo interés tras ver un documental de conocimiento obligatorio para saber de la voluntad de los vencedores durante la inmediata posguerra:




A partir de esas imágenes y con la ayuda de una considerable bibliografía, Paco Cerdá relata el traslado de aquellos restos mortales y, lejos de circunscribirse a esa siniestra épica de quienes hacían una demostración de fuerza como vencedores, también nos da muestras de la otra cara: la represión y la eliminación de los vencidos.

Once capítulos dedicados a las jornadas del traslado y veintidós a los retratos de sujetos, la mayoría anónimos, que protagonizan el dramatismo del momento. En total, treinta y tres, los años de un José Antonio que en vida fue un sujeto de relativo relieve y, fusilado, se convirtió en un protomártir del franquismo tras eliminar de su legado lo que resultaba inconveniente para la dictadura.

Así le conocí en las aulas, con el crucifijo en el centro y a la derecha el general Franco. También en las visitas escolares a su celda cada veinte de noviembre, que acabaron creando en mi imaginación numerosas dudas y pocas certidumbres. A las primeras acudo todavía y, de su mano, descubro el sentido de un personaje histórico tan abundante en retórica como cuestionable con la fría razón de quienes procuramos una dialéctica sin puños ni pistolas.

El libro de Paco Cerdá me ayuda en esta tarea porque recopila y sintetiza un enorme caudal de información contrastada, incluso inédita. Muchos de sus capítulos son descubrimientos que necesitan del lápiz para apuntar y subrayar. Otros completan lo parcialmente conocido con datos oportunos y relevantes. Y, sobre todo, el conjunto supone una invitación a la lectura por la calidad de una prosa cuidada, medida y precisa. También de paciente elaboración, como corresponde a las exigencias de un autor ajeno a las prisas de lo fácil.

Paco Cerdá no solo conoce lo sucedido en torno a aquel dramático noviembre de 1939, del I Año de la Victoria, sino que sus muchas horas de lectura y consultas le permiten recrear el ambiente de una época presidida por la violencia y la venganza. La guerra no había terminado. La nueva fase de la misma, superada la crónica de los enfrentamientos bélicos, requiere la reflexión de quien sabe que el estilo también es contenido.

Presentes se incorporará, sin duda, al caudal de la mejor no ficción literaria publicada en España. La respuesta de la crítica y de los lectores así lo confirma. Me alegra por la calidad de la obra de un autor joven al que sigo desde sus principios, pero también «me llena de orgullo y satisfacción» porque tuve la suerte de colaborar en el proceso de redacción.

Ahora, al cabo de los meses, veo que el capítulo dedicado al periodista ejecutado Manuel Navarro Ballesteros me devuelve enriquecido el sumario que facilité a Paco Cerdá. También me descubre matices de una personalidad poco conocida, pero que ejemplifica el dramatismo de un momento donde demasiadas personas vieron su vida truncada. Incluidos los jóvenes dispuestos a ilusionarse con la perspectiva de una vida más justa.

Rafael Azcona me enseñó a escribir sobre la derrota de quienes deambulan por los márgenes de la historia. Paco Cerdá habrá tenido otros maestros, pero comparte esa voluntad porque sabe que, literariamente, la derrota es mucho más rica que la victoria. Nadie se acuerda de quienes concibieron aquel fastuoso traslado de los restos mortales de José Antonio. Su mito ha caído en el olvido de lo artificioso y propagandístico, pero poco a poco, con la voluntad de quienes procuramos el rescate de las voces, emergen otros testimonios capaces de conmovernos.

La mirada del historiador de la posguerra acaba encallecida porque la barbarie es omnipresente en ese período. Sin embargo, gracias al criterio de Paco Cerdá en la selección, la fundamentación de su historia y, sobre todo, la brillantez de su escritura contamos con un conjunto de testimonios capaces de conmovernos, aunque tengamos esa mirada tras conocer otros similares.

Solo cabe, pues, agradecer a Paco Cerdá la oportunidad de haber colaborado con él y, de esa manera, hacer realidad el objetivo con que iniciaba este comentario. Si los años pasados en los archivos militares me han permitido ver las huellas de lo exhumado en una excelente creación de no ficción literaria, el esfuerzo está más que justificado.

El próximo día 10 de octubre, en una librería de Alicante, tendré la oportunidad de compartir esta satisfacción con el propio autor. Y, claro está, buscaremos nuevos motivos para futuros libros que respondan a los intereses comunes de quienes buceamos en la historia porque no paramos de hacernos preguntas.

Os dejo con la grabación de la presentación del libro en Madrid:



 

 

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Teatro y cine en la España del siglo XX (2): Calle Mayor


 

El propósito de Juan Antonio Bardem al dirigir Calle Mayor (1955) fue retratar una coetánea ciudad provinciana. Las referencias urbanas estaban a su alcance: en cualquier capital de provincia de aquella España que el director observó críticamente a través de su filmografía. No obstante, el cineasta prefirió compatibilizar esa mirada al entorno con la utilización de fuentes teatrales, literarias y cinematográficas que también abordan el tema de la ciudad provinciana.

Entre las primeras, destaca La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches. Juan Antonio Bardem, procedente de una familia vinculada con el teatro, la conocía a la perfección y supo extraer del texto teatral lo fundamental, adecuarlo a su tiempo y eliminar los rasgos de la obra original que habían quedado obsoletos o inconvenientes para su plasmación en una película de 1955 con espíritu tan crítico como regeneracionista.

Los cambios introducidos en la adaptación son notables y afectan a diversos personajes. También al género, puesto que la obra arnichesca como tragedia grotesca nunca renuncia al humor, mientras que la película es un drama sin concesión alguna para la sonrisa. No obstante, la mirada del autor permite la aparición de una «solterona» bien distinta a la Florita concebida por Carlos Arniches.

La hermana de don Gonzalo es la destinataria de las burlas. Sin embargo, ella permanece ajena a la gravedad de lo sucedido -el verdadero protagonista es el hermano en funciones de padre- y, a menudo, su extrema ingenuidad deriva en el ridículo risible. Carlos Arniches lamenta la burla cruel, pero crea un personaje femenino que por su cursilería a veces parece merecerla. De hecho, en las últimas puestas en escena de la obra el personaje de Florita ha cambiado para hacerlo más digno y maduro, aunque sea a costa de la risa.

La Isabel de Juan Antonio Bardem es completamente diferente. Comparte con Florita la condición de solterona en una ciudad provinciana. Como tal, queda a la espera de un hombre mientras permanece relegada a actividades menores. Su único objetivo es casarse y crear una familia, pero cada vez queda más lejos por el paso del tiempo y la persistencia de una soltería que nunca es fruto de su fealdad o cursilería.




El destino de Isabel como solterona es una injusticia y el público, desde el principio, empatiza con ella al tiempo que comprende su desesperanza. Por esa misma razón, la burla resulta más cruel en el caso de la adaptación cinematográfica. Los burladores ya no son unos señoritos aburridos y agrupados en torno al Guasa-Club, sino unos maduros representantes de las fuerzas vivas de la ciudad que se comportan con una crueldad notoria.

A partir de lo indicado, el debate que abrimos girará en torno a las diferencias entre Isabel y Florita, que van desde el aspecto físico hasta el carácter, pero que sobre todo se evidencian cuando observamos a la segunda en un final que no le ha permitido madurar o cambiar, mientras que el personaje de Juan Antonio Bardem, tras la dura experiencia de haber sido consciente de una burla, cambia hasta su rostro. La mujer de sonrisa dulce durante gran parte del metraje se convierte en una Isabel endurecida, consciente de la realidad y cambiada cuando observa la calle Mayor tras el ventanal de su habitación.



Aparte de la bibliografía dada en clase, os recomiendo la consulta de los siguientes vídeos grabados cuando Juan Antonio Bardem visitó la Universidad de Alicante y tuvimos la oportunidad de preguntarle por las tres cuestiones planteadas en nuestra práctica:





 




lunes, 23 de septiembre de 2024

«Cantad alto». Cultura y antifranquismo en Andalucía, coordinado por Diego Caro Cancela


 

El catedrático Diego Caro Cancela, de la Universidad de Cádiz, acaba de mandarme un volumen colectivo publicado bajo su coordinación: «Cantad alto». Cultura y antifranquismo en Andalucía (1965-1976). Sus páginas me han aportado abundante información sobre aquellos años y, al mismo tiempo, las conclusiones evidencian la necesidad de salir de Madrid o Barcelona para recoger la diversidad de manifestaciones culturales que se dieron en el marco de la oposición a la dictadura.

Las comparaciones del lector son inevitables y, al saber de las más variadas iniciativas protagonizadas por los andaluces con «inquietudes», el término era habitual por entonces, he buscado en la memoria su correlato con las conocidas de mi entorno. Incluso con algunas que tuve la oportunidad de vivir en directo a mediados de los años setenta.

Una experiencia inolvidable en ese sentido fue el intento, frustrado a base de golpes, de rendir homenaje a Miguel Hernández en mayo de 1976, unas semanas antes de que en Granada se celebrara otro similar estudiado por Diego Caro en el mismo volumen. La convocatoria se hizo bajo el título de Homenaje de los pueblos de España a Miguel Hernández, movilizó a muchas personas y, a pesar de la represión, los participantes alcanzaron algunos de los objetivos propuestos.

Gracias al Archivo de la Democracia, de la Universidad de Alicante, contamos con imágenes y documentos que refrescan la memoria de unos momentos vividos cuando estudiaba el primer curso de Filología Española. Por entonces, mi relación con el poeta era mínima, apenas conocía lo sucedido durante las décadas anteriores y la voluntad de participar solo era una respuesta propia del entusiasmo de la juventud movilizada.



Al cabo del tiempo, he sabido de otros homenajes similares dedicados al propio Miguel Hernández, Federico García Lorca y Antonio Machado. Incluso he escrito sobre los intentos del franquismo para incorporar estos poetas a su cultura. Fueron reiterativos y, en algunas ocasiones, apreciables en sus resultados. No obstante, la tónica general estuvo marcada por el autoritarismo, la represión y, sobre todo, la negativa a que esos homenajes fueran protagonizados por personas ajenas a la cultura de la dictadura.

El 20 de febrero de 1966, según cuenta Diego Caro Cancela, estaba previsto celebrar el homenaje a Antonio Machado en Úbeda. El acto central consistía en la colocación de un busto del poeta realizado por Pablo Serrano, justo donde el también profesor daba sus paseos, y celebrar un recital poético con la colaboración de Fernando Fernán-Gómez, Francisco Rabal y Fernando Rey.

Los primeros pasos del homenaje se dieron en un clima de relativa permisividad, pero llegado el día, y ante la evidencia de que el Machado homenajeado era inasumible por la dictadura, la represión policial se cernió sobre los participantes. El balance supuso carreras, golpes y hasta veintisiete detenidos por pretender dar los «Paseos con Antonio Machado».

La sorpresa no cabe para quien conoce los límites en los que se desenvolvía la cultura antifranquista, pero Diego Caro Cancela incluye la contraprogramación propuesta por el régimen unas pocas semanas después. El homenaje incluía otro busto, una lápida en el instituto donde dio clases el poeta, una misa en su memoria, un recital poético con Blas Piñar como mantenedor y un festival benéfico-taurino.

La glosa de Antonio Machado por parte de Blas Piñar, su némesis, debió ser singular, pero la jornada en general «helaría el corazón» de un poeta cuya memoria se pretendía poner al servicio de una imagen aperturista del régimen. El precio a pagar era la desnaturalización de su legado literario.

El relato de estos hechos parece sacado del baúl de los recuerdos. Algunos pensarán que forman parte de un pasado ya clausurado. Sin embargo, justo ahora, cuando varios compañeros andan empeñados en promover la nulidad de la sentencia de Miguel Hernández, veo comportamientos de políticos locales bastante similares a los de quienes organizaron el festival benéfico-taurino:

https://www.informacion.es/opinion/2024/09/22/caton-alcalde-orihuela-108394032.html

La corta vida de Miguel Hernández fue suficiente para que en su trayectoria veamos diferentes personalidades, desde la del católico hasta la del militante comunista. Todas son respetables y dignas del conocimiento, pero el intento de desvincular al poeta de la II República y, sobre todo, la negativa a admitir lo brutal que resultó su procesamiento parece bochornoso a estas alturas.

Afortunadamente, los tiempos han cambiado desde fechas como las de 1966 y 1976. Ahora no habrá detenidos ni golpes. Incluso el próximo día 31 de octubre, con la prevista asistencia del presidente del Gobierno, se celebrará en Madrid el acto donde quedará declarada nula la sentencia de acuerdo con lo previsto en el artículo 6 de la Ley de Memoria Democrática.

El desenlace será feliz para un empeño hernandiano con una larga trayectoria de iniciativas hasta ahora frustradas. Incluso tengo el orgullo de que, para argumentarlo, mi libro Los consejos de guerra de Miguel Hernández (2022) haya sido útil. Para eso lo escribí, pero todavía queda pendiente el objetivo de que lo documentado sea admitido por todos los sectores democráticos.

Si en 1966, según cuenta Diego Caro Cancela, hubo gente dispuesta a recibir golpes para homenajear a Machado, nuestro propósito de divulgar lo investigado es comparativamente una cuestión menor. Así lo entiendo y, mientras escucho a quienes me hablan del Miguel Hernández católico, siempre recuerdo sus momentos finales, cuando quienes decían encarnar ese catolicismo se comportaron con la saña de los vencedores.

Las pruebas están al alcance de cualquiera, como los versos siempre oportunos de Antonio Machado. Solo resta aceptar este legado, comprenderlo en su complejidad e incorporarlo a nuestra cultura democrática. La alternativa pasa por las porras de los grises y la organización de festivales taurinos, aunque ahora esas manifestaciones de la España más autoritaria se hayan adaptado a los tiempos que corren.

 

 

 

 

domingo, 22 de septiembre de 2024

Un consejo de guerra por 2.50 pesetas

Juan José del Águila

En julio de 1961, mi amigo Juan José del Águila era un joven de dieciocho años que residía en Algeciras junto a su familia. Una de las pocas diversiones para sortear la canícula era asistir a alguno de los nueve cines de verano de la ciudad. Todos eran propiedad de una misma empresa, que aprovechó el monopolio para duplicar ese año el precio de las entradas. De las 2.50 pesetas se pasó al duro, que era un dispendio en aquella época.

La decisión empresarial provocó el malestar de los aficionados a ver cine a la fresca, una costumbre que añoro cada verano. Igual que los bocadillos de tortilla regados con gaseosa que me zampaba por aquel entonces. El ingenio hizo su aparición y pronto surgieron las protestas bajo el lema «si eres un buen ciudadano, no vayas a los cines de verano».

Juanjo junto a su hermano Jorge, menor de edad, se apostaron en la puerta de uno de los cines para boicotear la entrada al mismo mediante el abucheo, que no suponía peligro alguno. Un «gris» introdujo a Jorge en el interior del local y su hermano, asustado, se dirigió a la farmacia que regentaba el padre de ambos y que esa noche estaba precisamente de guardia.

El farmacéutico se presentó en el cine para interesarse por la situación de su hijo. Unos instantes después, el padre recibió una sonora bofetada a manos de un policía. Los hermanos intervinieron y, como era costumbre, también fueron golpeados, esta vez con las reglamentarias porras.

El incidente, uno de los innumerables testimonios recopilados acerca del autoritarismo que reinaba por entonces, desembocó nada menos que en un consejo de guerra por la acusación de «insultos a fuerzas armadas». La pena solicitada para el padre era de seis meses y multa. Quedó rebajada y Juanjo fue absuelto, pero ahí nació un espíritu rebelde contra la dictadura que pronto se hizo abogado y terminó su carrera de jurista como magistrado.

Hoy Juanjo conserva el mismo espíritu cuando ya ha superado la frontera de los ochenta y me cuenta que empieza a tener algún problema con la memoria. Gracias a la ayuda de sus nietos, ha conseguido consultar el sumario de aquel consejo de guerra y en su blog, tan imprescindible para quienes nos ocupamos de estos temas, ha contado la experiencia:

https://justiciaydictadura.com/no-161-boicot-a-los-cines-de-verano-el-25-de-julio-de-1961-en-algeciras-y-algunas-de-sus-consecuencias-consejo-de-guerra-contra-juan-del-aguila-lozano-y-juan-jose-del-aguila-torres-primera-parte/

Justicia y dictadura me ha ayudado a resolver dudas acerca de mis trabajos sobre la jurisdicción militar durante el franquismo. Ya conocía el imprescindible libro de Juanjo sobre el Tribunal de Orden Público y, con la confianza en un doctor que también ejerció de magistrado, me introduje en las numerosas entradas y artículos dedicados a la jurisdicción militar.

Y, si la duda persiste, Juanjo siempre está dispuesto a aclararla para quien, procedente de la historia de la literatura, debe someter sus trabajos a la supervisión de los expertos en Derecho. Así lo he hecho y ahora, al cabo de los años, cuento con un nutrido grupo de amigos entre los colegas de esa especialidad. También entre magistrados que aúnan su actividad profesional con el interés por cuestiones históricas. El intercambio de publicaciones y la resolución de consultas me han permitido avanzar en mis estudios al tiempo que las relaciones de amistad se han consolidado.

Si cito el caso de Juanjo, es por un motivo añadido: su generosa solidaridad. Tengo la fortuna de contar con un grupo de colegas jubilados que siguen investigando y publicando con una voluntad encomiable. También cuidan a los nietos, pero siempre hay un tiempo para la vocación que les define. Ángel Viñas, Francisco Espinosa, Antonio Barragán, Glicerio Sánchez… son ejemplares en este sentido y coherentes con unas trayectorias de décadas al servicio de la investigación histórica. Ya alejados de las aulas, hablar con ellos, consultarles y someter los propios trabajos a su consideración siempre es un placer.

Juanjo, además, se adelanta a las posibles peticiones llevado por la solidaridad y el espíritu de colaboración. Solo me queda agradecerle la ayuda, seguir leyendo sus aportaciones con el objetivo de aprender de su mano y, sobre todo, desear que la salud le respete para disfrutar de su presencia de indómito ciudadano que se rebela contra la injusticia.

Mientras tanto, quienes blanquean el tardofranquismo generalizando y sobrevolando una realidad histórica para evitar mancharse, debieran atender a esas pequeñas historias como la relatada por Juanjo con motivo del consejo de guerra de 1961. Ahí, sin necesidad de teorizar, reside la esencia de una dictadura violenta desde su nacimiento hasta su final. El correspondiente relato supone una obligación profesional y ética que, junto a mis buenos amigos jubilados, asumo cada vez que emprendo la redacción de un trabajo académico.


 

viernes, 20 de septiembre de 2024

El Capitán Saltatumbas y Paquita, La terrible


 Pedro Luis de Gálvez junto con sus hijos


El procesamiento del siempre singular Pedro Luis de Gálvez cuenta con una notable y desigual bibliografía. Su consulta me ha permitido redactar un extenso capítulo dedicado al bohemio para el segundo volumen de Las armas contra las letras, que aparecerá a principios de 2025.

El relato del proceso hasta la ejecución parecía cerrado, pero el análisis de la correspondiente documentación ha deparado algunas novedades que matizan lo explicado por Juan Manuel de Prada y quienes me precedieron. Ya daremos cuenta de las mismas. Baste ahora señalar la relación del escritor con la peluquera Paquita Ruiz Sanz, la hija de la portera donde vivía Pedro Luis de Gálvez en 1936 y con el tiempo nuera suya.

Paquita, la terrible, aparece en todos los testimonios incriminatorios que condujeron al paredón a Pedro Luis de Gálvez, El capitán saltatumbas. El locuaz escritor, cuando alardeaba de sus asesinatos durante los primeros meses de la guerra, siempre estaba acompañado de la joven vecina. Él asesinaba en nombre de vete a saber qué revolución y ella, «valiente» como miliciana, daba los correspondientes tiros de gracia.

Los testimonios recopilados durante el proceso, en su mayoría de vecinos de la pareja, no dudan en atribuir múltiples asesinatos al poeta y la peluquera. El primero lo pagó con una ejecución, pero la segunda consiguió salir de Madrid y diluirse en el anonimato hasta que resultó detenida en Málaga y trasladada a la prisión madrileña de San Isidro.

Allí, y al igual que su madre, no dudó en acusar a Pedro Luis de Gálvez como un alcohólico atrabiliario y más fanfarrón que violento. El poeta ya estaba ejecutado y todas las culpas cayeron sobre su espalda. Sin embargo, los testimonios de la vecindad durante la inmediata posguerra hablan de una pareja siempre unida en el «terror rojo». El procesamiento de la peluquera era inevitable.

El sumario 21125 del AGHD fue instruido contra Francisca Ruiz Sanz a partir de la orden dictada por el auditor el 7 de agosto de 1943. No obstante, la procesada estaba en paradero desconocido y el juez instructor ordena una requisitoria publicada en la prensa el 24 de septiembre de 1943. Este recurso, por la experiencia de otros casos, no solía funcionar, pero finalmente el 10 de diciembre de 1943 la localizan en la cárcel madrileña de San Isidro, a donde fue trasladada tras la detención en Málaga.

El 24 de enero de 1944, Paquita, de veintiocho años, casada y peluquera, afirma haber declarado ya en dos ocasiones -el dato está verificado-, pero lo hace de nuevo. La supuesta asesina admite que conoció al poeta, pero «le cogió temor por las cosas de que él se jactaba obligándole a que la acompañara a los distintos sitios donde el tal Luis de Gálvez asistía». Tras afirmar que sabe de la ejecución del bohemio, desmiente su participación en cualquier delito de sangre.

El mismo día 24, sin más averiguaciones, el juez instructor eleva el auto al plenario del consejo de guerra «siendo la mencionada encartada [Paquita] la que a las víctimas les daba el tiro de gracia». Sin embargo, tres días después se presentan en el juzgado dos vecinos de la procesada para avalarla.

Felipe Castilla Carbonero no solo la exculpa porque iba obligada por Pedro Luis de Gálvez, sino que «al igual que todos los vecinos de la barriada» la tiene «en buen concepto y, si ha tomado parte en algún hecho delictivo, ha sido obligada y coaccionada por el citado Gálvez, que no la dejaba un solo instante».

Don Felipe debió ser convincente. El juez instructor ese mismo día redactó un nuevo auto exculpando a la peluquera. «pues siempre ha sido persona de orden y ha observado buena conducta, estando considerada como persona de derechas, y si bien acompañaba siempre al funesto Gálvez, fue obligada por las acciones y amenazas de este, pero sin que fuese de voluntad propia».

El 8 de febrero de 1944, el auditor desiste de llevar lo instruido al plenario del consejo de guerra y dicta el correspondiente sobreseimiento. Sin embargo, Paquita todavía no puede salir en libertad por tener pendiente otra causa en el Juzgado Militar Especial con el número 109.266. Los hechos eran los mismos, pero los sumarios se multiplicaban, pues el 21125 venía derivado de otro anterior.

Estas circunstancias serán explicadas en el extenso capítulo dedicado al procesamiento de Pedro Luis de Gálvez. Baste ahora subrayar un hecho detectado en otros sumarios: la escasa fiabilidad de los testimonios vecinales. Paquita, la hija de la portera, debió causar una división de opiniones. Unos, en la inmediata posguerra, la vieron como una asesina en serie y otros, pasado el furor de la Victoria, la consideraron una persona de orden y de derechas.

La consecuencia es evidente: si Paquita hubiera sido procesada en 1939 habría acompañado a Pedro Luis de Gálvez en el paredón, pero cuatro años después acabó en libertad tras pasar una larga temporada encerrada como persona de orden y de derechas. Eso sí, entre los declarantes en el sumario del poeta, nadie la vio dar los tiros de gracia, pero todos sabían que los daba.

 

Pd. Agradezco a Guillermo Pastor Núñez, director técnico del Archivo General e Histórico de Defensa y buen amigo, su ayuda para consultar este sumario. Archiveros como él, siempre dispuestos a colaborar, son los que hacen posible nuestra tarea de investigación.

 


miércoles, 18 de septiembre de 2024

La relativa urgencia de los sumarísimos de urgencia


 Rosario del Olmo junto con Antonio Machado

El Decreto 79 del general Miguel Cabanellas fue publicado en el Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional del 4 de septiembre de 1936. En su preámbulo, leemos que «se hace necesaria en los actuales momentos, para mayor eficiencia del movimiento militar y ciudadano, que la norma en las actuaciones judiciales castrenses sea la rapidez».

Como consecuencia de esa rapidez, en el artículo 1 se establece que «todas las causas de que conozcan las jurisdicciones de guerra se instruirán por los trámites del juicio sumarísimo que se establecen en el título XIX, tratado tercero, del Código de Justicia Militar».

El Decreto 55, publicado en el número 22 del Boletín Oficial del Estado correspondiente al 5 de noviembre de 1936, y también en su preámbulo, recalca que las actuaciones sujetas a los sumarísimos deberán estar caracterizadas por la rapidez y la ejemplaridad. De esta última, por desgracia, no hay duda alguna y conocemos sus consecuencias dramáticas, pero de la primera cabe dudar.

El archivero Diego Castro Campano, en un artículo de 2010 ya citado en anteriores entradas, acude a las fuentes legales y con acierto establece que el procedimiento sumarísimo «es un proceso judicial en el que las distintas partes ordinarias del mismo se acumulan en un solo acto y, generalmente, en un solo momento, de tal suerte que se instruyen, aportan y valoran las pruebas, juzga, condena y se ejecuta la sentencia en un plazo brevísimo, incluso solo de horas» (p. 11).

La teoría es la expuesta arriba, pero la práctica analizada por los historiadores evidencia una realidad bien distinta. En mis libros dedicados a estos procedimientos en relación con los periodistas y escritores nunca he visto uno que se resolviera en un solo acto y, desde luego, la duración de los mismos excede en mucho a esas horas indicadas en el texto citado.

Los más rápidos se desarrollan en un plazo inferior a los seis meses, la mayoría oscilan entre el medio año y el año y algunos, pocos, se prolongan más allá de estos períodos. La razón es fácilmente deducible: la masificación, que también impidió otro de los supuestos objetivos, que era emplear el menor número posible de oficiales del Ejército en estos menesteres.

Como ejemplo que desmiente la supuesta urgencia de estos procedimientos podemos consultar el sumario 52355 del AGHD instruido contra la periodista Rosario del Olmo Almenta. El análisis de este caso aparecerá en el segundo volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

La orden del auditor para instruir el sumarísimo de urgencia 52355 fue dictada el 27 de octubre de 1939. Por razones que desconozco, la recibieron dos jueces instructores: Manuel Martínez Gargallo y José Arroyo Aparicio. El primero de ellos da cuenta de la recepción de la orden el 15 de noviembre de 1939 y dicta el correspondiente auto resumen el 8 de abril de 1940. El segundo de los citados, cuyo documento de recepción no consta, dictó un segundo auto resumen el 7 de septiembre de 1940.

Por lo tanto, y a pesar de una nueva coexistencia de dos instrucciones para un mismo caso, en septiembre de 1940 ya estaba todo listo para elevarlo a la vista previa y a la fase del plenario del consejo de guerra. Sin embargo, la sentencia a doce años de cárcel no fue dictada hasta el 24 de mayo de 1941. Es decir, casi dos años después de que la periodista que entrevistara a Antonio Machado fuera detenida en Madrid.

Al margen del caos burocrático tan presente en estos sumarísimos de urgencia, también cabe pensar en alguna mano benefactora que dejara dormir lo instruido. La razón es fácil de entender. Si Rosario del Olmo Almenta hubiera sido sentenciada en septiembre de 1940 le habrían caído treinta años. En mayo de 1941, y por los mismos hechos, la sentencia quedó reducida a doce años, una circunstancia que garantizaba una temprana puesta en libertad.

Las primeras sentencias fueron «ejemplares». Una vez satisfecha la necesidad de ejemplos para provocar la parálisis de la oposición política, las siguientes se suavizaron relativamente. Eso sí, lo de la urgencia de un solo acto es un objetivo que solo cabe asumir como un presupuesto teórico o normativo. La realidad histórica que podemos documentar iba por otros derroteros.

Y, además, gracias a la supuesta urgencia de estos procedimientos, se eliminaba la presencia del defensor durante la instrucción del sumario y el procesado carecía de cualquier información sobre la marcha de la misma. Esa era la verdadera «urgencia» para buscar la «ejemplaridad».


martes, 17 de septiembre de 2024

Frases robadas, de José Luis Sastre


 

La muerte ajena puede enseñar a vivir. La idea resulta paradójica y un tanto desconsiderada con el destino del fallecido, pero su veracidad radica en la experiencia de muchos de nosotros y, ahora, en la lectura de la primera novela de José Luis Sastre: Las frases robadas (Plaza Janés, 2024).

El también periodista cita las de una pléyade de novelistas. El recurso no supone pedantería, sino una muestra de lo intrincada que está la literatura en la relación entre el padre enfermo y la hija pendiente de sus cuidados. Son las frases de quien ha vivido subrayando textos para aprender a vivir y ha seleccionado con criterio.

Los autores citados son ajenos a la autoayuda o la consolación. Sus obras no pretenden dar respuestas claras. Más bien deparan preguntas que el lector se plantea a partir de una experiencia enriquecida por la lectura. Así también sucede con Las frases robadas y ahora, gracias a la publicación, compartidas.

José Luis Sastre testimonia y reflexiona sobre una experiencia tan dura como inevitable, aunque sujeta a múltiples circunstancias. La novela selecciona las adecuadas para fundamentar la paradoja del inicio de esta entrada. El resultado es aleccionador para quien sabe de muertes cercanas y, mediante el diálogo basado en la comparación, recuerda a la par que lee.

El fallecimiento de un padre es un momento clave en nuestro aprendizaje de la vida. Lo vimos en el caso de la última obra de Ignacio Martínez de Pisón, Ropa de casa. Al reseñarla en este mismo blog tuve la ocasión de explicar los paralelismos entre lo leído y lo vivido, como si la lectura se convirtiera en un diálogo.

La experiencia es similar en el caso de la obra de José Luis Sastre. Gracias a su lectura, con el disfrute de quien afronta un texto maduro, he recordado el fallecimiento de mi padre en 1996, cuando yo tenía una edad similar a la supuesta en la hija que protagoniza Frases robadas.

Mi padre no coleccionó esas frases, pero me enseñó a leer los textos que respetaba. De su mano me hice profesor porque la derrota en la guerra le impidió ser un maestro de la República. Mis dos hermanos siguieron el mismo camino y, al final de sus días, estaba orgulloso.

José Luis Sastre fija en una novela los últimos momentos, los presididos por unas conversaciones que no solo permanecen en la memoria, sino que se convierten en referentes para el aprendizaje de la vida. Mi campo de trabajo dista de estos menesteres, pero sin la ayuda de lo escrito mantengo presentes esos diálogos con quien, después de varios infartos, sabía de la proximidad de su final.

Y las imágenes. Recuerdo como si fuera ayer la última conversación con mi padre, ya en la puerta de la casa, y en la mesa de trabajo permanece desde entonces una foto suya. Está hablando con la familia e imagino, cada vez que inicio la tarea, que me comenta algo. Yo le respondo y, para su tranquilidad, le doy cuenta de mis objetivos cumplidos. Su orgullo es mi satisfacción.

El fallecimiento de un padre se acepta con la resignación de lo previsible a cierta edad. El de un hermano no, aunque haya superado la frontera de los sesenta. La enfermedad de Pepe duró unos meses, los suficientes para tener juntos experiencias que nunca habíamos disfrutado. Así también sucede en la novela de José Luis Sastre y, al leerla, he dialogado con sus personajes para buscar el intercambio de testimonios.

Mi hermano me llevaba once años y apenas supo de mi existencia cuando fui catedrático. Nunca me importó y hasta se lo agradecí. Siendo distintos, incluso contrapuestos en algunos sentidos, me gustaba esa distancia que en los últimos tiempos se convirtió en progresiva cercanía.

Jamás hablábamos de cuestiones personales o familiares. Su vida me la imaginaba gracias a otras voces, pero supe de las películas, las novelas y todo aquello que le hizo disfrutar para compartirlo con los amigos a modo de un aventi de Juan Marsé.

Pepe Rubianes me explicó que en la escuela almorzaba gratis a cambio de contar películas que no había visto. Le creí. No solo porque sabía de sus habilidades en un escenario, sino también porque algo similar sucedía con mi hermano. Así fui el espectador más atento y feliz. Con el tiempo, no he aprendido su arte, pero lo he transformado en la mirada que preside mis libros, donde nunca prescindo de un buen aventi.

Frases robadas es la crónica de un descubrimiento mutuo en unos momentos presididos por la cercanía de la muerte. José Luis Sastre la escribe con la delicadeza de un observador respetuoso ajeno a cualquier giro de guion porque el desenlace ya está fijado. Solo resta el aprendizaje, la oportunidad de aprender a vivir, y el mismo requiere la frase medida y diáfana por ser el vehículo de un acto pedagógico.

Ahora, al cabo de los años y gracias a novelas como la reseñada, comprendo lo mucho que aprendí durante los meses de aquellas enfermedades terminales, lo comento con mi mujer porque atravesó momentos similares y sacamos conclusiones.

La sonrisa suele estar presente en las mismas. Solo una idea destaca con cierta trascendencia: la necesidad de ser tolerantes cuando, mirando hacia atrás, percibimos los ecos de unas voces distintas, variopintas y cercanas que nos han modulado. Sin voluntad de artesanos o manipuladores. Prevalece la fuerza del balance que merece un relato para la memoria.

Juan Trejo se lo da a su hermana Nela en una reciente novela aquí comentada, José Luis Sastre lo relata a partir de una verdad que solo él conoce, Ignacio Martínez de Pisón lo recuerda con la conciencia de lo perdido en la infancia y, después de leer estas obras de quienes considero amigos, solo cabe agradecerlo porque durante unas semanas he vuelto a dialogar con más intensidad mediante la imaginación.

Así, justo ahora, cuando afronto un proceso similar junto a una madre casi centenaria, aunque ya apenas queda la posibilidad de un diálogo porque las fuerzas flaquean, compruebo que viéndola cada semana la resignación de lo perdido queda compensada con el recuerdo de lo recuperado.

Esos días, mientras le pregunto si ha comido bien o si necesita que le lleve algo, también soy Pepe y Pepito, el padre y el hermano que junto a tanta gente me enseñaron a vivir. Y sonrío porque con la silenciosa mirada intento saber si se acuerda, por ejemplo, de aquella canción de las hermanas Benítez con que disfrutamos en el verano de 1966, la única vez que la familia tuvo el lujo de veranear junta:




lunes, 16 de septiembre de 2024

La presencia de los secretarios en las fases de los sumarísimos de urgencia (y II)


 

El procesamiento del periodista madrileño Eduardo de Castro Escandell (1897-1951) revela varias irregularidades a tenor de lo conservado en el incompleto sumario 41633 del AGHD. El análisis detallado del mismo aparecerá en el segundo volumen de Las armas contra las letras, pero cabe ahora abordar algunas cuestiones por su carácter controvertido.

El procesamiento del periodista es un ejemplo de litispendencia. Al igual que sucediera en el caso de Miguel Hernández, la instrucción del sumario correspondió finalmente al Juzgado Militar de Prensa. Allí, el juez Manuel Martínez Gargallo junto con el teniente Andrés Gordillo González realizaron los habituales actos jurídicos en la fase sumarial del consejo de guerra.

El 2 de octubre de 1939 el juez dicta una providencia con el objeto de consultar una muestra representativa de párrafos incluidos en los artículos del procesado. Solo los publicados en Heraldo de Madrid y «para dar cuenta del tono, modalidad y características de las colaboraciones».

La tarea debió realizarla el citado teniente como secretario instructor, pero la llevó a cabo el alférez Baena Tocón, que también actuaba como secretario en el mismo juzgado. La circunstancia se repite en varios sumarios analizados y evidencia que, a diferencia de lo sucedido en otros juzgados militares, en el de prensa actuaban indistintamente hasta tres secretarios con independencia de que uno de ellos figurara como el instructor.

El mismo 2 de octubre de 1939, con una rapidez sorprendente, el alférez redacta un informe de seis folios mecanografiados tras leer, seleccionar y transcribir los párrafos más relevantes de treinta y una crónicas de guerra de Eduardo de Castro Escandell, que van desde el 4 de marzo de 1939 hasta el 24 de agosto del mismo año:



AGHD, sumario 41633, fol. 48


AGHD, sumario 41633, fol. 49


AGHD, sumario 41633, fol. 50


AGHD, sumario 41633, fol. 51


AGHD, sumario 41633, fol. 52


AGHD, sumario 41633, fol. 53

A diferencia de lo sucedido con los avales y testimonios presentados en defensa de Eduardo de Castro Escandell, que fueron obviados en el auto resumen de Manuel Martínez Gargallo, el extenso informe constituyó un documento fundamental para la acusación por parte de la fiscalía. El 31 de octubre de 1939 el periodista fue condenado a muerte por un tribunal presidido por el coronel José Iglesias Lorenzo.

Diego Castro Campano, en un excelente artículo citado en la anterior entrada, resume las competencias del secretario instructor. Las podemos leer en las páginas 11-12 de su trabajo, pero también cabe acudir a la fuente original: el artículo 377 del Código de Justicia Militar de 1890. En el mismo aparecen hasta once funciones que son las habituales en un secretario, pero convendría recabar en la decimosegunda: «Cumplir, por fin, con todas las demás obligaciones que la ley imponga y no se hallen aquí expresamente numeradas».

Este apartado permitía que los secretarios instructores ampliaran su ámbito competencial en función de las necesidades del juzgado. Así, en un marco de masificación y prisas, realizaron tareas poco o nada habituales en un procedimiento judicial como el informe arriba reproducido.

Por otra parte, la ausencia de un nombramiento explícito y exclusivo por parte del juez titular para cada sumario instruido en el Juzgado Militar de Prensa, permitía la actuación indistinta de los tres secretarios presentes en el mismo. No solo cuando el caso recaía en las manos del juez Manuel Martínez Gargallo, sino también cuando correspondía a otro juzgado militar que, a lo largo de la instrucción y consciente de la actividad periodística del procesado, solicitaba al Juzgado Militar de Prensa el oportuno informe. El mismo se realizaba de manera similar al arriba reproducido.

Por último, quisiera recordar que los sumarísimos de urgencia celebrados durante la posguerra estaban contemplados en el Código de Justicia Militar de 1890, concretamente en el título XIX del tercer tratado.

No obstante, también debemos tener en cuenta el Decreto 55, de 1 de noviembre de 1936 (BOE, 5-XI-1936) y el Decreto 79, de 31 de agosto de 1936 (Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España, 4-IX-1936).

El artículo 2 del Decreto 55 establece que los tribunales estarán constituidos «por un presidente de la categoría de Jefe del Ejército o de la Armada, tres vocales de la categoría de oficial y un asesor jurídico, con voz y voto, perteneciente a los cuerpos jurídicos militares o de la Marina».

La función de este último, por falta de personal, en los sumarísimos de urgencia la desempeña el ponente, que suele ser el oficial de menor graduación entre los presentes en el tribunal, donde no me consta que figure secretario alguno.

El artículo 4, apartado C, del Decreto 55 establece que «en el intervalo de tiempo que media entre la acordada para la vista y la hora señalada, se expondrán los autos al fiscal y defensor, a fin de que tomen las notas necesarias para sus respectivos informes». Estos últimos nunca aparecen en la documentación que hasta ahora he consultado. Por lo tanto, ambos se limitan a calificar lo instruido y lo hacen, mediando apenas unas horas en el mejor de los casos, en la vista previa del plenario. El fiscal, desde un punto de vista formal, acusa, pero la base documental de esa acusación corresponde a los instructores. De ahí la importancia de la labor desarrollada por los mismos.

El artículo 3 del Decreto 79 establece que «podrán desempeñar los cargos de jueces, secretarios y defensores en los procedimientos militares que se instruyan todos los jefes y oficiales del Ejército y sus asimilados». Tal vez sea innecesario recordar que un alférez o un teniente, aunque honoríficos, son oficiales del Ejército. No obstante, el decreto establece esa condición para los instructores, con independencia de que, en la práctica y por la acumulación de procedimientos, haya visto que la función de secretario instructor también la pudiera realizar un soldado.

La discusión está abierta y quedo atento a las posibles objeciones que me pudieran formular colegas más autorizados en estas materias. No obstante, y como historiador de la literatura, creo que lo fundamental en el presente caso no es el debate jurídico, sino la realidad documentada de los procesos seguidos contra escritores y periodistas.

Los órganos que los instruyeron y sentenciaron están actualmente declarados ilegales e ilegítimos siendo sus sentencias nulas. Por lo tanto, en una monografía de historia de la literatura debe prevalecer el dramatismo de esa realidad documentada sobre los aspectos formales de unos procesos poco o nada atentos a las mínimas garantías jurídicas.