lunes, 9 de septiembre de 2024

Violencia y responsabilidad, de Pedro Payá López


 

La preparación de una trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores durante el período 1939-1945 requiere la consulta de un conjunto de sumarios que apenas representa una pequeñísima parte de los instruidos por entonces. El riesgo, a partir de una muestra tan limitada, es llegar a conclusiones que no se corresponden con las líneas fundamentales de la actividad represiva llevada a cabo a través de la vía judicial.

La consulta de otras investigaciones se impone para evitar, en la medida de lo posible, el riesgo de tomar la parte por el todo. La bibliografía de mis libros da cuenta de esta labor que amplío con diferentes lecturas que no aparecen referenciadas porque tampoco las cito de manera explícita.

Gracias a los años de investigación, cuento con la ayuda de bastantes colegas en las áreas de historia, literatura y derecho. Les consulto a menudo y el intercambio siempre es fructífero. Asimismo, ejerzo esa misma labor con jóvenes investigadores que me plantean sus dudas o preguntas. Nunca lo explico, pero cada monografía supone en mi caso cientos de mensajes remitidos por correo electrónico.

Sin embargo, a veces tengo la suerte de la proximidad en mi propia facultad. Así sucede con Pedro Payá López, un profesor de la UA que, tras la publicación de Violencia y responsabilidad. La represión judicial franquista en el ámbito local (Valencia, Publicaciones de la Universidad de Valencia, 2017), es uno de los más destacados especialistas en materia de consejos de guerra.

Su libro es un extenso estudio de lo sucedido en el Juzgado Militar de Monóvar, uno de los veintidós establecidos por entonces en la provincia de Alicante. Pedro Payá López analiza numerosos sumarios, recopila testimonios y documentos de los familiares que pretenden mantener viva la memoria de las víctimas y, en definitiva, aporta una visión exhaustiva de la violencia y sus responsables en el marco de una comarca que, como tantas otras, vivió uno de sus momentos más terribles durante la posguerra.

La consulta del volumen me ha permitido saber de los sumarios de Pascual Sánchez Martínez y Francisco Ferrándiz Alborz, dos colaboradores de Claridad y El Socialista. Sus nombres, como los de tantos otros colaboradores que vivían en provincias, deben ser incorporados a la nómina de los periodistas represaliados durante la posguerra.

No obstante, el objetivo fundamental de la consulta ha sido tener la seguridad de que mis conclusiones coinciden en lo fundamental con las de otro compañero. El resultado ha sido positivo hasta tal punto que, más allá de los nombres y las circunstancias, las coincidencias son muy notables.

En definitiva, estamos ante la lógica de un mismo sistema represivo que utilizó los sumarísimos de urgencia como un arma de guerra donde la venganza estuvo presente. No en balde, su empleo se basa en el decreto 55 de la Junta Técnica del Estado publicado el 1 de noviembre de 1936 y estuvo vigente hasta que, cumplidos los objetivos militares propios de una guerra, se volvió a los consejos de guerra previstos en el Código de Justicia Militar.

El trabajo de Pedro Payá López se suma así a una larga lista de consultas bibliográficas con el único propósito de no equivocarme por partir de una muestra documental necesariamente limitada. Solo cabe manifestar mi agradecimiento y la voluntad de seguir trabajando conjuntamente para el conocimiento de una violencia y una responsabilidad que -como bien explica Hannah Arendt en Responsabilidad y juicio- en el segundo de los conceptos debe partir de la constatación de que, tanto desde un punto de vista penal como moral, la responsabilidad siempre es individual. De ahí la necesidad de aportar nombres y perfilarlos biográficamente en la medida de lo posible. Así lo hace, con gran acierto, mi compañero de facultad.

 


Ropa de casa, de Ignacio Martínez de Pisón


 

Algunos libros solo cabe leerlos con el respetuoso silencio de quien aprende sin tener argumentos para la discusión. Otros invitan a una «charla» donde las interrupciones de la lectura resultan numerosas. También los subrayados o la utilización de signos de interrogación y exclamación. El motivo puede ser la experiencia compartida con el autor, aunque no siempre haya coincidencia en la valoración de la misma.

Ignacio Martínez de Pisón acaba de publicar Ropa de casa. Sus memorias las he leído con el lápiz a mano para anotar las páginas. Desde hace veinte años, somos amigos y nos leemos mutuamente porque compartimos una mirada coincidente en lo fundamental. Esta circunstancia me lleva a esperar sus novedades con la inquietud de quien queda con un amigo ausente durante un largo período. La alegría del reencuentro ha sido notable, incluso sobresaliente.

Ropa de casa relata una infancia en el Logroño de los años sesenta, una juventud en la Zaragoza de los setenta y los inicios como escritor en Barcelona. El protagonista es Ignacio, que tantas veces ha recreado ámbitos familiares o amistosos y ahora se centra en los más cercanos por razones biográficas. Sus asiduos lectores lo agradecemos. También lo disfrutamos gracias al interés con que curioseamos en la trastienda de quienes admiramos. En definitiva, queremos conocerlos mejor.

La tercera parte de Ropa de casa, la centrada en los inicios como novelista, me interesa por los retratos de otros autores y amigos del ambiente literario, que puedo contrastar con las impresiones recordadas tras las lecturas de sus obras o la relación que también me une con ellos. El balance, aparte de satisfacer la curiosidad, refuerza la proximidad a un colectivo que debo conocer por razones profesionales.

Sin embargo, mi lectura se ha volcado en la infancia de un niño de los años sesenta y un joven de la década posterior. La razón es personal. Apenas nos llevamos dos años de diferencia, se supone que formamos parte de una misma generación y esas memorias también son las mías. De hecho, hice mis pinitos en este campo con Contemos cómo pasó (2015) y algunos capítulos de otros libros.




La escritura de unas memorias en el marco de un período de cambios acelerados depara efectos sorprendentes. Las de Ignacio, por la naturaleza de lo recordado, son más «modernas» que las mías. La diferencia de esos dos años permite compartir, pero también evocar experiencias distintas porque, cuando todo cambiaba en el país de manera acelerada, un bienio supone una eternidad.

Ignacio ya no utilizó la Enciclopedia Álvarez como único libro de texto y no realizaría el examen de ingreso. Tampoco las reválidas de cuarto y sexto y, en el colmo de la modernidad, hasta tuvo compañeras de clase en COU. Son datos que separan una experiencia educativa todavía plenamente franquista de otra que, gracias a Villar Palasí y compañía, ya se abría a un asomo de modernidad por el imperativo de los tiempos.

Mi amigo no solo fue objetor de conciencia, sino que se libró de hacer tanto el servicio militar como la prestación que se inventaron como alternativa. Yo, después de apurar prórrogas, juré bandera el 22 de febrero de 1981 y a la vuelta al cuartel debí vigilar, ametralladora en mano, a los objetores que permanecían en el calabozo tras acumular meses de mili.

Ignacio tuvo la fortuna de ver una Transición protagonizada por los hermanos mayores. Yo también, pero las hostias las recibí porque no andaba lejos de esa edad. El balance es más agrio y el recuerdo de la violencia me hace dudar de aquella «modélica» Transición sin menospreciarla como algunos de quienes no la vivieron.

Y así seguiría con otras comparaciones donde dos años de diferencia suponen un abismo por lo acelerado de los tiempos. Sin embargo, en las memorias de Ignacio -tan alejadas de la autoficción- hay un dato que conocía y ahora se revela como una tragedia cercana: el fallecimiento de su padre a causa de un infarto fulminante.

El novelista tenía nueve años cuando quedó huérfano. A esa edad, pero el 6 de enero de 1968, mi padre sufrió otro infarto estando conmigo en un campo de fútbol. La niñez apenas me permitió ser consciente de la gravedad del momento. Las imágenes permanecen aisladas, desordenadas, y solo recuerdo con espanto una que me alejaría del tabaco para siempre. Las convulsiones de mi padre anunciaban un final que no se produjo de manera milagrosa.

La orfandad es una constante en la vida de Ignacio que aparece en su novelística con cierta frecuencia. Las razones son obvias y, al rememorarlas en Ropa de casa, el memorialista me ha llevado a un día donde mi vida estuvo a punto de dar un giro más allá de la tragedia asociada a la muerte.

Gracias a la voluntad de su madre y una familia que ayudó a la joven viuda, Ignacio y sus hermanos salieron adelante sin estrecheces dramáticas. Así queda relatado con la sinceridad que caracteriza al autor. La historia se suma a tantas otras de su novelística, donde la familia nos recuerda lo innecesario de mirar lejos para encontrar motivos de interés. Lo comprobamos una vez más, pero en esta ocasión el paralelismo me lleva a imaginar mi destino si ese día de Reyes todo se hubiera torcido.

Mi familia era más modesta que la de Ignacio. Allá donde había un Gordini o un Morris, recuerdo una Vespa sustituida por un 600 de segunda mano. Otros detalles van en la misma dirección. La consecuencia es que mis hermanos a mediados de los setenta debieron trabajar mientras cursaban la carrera y, en el caso de habernos quedado huérfanos, yo habría llegado hasta el bachillerato elemental porque solo empecé a ser un buen alumno a los quince años. A partir de ese momento, las expectativas se circunscribirían a buscar trabajo con la posibilidad de seguir en el bachillerato nocturno.

Mi etapa universitaria fue también la de un repartidor de correspondencia comercial porque las becas de la época eran escasas. Nunca lo he lamentado más allá de ser consciente de la falta de lecturas propias de aquellos años. Pronto las recuperé sin ser un lector voraz. Y todo comenzó a cambiar hacia una cierta estabilidad junto a mi María José, que ya es casualidad que nuestras parejas de toda la vida se llamen igual.

El recuerdo de lo que pudo ser, por un azar del destino, ha regresado de la mano de Ropa de casa, que evidencia la ausencia de un guionista capaz de organizar los giros de la vida. Vienen, a veces de manera dramática, y todo puede cambiar para que al cabo de los años sientas vértigo mientras recuerdas lo cerca que estuvo la desaparición de lo más querido o de tu propia trayectoria.

Gracias, Ignacio, por recordar y hacerme recordar.


domingo, 8 de septiembre de 2024

«Franco y el porno»


 

El pasado 1 de septiembre, el responsable de la web antonioluisbaenatocon.com afirmó lo siguiente en su muro de Facebook refiriéndose a mi familia: «al parecer, le gusta el porno en instalaciones educativas públicas, como lo es la UA, según publicaciones de medios que me facilitan y no puedo creer, según me dicen, que uno de sus hijos estuvo como actor principal). Dicen que la universidad blanqueó el asunto diciendo el Rector anterior que se hicieron averiguaciones sin más… Algo que no entiendo, porque yo he trabajado 40 años en la pública y si se me hubiese ocurrido habría estado en la calle de inmediato…». La imagen del texto transcrito está en manos de mi abogado.

Los comentarios absurdos solo merecen el silencio. Sin embargo, el citado señor es uno de los hijos del alférez Baena Tocón y, desde hace cinco años, parece justificar sus días con una obsesión donde mis trabajos académicos son los protagonistas. Si el empeño lo circunscribiera a las redes, como tantos jubilados enfadados con la marcha de los tiempos, la cuestión sería irrelevante. Sin embargo, los insultos y descalificaciones tienen un correlato en sede judicial, donde el demandante de unas cien personas ya cuenta con cuatro sentencias en contra a la espera del próximo juicio.

El «creador digital», así se presenta en Facebook, debe ser una persona de honor a tenor de la demanda presentada en un juzgado de Cádiz, pero solo en lo que afecta a su difunto padre. Con respecto a mí, que como «progre» no parezco tener derecho a ese mismo honor, todo vale. Incluso las falsedades que en otro contexto solo serían motivo de asombro.

Al margen de los insultos y descalificaciones, el hijo del alférez en reiteradas ocasiones me ha considerado especialista en «Franco y el porno». La primera línea de investigación me honra, pero la segunda, a mi edad, sería motivo de rijosa senilidad. No contento con atribuirme esta dualidad en mis publicaciones, ahora me endilga el gusto por las prácticas pornográficas y nada menos que en las instalaciones de la UA.

Sus anónimas fuentes se remiten a lo sucedido en septiembre de 2012 con motivo de un rodaje en la UA. La noticia es accesible a través de Google. No cuento con un certificado en este sentido. Sin embargo, puedo asegurar que, con cincuenta y cuatro años por entonces, no intervine en el mismo, a pesar de que en otras ocasiones el hijo del alférez me ha atribuido una especie de empresa familiar dedicada a estos menesteres.

Yo conozco el origen del error cometido por el responsable de la citada web, poco ducho en la verificación de la información localizada. No se lo explicaré para que la realidad nunca le arruine la seguridad de enfrentarse a un catedrático que, además de «progre», pretende mostrar como «descerebrado» a sus amigos de Facebook.

Si quiere comprobar hasta qué punto ha divulgado un bulo, le bastaría con ponerse en contacto con el gabinete de prensa de la UA o la Secretaría General de la misma. No obstante, resulta más sencillo leer con un mínimo de atención el artículo de D. Martínez titulado «De estudiante en Ciudad de la Luz a productor porno» (ABC, 9-X-2012).

No le contesto por mi «honor», ya acostumbrado a las intrusiones por sus faltas de respeto durante cinco años, sino por mi hijo. Al igual que el alférez en los sumarios, usted no identifica las fuentes utilizadas y tampoco las verifica. Desahogado y temerario, como un contertulio televisivo hablando de Julio Iglesias, me atribuye varios hijos, «uno de sus hijos», de los que no tengo constancia. Preguntada mi esposa, con quien convivo desde hace cuarenta y nueve años, solo nos consta uno, nacido en abril de 1997. Pongo el Libro de Familia a su disposición:




Por lo tanto, el supuesto actor porno tenía quince años en 2012. A partir de este dato, ya hablamos de un infundio lanzado contra quien era un menor de edad. La cuestión debería hacerle reflexionar. Mientras tanto, le daré una noticia para que calibre lo disparatado de su comentario. Mi hijo es doctor en Informática desde el pasado 4 de julio y, si todo va según lo previsto, será profesor cuando me jubile.

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Ignoro si usted es padre, pero comprenderá mi orgullo cuando, al final de la trayectoria docente, veo la continuidad en nuestro hijo con unas cualidades superiores a las mías en su momento. Literalmente y para que me entienda, su madre y yo nos quedamos embobados cuando explica sus trabajos, que en estos dos últimos años le han llevado a Canadá, Francia, Italia, Grecia, USA, Países Bajos, República Checa…

Si nuestro hijo hubiera sido actor porno, algo más digno que difundidor de bulos relacionados con un menor, le habríamos querido y ayudado, pero hemos tenido la suerte de que nos haya salido ingeniero y, sobre todo, respetuoso con los demás. Le queremos a rabiar y ni siquiera unas disculpas por su parte bastarían para aliviar el dolor que causa su infundio.

Es verdad; si como docente usted hubiera escrito semejante barbaridad en relación con un alumno de quince años, le habrían abierto un expediente sancionador. Hace falta una absoluta falta de sentido común para difamar a un menor mediante un infundio. Los cuarenta años no parecen haberle enseñado una premisa para trabajar en las aulas: la educación basada en el respeto a los demás, aunque sean unos «progres».

 

Pd.: Si usted en 2019 no se hubiera hecho «amigo» de unas cien personas relacionadas conmigo, no me llegarían sus comentarios en Facebook. No necesito espías porque, llevado por su obsesión, hasta se hizo amigo de la asociación de vecinos de mi barrio alicantino, que ya es meritorio para quien vive a casi mil kilómetros.

 

 


sábado, 7 de septiembre de 2024

La conveniencia de pegar la hebra, aunque sea en silencio


 

Luis Landero. Fuente: Wikipedia


La conversación tiene su arte y, cuando no se puede participar directamente en la misma, la asistencia como espectador también satisface. Todavía recuerdo las charlas con personas tan distintas como Rafael Azcona y Pepe Rubianes para preparar los libros que les dediqué. Asimismo, disfruté con directores de cine como Luis G. Berlanga, Juan A. Bardem, José Luis García Sánchez, Mario Camus… y muchos escritores con los que he mantenido conversaciones por motivos profesionales o de amistad.

La satisfacción por una buena charla no depende de la relevancia social o cultural del interlocutor. También disfruto con personas que me rodean por diversos motivos, desde los laborales hasta los propios de una vecindad siempre más amable si median el saludo, el intercambio de palabras y, en definitiva, el contacto que humaniza cualquier experiencia.

La tecnología puede aborregarnos o hacernos felices sin necesidad de fomentar el espíritu gregario. La opción depende de nuestra voluntad. Desde hace años, gracias a una Tablet con la que trabajo, busco la oportunidad de participar como oyente en unas charlas donde los protagonistas no solo son relevantes, sino también excelentes comunicadores.

El objetivo es disfrutar de ese arte, que requiere un tiempo sin prisas, un respeto entre los interlocutores y el gusto por la palabra bien empleada. En definitiva, lo contrario a lo habitual en tantas «tertulias» vociferantes de la televisión.

La palabra tertulia ya no la utilizo en las clases porque temo que el alumnado la asocie a lo visto en diferentes canales. La sustituyo por charla, que introduce un matiz informal, aunque solo sea en apariencia. Lo importante es animarlos a que asistan a las más interesantes gracias a la tecnología, con independencia de que también participen en las celebradas cerca de nosotros.

La experiencia como espectador de charlas es dilatada y, por supuesto, tengo a mis charlistas de referencia por distintos motivos. Fallecido Rafael Azcona, el favorito es Manuel Vicent, que desgrana sabiduría y buen humor en cualquier intervención. También disfruto con Javier Cercas por su apasionada voluntad de polemista o con Iñaki Gabilondo, que lleva décadas enseñándome a concretar de manera comprensible lo que otros solo perciben como una complejidad inabarcable. Junto a distintos interlocutores, los escucho con atención, tomo nota de alguna frase y recuerdo las anécdotas capaces de ilustrar mis explicaciones en clase, que en la medida de lo posible convierto en unas charlas a la espera de los interlocutores.

Gracias a una avería en nuestro monitor de TV, durante unas semanas hemos asistido cada noche a una charla con un novelista como protagonista. La circunstancia me ha permitido localizar una entrevista, convertida en una charla, dada por Luis Landero para un medio de Plasencia. La grabación es una joya para los seguidores del novelista extremeño y para quienes, con dudas a la hora de emprender la tarea de la escritura, pueden escuchar los consejos del experimentado maestro de las letras:




Al margen de las cuestiones concretas, cuando escucho a estos veteranos escritores recuerdo la necesidad de reivindicar el derecho a pegar la hebra, que parece una expresión tan propia de Miguel Delibes como ajena a las actuales pautas de comunicación.

El derecho a pegar la hebra debiera ser universal y, en el caso de que se reivindicara con actitud militante, su práctica resolvería numerosos problemas de una vida tan acelerada como absurda. Dejo ahí la cuestión para futuros programas electorales que nunca cosecharán una votación masiva. Apenas importa porque, mientras tanto, ejerzo ese derecho donde la gente de mi edad cuenta con la ventaja de la experiencia.

Muchos jubilados se levantan cada día con el cabreo del anterior para despotricar contra lo humano y lo divino pensando que los tiempos pretéritos, claro está, fueron mejores. Allá ellos, porque la bilis perjudica la salud y la misma no suele estar para fiestas llegados a cierta edad.

Otros, todavía capaces de sonreír, dispuestos a aprender y cercanos a las nuevas generaciones, gustamos de hablar sin tasa ni tiempo para desgranar la experiencia acumulada. Ahí estamos en una situación de privilegio. Incluso somos unos campeones si evitamos la reiteración y las batallitas inútiles.

Yo me preparo para esta competición de la mano de entrenadores como Manuel Vicent, Luis Landero, Iñaki Gabilondo…, todos ilustres veteranos. El privilegio es notable y el resultado, espero, satisfactorio. También para un alumnado al que procuro enseñar el arte de la charla, cuya primera lección es saber escuchar con atención y respeto. Si pasan a la segunda, ya tienen el título de licenciados en ciudadanía de un país abierto al diálogo.

 


viernes, 6 de septiembre de 2024

Mariano Romero, de secretario a juez instructor


 Los procesados en un consejo de guerra. Madrid, 1939.

En la entrada del pasado 31 de agosto expliqué algunas de las actividades desarrolladas por los secretarios instructores o de causa en los sumarísimos de urgencia durante la posguerra. Las mismas desbordan el ámbito competencial previsto en el Código de Justicia Militar de 1890.

El motivo es doble: la acumulación de sumarios instruidos por la jurisdicción militar durante la posguerra, que ascendieron a una cifra todavía pendiente de fijación, pero que andará en torno a un millón; y la premura con que se instruía en un sumarísimo de urgencia, donde las escasas garantías jurídicas previstas para otros consejos de guerra prácticamente desaparecían.

La situación se agrava en el Juzgado Militar de Prensa (1939-1940), donde su titular, el capitán Manuel Martínez Gargallo, simultáneamente estaba presente en las tareas propias del Registro Oficial de Periodistas y en la depuración de los autores de la SGAE. Esta multiplicidad de funciones se tradujo en su sustitución, no reconocida oficialmente, para el desempeño de algunos actos jurídicos. Más información en:




El caso más notable es el de los interrogatorios a los procesados. Testimonios como los de Eduardo Guzmán o Antonio Otero Seco evidencian que los mismos, a veces, no eran efectuados por el juez titular, a quien le sustituía un joven oficial que en teoría solo actuaba como secretario instructor del sumario.

Más allá de lo establecido en el citado código y en las modificaciones del mismo publicadas durante aquellos años, la realidad constatada es que los secretarios, en un momento determinado, hacían lo que fuera menester para sacar adelante los sumarios en un tiempo récord. La responsabilidad, como es lógico, no era de ellos, sino de una jurisdicción incapaz de respetar su propia normativa. La conclusión la he contrastado con otros colegas dedicados a estas cuestiones.

Tal vez el caso más notable entre los localizados lo protagoniza el teniente del cuerpo jurídico Mariano Romero y Sánchez Quintanar. Su presencia la he constatado como secretario instructor en sumarios del Juzgado Militar de Prensa. Incluso en el 21001, de Miguel Hernández, intervino en un momento dado como sustituto del alférez Baena Tocón por motivos de los que no he encontrado huellas documentales:



AGHD, sumario 21001

Sin embargo, quien fuera secretario instructor y sin que me conste ascenso u orden de la auditoría de guerra, en un momento determinado también actuó como juez titular del Juzgado Militar de Prensa. Así lo vemos en el documento abajo reproducido, que pertenece al sumario 33590 instruido contra los periodistas del ABC republicano Mariano Espinosa Pascual, Serafín Adame Martínez, Antonio Fernández de Lepina y Sotero Antonio Barbero Núñez.



AGHD. sumario 33590

El secretario pasa a ser juez sin que conste documentalmente un ascenso o nombramiento como tal. Y, como secretario en esta causa, actúa quien fuera su compañero en el mismo Juzgado Militar de Prensa, el alférez Baena Tocón.

La evidencia prueba que, de hecho, las funciones de un secretario instructor o de causa podían llegar hasta reemplazar al titular del juzgado. En el presente caso, el seleccionado es el teniente por tener más graduación que el alférez. Supongo que, si los secretarios disponibles fueran de la misma graduación, el seleccionado sería el de mayor antigüedad.

Hasta que en el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores veamos más casos del Juzgado Militar de Prensa, ignoro si esta circunstancia se repitió en otros sumarios. No obstante, puesto en contacto con colegas dedicados al estudio de la represión franquista, la coincidencia acerca de su irregularidad es unánime.

El motivo es obvio: había que sacar adelante las instrucciones en un tiempo récord y cualquier atajo, por la vía de los hechos consumados, resultaba justificado ante la ausencia de un abogado defensor u otro medio de defensa para el procesado.



martes, 3 de septiembre de 2024

Manuel Martínez Gargallo y la II República


Desde hace años mantengo alertas en Google para conocer cualquier novedad relacionada con los protagonistas de mis trabajos. Algunas, como la del grupo teatral Tricicle, me dan resultados todos los días. Incluso ahora, que como tal grupo se ha retirado de los escenarios. Otras veces los resultados cotidianos son fruto de una coincidencia. Así sucede con Diego San José, que cuenta a menudo con novedades, pero son las relacionadas con el guionista cuyo nombre y apellido coinciden con los del escritor procesado durante la posguerra. El goteo de las demás es bastante azaroso y, por desgracia, pocas veces me remiten a una noticia verdaderamente interesante.

El pasado 27 de agosto saltó la del juez y capitán Manuel Martínez Gargallo con motivo de una noticia publicada en Diario16 por Agustín Millán:

https://diario16plus.com/analisis/jueces-contra-ii-republica-paralelismos-con-oposicion-judicial-gobierno-sanchez_501443_102.html

El texto da cuenta de la publicación de un nuevo libro de Rubén Pérez Trujillano, colega de la Universidad de Granada, titulado Jueces contra la República. El poder judicial frente a las reformas democráticas (Madrid, Dykinson, 2024). Agustín Millán cita a Manuel Martínez Gargallo como ejemplo de los jueces que, con sus sentencias, intentaron anular los efectos prácticos de la política reformista emprendida por los sucesivos gobiernos republicanos. En concreto, le cita por su oposición a la ley de reforma agraria. La información ya la conocía y probablemente el periodista la extrajo de mis trabajos dedicados desde 2014 al futuro titular del Juzgado Militar de Prensa.

No obstante, me puse en contacto con el joven profesor de Derecho Civil y autor del libro para preguntarle si en el mismo había más información sobre el humorista convertido en juez. Su respuesta fue negativa, pero el contacto me permitió conocer lo publicado acerca del citado libro y comenzar a leerlo con la satisfacción de encontrar la confirmación de lo sospechado: la fuerte oposición del poder judicial a la política reformista de los republicanos.

El boicot que sufrió la II República desde el mismo 14 de abril de 1931 normalmente se concreta en torno a los militares y algunos sectores políticos con la decisiva participación de la Iglesia Católica. Razones no faltan para esta focalización, pero en la misma también debería entrar el poder judicial, que de forma mayoritaria supuso un obstáculo para la consolidación del régimen republicano. La situación se repitió con la actual democracia durante la Transición y hasta los primeros años ochenta, tal y como estudié en Ofendidos y censores. La lucha por la libertad de expresión (1975-1984), publicado en 2022:

Rubén Pérez Trujillano demuestra esta evidencia histórica con el rigor de una excelente monografía. Su trabajo es un nuevo ejemplo de la hornada joven de investigadores que está abordando temas históricos hasta ahora poco frecuentados. Tengo la suerte de permanecer en contacto con muchos de ellos, incluso la sensación de ser el senior de un grupo informal, y ahora se suma al mismo el colega de la Universidad de Granada, que curiosamente explica en sus clases, entre «la admiración y el horror», el acoso que sufro desde hace cinco años por la publicación de mis libros sobre la represión franquista.

Os dejo con los enlaces localizados en torno a la publicación de Jueces contra la República, un libro recomendable para valorar los obstáculos a los que debió enfrentarse un régimen aquejado de contradicciones y errores, pero sobre todo boicoteado desde el primer día:

https://www.eldiario.es/sociedad/lawfare-anos-30-sabotaje-jueces-segunda-republica_1_11577841.html

https://ctxt.es/es/20240701/Politica/46908/Gorka-Castillo-entrevista-Ruben-Perez-ofensiva-judicial-III-republica-militares.htm

lunes, 2 de septiembre de 2024

El Escorial y los marcianos


 

Hace años, mi colega Enrique Giménez me explicó que, para motivar al alumnado, comenzaba el curso preguntándose si la construcción del monasterio de El Escorial había sido obra de los marcianos. Gracias a unas reconocidas dotes de interpretación desde los tiempos en que le calificaran como «el Marcello Mastroianni alicantino», el catedrático de Historia mantenía el interrogante durante el tiempo preciso para provocar inquietud entre quienes creían asistir a un programa de Iker Jiménez. Justo a continuación, a modo de jarro de agua fría, desmentía la hipótesis dejándola en la categoría de ocurrencia y daba paso a las explicaciones propias del reinado de Felipe II.

La experiencia de los colegas que nos han precedido es la madre de la ciencia, al menos de la pedagógica que conozco y pongo en práctica. Con algunas variantes y adaptada a un curso de historia de la literatura, la táctica me ha servido para provocar el interés del alumnado. El objetivo, tan complejo, justifica cualquier recurso, incluso la emulación de alguien tan poco fiable como el del cuarto milenio. Puestos a quedarme intrigado, sin dar paso al bulo, yo prefería las fantasiosas historias de Jiménez del Oso.

Sin embargo, hablando con los colegas, nunca he encontrado la forma de dialogar racionalmente con el alumnado terraplanista, aquel que -ante una foto del globo terráqueo- considera la imagen como una tergiversación de la realidad. A partir de ese momento, todo se complica. De nada sirve pedirle que aporte la imagen alternativa. No la tienen, pero ejemplifican una fe a prueba de evidencias. En definitiva, la realidad apenas importa a ese alumnado pendiente de la basura que inunda las redes sociales.

A los terraplanistas debemos sumar los despistados y aquellos que, si han imaginado un curso alternativo, no pueden admitir la explicación del temario oficial. Los primeros son almas de cántaro que merecen una sonrisa y una aclaración. Apenas molestan, pero los segundos son capaces de echarte en cara que, como historiador, solo te intereses por el pasado. La acusación no admite réplica racional y requiere una paciencia beatífica.

La obviedad debe ser reconocida. Como historiador de la cultura, solo me interesa el pasado y sus protagonistas. Al margen de las clases, podría decantarme por la actualidad cultural, pero en tal caso trabajaría como periodista y, si me pagan, no es precisamente por dar noticias de última hora.

El alumnado terraplanista es una minoría pronto diluida en el ámbito universitario, donde al final prevalece la racionalidad. Sin embargo, en otros espacios colectivos y no digamos en los virtuales, esa racionalidad ni está ni se la espera. La circunstancia se concreta de múltiples maneras, pero caracteriza especialmente a quienes despotrican contra los historiadores porque nos interesa una historia a la que no dejamos «en paz».

La razón les ampara. No la dejamos en paz porque es el objetivo de nuestra tarea profesional. El problema radica en que esta gente estaría más tranquila si los historiadores -fundamentalmente, «los progres»- estuviéramos vetados. De hecho, apoyan o propician cualquier iniciativa para concretar ese veto mediante la censura, la coacción, el insulto y el acoso. También con la descalificación o la burla como paso previo para presentar una historia convertida en una suma de ocurrencias al servicio de la reafirmación de sus prejuicios. El diálogo con esta gente, por desgracia, es un imposible. Solo resta mantener la paciencia y seguir adelante.

El curso comienza con renovadas fuerzas. Aunque la jubilación está cerca, todavía me ilusiona iniciar las clases tras cuarenta y dos años de profesor universitario. Y lo hago con recursos nuevos para mejorar la docencia y favorecer la difusión de la tarea investigadora.




Gracias a mi hijo, estreno una web renovada donde cualquier interesado encontrará información sobre mis libros e investigaciones. En 2025, «Dios mediante», aparecerá un nuevo volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores, así como artículos sobre los mecanismos de represión durante el franquismo, el cincuentenario del fallecimiento del general Franco, la obra de Antonio Buero Vallejo, el ambiente cultural durante el otoño de 1975… Algunos ya están entregados y otros los redactaré a lo largo de los próximos meses, esperando la oportunidad de volver a mi tema favorito: el humor en la ficción.

Al mismo tiempo, este veterano blog tendrá nuevas utilidades. Las 765 entradas publicadas cuentan con 142768 visitas. La cifra global, que cambia de día a día, supone una media de 193 visitas por entrada, dándose la peculiaridad de que la misma se ha triplicado durante los dos últimos cursos. Los números son modestos, pero acostumbro a dar clase a unas pocas decenas de alumnos. En comparación, el blog me convierte en un «influencer».

Aparte de los temas relacionados con la investigación, durante el curso publicaré entradas sobre las obras explicadas en mis clases. El objetivo es facilitar un nuevo material bibliográfico al alumnado y, sobre todo, incitar a que el mismo escriba acerca de lo que estudia.

En definitiva, el curso lo inicio con renovados ánimos, la ilusión de poder defenderme el próximo mes de octubre tras cinco años de acoso y la voluntad, como historiador, de seguir pendiente de la historia. Algunos recurren al tópico de pasar la página. La razón no les falta en ocasiones, pero siempre después de haberla leído sin obviar lo significativo, aunque nos inquiete o pueda molestar a terceros. En caso contrario, nunca pasaremos la página de verdad y hasta volveremos a otra anterior por culpa de nuestra torpeza.