lunes, 2 de diciembre de 2024

La Nochebuena de 1976


 

La memoria no es recordar, sino dar sentido a lo recordado. Una pérdida familiar nos acerca a los álbumes de las viejas fotos, que deben permanecer cerrados para evitar la melancolía por un tiempo clausurado. Al contemplar sus páginas repletas de imágenes, los recuerdos se agolpan, pero no siempre hay una historia que permita encuadrarlos en el relato de la memoria. Esas fotos evocan momentos, normalmente de felicidad y encuentro con quienes han jalonado nuestra biografía. Solo en contadas ocasiones partimos de los mismos para trazar una historia entrelazada con otras ajenas. Si así sucede, habremos convertido el recuerdo fugaz en una memoria que busca permanecer.

El 23 de diciembre de 1976 fui detenido por un gris dispuesto a hacer méritos para justificar el trienio. Esa tarde tuvo lugar en Alicante una manifestación a favor de la amnistía de los presos políticos. Cuando llegué ya estaba disuelta a base de porrazos. Di la vuelta y, justo en ese momento, un gris salido de la cercana comisaría me cogió del brazo. No me invitó a acompañarle, pero le excusé semejante desconsideración.

A empujones, fui conducido a un calabozo junto con otros jóvenes procedentes de la manifestación. Allí, en silencio y asustados, permanecimos durante un buen rato hasta que me llamaron. En la puerta esperaba el único policía nacional que mis padres conocían. Avisado, Ricardo me cogió del hombro sin hacer comentarios y me invitó a cenar en un bar próximo.

Ese bocadillo me salvó de una paliza, que continuó en los calabozos aledaños cuando regresé al mío. Durante la noche seguí escuchando voces y golpes que, a la mañana siguiente, se concretaron en rostros desencajados. Sobre todo, de un joven de Ibi, que corrió con la peor parte.

Ricardo volvió a la comisaría y me condujo a una oficina donde vi cómo se montaba una operación para detener a unos delincuentes. Yo también lo era a los ojos del franquismo omnipresente más allá de la muerte de Franco, pero tenía la suerte de contar con un conocido en aquellas dependencias.

El artífice de tantos golpes era un policía infiltrado en la universidad. Todos sabíamos su identidad, que llevaba impresa en el rostro, y le hacíamos el vacío, pero en la comisaría era el amo. Sentado al otro lado de la mesa, con una máquina de escribir, lo tenía esa mañana de una supuesta declaración que no leí y dudo haber firmado. En cualquier caso, Ricardo le habría dado mi nombre y se lo tomó como un trámite burocrático.

Tras declarar en comisaría, un furgón nos condujo a los juzgados. Los detenidos, creo que éramos unos diez, estábamos en fila delante del juez, que ojeó unos papeles. Sin decirnos nada, llamó por teléfono. Supongo que sería al gobernador civil, que por entonces era Luis Fernández Fernández-Madrid. El juez recibiría la oportuna instrucción de la autoridad y se acercó a nosotros con el propósito de seleccionar a tres. Ese sorteo, justo ese, me llevó a la cárcel el día de Nochebuena de 1976.

La cárcel era la del fallecimiento de Miguel Hernández y, desde entonces, ni siquiera la habían pintado. Me encerraron en una celda y allí, solo, permanecí durante unas horas recordando al conde de Montecristo hasta que me llamaron. Un grupo de abogados había conseguido mi libertad provisional bajo una fianza solidaria que nadie me reclamó. Esa misma tarde salí y, en la puerta, me encontré con un grupo que me esperaba y soltó unas palomas en recuerdo de la dibujada por Alberti.

La foto que ilustra esta entrada fue tomada cuando en compañía de mi familia y Pepa pude celebrar estar libre, provisionalmente, para tomar una copa en una Nochebuena que nunca olvidaré.

Poco después, la amnistía para los presos políticos fue una realidad conquistada a base de recibir hostias por doquier y el TOP, donde me iban a juzgar por llegar tarde a una manifestación, desapareció para tranquilidad de los demócratas. Sin haber visto ni un solo papel de la instrucción, si es que la hubo, recibí una notificación de los juzgados. Me presenté, una señora me dijo que estaba amnistiado y, además, me dio dos besos propios de una madre.

Mi contacto con la represión franquista fue una anécdota de los dieciocho años. Hubo suerte, porque al mes siguiente se sucedieron los asesinatos en Madrid hasta el punto de que la Transición pudo descarrilar. Ahí, en esas manifestaciones trágicas, estaban jóvenes como yo y grises entusiasmados con la posibilidad de hacer méritos. Las consecuencias son de sobra conocidas, aunque tienden a ser olvidadas por quienes inventaron una Transición modélica.

La anécdota dejó huella. Del gris nunca más supe y supongo que se jubilaría con todos los trienios. Del policía infiltrado y maltratador, sí. Al cabo de los años, en una boda, me lo presentaron. Por primera y única vez en mi vida me negué a dar una mano. Del juez nunca he sabido porque jamás vi un documento relacionado con la detención y el procesamiento. Dada su edad, se jubilaría en la etapa constitucional con los honores de haber servido a la independencia judicial. Del gobernador civil, si fue su interlocutor, solo me consta que hizo carrera política como senador en Alianza Popular, origen del actual Partido Popular. Y Ricardo, el ángel de la guarda de aquella noche, siguió como policía deteniendo a delincuentes; los de verdad.

Hace unos diez años, en un entierro, me lo presentaron. Le reconocí, me identifiqué y le agradecí haberme evitado una paliza. Ricardo ni siquiera se acordaba, pero nos dimos un abrazo y, desde entonces, creo haber saldado una deuda.

Otras las voy saldando con mi trabajo de historiador. Aquella anécdota, sintetizada en la foto, me explicó cómo entendía el franquismo la independencia judicial, la seriedad de sus procedimientos mediante sorteos y, sobre todo, la brutalidad de quienes personificaban una dictadura donde ya era posible mantener otro comportamiento.

La responsabilidad nunca es del sistema, sino de quienes lo sustentan día a día. Aquella fecha navideña vi algunos ejemplos, tomé nota y casi cincuenta años después lo intento explicar en unos libros que, por desgracia, hablan de circunstancias mucho más trágicas que las de un episodio de juventud.

viernes, 29 de noviembre de 2024

Antoñita y Pepe también tuvieron su historia




 

Antoñita, mi madre, ha fallecido a los 98 años, cuando ya no le quedaba cerca nadie de su generación. Tocaba por la lógica del tiempo y solo cabe aceptarlo. Su vida ha resultado larga y fructífera. También previsible porque, siendo una adolescente de la posguerra, decidió festear con un frustrado maestro de la República, que tenía cinco años más que ella y era hijo de una familia de señoritos, pero iba con intenciones serias. Así se lo explicó al cabo del tiempo, cuando mi padre ya pudo entrar en casa de la novia, a mi abuelo Pepe, que había sido militante de la CNT, pero en cuestión de noviazgos no andaba con bromas.

Pepe y Antoñita se casaron cuando todavía había mucha hambre en España y estaban delgados por imperativo de los tiempos. Él había perdido una guerra junto con los soldados de la «quinta del biberón», debió dejar atrás sus estudios de Magisterio por culpa de los vencedores y, tras probar suerte como aprendiz de sastre, empezó a salir adelante cuando entró a trabajar en el Banco de Vizcaya donde se jubilaría. Ella, dedicada a sus labores porque apenas pudo pisar un aula, completó el pluriempleo del marido dándole a la tricotosa y lo que fuera necesario mientras criaba a tres hijos nacidos en 1947, 1951 y, de forma imprevista, en 1958.

Pepe y Antoñita estuvieron felizmente casados durante cincuenta años, hasta que el 16 de enero de 1996 un maltrecho corazón falló a la hora de la merienda mientras mi padre leía, como cada día, El País desde la cabecera hasta la última página. Unas horas antes, me había encargado que comprara un regalo especial para mi madre. El día 17 era su cumpleaños y llevaban cincuenta años juntos. Lo compré, pero la celebración quedó truncada y ella nunca más quiso celebrar la festividad de San Antonio, el del «porquet».

Desde entonces, Antoñita fue una viuda que preservó sus recuerdos de niña de aquella guerra con todos los dramas imaginables para la familia, una adolescente enamorada del único hombre que conoció y una joven madre con la ilusión de criar al hijo que vio morir sesenta años después. Las cicatrices de un padre fallecido en 1959, una madre que siguió el mismo camino en 1975, un marido que no pudo celebrar las bodas de oro y un hijo al que vio partir por culpa del cáncer fueron duras, pero nunca se quejó.



Antoñita era de una generación encallecida por la vida, pero también tuvo la satisfacción de criar a tres hijos que hicieron realidad el empeño docente de su padre, así como ver crecer a cinco nietos que la han querido y otros tantos bisnietos ya nacidos cuando todo es, afortunadamente, diferente. Acabó como una verdadera matriarca.

Pepe, el marido, era el encargado de hablar de las cuestiones importantes, pero ella, callada o en un segundo plano, preservó la memoria de tantas experiencias que transmitió a su familia con una precisión sorprendente hasta el último momento.

Ahora, cuando la lógica de la muerte se ha hecho realidad como un descanso en búsqueda de los seres perdidos, no cabe la tristeza de las lamentaciones. Mi madre ha vivido con una plenitud impensable para quien vio morir a su hermanita en plena guerra por culpa del hambre. Antoñita tuvo suerte, sacó adelante a su familia en compañía de Pepe y, agradecidos, todos -hijos, nietos, yerno y nueras- le hemos devuelto la ayuda durante estos últimos años donde decía estar sentada «en el banco de la paciencia».

Sentado o de pie, apenas importa, la recordaré junto con sus tres Pepes, Dolores y tanta gente que nos ha ido dejando. Ignoro si andarán por los reinos celestiales o vete a saber dónde, pero han quedado en mi memoria con su ejemplo, que intento compartir en casa para que nadie olvide de dónde venimos. Así apreciaremos nuestro presente gracias a tanto trabajo para salir adelante y, claro está, para contribuir desde el anonimato a mejorar un país capaz de dejar atrás las niñas de la guerra, los adolescentes con hambre y los matrimonios pluriempleados para criar a sus hijos. Antoñita sufrió estas circunstancias antes de disfrutar de una vejez tranquila y, mientras hacía punto durante horas, se alegraba de vernos libres de aquello que la marcó sin provocarle jamás una palabra de rencor.

Nunca olvido que soy hijo de mis padres y, desde la memoria compartida con tanta gente, procuro que mi familia se sienta orgullosa de saberse parte de una cadena donde los destinos individuales se entrecruzan con los colectivos. Al final, con la ayuda de gente anónima como Antoñita, prevalecerá el respeto de quienes deseamos convivir sin perder la sonrisa. Mientras tanto, seguiremos juntos con Pepe y Antoñita en el espacio de la memoria:

https://www.youtube.com/watch?v=fe8OB3xekVI





martes, 26 de noviembre de 2024

Antonio Pedrol Rius y el silencio de los victimarios


 Antonio Pedrol Rius. Fuente: Senado

El conocimiento de la represión durante el franquismo requiere escuchar a las víctimas, pero también valorar los testimonios que pudieran aportar los victimarios. Cualquier historiador debería estar interesado en recopilarlos. Sin embargo, el propósito parece abocado al fracaso. La mayoría de los protagonistas de esa represión ha fallecido y sus descendientes, salvo honrosas excepciones, no quieren saber nada del tema o se oponen a quienes lo abordan.

Los miembros del Cuerpo Jurídico Militar durante la posguerra fueron numerosos y una parte significativa de los mismos, según el magistrado Juan José del Águila, alcanzaron puestos destacados en distintos ámbitos del poder franquista. Esas trayectorias responden a una lógica previsible donde un clientelismo gradual fue la norma, que actuó con probada eficacia como aglutinadora del bloque social dispuesto a sustentar la dictadura.

La sorpresa viene cuando comprobamos que en las biografías de estas personas desaparece cualquier alusión a la pertenencia al Cuerpo Jurídico Militar durante la posguerra. El silencio es la norma y así, si buscamos en la del ministro Tomás Garicano Goñi, veremos sus aproximaciones al aperturismo durante el tardofranquismo, pero nunca su presencia en el sistema represivo que permitió el asentamiento del régimen franquista. Lo mismo cabe decir de Carlos Arias Navarro, cuyo «espíritu del 12 de febrero» borró la etapa en Málaga que mereció un apodo taurino.

La reciente lectura del volumen colectivo Checas. Miedo y odio en la España de la Guerra Civil (Gijón, Trea, 2017) me ha devuelto el recuerdo de una de las presencias más inesperadas en dicho cuerpo: la del abogado catalán Antonio Pedrol Rius (1910-1992), que alcanzó un notable protagonismo durante la Transición siendo decano del Colegio de Abogados de Madrid.

El brillante especialista en Derecho Mercantil y exitoso empresario fue senador por designación real en las cortes constituyentes, donde tuvo una intervención destacada por las aportaciones en torno al poder judicial. Sin embargo, a efectos de la memoria colectiva, su momento coincidió con la matanza de los abogados de Atocha en enero de 1977.

Antonio Pedrol Rius decidió que el velatorio de aquellas víctimas tuviera lugar en la sede del colegio que presidía. Esta arriesgada y valiente postura le valió el respeto de muchos demócratas, que también apreciaron su postura favorable a la amnistía y que pusiera su prestigio profesional al servicio de la Transición.

El jurista pasó a la historia por estos hechos elogiables, pero mucho antes, en su juventud, ejerció de fiscal en el Cuerpo Jurídico Militar de la posguerra. El episodio ha desaparecido de sus apuntes biográficos y, según cuenta Juan José del Águila, ya en vida Antonio Pedrol Rius pretendió ocultarlo. La razón era sencilla: su evocación perjudicaba la imagen de un hombre acorde con la evolución de los tiempos.

El error parece notorio. Si empezó siendo fiscal en los momentos más duros de la posguerra y terminó pidiendo la amnistía para los presos políticos del franquismo solo cabe apreciar su evolución. O dudar de la misma, que también es posible a tenor de algunos datos que merecerían un estudio.

El tema es complejo y requiere un desarrollo inabarcable en una entrada de blog. Cabe esperar que Juan José del Águila finalice la investigación sobre la trayectoria de Antonio Pedrol Rius y entonces opinaremos con fundamento. Mientras tanto, reproduzco uno de los documentos oficiales que prueba la pertenencia del catalán al Cuerpo Jurídico Militar. Se trata del Diario Oficial del Ministerio del Ejército, en su número 293 del 31 de diciembre de 1942. Allí, en la página 1561, aparece Antonio Pedrol Rius como oficial destinado en la Fiscalía Jurídico-Militar de la I Región Militar:

 


En el mismo número de la citada publicación oficial, concretamente en la página 1563, también aparece el oficial Antonio Baena Tocón como destinado en la Auditoría de Guerra de Marruecos, donde supongo que haría una labor similar a la realizada en el Juzgado Militar de Prensa:

 


Los dos citados aparecen en una relación de los oficiales del Cuerpo Jurídico Militar que debían continuar hasta el 31 de mayo de 1943 como miembros de la escala honorífica, «sin perjuicio de la resolución que para después de la citada fecha pueda adoptarse en atención a las necesidades del servicio».

Las necesidades de la represión disminuyeron con el paso del tiempo, pero debieron ser notables todavía. Antonio Pedrol Rius quedó desmovilizado el 31 de enero de 1944. Su colega apenas unos días antes siendo teniente. Sus trayectorias fueron tan disímiles como sus responsabilidades en la jurisdicción militar. Sin embargo, ambos tuvieron un rasgo común: el silencio público con respecto a esta etapa biográfica. Las razones del mismo responden a lo hipotético y requieren más argumentos a la espera de una investigación exhaustiva.

 

 


domingo, 24 de noviembre de 2024

«El enterado» de Su Excelencia


Francisco Franco. Fuente: Wikipedia

Los militares sublevados el 18 de julio de 1936 pronto fueron conscientes de los excesos cometidos en las tareas de represión durante los primeros meses de la guerra. La violencia extrema estaba prevista en las directrices establecidas por el general Mola para el golpe de Estado, pero su continuidad más allá de los primeros meses podía resultar perjudicial para los propios ejecutores por las repercusiones internacionales e, incluso, quebrantar la unidad de los sectores partidarios de la sublevación encabezada por el general Franco.

Una de las medidas adoptadas para evitar, en cierta medida, la falta de un criterio uniforme en las ejecuciones tras la celebración de los consejos de guerra fue someterlas a la consideración del Caudillo. Tras una sentencia a muerte, la misma pasaba al auditor de guerra. Una vez ratificada, el citado paralizaba su ejecución hasta recibir «el enterado» de Su Excelencia o la conmutación por una condena a treinta años, que era la inmediatamente inferior.

La espera era desesperante para los condenados, que permanecían en la cárcel ajenos durante semanas o meses a la suerte que había corrido su sentencia una vez llegada a manos del general Franco. Mucho se ha escrito sobre este macabro ritual por el que, sin mayores problemas de conciencia y con una tranquilidad propia de tareas burocráticas, el omnipotente Caudillo hacía dos montones con las sentencias: uno para los que iban a ser ejecutados y otro para los que recibirían la conmutación de su pena por la de treinta años.

El general Franco rivalizaba en poderes con la divinidad y nunca firmaba estos documentos. Tan solo separaba los dos montones a la espera de que sus ayudantes procedieran en consecuencia comunicando la suerte de los procesados a los auditores. Todos sabían que la decisión correspondía a Su Excelencia, pero nunca consta la firma del mismo y a veces ni siquiera se le cita expresamente en la documentación conservada. La discreción de quien, de hecho, decidió acerca de decenas de miles de sentencias a muerte fue total y ningún historiador ha localizado, que me conste, un documento donde la firma del Caudillo supusiera un destino en el paredón. Solo consta «el enterado», que es un eufemismo propio de la mentalidad de una dictadura hecha a imagen y semejanza del dictador.

Estos documentos apenas han sido divulgados y pocos historiadores los han visto. Al comentarlos con otros colegas y enseñarles los correspondientes sumarios, la sorpresa ha coexistido con el estupor ante el procedimiento por el que unos procesados seguían vivos y otros acababan frente a un pelotón. Conviene, pues, dar a conocer esta evidencia documental. Como ejemplos relacionados con los periodistas y escritores, reproduzco a continuación el enterado por el que Javier Bueno fue fusilado y el de Santiago de la Cruz, que consiguió salvar la vida mientras permanecía en la cárcel.


AGHD, Sumario 33582, de Javier Bueno


AGHD, Sumario 38819, de Santiago de la Cruz


 

sábado, 23 de noviembre de 2024

La Asociación de la Prensa de Madrid y el Juzgado Militar de Prensa


 Víctor Ruiz Albéniz. Fuente: Real Academia de la Historia

La localización del Juzgado Militar de Prensa en la Plaza de Callao, 4, de Madrid, no fue una casualidad derivada del azar. Al contrario, el objetivo de la auditoría del Ejército de Ocupación era buscar unas dependencias que facilitaran el aprovechamiento de una documentación fundamental para el procesamiento de escritores y periodistas. En el mismo edificio también se encontraba la Asociación de la Prensa de Madrid durante la guerra. Tras la victoria del general Franco, los fondos documentales allí depositados pasaron a depender de la junta directiva nombrada en 1937, cuando tuvo lugar en San Sebastián una reunión de los periodistas partidarios del bando franquista.

Víctor Ruiz Albéniz (1885-1954) fue el presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid desde esa reunión en la capital vasca hasta 1944; es decir, durante los años más duros de la represión de sus colegas republicanos. El médico, cronista y periodista era un entusiasta del general Franco, su vinculación con el ala más dura del régimen parece una obviedad y, por supuesto, puso los archivos de la asociación a disposición de las autoridades militares que procesaron a los periodistas.

La circunstancia de la localización ya aparece en mis libros para justificar la procedencia de la información recogida en los informes sobre los procesados que, a modo de acta de acusación, redactaban los tres secretarios del Juzgado Militar de Prensa al principio de cada instrucción. Los responsables de la misma nunca citan la procedencia de los datos, salvo genéricas referencias a personas de «probada solvencia moral», pero parece verosímil que una parte significativa procediera de los archivos de la Asociación de la Prensa de Madrid, donde cada asociado tendría una ficha convertida por entonces en una probable prueba de cargo.

La colaboración de la Asociación de la Prensa de Madrid con las autoridades militares no se limitaría a los fondos documentales. También abarcaría las tareas de depuración para el Registro Oficial de Periodistas (ROP), que estaban a cargo del titular del citado Juzgado Militar de Prensa, el capitán Manuel Martínez Gargallo.

A diferencia de lo sucedido en la SGAE, no me consta que la Asociación de la Prensa de Madrid, con estudios publicados acerca de su trayectoria, haya promovido una investigación para revelar el alcance de esa colaboración en las tareas represivas. El tema es delicado y, como sucede en otras ocasiones, hasta ahora todo se ha resuelto con unas genéricas valoraciones que evitan entrar en detalles de nombres y responsabilidades.

La consulta de los sumarios de periodistas permite encontrar algunas huellas de la colaboración con los militares franquistas encargados de la represión. Una de ellas, especialmente clarificadora, la observamos en el sumario 38819 del AGHD, que corresponde al periodista Santiago de la Cruz Touchard.



El 3 de octubre de 1939, Víctor Ruiz Albéniz, en su calidad de presidente de la asociación se dirige al responsable de la Instrucción Depuradora de los Funcionarios Administrativos. La circunstancia carece de lógica, pues no me consta que Santiago de la Cruz disfrutara de una plaza dentro del colectivo funcionarial. Sin embargo, en el procesamiento de este periodista y escritor todo es posible, como veremos con detalle en el próximo volumen: Perder la guerra y la historia (Sevilla, Renacimiento-UA, en prensa).

Víctor Ruiz Albéniz carece de información precisa sobre las actividades periodísticas de Santiago de la Cruz, pero comunica al instructor que el procesado había sido teniente coronel de Caballería y «se distinguió por su exaltado fervor izquierdista». Es decir, con ambos datos ya era previsible una condena a muerte como la que efectivamente llegó el 16 de enero de 1940. De hecho, los instructores apenas indagaron más allá de lo indicado por Víctor Ruiz Albéniz y lo declarado por el propio procesado en los campos de concentración donde estuvo antes de ser trasladado a Madrid el 26 de diciembre de 1939. La única diligencia documentada en el sumario fue la recopilación de tres declaraciones de otros tantos falangistas protegidos por el procesado durante la guerra. Según señala el auto resumen del 5 de enero de 1940, la circunstancia apenas debía ser valorada por el tribunal, pues la adhesión a la rebelión del periodista «no se desvirtúa con los favores que haya podido hacer».

La acusación contra Santiago de la Cruz fue responsabilidad del fiscal, que el 11 de enero de 1940 solicitó treinta años de reclusión. La condena a muerte fue dictada por un tribunal bajo la presidencia del coronel José Iglesias. Ellos fueron los responsables directos de la actuación jurídica, pero solo pudieron actuar gracias a la colaboración de informantes como Víctor Ruiz Albéniz. Nadie le obligó a presidir la Asociación de la Prensa de Madrid y su identificación con la Victoria, que también implicaba la represión de los colegas republicanos, parece total a falta de estudios detallados sobre su trayectoria.

 

 


jueves, 21 de noviembre de 2024

José Carreño España, delegado de Prensa y Propaganda


 José Carreño España, Madrid, 1936. Fuente: ABC

El nombre de José Carreño España aparece a menudo en los trabajos sobre el Madrid de la Guerra Civil. Quien fuera secretario general de Izquierda Republicana en la capital, también ocupó otros cargos durante la contienda. El 7 de noviembre de 1936, la Junta de Defensa de Madrid le nombró responsable de la Consejería de Comunicaciones y Transportes. En diciembre del mismo año, ya consta al frente de Prensa y Propaganda en la Junta Delegada de Defensa. En 1937, cuando parte de las competencias de dicha junta pasan al Ayuntamiento de Madrid, José Carreño España figura como delegado del gobierno republicano en los canales de Lozoya. Asimismo, fue vocal del Comité Central de la Guardia Nacional Republicana en representación de Izquierda Republicana y secretario de la Junta Municipal de Madrid en representación del citado partido.

La actividad política de José Carreño España en la capital ya venía de antes de la Guerra Civil y, al finalizar la misma, fue condenado a muerte tras ser procesado en cinco sumarísimos de urgencia. Los mismos se encuentran depositados en el AGHD con la siguiente numeración: 8385, 5497; 213, 5061; 24808, 5397; 129173, 7374 y 116866, 2930. Afortunadamente, la sentencia le fue conmutada y el azañista pudo salir en libertad tras pasar una larga temporada en la cárcel.

El interés por conocer la trayectoria de José Carreño España viene motivado por su relación con periodistas y escritores en función del cargo que ocupó como responsable de prensa y propaganda. Esta circunstancia me llevó a solicitar copia de los citados sumarios para investigar si en los mismos hay información sobre la represión de la actividad llevada a cabo por ambos colectivos.

El primer sumario que me ha llegado es el 8385. Se trata de un extensísimo legajo dedicado al proceso seguido contra el Comité de la Guardia Civil de Batalla de Salado y Guzmán el Bueno. En el mismo comprobamos que José Carreño España, en representación de Izquierda Republicana, formaba parte del Comité Central de la Guardia Nacional Republicana para la depuración del personal de dicho organismo. Como vocal de la Comisión Depuradora de la Guardia Civil, el 19 de noviembre de 1936 participó en el acuerdo que provocó la excarcelación de cincuenta y tres guardias civiles detenidos en Madrid y que acabaron siendo víctimas de una terrible saca.

Así aparece en el citado sumario, que abarca una enorme cantidad de procesados y fue objeto de una compleja instrucción. De José Carreño España, según me informan los responsables del AGHD, nada más consta, probablemente porque ya había sido procesado en otros consejos de guerra y habría una duplicidad que hacía innecesaria otra instrucción en su caso.

La trágica suerte de estos guardias civiles nada tiene que ver con las responsabilidades políticas de José Carreño España al frente de Prensa y Propaganda. Quedamos, pues, a la espera de los otros sumarios solicitados para investigar si en los mismos hay información relacionada con la represión sufrida por los colectivos de periodistas y escritores. Mientras tanto, el político republicano tantas veces citado, pero nunca objeto de una monografía, para mí sigue siendo solo una referencia a la que cabría dar un relato. Al menos, en esta entrada le hemos puesto rostro con la esperanza de terminar conociendo mejor una trayectoria que le llevó a ser condenado a muerte por los vencedores de la guerra.

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Teatro y cine en la España del siglo XX (6): Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán-Gómez


 

Antonio Buero Vallejo, en la anterior obra de este programa de lecturas, recreó las biografías de destacadas personalidades de la España del siglo XVIII como Esquilache y el propio rey Carlos III. Al primero le conocemos como hombre público, pero también en la intimidad de quien busca el rescoldo de los sentimientos y, al final de su vida, solo desea recordar esa memoria de lo más personal e íntimo.

La dualidad en la presentación del protagonista viene impuesta por una norma acatada por Antonio Buero Vallejo: los personajes, aun siendo de gran relieve histórico, apenas interesan al público si el mismo no les contempla en un ámbito personal donde los sentimientos juegan un papel destacado. La necesidad de empatizar con lo presentado en la escena pasa por el lado más humano de los protagonistas, con independencia de su participación en la esfera pública.

Fernando Fernán-Gómez también cultiva el teatro histórico en Las bicicletas son para el verano (1977), pero lo hace desde la memoria personal, familiar y hasta generacional de quien vivió la Guerra Civil en Madrid siendo un adolescente. Al igual que Antonio Buero Vallejo, procura documentarse para evitar cualquier imprecisión de carácter histórico, pero en esta ocasión la materia recreada parte de los recuerdos tan personales como compartidos con quienes vivieron aquella tragedia determinante para la historia de España durante el siglo XX.

Esta perspectiva de acercamiento a la historia, desde la memoria, le lleva a seleccionar un conjunto de personajes donde no encontramos protagonistas con una proyección pública. Al contrario, solo la recreación teatral saca del anonimato a quienes protagonizaron involuntariamente aquellos trágicos días. Los personajes de Fernando Fernán-Gómez nunca pretendieron hacer la historia con una voluntad política o de cualquier otro tipo, pero -sin poderlo evitar- esa misma historia les hizo a ellos y les marcó de una manera indeleble.

El verano es un tiempo para el descanso y el disfrute, sobre todo cuando terminan los días grises y aparecen los luminosos del final de la primavera. Justo en ese momento conocemos a la familia protagonista compuesta por el matrimonio, una hija mayor que ya trabaja y un hijo adolescente, cuya aspiración es una bicicleta para pasear con la amiga de sus amores y poemas. Luisito tiene razón: las bicicletas -aquello que nos permite ser felices disfrutando de un tiempo de descanso- son para el verano.

El problema es que aquel verano de 1936 quedó interrumpido el 18 de julio cuando se produjo el golpe de Estado que provocaría la Guerra Civil. A la esperanza, recreada en las primeras escenas de la obra teatral y su adaptación cinematográfica de 1984, le sucede la incertidumbre ante un futuro que parece haber cancelado el curso de la vida donde el verano era el tiempo de las bicicletas.

A esa incertidumbre le sucede la vivencia de un tiempo de guerra presidido por el dramatismo de una ciudad sitiada y bombardeada. La familia protagonista se adapta ante la ausencia de alternativas, pero por el camino pierde todas las esperanzas plasmadas al principio de la obra. La Historia con mayúsculas ha irrumpido en sus historias personales, donde la renuncia y la tragedia sustituyen a la lógica de unas expectativas basadas en su propio esfuerzo: trabajo, paz, armonía familiar, prosperidad, libertad, disfrute...



El proceso culmina con el final de la guerra, cuando la familia protagonista pasa a engrosar la lista de los vencidos en un país dramáticamente dividido entre los mismos y los vencedores. Esta ausencia de paz, sustituida por la Victoria con su carácter violento y excluyente, augura un trágico futuro para los protagonistas de la obra. Sobre todo, para don Luis, el cabeza de familia y el más consciente de la situación del país.

Como espectadores de la obra y si carecemos de otros referentes, tal vez tengamos dificultades para captar la dimensión histórica de la Guerra Civil, pero comprendemos cómo la misma incide dramáticamente en los protagonistas, cuyas esperanzas conocemos al principio, antes de que la Historia impida su realización.

Repasad ese conjunto de esperanzas concretadas en cada uno de los miembros de la familia protagonista y, tras ver su comportamiento a lo largo de la obra, estableced el conjunto de renuncias y desesperanzas con que esos mismos protagonistas -los que no pudieron disfrutar de unas bicicletas durante el verano- tropiezan al final del drama escrito por Fernando Fernán-Gómez desde una memoria que comparte con el público.