domingo, 28 de mayo de 2023
La hija de Drácula (1936) en el Madrid sitiado
miércoles, 24 de mayo de 2023
I vitelloni (1953), de Federico Fellini
http://hdl.handle.net/10045/134598
domingo, 21 de mayo de 2023
Exposición Miguel Hernández, el poeta necesario
http://hdl.handle.net/10045/134541
Exposición Miguel Hernández, poeta necesario (catálogo)
Ya ha sido publicado el catálogo de la exposición "Miguel Hernández, poeta necesario", organizada por el Ayuntamiento de Valencia, donde he tenido la oportunidad de participar con un capítulo dedicado a los consejos de guerra del poeta oriolano. El vídeo facilitado por José M.ª Azkárraga, comisario de la exposición, nos permite hojear una edición cuidada con esmero por los organizadores y digna de la memoria de Miguel Hernández. El texto de mi contribución también será accesible a través del catálogo del Repositorio de la Universidad de Alicante, donde ya podemos encontrar los siguientes sobre el mismo tema:
http://hdl.handle.net/10045/121546
http://hdl.handle.net/10045/52995
sábado, 20 de mayo de 2023
Los consejos de guerra de periodistas y escritores (1939-1945)
En esta segunda fase de la investigación los sumarios localizados en el Archivo General e Histórico de Defensa que van a ser objeto de análisis son, en principio, los protagonizados por Carlos Rivera, Manuel Garrido García, César García Iniesta, Antonio Uriel Alonso, Eduardo de Castro Escandell, Antonio Barbero Núñez, Andrés Cabanillas Blanco, Antonio Pugués Guitart, Joaquín Dicenta Alonso, Luis Blanco Soria, Francisco Burgos Lecea, Amalia Carvia Bernal, Rosario del Olmo Almenta, Domingo Martínez Hermenegildo, Germán Bleiberg Cottlieb, Pascual Plá y Beltrán, Antonio Agraz Gutiérrez, Luis Hernández Alonso, Leopoldo Bejarano Lozano, Santiago de la Cruz Touchard, Mariano Espinosa Pascual, Antonio Fernández Lepina, Ricardo Flores Mora, Ramiro Gómez Zurro, Mateo Hernández Barroso, Enrique Paradas del Cerro, Salvador Prieto y Vicente Ramón Esteban.
Varios de los citados fueron sumarios instruidos en el Juzgado Militar de Prensa. Su análisis, por lo tanto, permitirá completar la información acerca de las actividades represivas ejercidas por sus responsables durante el período indicado.
Y, lo más importante, el trabajo de investigación permitirá sacar del olvido a quienes por ser periodistas o escritores republicanos sufrieron la represión durante la posguerra, tal y como ya se hizo en Nos vemos en Chicote (2015), Los consejos de guerra de Miguel Hernández (2022) y en el primer volumen de Las armas contra las letras, actualmente en fase de publicación por parte de la editorial Renacimiento y Publicaciones de la Universidad de Alicante. El trabajo es complejo y arduo, pero merece la pena afrontarlo para culminar con el mismo mi trayectoria como investigador universitario.
miércoles, 17 de mayo de 2023
Una entrevista en La Gatera sobre García de la Huerta
domingo, 14 de mayo de 2023
Rosario del Olmo y Lenin
EL
DOLOR ROJO
(Del
concurso de crónica de La Libertad)
La
Libertad, 15-11-1931
A lo largo de algunas
vidas ejemplares fluye el dolor sin interrupciones como una corriente paralela.
Ninguna circunstancia, favorable o adversa, desviará su cauce; ningún poder
cegará su curso. Es el compañero invariable que comparte todas las jornadas y
fecunda todos los caminos con sus aguas amargas.
Así en la vida de Lenin.
El dolor es su escolta permanente, en la lucha como en el triunfo. Unido a la
revolución por vínculos de sangre, no dejaría perderse la trágica experiencia
que dejaba herida para siempre el alma de su madre y la suya propia, con la
pérdida de aquel hermano generoso que, por amor a las libertades del pueblo,
entregó su vida a las crueldades del zar. Y aficionado a obtener conclusiones
definitivas que le permitiesen operar con garantías de éxito en la empresa a
que dedicaba todas sus horas, archivó en su cerebro aquella sensación, dos
veces dolorosa, que él utilizaría después científicamente.
Entregado por completo a
la causa, no se reservó para sí ni las conmociones de su espíritu. Eran una
enseñanza y se le debían a aquella parte de la humanidad que tan caras pagaba
sus pobres rebeldías.
Sobrio y ardiente,
manejaba su inteligencia como el más formidable de los explosivos, seguro de
que en la ocasión precisa los oprimidos de la tierra secundarían su obra. No le
arredraron las dificultades, consideradas insuperables y destruidas, al fin,
por su labor tenaz. La certidumbre de arrastrar a las masas no dejaba lugar a
ninguna duda; solo la inquietud de acertar a interpretar «la hora» le hostigaba
a veces. Y sucedió como estaba previsto. El trabajo paciente del ruso,
desvelado en la noche letárgica del pueblo, dio su fruto rojo.
Comenzaba el triunfo de
la idea recta y clara de Vladimiro Illich y, sin entregarse a la embriaguez del
éxito, sobrio y ardiente, decretó la violencia.
Sin entregarse a la
embriaguez del éxito. Nada más opuesto a la explosión jubilosa del oprimido que
se sacude el yugo y se emborracha de ferocidad que este hombre dócil a su
inteligencia, sordo a su corazón, que operaba fríamente sobre el llagado cuerpo
social, extirpando, inalterable, cuanto pudiese constituir un foco que
reprodujese la enfermedad cuyo tratamiento le estaba encomendado. Sabía que el
peor enemigo de su obra era la piedad y se negó a sí mismo la menor concesión.
Amaba la inteligencia y
deseaba el concurso de los inteligentes; pero si ellos, más sensibles, se
apartaban estremecidos de su higiene cruel, los miraba alejarse en silencio,
sin separar su mano de la operación eliminatoria.
Si alguna vez le hirió a
traición un sentimiento desmandado, pronto su voluntad de hierro lo enfrenaba
enérgicamente; si en la muralla alzada ante su corazón la belleza creada por
los hombres abría un portillo, sigilosa, Lenin, firme y estoico, cegaba la
brecha con sus manos. Huyó de la música porque ahondaba demasiado en él; amaba
a los niños, y por legarles íntegro y consolidado el nuevo régimen social, se
apartaba de ellos serenamente.
La conciencia inflexible
del comunista no transigía con ninguna misericordia. Salvar al comunismo de las
amenazas de la reacción -porque se puede ser liberal hacia adelante siempre,
nunca regresando hacia fórmulas bárbaras y fuera de combate irremisiblemente-,
salvarlo para el futuro, costaba caro. Y él pagó el precio de su alma.
La aureola roja de Lenin
no se debe a un torvo fanatismo sectario. La proyectaba sobre su cabeza el
resplandor del fuego contenido en las entrañas de la humanidad.
Para que el porvenir
acogiese la risa alegre de las generaciones nuevas, fulminó sentencias que eran
prevenciones más que represalias.
Los gobernantes sensibles
que liman las revoluciones con el esmeril de la compasión no conocen el bárbaro
dolor de este hombre rudo y fino, tan penetrado del sentido humano de su obra,
tan seguro de la necesidad que el pueblo ingenuo y potente que salía de sus
manos tenía de su fortaleza, que no vaciló en sacrificarle lo mejor de la vida:
el propio corazón, voluntariamente olvidado hasta el momento mismo en que cesó
de latir.
sábado, 13 de mayo de 2023
Un nuevo libro sobre el dibujante Bluff
viernes, 12 de mayo de 2023
Las paradojas del Teatro Español Universitario: La noche no se acaba (1951), de Faustino González-Aller y Armando Ocano
http://hdl.handle.net/10045/134298
jueves, 11 de mayo de 2023
El cuñado de Amarcord (1973), de Fellini: retrato de un inútil
A menudo recuerdo
la imagen de un personaje secundario de Amarcord, que ya había aparecido
en Roma (1972), también de Federico Fellini. Se trata del cuñado que
asiste, impávido y con redecilla en el pelo, a las cotidianas disputas
matrimoniales mientras sigue comiendo en silencio. El señor Aurelio, cabeza de
familia y abnegado maestro de obras, vocifera y gesticula para imponer su
autoridad en el nuevo capítulo de una bronca eterna, el díscolo hijo (Tito)
intenta escabullirse para no recibir una colleja y la desesperada madre
(Miranda) intercede, con teatral amenaza de suicidio incluida, para controlar el
drama alrededor de la mesa del comedor. Mientras tanto, el cuñado, del que no
se conoce ni oficio ni beneficio al margen de sus conquistas amorosas, calla y
come. Se recupera así de una convalecencia que suponemos tan prolongada como
voluntaria. Permanece sentado y embutido en su albornoz con toalla a modo de
bufanda. No realiza movimientos bruscos ni gesticula, para evitar que la
redecilla caiga o se descomponga sin poder alisar los escasos y cuidados
cabellos de quien ejerce como galán en los bailes veraniegos del Gran Hotel,
junto con el guapo Gigino Melandri, y es el más osado nadador de la localidad.
Imaginamos que, además, fumará con boquilla y gesto lánguido cuando pasee con
el abrigo sobre los hombros y asista a la tertulia del atardecer como soltero
ya maduro y sin obligaciones, dispuesto a rememorar glorias amorosas mientras
consigue encadenar algunas carambolas en la mesa de billar.
Los apuntes que
caracterizan al cuñado inútil son ejemplos de un virtuosismo de la imagen
personal, concebida y cuidada como la creación que justifica una vida. Esta
labor no es apreciada por el padre de familia, que hace muchos años olvidó su
ridícula calva con un quiste de grasa puesto a propósito por Federico Fellini,
siempre inconformista con los rasgos que le ofrecía la realidad. El señor
Aurelio tampoco lleva albornoz a la hora de comer, no sabe hacer juegos de
manos con los servilleteros para satisfacer de manera displicente las
reiteradas peticiones de la familia y su barriga, nada elegante, se agita
cuando gesticula tratando de imponer su autoridad paternal. Un empeño abocado
al fracaso, cuya frustración de rebote se dirige contra el cuñado. No lo
soporta, está harto de mantenerlo, pero su esposa defiende como una madre a un
hermano que calla mientras come con la seguridad de que la tempestad acabará
amainando.
El cuñado y maduro
galán es un inútil algo patoso en sus bromas, pero también un virtuoso a su
manera. Nunca ha trabajado ni trabajará. Jamás ha emprendido una actividad
considerada, desde una perspectiva social, como práctica o beneficiosa en
términos económicos. Pero su peculiar virtuosismo en el arte de la inutilidad
le ha permitido una existencia plácida y hasta gozosa, admitida por una hermana
que lo ve hermoso y simpático, mucho más atractivo que su cabreado esposo. Los
vecinos de la localidad, por supuesto, lo llaman con asiduidad desconocida por
el maestro de obras, solo requerido cuando de trabajo se trata. La razón es
sencilla: la redecilla ha facilitado el alisamiento de los cabellos hasta convertirlos
en una capa fina y uniforme, de un azabache intenso ponderado en la peluquería
que regenta el hermano de La Gradisca. Y así, en tiempos de una virilidad
fascista rebosante de alardes gestuales, resalta una galantería mantenida con
espíritu deportivo, basada en el prestigio verbal y sin necesidad de concretar
las conquistas.
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
El capítulo donde hablo del cuñado y otros inútiles con parecidos aires ahora también se puede consultar en el Repositorio de la Universidad de Alicante:
http://hdl.handle.net/10045/134598
miércoles, 10 de mayo de 2023
El silencio académico en torno a José Luis Martín Vigil
La historia del ex jesuita viene de lejos. La vida sale al encuentro fue un título casi generacional desde que se publicó en 1955, allá en México por cuestiones de censura que pronto fueron solucionadas. El Concilio Vaticano II necesitaba estas publicaciones y todo quedó allanado para un éxito editorial cuyos valores literarios fueron nulos. Decenas de miles de adolescentes leyeron la novela con devoción porque su autor era «un cura moderno», aunque narrara el camino de superación de un joven de «buena familia» que estaba fascinado con disponer de un cilicio durante los ejercicios espirituales.
El best
seller vaticanista no entró en nuestra casa. Mi padre nunca confió en esa
modernidad y prefería que mis hermanos anduvieran enredados con otras lecturas.
Sin embargo, años después tuve en mis manos Los curas comunistas (1968),
aunque la mía no fuera precisamente la primera edición. Su multitudinario éxito
se produjo cuando ya podía afrontar lecturas más serias que las de los
imprescindibles tebeos. La novela pronto me aburrió, quedó tan inconclusa como olvidada
y, desde entonces, veía con curiosidad el éxito del autor entre gente de mi
edad o un poco mayor. Al cabo de los años, lo atribuí a un nuevo caso de la subliteratura,
que no desprecio desde que la conociera de la mano de Andrés Amorós, pero
tampoco me interesa hasta el punto de sufrir con su lectura. El disfrute de los cilicios nunca ha sido una aspiración en mis tareas intelectuales o de ocio.
En 2013, cuando preparaba
Quinquis, maderos y picoletos (2014), encontré una llamativa ausencia de
bibliografía acerca del fenómeno de las drogas en la juventud de finales de los
setenta y principios de los ochenta; la mía. El tema sigue siendo un tabú,
también en un mundo académico reacio a las audacias. Esta circunstancia me
llevó a leer uno de los pocos libros encontrados: La droga es joven (1978),
de un José Luis Martín Vigil atento a las vetas que le permitieran permanecer
en contacto con miles de lectores jóvenes. Los tiempos habían cambiado y los
descarriados a la espera del correspondiente paternalismo comprensivo, y
adulador, andaban más cerca de las drogas que de los ejercicios espirituales.
La lectura de La droga
es joven requiere un ánimo predispuesto y un estómago fuerte. El autor
reconoce que, al igual que en el resto de sus obras, apenas utiliza una leve
capa literaria porque lo fundamental es la historia. Semejante levedad, no
obstante, es la coartada para escribir un vete a saber qué fraudulento. Los
autores incapaces de firmar un contrato con los lectores cuyas cláusulas
clarifiquen las calidades del producto y su finalidad en el marco de un género
me suelen generar desconfianza. Algunas ambigüedades genéricas están justificadas
y hasta resultan brillantes, pero cuando se carece del genio literario más vale
situarse con humildad en unas coordenadas explícitas y clarificadoras. José
Luis Martín Vigil las evita en La droga es joven. Tal vez porque ni él
mismo supiera definir su creación, que deambula por los vericuetos del corta y
pega cuando pretende ser un ensayo y cae en lo previsible de la subliteratura si
las páginas mantienen una apariencia novelesca.
La lectura fue infructuosa para preparar Quinquis, maderos y picoletos, que por su título se convirtió en un libro agotado sin que apenas haya merecido la atención de los colegas. La difusión de los trabajos académicos no está exenta de las paradojas que me suscita la correspondiente página de Dialnet. Ahora, cuando las víctimas han quebrado el silencio de una pederastia que -al parecer- era un secreto a voces, me pregunto si esos mismos colegas universitarios han aportado algo al conocimiento de quien no era precisamente Pier Paolo Pasolini, ni siquiera Eloy de la Iglesia, pero a su manera sabía de los ragazzi di vita.
La respuesta linda con el silencio. Solo he podido consultar un
artículo escrito en francés acerca de Los curas comunistas. El resto es
materia de periodistas de investigación, testimonios como los de Luis Antonio
de Villena y acusaciones que nunca se sustanciarán en un proceso. Algunas dejan
las consiguientes dudas a falta de pruebas indubitables. Apenas importa a efectos prácticos. Ni siquiera cabe esperar unas disculpas públicas por
la connivencia de jerarquías católicas con nombres y apellidos, que miraron
hacia el infinito para sortear la incomodidad, supuesta, por tener cerca a
quien se secularizó pronto, pero siempre fue «un cura». También cuando
publicaba obra tras obra, hasta que la España democrática empezó a olvidarle y
lo relegó al anonimato desde mediados de los años noventa. La muerte de José Luis Martín Vigil tuvo lugar
en un silencio sorprendente y solo meses después se divulgó la noticia.
Algunas lecturas son incómodas, máxime cuando sabemos de las andanzas del autor en un plano privado, donde lo fundamental no es la identidad sexual como expresión de la libertad, sino -a tenor de los testimonios- el abuso basado en una posición de poder y prestigio que tuvo víctimas ahora dispuestas a declarar. No obstante, quienes pretendemos historiar el pasado reciente debemos hacer esas lecturas, porque fueron representativas de una mentalidad colectiva donde el fraude estuvo presente. Ya lo observé en Petróleo, monjas y poetas (2021), un libro dedicado a 1964, que fue el de los XXV Años de Paz, pero también de un aluvión de curas y monjas «modernos».
El paso del tiempo es inmisericorde. Vistos desde una perspectiva histórica, algunos de esos eclesiásticos bastante populares protagonizaron una trayectoria similar a la de José Luis
Martín Vigil, aunque en sus andanzas no intervinieran jóvenes dispuestos a acompañar a «la
Perejiles», según nos cuenta Luis Antonio de Villena en un testimonio donde
destaca la exquisita corrección del aludido. Ya entonces, al escribir el citado ensayo sobre algunas historias de 1964, me quedé espantado ante biografías trágicas como la de Sor Sonrisa. Su final es un indicio a tener en cuenta. No obstante, ahora
toca pasar del espanto a la frialdad del historiador para descubrir por qué la
vida salía al encuentro o los curas podían ser, para pasmo de biempensantes, «comunistas».
El franquismo triunfó hasta tal punto que lo supuestamente heterodoxo era a
menudo un fraude con una cara oculta. Si en un futuro la paciencia lectora me permite audacias propias de un cilicio, la intentaremos desvelar como aviso para
caminantes y sin prescindir de la necesaria comprensión, máxime cuando el
propio protagonista confiaba en el perdón de sus pecados.
martes, 9 de mayo de 2023
Pueblos entrañables y tipos insólitos del cine español
lunes, 8 de mayo de 2023
El rostro de una mujer solidaria: Florencia Emilia Marroquín
La investigación histórica permite conocer las trayectorias de personas de todo tipo. Las solidarias existen afortunadamente, pero suelen constituir una minoría, sobre todo en unos tiempos tan vengativos y violentos como los de la posguerra española.
Florencia Emilia Marroquín ya ha aparecido en otras entradas de este blog por su insólito y hermoso gesto de haber pagado la sepultura de los periodistas socialistas Julián Zugazagoitia y Francisco Cruz Salido en el madrileño cementerio de La Almudena. El dato lo facilité en diciembre de 2021 a la prensa, que se hizo eco de la noticia después de que durante muchos años esas tumbas constituyeran un misterio. Nadie sabía por qué los dos fusilados, camaradas y amigos, pudieron escapar de la fosa común.
Posteriormente, me puse en contacto con los descendientes de los periodistas que viven en Méjico y completé la investigación con un capítulo incluido en Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, cuya publicación está prevista para el próximo otoño una vez superados todos los trámites e informes de una investigación universitaria.
Solo faltaba conocer el rostro de esta mujer valiente y solidaria. Lo descubrí al consultar su expediente como funcionaria, que me fue facilitado por los responsables del Archivo General de la Administración. Allí, entre otros documentos, encontré esta fotografía de carnet, la única que los investigadores hemos localizado hasta ahora.
Puesto de nuevo en contacto con los responsables de dicho archivo, y tras la preceptiva tramitación, me autorizaron para reproducir la foto el pasado mes de febrero. Ahora, cuando ya he consultado toda la documentación conservada sobre esta funcionaria que falleció llevándose a la tumba el secreto de su gesto solidario, la publico como gesto de homenaje a una mujer valiente y agradecida que se enfrentó a la política del olvido imperante durante la posguerra.
El recuerdo de su solidaridad merecía el acompañamiento de un rostro, que podemos conocer gracias a funcionarios como los del AGA y otros archivos, cuya labor es básica para que los historiadores podamos realizar nuestras investigaciones.
domingo, 7 de mayo de 2023
«Mire usted, que querría yo hablarle de Dostoyevski»
Los personajes de Amanece
que no es poco, de José Luis Cuerda, nunca pierden la compostura y la
ponderación. Ni siquiera ante las propuestas fascinantes. Nos encontramos en un
pueblo manchego donde si a alguien le llaman por la calle para decirle: «Mire
usted, que querría yo hablar con usted de Dostoyevski», al interpelado no le
queda más remedio que contestar: «Ah, pues ahora mismo bajo». ¿Cómo se va a
negar -se preguntaba el propio José Luis Cuerda- alguien medianamente cuerdo a
hablar de Dostoyevski? Imposible, aunque sea una ama de casa que se arregla el
moño y seca sus manos en el delantal antes de empezar a departir sobre el
novelista ruso.
La escena tiene
lugar en un pueblo donde los intentos de plagio de William Faulkner son
constantes hasta el punto de provocar la preocupación de Fermín y Pascual, los
dos peripatéticos guardias civiles que encuentran más sencillo aconsejar a las
parejas acerca de los prolegómenos eróticos, siempre agradecidos cuando la
faena es cabal. Lo relacionado con Dostoyevski y Faulkner, así como las
cuestiones derivadas del libre albedrío, es materia más propia del cabo y, al
tiempo, comandante del puesto de la Guardia Civil, hombre calmo que solo pierde
los nervios ante el «sindios» de un amanecer por el lado equivocado.
La genial e
irreverente película de José Luis Cuerda la recuerdo cada vez que recibo la
invitación a departir sobre alguno de los nombres consagrados de un canon
cultural cuya jerarquía parece incuestionable. Me seco las manos en el delantal
y bajo a hablar sobre ellos. El moño pasó a mejor vida hace tiempo, como los
bucles, pero me calzo la boina del pueblerino de la citada película que,
consciente de sus limitaciones, avisa a su interlocutor: «¡Qué lástima! No
puedo responderle porque soy un hombre dominado por los instintos más
primarios». Yo también padezco esa dominación, pero acudo a la llamada y
procuro dejar mi testimonio sin necesidad de provocar lástima porque prefiero
la sonrisa del escéptico.
Este fin de semana
he visto la puesta en escena de La vida es sueño dirigida por Declan
Donnellan y una adaptación de El proceso, de Kafka a cargo de Ernesto
Caballero. La presencia de la CNTC y el CDN, respectivamente, garantizan
unos mínimos de calidad que se cumplen. Nada que objetar al respecto, pero me
he sentido como si, de verdad, se hubiera cumplido el deseo de mi
interlocutor-programador de invitarme a hablar de Dostoyevski en un pueblo
donde muchos intentan plagiar a Faulkner. Dominado por los instintos más
primarios, he caído en la somnolencia.
Dado que la vida
es sueño, materia equívoca cuyo barroquismo está sujeto a múltiples
interpretaciones, la experiencia onírica me ha convertido en un émulo de
Segismundo. Así he descubierto de nuevo mi libertad para soñar con unos
clásicos interpelados al modo de Ron Lalá o unos dramaturgos que, en vez de
refugiarse en la historia de Josef K ya recreada genialmente por Orson Welles
en 1962, fueran capaces de bucear en los juzgados españoles a la búsqueda de
situaciones kafkianas, que las hay y en abundancia. Con los primeros habría
disfrutado gracias a virus como la cervantina, que nos devuelven el entusiasmo
por lo visto en escena, y los segundos me habrían recordado que el teatro, por
raro que ahora parezca, también es un espacio para la polémica, aquella que
llevó a Leopoldo Alas y Valle-Inclán a denostar al Calderón merecedor del denuesto.
La condición de
hombre dominado por los instintos primarios me aleja de lo políticamente
correcto y me aboca a reclamar un teatro menos cobarde y previsible. Tal vez
sea una quimera, porque lo relativamente seguro es utilizar el nombre de
Calderón para un espectáculo donde nadie parece confiar en Calderón o emplear
el nombre de Kafka sin atreverse a aplicar sus enseñanzas en un contexto
inmediato y, por eso mismo, mucho más polémico. Los clásicos como refugio incuestionable
son una coartada perfecta, pero algunos pensamos que, tras pedir disculpas por
nuestros instintos, conviene levantarse de la butaca sin dar un solo aplauso a
esta ceremonia donde el riesgo pasó a mejor vida como mi moño.
viernes, 5 de mayo de 2023
¡Bienvenido, Mr. Marshall! y el chorrito epiléptico
Como
lector o espectador, también cultivo esa fidelidad y conozco cada esquina de
los pueblos berlanguianos. He vuelto a visitarlos en reiteradas ocasiones y ya
he podido disertar, ante un sorprendido auditorio académico, sobre la fuente
del chorrito epiléptico a la que se pretendía «dar visibilidad» con acompasados
juegos de luces: «Unas veces saldrá el chorrito azul, otras verde, otras
colorado…». Habría votado a favor de la propuesta de física recreativa, la del
médico interpretado por Félix Fernández, pero el alcalde que nos debe todavía
una explicación no estaba acostumbrado a someter sus decisiones a las reglas de
la democracia. Y cada vez que veo la película compruebo que se impone el tópico
andalucista. Aflora con la insistencia de la españolada cuando se arrincona la
tan singular como inútil extravagancia del chorrito. Lo curioso es que, además,
el disfraz del pueblo también resulta inútil. Los norteamericanos pasan de
largo. No me vale el reconfortante desenlace, propio de un regeneracionismo
capaz de aunar desde falangistas hasta comunistas porque es un ideal sin
contraste con la realidad. El pueblo tal vez salga fortalecido gracias a la
lección recibida. Se mostrará digno en la temporal derrota; sin fisuras y
confiado en sus propios medios para vislumbrar un futuro próspero donde la
felicidad sea tangible. ¿Llegará algún día? Tardó mucho en esa España del
interior y, mientras tanto, además de carecer de tren, tractores, vacas y
algunos sueños inconfesables, su destartalada plaza se quedó sin un chorrito
juguetón. Y la singularidad del pobre, aparte de ser reconfortante, admira más
que la del rico. El señorito Edgardo de Enrique Jardiel Poncela elige algo tan
lógico como una confortable manera de viajar, mientras que en Villar del Río el
sin par chorrito habría admirado como si fuera una catarata.
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
miércoles, 3 de mayo de 2023
Don Camilo y Peppone en La sonrisa del inútil
El viaje por los pueblos de la ficción que han quedado alojados en mi memoria protagonizó el primer capítulo de La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (2008). Los billetes para el mismo resultan económicos y, a pesar de que en las décadas de los sesenta y setenta cualquier lujo quedaba lejos de mi alcance, pude desplazarme al extranjero para visitar algunos de esos entrañables lugares donde todo parece diáfano gracias al tratamiento de la ficticio.
Uno de esos pueblos fue el comandado, en régimen de eterna rivalidad, por el párroco Don Camilo y el alcalde Peppone. Lo conocí gracias a las novelas de Giovanni Guareschi, por entonces muy populares, y muchos años después lo reconocí en las películas que llevaron al cine con gran éxito a estos dos cascarrabias testarudos. Ambos se admiraban mutuamente mientras andaban a la gresca por hacerse con la feligresía, la religiosa y la laica. Los respectivos semblantes ceñudos nunca iban más lejos de ser un motivo para la sonrisa del lector o el espectador.
La simple posibilidad de que ambas feligresías pudieran dialogar o convivir sin miedo a la represión me parecía fascinante en unos años donde, en España, todavía andábamos lejos de esa normalidad que es la base de la democracia. Os dejo un párrafo de lo escrito al respecto en La sonrisa del inútil:
Don
Camilo y Peppone formaban una unidad complementaria, como tantas otras parejas
de opuestos enfrascadas en una eterna disputa que, en el fondo, se basa en la
amistad y el mutuo reconocimiento. El eje de las historias era el párroco
siempre dispuesto a arremangarse la sotana para resolver a su manera cualquier
tipo de problema. Contaba con la ayuda de un Dios parlanchín que se mostraba
comprensivo y tolerante, aunque le reconvenía por los excesos propios de una
nobleza reconocida hasta por sus adversarios. Peppone era el eterno alcalde de
aires estalinistas. Fue caracterizado a menudo por el sonriente anticomunismo
de su creador. Impulsivo y algo brutote, también se mostraba noble y dispuesto
a pactar con su inseparable Don Camilo, al que había conocido en los tiempos de
una compartida militancia en las filas de la resistencia contra los nazis y los
fascistas. Desconozco si de verdad hubo curas partisanos o también en ese
aspecto fue Don Camilo una excepción, que le vendría bien a la iglesia italiana
a la hora de lavar su imagen democrática. En cualquier caso, y sin plantearme
preguntas propias de un colmillo retorcido por la experiencia, disfruté durante
la adolescencia con la lectura de sus peripecias salpicadas con humor. Giovanni
Guareschi las utilizaba para situar en un ámbito municipal -abarcable y
reconocible como una unidad adecuada para sus fábulas- cuestiones de una
actualidad que nos llegaba con el retraso habitual durante el franquismo. Era
una forma sencilla de abordar temas complejos y, en aquellos años donde todo lo
relacionado con la práctica de la libertad resultaba nuevo y atractivo, el
novelista italiano contó con numerosos lectores españoles que se sumaron a los
millones que tuvo en buena parte de Europa.
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
lunes, 1 de mayo de 2023
Crónicas de un pueblo en La sonrisa del inútil
Un
adolescente de principios de los años setenta tenía la oportunidad de visitar,
con la imaginación, unos pueblos cuyos referentes inexcusables eran el alcalde
y el cura, acompañados por el cabo de la Guardia Civil y el maestro. En un
plano inferior, y para completar una cohesionada estructura jerárquica, se
situaban otros tipos que aparecían en series de televisión tan representativas
de la época como Crónicas de un pueblo (1971-1974): el alguacil, el
cartero, la boticaria… Incluso el forastero, cuya misteriosa ambigüedad podía
socavar el orden y la tranquilidad de Puebla Nueva del Rey Sancho. Los domingos
por la noche, en horario de máxima audiencia y sin competencia con otras
cadenas, varios millones de españoles veíamos la plasmación de una idea original
del almirante Carrero Blanco, tan desconocido por la mayoría como si se tratara
del guionista. Muchos supimos de él cuando voló por los aires de una calle
madrileña, pero pocos años antes y con la mentalidad de cabo furriel que
proliferaba entre los jerarcas franquistas ordenó a TVE la creación de un
programa que divulgara los textos de las Leyes Fundamentales del Reino (Fuero
de los Españoles, Fuero del Trabajo, Principios del Movimiento Nacional…). Eran
tiempos de ordeno y mando con Adolfo Suárez al frente de un equipo que actuó
con disciplina y hasta entusiasmo. La consecuencia fue la aparición de una
serie centrada en un pueblo que se pretendía representativo de la España de
entonces. En Puebla Nueva del Rey Sancho surgían algunos problemas, a menudo
derivados del choque entre unos vecinos reacios al progreso tecnológico y
social y una realidad cambiante que convenía amoldar al orden establecido.
Todos sabíamos que había solución, pues la respuesta estaba prevista en «los
fueros».
La
palabra mágica -parecía de otra época y nadie de nuestro entorno la utilizaba-
era pronunciada por el depositario de la sabiduría del municipio: el maestro.
Recuerdo aquellos desenlaces que lo dejaban todo bien explicado gracias a las
dotes pedagógicas del personaje interpretado por Emilio Rodríguez, siempre
bonachón y dispuesto a charlas con el alcalde o el cura por las calles del
pueblo para ocuparse de la defensa del bien común. Aquellas fuerzas vivas eran
tan responsables como inamovibles. Parecían encontrarse allí desde la noche de
los tiempos y, por supuesto, con una voluntad de permanencia que también
estaría en los fueros. Años después supe que entre los guionistas figuraba un
desconocido: Juan Alarcón Benito, que ejercía como subjefe provincial del
Movimiento en Ávila y se convertiría en el prolífico autor de una Editorial
Andina que no le sacó del anonimato. El citado guionista, junto con otros que
participaron en la serie, era el encargado de introducir las píldoras políticas
e ideológicas en una serie cuya intencionalidad queda al margen de cualquier
duda. Dudo, no obstante, que los resultados se correspondieran con las
intenciones. No solo porque el cambio de régimen viniera poco después, sino
porque el probable y relativo error del almirante fue propagar lo que había
sido mantenido en silencio. Y por eso, entre otras razones, duró tanto.