EL
DOLOR ROJO
(Del
concurso de crónica de La Libertad)
La
Libertad, 15-11-1931
A lo largo de algunas
vidas ejemplares fluye el dolor sin interrupciones como una corriente paralela.
Ninguna circunstancia, favorable o adversa, desviará su cauce; ningún poder
cegará su curso. Es el compañero invariable que comparte todas las jornadas y
fecunda todos los caminos con sus aguas amargas.
Así en la vida de Lenin.
El dolor es su escolta permanente, en la lucha como en el triunfo. Unido a la
revolución por vínculos de sangre, no dejaría perderse la trágica experiencia
que dejaba herida para siempre el alma de su madre y la suya propia, con la
pérdida de aquel hermano generoso que, por amor a las libertades del pueblo,
entregó su vida a las crueldades del zar. Y aficionado a obtener conclusiones
definitivas que le permitiesen operar con garantías de éxito en la empresa a
que dedicaba todas sus horas, archivó en su cerebro aquella sensación, dos
veces dolorosa, que él utilizaría después científicamente.
Entregado por completo a
la causa, no se reservó para sí ni las conmociones de su espíritu. Eran una
enseñanza y se le debían a aquella parte de la humanidad que tan caras pagaba
sus pobres rebeldías.
Sobrio y ardiente,
manejaba su inteligencia como el más formidable de los explosivos, seguro de
que en la ocasión precisa los oprimidos de la tierra secundarían su obra. No le
arredraron las dificultades, consideradas insuperables y destruidas, al fin,
por su labor tenaz. La certidumbre de arrastrar a las masas no dejaba lugar a
ninguna duda; solo la inquietud de acertar a interpretar «la hora» le hostigaba
a veces. Y sucedió como estaba previsto. El trabajo paciente del ruso,
desvelado en la noche letárgica del pueblo, dio su fruto rojo.
Comenzaba el triunfo de
la idea recta y clara de Vladimiro Illich y, sin entregarse a la embriaguez del
éxito, sobrio y ardiente, decretó la violencia.
Sin entregarse a la
embriaguez del éxito. Nada más opuesto a la explosión jubilosa del oprimido que
se sacude el yugo y se emborracha de ferocidad que este hombre dócil a su
inteligencia, sordo a su corazón, que operaba fríamente sobre el llagado cuerpo
social, extirpando, inalterable, cuanto pudiese constituir un foco que
reprodujese la enfermedad cuyo tratamiento le estaba encomendado. Sabía que el
peor enemigo de su obra era la piedad y se negó a sí mismo la menor concesión.
Amaba la inteligencia y
deseaba el concurso de los inteligentes; pero si ellos, más sensibles, se
apartaban estremecidos de su higiene cruel, los miraba alejarse en silencio,
sin separar su mano de la operación eliminatoria.
Si alguna vez le hirió a
traición un sentimiento desmandado, pronto su voluntad de hierro lo enfrenaba
enérgicamente; si en la muralla alzada ante su corazón la belleza creada por
los hombres abría un portillo, sigilosa, Lenin, firme y estoico, cegaba la
brecha con sus manos. Huyó de la música porque ahondaba demasiado en él; amaba
a los niños, y por legarles íntegro y consolidado el nuevo régimen social, se
apartaba de ellos serenamente.
La conciencia inflexible
del comunista no transigía con ninguna misericordia. Salvar al comunismo de las
amenazas de la reacción -porque se puede ser liberal hacia adelante siempre,
nunca regresando hacia fórmulas bárbaras y fuera de combate irremisiblemente-,
salvarlo para el futuro, costaba caro. Y él pagó el precio de su alma.
La aureola roja de Lenin
no se debe a un torvo fanatismo sectario. La proyectaba sobre su cabeza el
resplandor del fuego contenido en las entrañas de la humanidad.
Para que el porvenir
acogiese la risa alegre de las generaciones nuevas, fulminó sentencias que eran
prevenciones más que represalias.
Los gobernantes sensibles
que liman las revoluciones con el esmeril de la compasión no conocen el bárbaro
dolor de este hombre rudo y fino, tan penetrado del sentido humano de su obra,
tan seguro de la necesidad que el pueblo ingenuo y potente que salía de sus
manos tenía de su fortaleza, que no vaciló en sacrificarle lo mejor de la vida:
el propio corazón, voluntariamente olvidado hasta el momento mismo en que cesó
de latir.
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