Antoñita, mi madre, ha fallecido a los 98 años, cuando ya no le quedaba cerca nadie de su generación. Tocaba por la lógica del tiempo y solo cabe aceptarlo. Su vida ha resultado larga y fructífera. También previsible porque, siendo una adolescente de la posguerra, decidió festear con un frustrado maestro de la República, que tenía cinco años más que ella y era hijo de una familia de señoritos, pero iba con intenciones serias. Así se lo explicó al cabo del tiempo, cuando mi padre ya pudo entrar en casa de la novia, a mi abuelo Pepe, que había sido militante de la CNT, pero en cuestión de noviazgos no andaba con bromas.
Pepe y Antoñita se
casaron cuando todavía había mucha hambre en España y estaban delgados por
imperativo de los tiempos. Él había perdido una guerra junto con los soldados
de la «quinta del biberón», debió dejar atrás sus estudios de Magisterio por
culpa de los vencedores y, tras probar suerte como aprendiz de sastre, empezó a
salir adelante cuando entró a trabajar en el Banco de Vizcaya donde se
jubilaría. Ella, dedicada a sus labores porque apenas pudo pisar un aula,
completó el pluriempleo del marido dándole a la tricotosa y lo que fuera
necesario mientras criaba a tres hijos nacidos en 1947, 1951 y, de forma
imprevista, en 1958.
Pepe y Antoñita
estuvieron felizmente casados durante cincuenta años, hasta que el 16 de enero
de 1996 un maltrecho corazón falló a la hora de la merienda mientras mi padre leía,
como cada día, El País desde la cabecera hasta la última página. Unas
horas antes, me había encargado que comprara un regalo especial para mi madre.
El día 17 era su cumpleaños y llevaban cincuenta años juntos. Lo compré, pero
la celebración quedó truncada y ella nunca más quiso celebrar la festividad de San
Antonio, el del «porquet».
Desde entonces, Antoñita fue
una viuda que preservó sus recuerdos de niña de aquella guerra con todos los dramas
imaginables para la familia, una adolescente enamorada del único hombre que
conoció y una joven madre con la ilusión de criar al hijo que vio morir sesenta
años después. Las cicatrices de un padre fallecido en 1959, una madre que
siguió el mismo camino en 1975, un marido que no pudo celebrar las bodas de oro
y un hijo al que vio partir por culpa del cáncer fueron duras, pero nunca se
quejó.
Antoñita era de una
generación encallecida por la vida, pero también tuvo la satisfacción de criar
a tres hijos que hicieron realidad el empeño docente de su padre, así como ver
crecer a cinco nietos que la han querido y otros tantos bisnietos ya nacidos
cuando todo es, afortunadamente, diferente. Acabó como una verdadera matriarca.
Pepe, el marido, era el
encargado de hablar de las cuestiones importantes, pero ella, callada o en un
segundo plano, preservó la memoria de tantas experiencias que transmitió a su
familia con una precisión sorprendente hasta el último momento.
Ahora, cuando la lógica
de la muerte se ha hecho realidad como un descanso en búsqueda de los seres
perdidos, no cabe la tristeza de las lamentaciones. Mi madre ha vivido con una
plenitud impensable para quien vio morir a su hermanita en plena guerra por
culpa del hambre. Antoñita tuvo suerte, sacó adelante a su familia en compañía
de Pepe y, agradecidos, todos -hijos, nietos, yerno y nueras- le hemos devuelto
la ayuda durante estos últimos años donde decía estar sentada «en el banco de
la paciencia».
Sentado o de pie, apenas
importa, la recordaré junto con sus tres Pepes, Dolores y tanta gente que nos
ha ido dejando. Ignoro si andarán por los reinos celestiales o vete a saber
dónde, pero han quedado en mi memoria con su ejemplo, que intento compartir en
casa para que nadie olvide de dónde venimos. Así apreciaremos nuestro presente
gracias a tanto trabajo para salir adelante y, claro está, para contribuir desde
el anonimato a mejorar un país capaz de dejar atrás las niñas de la guerra, los
adolescentes con hambre y los matrimonios pluriempleados para criar a sus
hijos. Antoñita sufrió estas circunstancias antes de disfrutar de una vejez
tranquila y, mientras hacía punto durante horas, se alegraba de vernos libres
de aquello que la marcó sin provocarle jamás una palabra de rencor.
Nunca olvido que soy hijo de mis padres y, desde la memoria compartida con tanta gente, procuro que mi familia se sienta orgullosa de saberse parte de una cadena donde los destinos individuales se entrecruzan con los colectivos. Al final, con la ayuda de gente anónima como Antoñita, prevalecerá el respeto de quienes deseamos convivir sin perder la sonrisa. Mientras tanto, seguiremos juntos con Pepe y Antoñita en el espacio de la memoria:
https://www.youtube.com/watch?v=fe8OB3xekVI