Los militares sublevados
el 18 de julio de 1936 pronto fueron conscientes de los excesos cometidos en
las tareas de represión durante los primeros meses de la guerra. La violencia
extrema estaba prevista en las directrices establecidas por el general Mola para el golpe de Estado,
pero su continuidad más allá de los primeros meses podía resultar perjudicial para los propios ejecutores por
las repercusiones internacionales e, incluso, quebrantar la unidad de los
sectores partidarios de la sublevación encabezada por el general Franco.
Una de las medidas
adoptadas para evitar, en cierta medida, la falta de un criterio uniforme en las ejecuciones tras la
celebración de los consejos de guerra fue someterlas a la consideración del
Caudillo. Tras una sentencia a muerte, la misma pasaba al auditor de guerra.
Una vez ratificada, el citado paralizaba su ejecución hasta recibir «el
enterado» de Su Excelencia o la conmutación por una condena a treinta años, que
era la inmediatamente inferior.
La espera era
desesperante para los condenados, que permanecían en la cárcel ajenos durante semanas o
meses a la suerte que había corrido su sentencia una vez llegada a manos del
general Franco. Mucho se ha escrito sobre este macabro ritual por el que, sin mayores
problemas de conciencia y con una tranquilidad propia de tareas burocráticas,
el omnipotente Caudillo hacía dos montones con las sentencias: uno para los que
iban a ser ejecutados y otro para los que recibirían la conmutación de su pena
por la de treinta años.
El general Franco rivalizaba en poderes con la divinidad y nunca
firmaba estos documentos. Tan solo separaba los dos montones a la espera de que sus ayudantes
procedieran en consecuencia comunicando la suerte de los procesados a los
auditores. Todos sabían que la decisión correspondía a Su Excelencia, pero
nunca consta la firma del mismo y a veces ni siquiera se le cita expresamente en la documentación conservada. La discreción de quien, de hecho, decidió
acerca de decenas de miles de sentencias a muerte fue total y ningún
historiador ha localizado, que me conste, un documento donde la firma del
Caudillo supusiera un destino en el paredón. Solo consta «el enterado», que es
un eufemismo propio de la mentalidad de una dictadura hecha a imagen y
semejanza del dictador.
Estos documentos apenas
han sido divulgados y pocos historiadores los han visto. Al comentarlos con
otros colegas y enseñarles los correspondientes sumarios, la sorpresa ha
coexistido con el estupor ante el procedimiento por el que unos procesados
seguían vivos y otros acababan frente a un pelotón. Conviene, pues, dar a
conocer esta evidencia documental. Como ejemplos relacionados con los
periodistas y escritores, reproduzco a continuación el enterado por el que
Javier Bueno fue fusilado y el de Santiago de la Cruz, que consiguió salvar la
vida mientras permanecía en la cárcel.
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