La masificación de la
población reclusa que debía ser sometida a sumarísimos de urgencia durante los
meses posteriores a la finalización de la guerra, al menos en su fase de
enfrentamientos bélicos, es una clave de las disposiciones en el ordenamiento
jurídico puesto a disposición de la represión. La creación en Madrid, mediante el Decreto 55 ya
citado en anteriores entradas, de ocho consejos de guerra permanentes es un
ejemplo.
El
objetivo era simplificar los procedimientos e intentar detraer para los mismos
el menor número posible de oficiales en activo, Las decenas de miles de
sumarísimos de urgencia no debían acarrear otros tantos nombramientos de
tribunales para sentenciarlos. La solución fue la creación de estos órganos, circunscritos
a las plazas donde la masificación era un grave problema, para que en los
mismos desembocaran los sumarios instruidos por los juzgados militares.
La
denominación de nuevo puede inducir al error. Tal vez habría sido más exacto
hablar de tribunales permanentes, pero esta posibilidad iría en contra de una evidencia:
la composición de estos tribunales distaba de ser permanente. Algunos miembros
repiten, pero otros varían sin necesidad de proceder a los correspondientes
nombramientos por parte del auditor, que en estos procedimientos es la clave de
bóveda y actúa en sustitución del capitán general de la región militar donde
tiene lugar el sumarísimo de urgencia. Al menos, los nombramientos no constan
en los sumarios conservados en los archivos militares donde he trabajado.
La
consulta de las hojas de servicios de los oficiales que participaron en estos
tribunales podría aclarar la circunstancia arriba indicada. Tal vez todo se
redujera a una adscripción temporal al Cuerpo Jurídico sin necesidad de
especificar el órgano concreto del mismo. Así sucede en otros destinos ya
analizados, aunque de menor rango. En cualquier caso, debemos recordar la
existencia de un marco histórico donde la falta de garantías jurídicas para los
procesados coexistía con la ausencia de controles en los nombramientos y las
propias actuaciones judiciales. Nadie, ante un tribunal de aquellos,
preguntaría por los nombramientos de sus miembros, aunque no existieran o
fueran realizados al margen de lo establecido en el CJM de 1890.
Una
tarea pendiente es la tipología de los oficiales que intervinieron en estos
tribunales. El objetivo explícito es que fueran los menos posibles para no
detraer un número significativo entre los que se encontraban en activo. Esta
circunstancia presupone la conveniencia de que fueran veteranos con una
participación secundaria o irrelevante durante la guerra. Todavía partimos del
análisis de un escaso número de casos, pero cabe avanzar la hipótesis de una
preferencia por aquellos oficiales que no hubieran destacado en acciones de
guerra y hasta permanecieran más o menos emboscados durante la misma.
El
objetivo, si se confirmara esta hipótesis con un significativo número de casos,
sería establecer una especie de pacto de sangre. Unos oficiales, por su
decisiva intervención en los frentes de guerra, ya lo habían firmado y otros
debían suscribirlo mediante su participación en unos tribunales que mandaron a
cincuenta mil personas al paredón. Un colectivo que ha provocado semejante
represión busca la solidaridad de todos sus miembros y la garantía de su futuro
silencio. Ambos objetivos pasan por un pacto de sangre como el esbozado y un
posterior trato clientelar.
Al
margen de la posible demostración de esta hipótesis, esbozada en algunos
estudios, la avalancha de sumarísimos de urgencia durante los años 1939 y 1940
se percibe en el caos de numerosas actuaciones judiciales. Los casos analizados
en mis libros abundan en ejemplos. Varias entradas de este blog están dedicadas
a las irregularidades detectadas en el sumario 21001 de Miguel Hernández, pero
la circunstancia se repite en otros muchos donde, al final, el investigador acepta
la posibilidad de cualquier atentado a la lógica procesal.
Los
empeños imposibles derivan, inevitablemente, en la falsedad de sus resultados.
Tal y como señala Julius Ruiz en coherencia con otros historiadores, el régimen
franquista carecía de los recursos necesarios para castigar a tanta gente. De
hecho, y a partir de 1942 más o menos, empezó a adoptar medidas para aliviar la
masificación en las cárceles y los juzgados militares. Algunos las interpretan
en una clave internacional y las vinculan con el inicio del declive del Eje en
la II Guerra Mundial. La hipótesis es plausible, pero resulta contradictoria
con la continuidad de la apuesta del franquismo por la cooperación con Alemania y, en menor medida, Italia.
Otros
historiadores acuden a una evidencia: la extrema pobreza de un país devastado
tras la guerra y aislado en una autarquía que se alargaría hasta bien entrada
la década de los cincuenta. En ese marco económico, el mantenimiento de una enorme
población reclusa en edad activa suponía un dispendio inasumible, aunque las
condiciones higiénicas y alimentarias de las cárceles fueran precarias.
Sin
obviar las dos hipótesis esbozadas, considero que la tarea fundamental del
sistema represivo ya estaba realizada a la altura de 1942. El terror paraliza
y, como es obvio, la brutalidad de la represión ejercida durante los tres años
posteriores al final de la guerra paralizó a la mayoría de quienes podían
oponerse al régimen. La resistencia armada perduró, pero cada vez más aislada y
como fruto de una desesperación sin apenas alternativas. Una variante de «la
doctrina del schock» mediante el terror, con apariencia judicial, funcionó y
había llegado el momento de la «redención», cuya supuesta labor de integración
pasaba por la renuncia a su pasado de los beneficiarios de la misma
La
amplia bibliografía sobre el tema, de la que abajo doy una muestra, invita a
reflexionar sobre estas circunstancias con la ayuda de investigaciones que
desvelen lo sucedido en nuevos casos concretos. El objetivo lo comparto mediante
la elaboración de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas
y escritores. Mientras tanto, cabe plantear una pregunta. Si el régimen carecía
de los medios económicos, personales y burocráticos para castigar a tanta
gente, ¿qué hizo en realidad durante el período 1939-1942?
Algunos
apuntan la existencia de una farsa jurídica, de la justicia al revés -como
reconociera Ramón Serrano Suñer- y de un espíritu de venganza o aniquilamiento
que encontró un marco en la jurisdicción militar. Los argumentos a favor de
estas interpretaciones abundan. Sin embargo, tras más de diez años estudiando
sumarios, mi impresión concuerda con una España que todavía estaba en guerra,
incluso de manera oficial.
Los
sumarísimos de urgencia, en su mayoría, desempeñan una función similar a la de
un arma. Lo sentenciado no eran los hechos de los procesados, sino la
identidad de los mismos porque estamos ante un «derecho de autor», un concepto
que desarrollo en mis libros a partir de lo expuesto en varias aportaciones
bibliográficas. Y esa identidad es la de un enemigo, justo cuando,
oficialmente, en España está declarado el estado de guerra. Los oficiales de un
ejército ante unos enemigos, desarmados, en tiempo de guerra. A partir de esta
evidencia, las irregularidades derivadas del caos por la masificación no son
propias de un ineficaz sistema represivo, sino de la verdadera finalidad del
mismo.
Pd.
Estas reflexiones finales forman parte de mi aportación al volumen colectivo Tras
la máscara. Mecanismos de represión durante la dictadura franquista,
coordinado por los profesores Sergio Calvo Romero y Ana Asión Suñer. Su
publicación está prevista para los inicios de 2025.
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