lunes, 28 de agosto de 2023

La fiel infantería, de Rafael García Serrano


 

Un día, por casualidad, descubrí en la biblioteca del C.I.R. 16 un volumen que me llamó la atención: La fiel infantería (1943), de Rafael García Serrano. Yo había sido alumno de Julio Rodríguez Puértolas en un curso sobre literatura fascista que impartió en la Universidad de Alicante y sabía, por lo tanto, de aquel novelista y periodista cuyo encendido falangismo todavía bramaba en las páginas de El Alcázar durante la Transición. La edición depositada en la biblioteca era de 1973, la cuarta de una novela que fue censurada y prohibida poco después de su publicación. Lo cuenta con lujo de detalle el propio autor en un «Aviso a la clientela» que puede sorprender a los desconocedores de las batallas internas que se produjeron entre los vencedores. El falangismo bronco y exaltado de Rafael García Serrano tropezó con la Iglesia, capaz de bendecir y alentar una cruzada en la que participó sin reparos, pero temerosa de que un joven novelista dispuesto a «fecundar la Patria a tiros» (p. 5) utilizara «expresiones indecorosas y obscenas» en «los pasajes de lujuria» y osara hablar de «las malas mujeres». Según Enrique Pla y Deniel, arzobispo de Toledo y primado de las Españas, «esta novela resulta muy nociva para la juventud, debilitando su fe, su piedad y la moralidad de costumbres». Su denuncia se transformó en una prohibición y aquella obra, que había obtenido en 1943 el Premio Nacional de Literatura José Antonio Primo de Rivera, estuvo retirada de la circulación desde enero de 1944 hasta la primavera de 1958. El autor asume su destino de falangista irredento: «Tengo que pagar mis lealtades» (p. 11), incompatibles con la prosa untuosa de primados y arzobispos que recién salidos de un genocidio se escandalizaban ante unos exaltados jóvenes que habían protagonizado la cruzada sin renunciar al «bajo vientre». Y es que, en cuestión de metáforas, Rafael García Serrano nunca fue un modelo de exquisitez. Tampoco cuando, dispuesto a seguir pagando sus lealtades en tiempos del tardofranquismo, se mostraba así de escatológico y contundente: «Cada vez que me he bajado los pantalones para hacer del cuerpo me he sentido muy satisfecho dedicando mis miserias a la democracia y el liberalismo, y ahora que suelo andar ligero, no voy a desaprovechar la ocasión» (p. XXXIV). Vale.

No disfruté con aquella lectura de una prosa donde se percibían los brochazos propios de una exaltación que nunca he soportado. Años después, y en el mismo bando, descubrí autores interesantes como Agustín de Foxá, lo suficientemente cínico e inteligente como para salvarse de la propaganda de la posguerra que tantos títulos dignos del olvido nos dejó. Rafael García Serrano, por el contrario, era sincero hasta el punto de parecer un bravucón. Dejé su novela en la correspondiente estantería. Algún brigada la habría comprado sin saber que era una obra de ficción, tal vez confundido por el título. Y supongo que allí permanecerá olvidada, como tantos ejemplos de una España gritona que podía seguir encontrando más allá de las paredes de una biblioteca ignorada por casi todos.

Cada mañana, con los correspondientes toques de cometa y los primeros gritos, recordaba que formaba parte de «la fiel infantería» que, en 1981, también estuvo dispuesta a pagar sus lealtades, aunque sin la unanimidad que nos habría devuelto a la dictadura. Había, no obstante, una notable diferencia: muchos soldados de aquella «quinta del porro» formábamos un cuerpo extraño, poco propicio para la exaltación y el heroísmo. Puestos a desfilar, nunca habríamos aparecido en una película de Leni Riefenstahl. Ni siquiera hubiéramos justificado con nuestra marcialidad el desbordamiento retórico de una locución como la del NO-DO. Zumbones y horteras, porreros y pasotas…, aquella tropa se asemejaba a la recordada con estupor por el conde de Romanones, aunque algunos percibíamos que la suerte podía cambiar con unas órdenes, el miedo y la ruptura de un «hilo» cuyo escaso grosor, aislados en aquel campamento, desconocíamos para nuestra fortuna.

 Nota:

Texto extraído del capítulo «La foto de soldado que no buscaré», incluido en el volumen La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2007).

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

http://hdl.handle.net/10045/136663

sábado, 26 de agosto de 2023

De garita en garita al ritmo de Los chunguitos


 

Un abstemio entre chunguitos

Soy abstemio sin voluntad de predicar con el ejemplo y jamás he fumado. Tampoco aquel hachís que en 1981 circulaba por todos los rincones del campamento de Camposoto (Cádiz), hasta el punto de que bastantes soldados hacían las guardias armados y en una especie de nirvana al ritmo de Bob Marley. Eran los pacíficos, capaces de sonreír en las más insólitas situaciones. Otros resultaban más pendencieros, pues el suyo ni siquiera era el aturdimiento narcótico de algunos ojerosos donde se mezclaba un Rimbaud, que desconocían, con los profetas del rock duro y atronador, que tuve la desgracia de conocer a la fuerza. Algo peor; esos «broncas» se emborrachaban en apenas unos minutos a los sones de Los Chunguitos y fumaban porros «deprisa, deprisa», como los marginales protagonistas de la película que rodara por entonces Carlos Saura, intentando emular a Eloy de la Iglesia en su versión de lo iniciado por José Antonio de la Loma. Algunos, los menos, hasta miraban la bayoneta como un pincho más y esperaban la soledad de la más recóndita garita. Convenía ser precavido con unos tipos armados e imprevisibles, incluso mantener las distancias en ciertos momentos de la guardia, pero también los envidiaba porque zascandileaban en otro mundo y, al mismo tiempo, daban la impresión de ser los dueños del cotarro. En aquel campamento andaluz parecían haberse reunido todos los chunguitos del mundo para mi desesperación de individuo racional y frío, pendiente de una brújula cuyo norte había desaparecido en medio de un caos de gritos, consignas, putadas y locuras.

Texto extraído del capítulo «La foto del soldado que no buscaré», incluido en el volumen La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2007).

El citado libro se puede adquirir en:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

El preprint del citado ensayo se puede consultar en:

http://hdl.handle.net/10045/136663

viernes, 25 de agosto de 2023

Soldado de reemplazo en tiempos golpistas


 

Garitas y semovientes

Aquellas vacas estaban militarizadas, pero su impasibilidad me indicaba que no albergarían motivos de inquietud. Al menos, mientras con la más absoluta tranquilidad dormían o rumiaban. Estas plácidas tareas marcaban una rutina diaria en la que, de repente, se introdujo la figura de un tipo vestido de uniforme verde oliva, con un cetme al hombro y que, cada dos horas, daba el relevo a otro del mismo aspecto dispuesto a observarlas por vete a saber qué razón. Las vacas estaban acostumbradas a la compañía de los soldados que las cuidaban en el único lugar del campamento donde nada se hacía «a la carrera», pero ellas, tan pacíficas, rumiantes y ajenas a los avatares de la milicia, nunca se habían sentido vigiladas durante las silenciosas noches. Algo sucedía.

Apenas había comenzado el verano de 1981, me encontraba destinado como soldado en el Centro de Instrucción de Reclutas n.º 16 y, tras el fallido golpe de Estado del 23 de febrero, parecíamos abonados al tremendismo. Circuló por entonces el rumor o el aviso de que un comando etarra merodeaba por aquella zona cercana a San Fernando (Cádiz) donde vivían más militares que civiles. Nadie se tomaba a broma estas noticias en una época cuya desquiciada rutina registraba varios atentados al mes. Las hemerotecas a veces producen un espanto retrospectivo, superior incluso al experimentado cuando vivimos los hechos ahora rememorados. Acabo de comprobar que 1980 ha pasado a la Historia como el año récord de crímenes cometidos por los terroristas vascos. El siguiente, el de mi servicio militar, llevaba el mismo camino con su decisiva contribución al «ruido de sables», tan poco necesitado de motivos añadidos a los de un colectivo de difícil encaje en la vida democrática. Los nervios estaban a flor de piel y los mandos del campamento, casi siempre indolentes, sintieron durante aquellos días un acceso capaz de llevarlos a la fiebre del protagonismo que todos temíamos.

Los rumores se dispararon enseguida gracias a Radio Macuto, cuyos partes hablaban de suspensión de permisos, prórrogas forzosas para los veteranos a punto de licenciarse sin haber completado los preceptivos quince meses y otras apocalípticas desgracias, que creíamos con la resignación de quien espera lo peor, por costumbre y experiencia donde no cabía la protesta. Entre las medidas efectivamente adoptadas ante la amenaza terrorista, destacaba una que escuchamos con pavor: el refuerzo de la guardia. El ejercicio de cálculo era sencillo. Ya salíamos a una noche sin dormir por cada tres y ahora solo podríamos acostarnos cada cuarenta y ocho horas. Menos mal que el verano gaditano todavía era una primavera alargada sin apenas bochorno y, por una extraña carambola, siempre me tocó durante esas fechas la guardia en la vaquería situada en el más recóndito lugar del campamento.

Una imprevista especialización, pues jamás había estado en una granja, lo desconocía todo acerca de aquellas hembras ubérrimas y todavía no había leído la historia de María Emilia, la vaca que se enamoró de uno de Hacienda según el relato de Edgar Neville fechado a finales de los años veinte. Esa relación sentimental carecía de futuro porque la susodicha era descarada y contestona, rasgos que nunca llegué a apreciar en unos semovientes que parecían compartir el sentido de la disciplina del campamento. Las vacas permanecían tranquilas durante unas noches en las que ni siquiera se sacudían las moscas, nadie pasaba por allí a unas horas intempestivas para añorar su poco estimulante compañía y apenas recuerdo la «consigna específica» de aquel puesto de guardia. Varios soldados vigilaban los accesos al CIR y los renqueantes vehículos allí depositados, otros se situaban alrededor del polvorín con la bayoneta calada o estaban prestos para la defensa del cochambroso armamento utilizado por los reclutas, pero mi solitaria misión era observar las vacas sin hacer hincapié en algún peligro específico. Tal vez constituían un objetivo terrorista. Nadie me lo aclaró, pero la verdad es que tampoco me atreví a preguntarlo. Ni siquiera a los cabos que efectuaban los relevos. Agradecido por la tranquilidad de aquellas dos horas de guardia cuyo enemigo más temible era el sueño, cargaba con el cetme al hombro y me despedía de las vacas hasta la próxima. Nunca pensé que lo absurdo de un destino pudiera ser menos romántico. Tampoco cabía luchar contra él porque jamás he tenido madera de héroe dispuesto al sacrificio y sabía que era inexorable, pero no definitivo. Aquellas noches de sueño aplazado en compañía de las colegas de María Emilia engrosaron el anecdotario de un período donde todo parecía posible. Pocos meses después, una vez licenciado, se convirtieron en uno de los motivos de las pesadillas que me llevaban de nuevo al campamento. Y no precisamente para vigilar a unas vacas inmunes al desquiciamiento de la mili.

Lo absurdo forma parte de nuestra cotidianidad. Rara vez alcanza el relieve, un tanto dislocado, que le atribuyen quienes lo insertan en la ficción para provocar el humor o la reflexión filosófica. Su discreta presencia se manifiesta en detalles que nos pasan desapercibidos en medio de la rutina diaria. Se suele amparar en nuestras manías o empeño pendientes de justificación, en algunas decisiones adoptadas con criterio algo atrabiliario o en rituales que seguimos con la fe del converso. La observación distanciada y crítica de nuestro absurdo cotidiano puede depararnos una sonrisa y hasta una rectificación a tiempo, pero durante aquellos meses del servicio militar comprendí que la presencia de lo absurdo podía resultar abrumadora e inevitable.

Preparaba por entonces mi tesis doctoral sobre un dramaturgo y poeta de la Ilustración dieciochesca y leía, cuando podía, ensayos acerca de una Razón que jamás me pareció tan lejana o quimérica. Tras unas semanas iniciales de verdadero miedo -lo confieso- donde todo volvía a ser susceptible de castigo, comprendí que la clave para aguantar durante catorce meses no consistía en mi racionalidad civil, sino en la búsqueda de refugios que me protegieran de la mezcla de barbarie, tiranía y absurdo que reinaba en el campamento. Los encontré en ocasiones gracias a la amistad y la voluntad de no olvidarme de quien era, pero nunca dejé de considerarme víctima de un secuestro compartido con otros centenares de reclutas y soldados. La diaria contemplación de los objetores de conciencia en el calabozo era un recordatorio eficaz a la hora de remitir mis sentimientos al silencio de las noches de guardia. Y, como otros tantos, conseguí acomodarme al feroz y contagioso cretinismo de aquel ambiente. El objetivo era sobrevivir a la espera de la libertad -«la blanca», que llegó el 13 de febrero de 1982 tras catorce meses que nunca han vuelto a ser tan largos.

Nota: Texto extraído del capítulo «La foto de soldado que no buscaré» incluido en mi libro La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2007).

El citado libro se puede adquirir en:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

El preprint del ensayo se puede consultar en:

http://hdl.handle.net/10045/136663

jueves, 17 de agosto de 2023

Los menesteres de Manolo, el erótico enmascarado


 

Al grito de Desnudémonos sin pudor (1975), que nos llegaba desde Italia coincidiendo con la muerte del dictador, algunos espectadores se dieron cuenta de que llevábamos Cuarenta años sin sexo (1979) y se preocuparon. Había, pues, que ir En busca del polvo perdido (1982) porque, ya desde 1968, sabíamos que No somos de piedra gracias a Manuel Summers. Una de las opciones consistía en seguir las peculiares tácticas de El erótico enmascarado (1980). Su protagonista, Manolo (Fernando Esteso), era un profesor con el habitual pasado como actor pornográfico. En su currículo incluiría unas elevadas prestaciones, imprescindibles para participar en reuniones tan agotadoras como una Bacanal de ninfómanas (1982) o una Orgía de ninfómanas (1980). También son necesarias para no dar el inoportuno gatillazo en unas Bacanales en directo (1979). Asimismo, Manolo haría constar su demostrada capacidad de adaptación a los tiempos de los emperadores viciosos en unas Bacanales romanas, que tuvo dos partes y otras tantas versiones (1982 y 1985) rodadas en Cataluña con algunas de las últimas vedettes del Paralelo.

Cualquier entusiasmo erótico se agota, a pesar de tan estimulantes compañías. Hasta llega la impotencia, excusa argumental muy apañada para unos anónimos guionistas a la búsqueda de coartadas para la incitación (véase, con precaución, Un marido impotente, 1978). Había, pues, que curar a nuestro Manolo y aunque su novia -hija de un senador para incluir algún chascarrillo político en los diálogos-, lo consiguiera gracias a las infalibles armas de una mujer dispuesta a casarse y emprender una nueva vida, era probable la recaída con motivo de la Bacanal en el aniversario de boda (1974), donde se mostraba la timorata carne de la primera apertura y algún complejo de culpa, que por entonces se llevaba mucho entre unos mirones nada liberados.

Aquellos dramas mostraban pretensiones psicológicas combinadas con algún fugaz desnudo. Una mezcla capaz de empeorar la impotencia de Manolo hasta el punto de ser internado en una clínica. Allí tendría la fortuna de encontrar a La enfermera para todo (1978), siempre dispuesta y encarnada por una rubia Gloria Guida que se multiplicaba por entonces para ofrecernos sus indiscutibles encantos. Nuestro protagonista también podía verse envuelto en los problemas de un trío como el de La enfermera, el marica y el cachondo de don Pepino (1983), más llevaderos en cualquier caso que los protagonizados por El fascista, la beata y su hija desvirgada (1978), El fascista, doña Pura y el follón de la escultura (1982) o La ingenua, la lesbiana y el travestí (1982). Manolo se enfrentaría a la tentación de cometer Un adulterio a la española (1975), que por el bien de la patria nunca era culminado y debería ser Un adulterio decente (1969), como el imaginado por Enrique Jardiel Poncela sin conocer a una Carmen Sevilla que por entonces todavía era una tentación imposible, incluso para el insaciable Paco Rabal que lo lamenta en sus memorias. En el peor de los casos, lo del profesor impotente sería un Adulterio nacional (1982) en un país donde los exhibidores cinematográficos ampliaban nuestra educación histórica mostrándonos los Adulterios medievales (1971), ambientados en una remota Italia que siempre parecía renacentista y cuyos ecos de Pier Paolo Pasolini aquí quedaron reducidos a un Patxi Andión enseñando el culo como Arcipreste de Hita o similar (Libro de Buen Amor, 1974).

Manolo, El adúltero (1975), habría tenido Aventuras extraconyugales (1982). Tal vez en El apartamento de la tentación (1971) donde encontraría de nuevo a la inaccesible Carmen Sevilla que calentaba sin quemar, o en un lugar de título paradójico como La pensión del amor libre (1974) con Bellas, rubias y bronceadas (1981) enfermeras más dispuestas a culminar la faena. En la hipótesis de seguir decaído, acabaría Bajo las sábanas de la doctora (1976). Allí correría el peligro de coincidir con el inevitable Álvaro Vitali, que andaba haciendo cucamonas por todos los rincones de la cartelera. Cabe la posibilidad de que la comprensiva doctora intentara curar a Manolo gracias a la palabra en Las confesiones íntimas de una exhibicionista (1982) o el Diario íntimo de una ninfómana (1972), título que prestigiara para algunos la prolífica carrera de Jesús Franco, héroe de la cinematografía que dirigió nueve películas en un solo año (1982). Todo antes de entrar en los Desenfrenos carnales (1981) con Las danesas del placer (1975). Aquello, no obstante, podía convertirse en el Apocalipsis sexual (1981) si ella le dijera: Mírame con ojos pornográficos (1980), exhortación pronunciada con un acento mejicano que invita al tórrido melodrama. Peor sería una confesión preocupante como Mi sexo es pornografía pura (1985), un farol como Mi conejo es el mejor (1982) porque es El conejo caliente (1974) o que le hiciera esta comprometida petición: Muérdeme abajo, Drácula (1979), pues ya se sabe que Drácula chupa… (1979). Andaba por entonces el conde muy atareado en estos mordisqueos lascivo. Una posible escapatoria podría ser recordarle que Al doctor Jekill le gustan calientes (1981) como Edwige Fenech o que Manolo es El abominable hombre de la Costa del Sol (1969). Años después sería encarnado por un Alfredo Landa con imagen de varón chaparro y velludo, ideología rupestre y psicología limitada a los instintos. Todo un tipo dedicado a la búsqueda y captura de «las suecas». Manolo también podría pasar como Pepito Piscinas (1976), volcado en el mismo empeño con ojos saltones y manos siempre prestas.

No importa este grado de incertidumbre. Aunque la hormona se vista de seda (1971), el profesor impotente se vería ante Evaman, la máquina del amor (1980), una dudosa e implacable Hembra erótica (1976) capaz de recordarle las andanzas veraniegas con las Hembras salvajes en Ibiza (1980) y Las chicas del tanga (1984). Tan escueto que entre ellas se encontraba Las chicas de las bragas trasparentes (1980), menos culta que la criatura de Juan Marsé, que las llevaba por entonces de oro cuando otras hacían ostentación de sus Bragas calientes (1981) -un melodrama de conciencia calificado en una reseña como «unamuniano», a pesar del título- o sus Bragas húmedas (1984). Con estas hembras dignas de un anuncio de higiene íntima, Manolo habría ejercido el Derecho de muslada (1979) para igualar La insólita y gloriosa hazaña del Cipote de Archidona (1979). Fue glosada como hito nacional y popular por Camilo José Cela, que por entonces lucía una choferesa negra tan recordada como la Susana Estrada cuyo seno juguetón alegró la mirada de don Enrique, «el viejo profesor». Supongo que también la del ganador del concurso cuyo premio era una noche con la omnipresente Susana, que había sustituido a Elena Francis en las secciones de consultorios y consiguió que 631.875 espectadores acudieran a las clases prácticas impartidas en El maravilloso mundo del sexo. Los kamasutras de Susana Estrada (1978). Era un cine interactivo, pues la entrada daba opción a participar en dicho concurso.

Ninguna de estas circunstancias desalentaría a Manolo. Nuestro héroe podía coincidir en la doble programación de los locales de reestreno con Emanuelle negra (1975), mucho menos remilgada que la Silvia Kristel de Emanuelle II: la antivirgen (1975) y otras entregas de una serie demasiado francesa como para ser recordada con fruición. La exótica Laura Gemser era una Emanuelle viciosa (1976) que, antes de impartir Educación anal en Hollywood (1981) como otras ya decantadas por lo duro, estuvo en distintos lugares porque era una hembra muy viajada: Emanuel en América (1977) y Emanuel negra se va al oriente (1977), hasta emular a Phileas Fogg en títulos como Emanuel alrededor del mundo (1977). No paraba, aunque sin perder de vista las tareas propias de su inquieto sexo: Emanuelle en las noches porno del mundo (1977) que, como destacada especialista, le llevarían a un Extremo Oriente donde siempre se tomaban en serio lo de la fornicación (Emanuelle y el imperio de las pasiones, 1978), atreviéndose incluso a prácticas poco recomendables: Emanuelle y los últimos caníbales (1977), supongo que en África para completar el mapamundi de jadeos que los espectadores conocían sin salir de su cine de barrio. Después de tanto viaje y trajín con el consiguiente agotamiento, solo cabría decirle a esta Bella, valiente… y buena (1976) un Adiós, Emanuelle (1977) con el resoplido de quien. no lo olvidemos, según el guion de Mariano Ozores aspiraba a ser un profesor para dejar atrás su pasado en camas, bacanales y orgías. Lo suyo era, desde luego, vocacional en expectativa de destino.

 Nota: texto extraído del capítulo «Hubo un tiempo de chinos y minifaldas» del volumen La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2007).

El libro se puede adquirir en:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

El preprint del ensayo se puede consultar en:

http://hdl.handle.net/10045/136663

martes, 15 de agosto de 2023

Ignacio F. Iquino, de la santidad a la pornografía (sin manipulación)


El período final de Ignacio F. Iquino fue más sorprendente que el de Rafael Gil. También algo novelesco, al menos por su vertiente picaresca. Nos encontramos ante un singular personaje cuya trayectoria creativa, comercial e industrial está reclamando una biografía, de compleja elaboración por depender de una memoria oral a punto de extinguirse. Resultaría apasionante para quienes pensamos que la historia de nuestro cine revela a menudo un componente rocambolesco protagonizado por personajes insólitos. El director barcelonés fue un emprendedor capaz de montar su propia productora, estudios de rodaje incluidos, que con un sentido de la economía similar al del dómine Cabra culminaba la elaboración de un considerable número de películas. IFISA hizo todo lo imaginable en un cine del franquismo que alentó algunos subgéneros hoy olvidados. No obstante, llama la atención que el Ignacio F. Iquino respetado por películas como Brigada criminal (1950) y en sintonía con la ortodoxia franquista en títulos de inequívoco significado: El tambor del Bruch (1948), El Judas (1952), El niño de las monjas (1958), Trigo limpio (1962) y Aborto criminal (1973), desde 1961 se dedicara a las dobles versiones para el mercado extranjero y aprovechara la progresiva apertura de la censura para jalonarla con un erotismo que siempre había estado latente y ahora explotaba gracias a la moda del destape: Chicas de alquiler (1974), La zorrita en bikini (1976), Los violadores del amanecer (1977), Las que empiezan a los quince años (1978), ¿Podrías con cinco chicas a la vez? (1979), La caliente niña Julieta (1980) -el mayor éxito popular del cine S con una recaudación en taquilla de 98.449.949 pesetas-, Jóvenes amiguitas buscan placer (1981) o Esas chicas tan pu… (1982). Algunas de estas películas rodadas a un ritmo industrial y vendidas en lotes tuvieron un notable éxito en el conjunto de las clasificadas S, que ahogó la producción y la exhibición cinematográficas de aquellos años (quinientos veinticinco títulos censados durante el período 1978-19829).




Ignacio F. Iquino, en 1978, teorizaba acerca de la diferencia entre el erotismo y la pornografía: «La barrera está en la manipulación de los sexos. Puede verse lo que sea, pero cuando hay manipulación entramos en el porno. Yo nunca haré pornografía. Soy antiporno. Además, en España no tendrá éxito la pornografía porque los españoles somos cachondos, pero no somos unos puercos». Muchas otras declaraciones de este tipo han quedado en las hemerotecas, a la espera de ser analizadas por los porn studies de las universidades norteamericanas. Mientras tanto, no conviene cebarse en las palabras de quienes jamás pensaron ser escuchados en el futuro. Nadie, viendo aquellas películas sin manipulación, pero abundantes en carnes femeninas en el más desatado celo, pensaría en un anciano director que había rodado historias protagonizadas por santos, monjas y niños ejemplares, aunque nunca renunciara -ni siquiera en su última etapa- a una cínica moralina de aires rancios y carpetovetónicos. Otras producciones suyas se perdieron en las programaciones dobles de los cines de barrio, donde era posible ver las más insólitas combinaciones fruto de una época de desguace donde todo parecía amontonado, sin orden ni concierto a la espera de una relativa normalización que tardaría algunos años.

Nota:

Texto extraído del capítulo «Hubo un tiempo de chinos y minifaldas» incluido en La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2007).

El citado libro se puede adquirir en:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

El preprint del ensayo se puede consultar en:

http://hdl.handle.net/10045/136663

sábado, 12 de agosto de 2023

Las memorias del periodista Alfredo Cabanilles


 

La memoria y la mentira son dos conceptos indisolubles en los testimonios de numerosas víctimas. La consiguiente tergiversación de la realidad histórica, aquella verificable con unos mínimos de seguridad gracias a la consulta de fuentes documentales, supone una constante bien conocida por los historiadores. La obligación de los mismos es cuestionar esos testimonios al margen de la condena moral o ética. Lo fundamental es conocer las razones de la presencia de una mentira, una falsedad o un silencio consciente. Gracias a las mismas, también aprendemos sobre las conductas de los protagonistas, el papel de la memoria y, por supuesto, acerca de una historia siempre compleja y necesitada de acercamientos tan complementarios como contrapuestos.

La redacción de Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de Alicante, en prensa) me ha permitido comprobar numerosas mentiras en los testimonios de quienes fueron las víctimas de la represión franquista. La condición de víctima no debe presuponer la de héroe y, por supuesto, estos periodistas, escritores y dibujantes tuvieron motivos de sobra para mentir, sobre todo cuando se jugaban la vida en los consejos de guerra.

El problema es más peliagudo cuando nos referimos a los testimonios de estas mismas víctimas escritos varias décadas después, cuando el peligro estaba superado y el objetivo solía ser dejar constancia de una juventud o una madurez pasada en tiempos de represión. Las excusas en estos casos suelen estar justificadas, desde las dificultades para el acceso a la documentación en el momento de la escritura de esos testimonios hasta la ignorancia de cuestiones históricas que ahora cuentan con abundante bibliografía. También el olvido asociado a la vejez, que no siempre es el mejor momento para afrontar la escritura de las memorias. La negación de estas razones sería absurda, pero tampoco cabe descartar la mentira consciente, el olvido deliberado y, sobre todo, la voluntad de dejar un testimonio positivo de la trayectoria propia cuando el final es inminente.

La condena moral o ética es absurda en estos casos. No obstante, la labor del historiador pasa por confrontar la memoria de los testimonios con las fuentes documentales a la búsqueda de la veracidad o, lo igualmente frecuente, la tergiversación con una motivación de amplio espectro. La labor es tan compleja como ingrata, pues a veces los descendientes del protagonista muestran su malestar cuando la imagen del mismo, lejos de la idealización, revela aspectos tan complejos como indecorosos, que pasan por la mentira, la ocultación y la tergiversación del pasado.

En mi citado libro aparecerán algunos casos ejemplares encabezados por el de Regina García, pero hubo otros bastante notables. Uno es el del periodista Alfredo Cabanilles (1895-1979) que, cumplidos los ochenta años y en la España de la Transición, afrontó la escritura de sus memorias poco antes de fallecer. El objetivo de las mismas es pasar a la historia y hacerlo, claro está, con la imagen más positiva. El periodista, al fin y al cabo, es un nuevo ejemplo de lo ya anunciado en el siglo XVIII por Diego de Torres Villarroel. El salmantino sabía de su polémico pasado y, antes de que otros lo recordaran con resultado incierto, decidió afrontarlo para acomodarlo a sus propios intereses, que en buena medida pasaban por una inmortalidad donde lo negativo de la imagen personal quedara eclipsado o directamente ignorado.

Alfredo Cabanilles protagonizó como destacado periodista momentos graves y decisivos de la historia de España. Esta circunstancia es incompatible con un comportamiento rectilíneo cuya justificación atribuye exclusivamente a su profundo y desinteresado catolicismo. La realidad del mismo es innegable, pero esa condición también cabe extenderla a otras justificaciones a menudo obviadas por las memorias de Alfredo Cabanilles.

Si nos circunscribimos al período de la Guerra Civil y los posteriores consejos de guerra, el tema del citado libro en prensa, las afirmaciones de Alfredo Cabanilles cabe considerarlas como singulares en el mejor de los casos. El periodista asegura sin prueba alguna haber sido condenado a muerte por los franquistas, los comunistas y los anarquistas. Nunca sabemos ni cuándo ni cómo, pero se supone que tamaña persecución estaría relacionada con sus actividades como director de El Heraldo desde el inicio de la guerra hasta mediados de 1937, cuando decidió salir de España hacia un exilio nada voluntario, pues desde que estuviera en Marsella intentó infructuosamente incorporarse a la zona nacional.

Tampoco tiene sentido la afirmación de Alfredo Cabanilles acerca de un supuesto indulto recibido en 1964, cuando regresó a España tras casi tres décadas en Argentina. Los indultos de los sumarísimos relacionados con la Guerra Civil se dieron veinte años antes y, por supuesto, cuando se celebraban los XXV Años de Paz ya no había condenados por lo sucedido entre 1936 y 1939 que estuvieran pendientes de indultos desde la posguerra.

La relación de Alfredo Cabanilles con el general Ungría, responsable del SIM franquista al que denomina «hermano espiritual», no pasa por la visión idílica o caballerosa relatada en las memorias del periodista. Tampoco fueron excesivamente decorosas, a efectos de explicitarlas en unas memorias escritas durante la Transición, algunas de las actividades desarrolladas por el periodista en Buenos Aires, cuando a veces se convirtió en un defensor del Glorioso Movimiento Nacional.

Y, por último, sus actividades en el Madrid de la guerra están en una línea donde resulta complejo separar lo propio de una solidaridad cristiana con los perseguidos, la muchas veces evocada por el periodista, de lo no menos propio de la Quinta Columna, a la que tanto ayudó su denominado «hermano espiritual». El tema resulta polémico y, aunque Alfredo Cabanilles ocupa un lugar secundario en mi citado libro, lo he procurado afrontar de manera que la memoria deje paso a la historia.

En cualquier caso, lo recomendable es tomar los testimonios de los protagonistas con sumo cuidado y, en el caso de editarlos, someterlos a un escrutinio riguroso que pasa por el contraste de lo afirmado con las posibles pruebas al alcance del historiador. El objetivo no es la condena de la mentira o el olvido consciente, uno de los derechos de quienes hacen uso de la memoria, sino la comprensión de las posibles razones de su aparición en unos testimonios que, a menudo, derivan en la inevitable ficción sin la conciencia de la misma como articulación de la memoria para su transmisión. De hecho, las memorias de Alfredo Cabanilles se leen con interés gracias a la ficción, pero su presencia relativiza el valor histórico del testimonio.


miércoles, 9 de agosto de 2023

Fotos olvidadas de una Transición


 

Fotos de los años setenta, en blanco y negro todavía, con borde rizado y curvadas porque el papel utilizado para la impresión era tan malo como nuestras cámaras… Además, ninguno de nosotros pensaba dejarlas en un álbum. Nos parecía convencional, como cualquiera de las costumbres de nuestros padres. Preferíamos el caos de un cajón de sastre. Las imágenes de aquellas fotos quedaron un tanto desenfocadas porque fueron tomadas con prisas, al galope de unas experiencias donde siempre había algo nuevo y urgente. Al observarlas, comprobamos que dejamos constancia de aquellos momentos, pero con la abrumadora presencia de un fondo que empequeñece el rostro de los protagonistas, una mano sin brazo, una cabeza cortada, incluso parte de un dedo interpuesto en el objetivo. Son imágenes que suelen carecer de un eje capaz de aportarles armonía en su composición. No estábamos listos para tales exquisiteces burguesas.

Esas fotos dieron prueba de la exaltación de quienes se sabían protagonistas de un tiempo de cambio, pero su dimensión épica nos resulta poco creíble. Nosotros estábamos allí y, a pesar del entusiasmo con efectos contagiosos, conocimos el cuarto trasero de aquel proceso histórico, con sus correspondientes miserias propias de un realismo costumbrista. Siento orgullo al contemplar esos recuerdos de manifestaciones, concentraciones, recitales y demás eventos de una agenda repleta de la mejor voluntad. Me aburre la pretendida superioridad intelectual de quienes ahora hablan de esa época desde un escéptico desencanto, que suponen más elegante. Todavía me conmuevo al reencontrar unas fotos que me remiten a fechas marcadas en un calendario particular y, al mismo tiempo, compartido con la ilusión de una generación que se sentía protagonista. No obstante, ese sentimiento de orgullo lo expreso con la debida discreción porque aquellas fotos también me parecen conmovedoras y patéticas cuando pienso en un sinfín de circunstancias que quedaron fuera de campo.

Han pasado bastantes años. Tantos como para dudar de la memoria personal y tener que acudir al Archivo de la Democracia creado en la Universidad de Alicante. Allí contemplo ahora unas fotos de la transición justificadas en unas circunstancias pronto caducas para la mayoría, pero difíciles de asumir en público sin esbozar una sonrisa de disimulo, reflexionar sobre lo vivido con excesiva intensidad o cultivar la memoria con la lucidez autocrítica de un Antonio Muñoz Molina. La lectura de sus obras es un antídoto contra las trampas de la melancolía, que son muchas y eficaces cada vez que abrimos el álbum donde, al final, fueron a parar las imágenes personales que se salvaron para el recuerdo y el testimonio.

La circunstancia de observar ese álbum supone un derecho del que algunos fueron privados. No por causa de una vida que termina a destiempo, demasiado pronto, sino por una violencia fanática con nombres y apellidos. Esas mismas fotos también son parte de un pasado que varias víctimas no han podido contemplar con la debida perspectiva temporal. Pertenecemos a la generación de Yolanda González, asesinada por la extrema derecha el 2 de febrero de 1980 o los jóvenes del «caso Almería», cuyo viaje para asistir a una primera comunión en mayo de 1981 acabó en una cuneta sin mediar accidente alguno. Esas víctimas incorporaron sus nombres propios a una crónica negra cuya memoria parece haberse difuminado. Nadie ha creado una asociación que ayude a recordarlas. No son una excusa para multitudinarias manifestaciones de quienes honran a unos muertos y olvidan a otros. Ni siquiera se beneficiarán de una futura ley que les reconozca como tales víctimas, pues -supuestamente- ya vivíamos en democracia. En realidad, la íbamos construyendo en medio de la precariedad. Nuestro hilo vital era endeble porque sentíamos más cerca las amenazas que las defensas, aunque solo protagonizáramos situaciones de miedo o tensión que jamás merecieron titulares periodísticos. Cualquiera de aquellas fotos con pegatinas y banderas podía haber sido el prólogo de una violencia represiva. Estaba a la vuelta de la esquina, nos rozaba con una impunidad que ahora nos parecería insoportable. Cosas de la democracia, pues en aquellos años de indefinición podía resultar ingenuo confiar en jueces y policías.

Nota:

Texto extraído de La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2008), concretamente del capítulo «Hubo un tiempo de chinos y minifaldas», pp. 161-210.

El libro puede adquirirse en:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

El preprint puede consultarse en:

http://hdl.handle.net/10045/136663

domingo, 6 de agosto de 2023

El florido pensil, el olvido y la memoria


Texto extraído del capítulo de La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Universidad de Alicante, 2008) donde comento la obra de Andrés Sopeña y su primera adaptación teatral, al tiempo que rememoro mi experiencia en un instituto de Alicante entre 1967-1975. La foto, sacada de la colección de Alicante Vivo, corresponde a unos pocos años antes de la misma década. Algunos protagonistas no les llegué a conocer, nunca tuve un profesor con uniforme militar y, sobre todo, a finales de los sesenta ya aparecieron algunos docentes tan jóvenes como distintos:

El florido pensil es una continua y gozosa invitación a la risa, la basada en una experiencia común durante el franquismo que ha podido ser confrontada con la de muchos miles de espectadores. Otros, más jóvenes, se habrán reído al ver en escena las anécdotas tantas veces contadas por sus padres. El merecido éxito de Tanttaka debe ser motivo de felicitación para quienes abogamos por el ejercicio de una memoria crítica de nuestro pasado individual y colectivo. Pero la risa, incluso la propiciada con lucidez por Andrés Sopeña, tiene un límite que de vez en cuando debemos superar. También nosotros, no lo olvidemos, estamos en ese escenario que recrea una escuela del franquismo. Y alguna tara queda, incluso algo de envilecimiento que acaba aflorando en lo más insospechado, tras haber pasado por una experiencia que ahora nos depara risas en la misma medida que antes nos provocaba miedos. No los olvido, tampoco los nombres y los apellidos de quienes me los provocaron sin jamás pedir disculpas, como si fuera una obligación imposible de eludir. Hasta en el sistema más abyecto hay distintas maneras de comportarse. Ampararse siempre en el mismo es una forma de escurrir el bulto, favorecida por una memoria cuya actividad más constante es el olvido para, entre otras ventajas, dar paso a nuestras tendencias acomodaticias. Conviene controlarlas y no inventarse un pasado como el de un franquismo sin franquistas, en las escuelas o en cualquier otro lugar.

También en los institutos de principios de los años setenta, en cuyos claustros ya asomaban los primeros profesores contestarios. Los veíamos distintos, sobre todo en comparación con algunas venerables momias cuya jubilación se retrasaba tanto como la muerte del Caudillo. Llevaban décadas impartiendo su particular florido pensil, aunque no les dábamos un respetuoso tratamiento como a los don Alfredo, don José, don Emilio… de la escuela. En la secundaria recibían motes: La Faraona, Pajarito o Pardalet, El Garrapata, La Pata Chula… Fui uno de sus últimos alumnos, cuando andaban desquiciados por la edad, el agotamiento y la creciente contestación. Algunos conservaban los restos de una dignidad basada en la sabiduría. Se hacían respetar, pero otros se habían convertido en unos pobres diablos obligados a lidiar con los adolescentes. El resultado era un espanto docente, más risible en ocasiones que las imágenes de Amarcord donde aparecen el tormentoso profesor de alemán, el perfil imperial de la tetona profesora de matemáticas y el paciente catedrático de griego. Río hasta llorar al contemplarlas porque me recuerdan otras muchas que viví, a pesar de que ya estábamos en los setenta. He compartido esa risa con quienes también compartí la crueldad de los adolescentes siempre burlona. No me arrepiento y supongo que podríamos escribir otro florido pensil de la secundaria, pero resultaría demasiado desquiciado. Los estertores de una dictadura suelen ser patéticos. Aquellos profesores constituían un ejemplo y tampoco me gusta cebarme en quienes imagino ignorantes de que su tiempo estaba acabando. Eran demasiado viejos y comatosos. Mi rencor lo reservo para algunos de sus herederos, ajenos a cualquier asomo de sabiduría, incapaces de crear en torno a sí mismos un personaje digno de un buen mote e igual de insensibles ante una respuesta que imaginábamos en el viento. Si nunca se habían preguntado nada, ¿cómo iban a encontrarla en tan insólito lugar?

El citado libro se puede adquirir en:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

El preprint puede consultarse en:

http://hdl.handle.net/10045/136663

 

 

jueves, 3 de agosto de 2023

Felix Schlayer, diplomático en el Madrid rojo

 


Los testimonios de los protagonistas son fundamentales para la labor de los historiadores. Su rescate supone una prioridad, sobre todo cuando por diversas circunstancias han permanecido inaccesibles o en el olvido. En este sentido, cabe felicitarse por la edición de Diplomático en el Madrid rojo (Sevilla, Espuela de Plata, 2021), del alemán Felix Schlayer (1873-1950), que falleció en Madrid después de haber vivido en España durante décadas.

Los testimonios, al mismo tiempo, requieren un cuidadoso trato por parte de los historiadores, que sabemos de su posible parcialidad o, incluso, de una voluntad tergiversadora lindante con la propaganda. La ponderación en estos casos es un requisito para utilizar los testimonios, que deben ser contrastados con otros de diferentes protagonistas y, especialmente, con la documentación conservada acerca de las cuestiones abordadas. Si el historiador no realiza estas tareas y se hace eco del testimonio como si fuera «la verdad» puede acabar dando pábulo a un texto propagandístico cuya veracidad resulta discutible.

Veamos un detalle del libro de Felix Schlayer que hace saltar las alarmas de quienes estamos acostumbrados a leer mentiras o falsedades acerca de la Guerra Civil. Al hablar de los «paseos» en el Madrid del verano de 1936, cita haber visto un coche con sus víctimas cerca de un cementerio. Los milicianos, conscientes de ser observados, doblan la esquina del campo santo, «donde se encontraban a salvo de mi vista. Inmediatamente se oyeron disparos, al principio aislados y después más rápidos. Habían instado a las víctimas a correr para salvarse, después les hirieron con disparos aislados y cuando cayeron, las mataron con disparos de cerca. Más de veinte disparos recibieron los desdichados» (p. 58).

La negrita es mía e indica la circunstancia explícitamente reconocida por el testigo, quien sin ver la escena no duda a la hora de describirla. A partir de este detalle las alarmas se encienden y, desde luego, confirmamos la falsedad con que comienza el testimonio: «Este libro no sigue tendencia política alguna» (p. 29) y, por supuesto, su literalidad no cabe identificarla con «la verdad desnuda» (p. 30) a la que dice aspirar el diplomático alemán. Felix Schlayer es un partidario del general Franco y un anticomunista capaz de afirmar que no se encontraba ante una guerra civil, sino ante «una embravecida revolución bolchevique» (p. 71).

El problema no es que el solidario diplomático aporte erróneos datos electorales, exagerados para sustentar su posición (p. 38) o que facilite cifras acerca de la violencia republicana que contrastan con las aportadas por los investigadores (p. 60), sino que llega a lo insólito en detalles de fácil verificación: «Mi coche era el único que circulaba por las calles de Madrid» (p. 50). Las fotografías de aquel verano del 36 le desmienten, al igual que tantos otros testimonios acerca de los coches requisados o conducidos por sus propietarios.

Asimismo, lo inverosímil también está presente cuando testimonia acerca de lo sucedido en la embajada de Noruega bajo su mando. El diplomático habla de unas 65-80 personas refugiadas en cada uno de los doce pisos de un edificio donde habría unas 900 personas. El testimonio no indica los metros cuadrados de los pisos, pero meter a tanta gente en los mismos roza lo inverosímil, sobre todo cuando se trata de períodos largos y, además, se indica que había unas condiciones aceptables de higiene y sanidad.

Por otra parte, Felix Schlayer llevaba muchos años en España, conocería a los españoles y, sin embargo, cuando habla de los mismos utiliza unas generalidades propias de un efímero turista (p. 41). Las mismas se extienden a la práctica ausencia de nombres y datos concretos, que a veces podría estar justificada por una cuestión de seguridad o dificultad en el acceso a la información, pero que en la mayoría de las ocasiones solo impide una verificación por parte de los historiadores. Uno de los rasgos de los textos propagandísticos es su huida de lo concreto y verificable. El testimonio de Felix Schlayer es un buen ejemplo.

El clasismo es obvio en numerosos pasajes de Diplomático en el Madrid rojo y llega a explicitarse en frases cuya veracidad, a falta de pruebas, supone un misterio: «Muchachos de los recados de entre 18 y 20 años ejercían de jueces» (p. 101). Mi experiencia como investigador va en otro sentido, aunque es obvia la existencia del «terror rojo» y de numerosos atentados contra los derechos humanos en el Madrid de la Guerra Civil, especialmente durante los primeros meses.

En definitiva, los detalles señalados conducen el testimonio al campo de lo propagandístico, tan fértil por entonces. Como tal debe ser examinado y utilizado el interesante texto del diplomático, cuyo rescate está de sobra justificado, pero cuya edición habría requerido de un trabajo de confrontación con los datos verificados por los historiadores. El propio Javier Cervera, autor del prólogo y reconocido especialista en el tema, lo podría haber realizado para que los lectores no tuvieran la falsa sensación de estar ante un testimonio, sino la evidencia de encontrarse ante una obra propagandística igualmente respetable y digna de ser tenida en cuenta para conocer barbaridades como las cometidas en Paracuellos.