Fotos
de los años setenta, en blanco y negro todavía, con borde rizado y curvadas
porque el papel utilizado para la impresión era tan malo como nuestras cámaras…
Además, ninguno de nosotros pensaba dejarlas en un álbum. Nos parecía convencional,
como cualquiera de las costumbres de nuestros padres. Preferíamos el caos de un
cajón de sastre. Las imágenes de aquellas fotos quedaron un tanto desenfocadas
porque fueron tomadas con prisas, al galope de unas experiencias donde siempre
había algo nuevo y urgente. Al observarlas, comprobamos que dejamos constancia
de aquellos momentos, pero con la abrumadora presencia de un fondo que
empequeñece el rostro de los protagonistas, una mano sin brazo, una cabeza
cortada, incluso parte de un dedo interpuesto en el objetivo. Son imágenes que
suelen carecer de un eje capaz de aportarles armonía en su composición. No
estábamos listos para tales exquisiteces burguesas.
Esas
fotos dieron prueba de la exaltación de quienes se sabían protagonistas de un
tiempo de cambio, pero su dimensión épica nos resulta poco creíble. Nosotros
estábamos allí y, a pesar del entusiasmo con efectos contagiosos, conocimos el
cuarto trasero de aquel proceso histórico, con sus correspondientes miserias
propias de un realismo costumbrista. Siento orgullo al contemplar esos
recuerdos de manifestaciones, concentraciones, recitales y demás eventos de una
agenda repleta de la mejor voluntad. Me aburre la pretendida superioridad
intelectual de quienes ahora hablan de esa época desde un escéptico desencanto,
que suponen más elegante. Todavía me conmuevo al reencontrar unas fotos que me
remiten a fechas marcadas en un calendario particular y, al mismo tiempo,
compartido con la ilusión de una generación que se sentía protagonista. No obstante,
ese sentimiento de orgullo lo expreso con la debida discreción porque aquellas
fotos también me parecen conmovedoras y patéticas cuando pienso en un sinfín de
circunstancias que quedaron fuera de campo.
Han
pasado bastantes años. Tantos como para dudar de la memoria personal y tener
que acudir al Archivo de la Democracia creado en la Universidad de Alicante.
Allí contemplo ahora unas fotos de la transición justificadas en unas
circunstancias pronto caducas para la mayoría, pero difíciles de asumir en público
sin esbozar una sonrisa de disimulo, reflexionar sobre lo vivido con excesiva
intensidad o cultivar la memoria con la lucidez autocrítica de un Antonio Muñoz
Molina. La lectura de sus obras es un antídoto contra las trampas de la
melancolía, que son muchas y eficaces cada vez que abrimos el álbum donde, al
final, fueron a parar las imágenes personales que se salvaron para el recuerdo
y el testimonio.
La circunstancia de observar ese álbum supone un derecho del que algunos fueron privados. No por causa de una vida que termina a destiempo, demasiado pronto, sino por una violencia fanática con nombres y apellidos. Esas mismas fotos también son parte de un pasado que varias víctimas no han podido contemplar con la debida perspectiva temporal. Pertenecemos a la generación de Yolanda González, asesinada por la extrema derecha el 2 de febrero de 1980 o los jóvenes del «caso Almería», cuyo viaje para asistir a una primera comunión en mayo de 1981 acabó en una cuneta sin mediar accidente alguno. Esas víctimas incorporaron sus nombres propios a una crónica negra cuya memoria parece haberse difuminado. Nadie ha creado una asociación que ayude a recordarlas. No son una excusa para multitudinarias manifestaciones de quienes honran a unos muertos y olvidan a otros. Ni siquiera se beneficiarán de una futura ley que les reconozca como tales víctimas, pues -supuestamente- ya vivíamos en democracia. En realidad, la íbamos construyendo en medio de la precariedad. Nuestro hilo vital era endeble porque sentíamos más cerca las amenazas que las defensas, aunque solo protagonizáramos situaciones de miedo o tensión que jamás merecieron titulares periodísticos. Cualquiera de aquellas fotos con pegatinas y banderas podía haber sido el prólogo de una violencia represiva. Estaba a la vuelta de la esquina, nos rozaba con una impunidad que ahora nos parecería insoportable. Cosas de la democracia, pues en aquellos años de indefinición podía resultar ingenuo confiar en jueces y policías.
Nota:
Texto extraído de La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2008), concretamente del capítulo «Hubo un tiempo de chinos y minifaldas», pp. 161-210.
El libro puede adquirirse en:
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
El preprint puede consultarse en:
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