Un
día, por casualidad, descubrí en la biblioteca del C.I.R. 16 un volumen que me
llamó la atención: La fiel infantería (1943), de Rafael García Serrano.
Yo había sido alumno de Julio Rodríguez Puértolas en un curso sobre literatura
fascista que impartió en la Universidad de Alicante y sabía, por lo tanto, de
aquel novelista y periodista cuyo encendido falangismo todavía bramaba en las
páginas de El Alcázar durante la Transición. La edición depositada en la
biblioteca era de 1973, la cuarta de una novela que fue censurada y prohibida
poco después de su publicación. Lo cuenta con lujo de detalle el propio autor
en un «Aviso a la clientela» que puede sorprender a los desconocedores de las
batallas internas que se produjeron entre los vencedores. El falangismo bronco
y exaltado de Rafael García Serrano tropezó con la Iglesia, capaz de bendecir y
alentar una cruzada en la que participó sin reparos, pero temerosa de que un
joven novelista dispuesto a «fecundar la Patria a tiros» (p. 5) utilizara
«expresiones indecorosas y obscenas» en «los pasajes de lujuria» y osara hablar
de «las malas mujeres». Según Enrique Pla y Deniel, arzobispo de Toledo y
primado de las Españas, «esta novela resulta muy nociva para la juventud,
debilitando su fe, su piedad y la moralidad de costumbres». Su denuncia se
transformó en una prohibición y aquella obra, que había obtenido en 1943 el
Premio Nacional de Literatura José Antonio Primo de Rivera, estuvo retirada de
la circulación desde enero de 1944 hasta la primavera de 1958. El autor asume
su destino de falangista irredento: «Tengo que pagar mis lealtades» (p. 11),
incompatibles con la prosa untuosa de primados y arzobispos que recién salidos
de un genocidio se escandalizaban ante unos exaltados jóvenes que habían
protagonizado la cruzada sin renunciar al «bajo vientre». Y es que, en cuestión
de metáforas, Rafael García Serrano nunca fue un modelo de exquisitez. Tampoco
cuando, dispuesto a seguir pagando sus lealtades en tiempos del
tardofranquismo, se mostraba así de escatológico y contundente: «Cada vez que
me he bajado los pantalones para hacer del cuerpo me he sentido muy satisfecho
dedicando mis miserias a la democracia y el liberalismo, y ahora que suelo
andar ligero, no voy a desaprovechar la ocasión» (p. XXXIV). Vale.
No
disfruté con aquella lectura de una prosa donde se percibían los brochazos
propios de una exaltación que nunca he soportado. Años después, y en el mismo
bando, descubrí autores interesantes como Agustín de Foxá, lo suficientemente
cínico e inteligente como para salvarse de la propaganda de la posguerra que
tantos títulos dignos del olvido nos dejó. Rafael García Serrano, por el contrario,
era sincero hasta el punto de parecer un bravucón. Dejé su novela en la
correspondiente estantería. Algún brigada la habría comprado sin saber que era
una obra de ficción, tal vez confundido por el título. Y supongo que allí
permanecerá olvidada, como tantos ejemplos de una España gritona que podía
seguir encontrando más allá de las paredes de una biblioteca ignorada por casi
todos.
Cada
mañana, con los correspondientes toques de cometa y los primeros gritos,
recordaba que formaba parte de «la fiel infantería» que, en 1981, también
estuvo dispuesta a pagar sus lealtades, aunque sin la unanimidad que nos habría
devuelto a la dictadura. Había, no obstante, una notable diferencia: muchos
soldados de aquella «quinta del porro» formábamos un cuerpo extraño, poco
propicio para la exaltación y el heroísmo. Puestos a desfilar, nunca habríamos
aparecido en una película de Leni Riefenstahl. Ni siquiera hubiéramos
justificado con nuestra marcialidad el desbordamiento retórico de una locución
como la del NO-DO. Zumbones y horteras, porreros y pasotas…, aquella tropa se
asemejaba a la recordada con estupor por el conde de Romanones, aunque algunos
percibíamos que la suerte podía cambiar con unas órdenes, el miedo y la ruptura
de un «hilo» cuyo escaso grosor, aislados en aquel campamento, desconocíamos
para nuestra fortuna.
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