Los
testimonios de los protagonistas son fundamentales para la labor de los
historiadores. Su rescate supone una prioridad, sobre todo cuando por diversas
circunstancias han permanecido inaccesibles o en el olvido. En este sentido,
cabe felicitarse por la edición de Diplomático en el Madrid rojo (Sevilla,
Espuela de Plata, 2021), del alemán Felix Schlayer (1873-1950), que falleció en
Madrid después de haber vivido en España durante décadas.
Los
testimonios, al mismo tiempo, requieren un cuidadoso trato por parte de los
historiadores, que sabemos de su posible parcialidad o, incluso, de una
voluntad tergiversadora lindante con la propaganda. La ponderación en estos
casos es un requisito para utilizar los testimonios, que deben ser contrastados
con otros de diferentes protagonistas y, especialmente, con la documentación
conservada acerca de las cuestiones abordadas. Si el historiador no realiza
estas tareas y se hace eco del testimonio como si fuera «la verdad» puede
acabar dando pábulo a un texto propagandístico cuya veracidad resulta
discutible.
Veamos
un detalle del libro de Felix Schlayer que hace saltar las alarmas de quienes
estamos acostumbrados a leer mentiras o falsedades acerca de la Guerra Civil.
Al hablar de los «paseos» en el Madrid del verano de 1936, cita haber visto un
coche con sus víctimas cerca de un cementerio. Los milicianos, conscientes de
ser observados, doblan la esquina del campo santo, «donde se encontraban a
salvo de mi vista. Inmediatamente se oyeron disparos, al principio aislados
y después más rápidos. Habían instado a las víctimas a correr para salvarse,
después les hirieron con disparos aislados y cuando cayeron, las mataron con
disparos de cerca. Más de veinte disparos recibieron los desdichados» (p. 58).
La
negrita es mía e indica la circunstancia explícitamente reconocida por el
testigo, quien sin ver la escena no duda a la hora de describirla. A partir de
este detalle las alarmas se encienden y, desde luego, confirmamos la falsedad
con que comienza el testimonio: «Este libro no sigue tendencia política alguna»
(p. 29) y, por supuesto, su literalidad no cabe identificarla con «la verdad
desnuda» (p. 30) a la que dice aspirar el diplomático alemán. Felix Schlayer es
un partidario del general Franco y un anticomunista capaz de afirmar que no se
encontraba ante una guerra civil, sino ante «una embravecida revolución
bolchevique» (p. 71).
El
problema no es que el solidario diplomático aporte erróneos datos electorales,
exagerados para sustentar su posición (p. 38) o que facilite cifras acerca de
la violencia republicana que contrastan con las aportadas por los
investigadores (p. 60), sino que llega a lo insólito en detalles de fácil
verificación: «Mi coche era el único que circulaba por las calles de Madrid»
(p. 50). Las fotografías de aquel verano del 36 le desmienten, al igual que
tantos otros testimonios acerca de los coches requisados o conducidos por sus
propietarios.
Asimismo,
lo inverosímil también está presente cuando testimonia acerca de lo sucedido en
la embajada de Noruega bajo su mando. El diplomático habla de unas 65-80
personas refugiadas en cada uno de los doce pisos de un edificio donde habría
unas 900 personas. El testimonio no indica los metros cuadrados de los pisos,
pero meter a tanta gente en los mismos roza lo inverosímil, sobre todo cuando
se trata de períodos largos y, además, se indica que había unas condiciones
aceptables de higiene y sanidad.
Por
otra parte, Felix Schlayer llevaba muchos años en España, conocería a los
españoles y, sin embargo, cuando habla de los mismos utiliza unas generalidades
propias de un efímero turista (p. 41). Las mismas se extienden a la práctica
ausencia de nombres y datos concretos, que a veces podría estar justificada por
una cuestión de seguridad o dificultad en el acceso a la información, pero que
en la mayoría de las ocasiones solo impide una verificación por parte de los
historiadores. Uno de los rasgos de los textos propagandísticos es su huida de
lo concreto y verificable. El testimonio de Felix Schlayer es un buen ejemplo.
El
clasismo es obvio en numerosos pasajes de Diplomático en el Madrid rojo y
llega a explicitarse en frases cuya veracidad, a falta de pruebas, supone un
misterio: «Muchachos de los recados de entre 18 y 20 años ejercían de jueces»
(p. 101). Mi experiencia como investigador va en otro sentido, aunque es obvia
la existencia del «terror rojo» y de numerosos atentados contra los derechos
humanos en el Madrid de la Guerra Civil, especialmente durante los primeros
meses.
En
definitiva, los detalles señalados conducen el testimonio al campo de lo
propagandístico, tan fértil por entonces. Como tal debe ser examinado y
utilizado el interesante texto del diplomático, cuyo rescate está de sobra
justificado, pero cuya edición habría requerido de un trabajo de confrontación
con los datos verificados por los historiadores. El propio Javier Cervera,
autor del prólogo y reconocido especialista en el tema, lo podría haber
realizado para que los lectores no tuvieran la falsa sensación de estar ante un
testimonio, sino la evidencia de encontrarse ante una obra propagandística
igualmente respetable y digna de ser tenida en cuenta para conocer barbaridades
como las cometidas en Paracuellos.
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