El
florido pensil es una continua y gozosa invitación a la
risa, la basada en una experiencia común durante el franquismo que ha podido
ser confrontada con la de muchos miles de espectadores. Otros, más jóvenes, se
habrán reído al ver en escena las anécdotas tantas veces contadas por sus
padres. El merecido éxito de Tanttaka debe ser motivo de felicitación para
quienes abogamos por el ejercicio de una memoria crítica de nuestro pasado
individual y colectivo. Pero la risa, incluso la propiciada con lucidez por
Andrés Sopeña, tiene un límite que de vez en cuando debemos superar. También
nosotros, no lo olvidemos, estamos en ese escenario que recrea una escuela del
franquismo. Y alguna tara queda, incluso algo de envilecimiento que acaba
aflorando en lo más insospechado, tras haber pasado por una experiencia que
ahora nos depara risas en la misma medida que antes nos provocaba miedos. No
los olvido, tampoco los nombres y los apellidos de quienes me los provocaron
sin jamás pedir disculpas, como si fuera una obligación imposible de eludir.
Hasta en el sistema más abyecto hay distintas maneras de comportarse. Ampararse
siempre en el mismo es una forma de escurrir el bulto, favorecida por una
memoria cuya actividad más constante es el olvido para, entre otras ventajas,
dar paso a nuestras tendencias acomodaticias. Conviene controlarlas y no
inventarse un pasado como el de un franquismo sin franquistas, en las escuelas
o en cualquier otro lugar.
También
en los institutos de principios de los años setenta, en cuyos claustros ya
asomaban los primeros profesores contestarios. Los veíamos distintos, sobre
todo en comparación con algunas venerables momias cuya jubilación se retrasaba
tanto como la muerte del Caudillo. Llevaban décadas impartiendo su particular
florido pensil, aunque no les dábamos un respetuoso tratamiento como a los don
Alfredo, don José, don Emilio… de la escuela. En la secundaria recibían motes:
La Faraona, Pajarito o Pardalet, El Garrapata, La Pata Chula… Fui uno de sus
últimos alumnos, cuando andaban desquiciados por la edad, el agotamiento y la
creciente contestación. Algunos conservaban los restos de una dignidad basada
en la sabiduría. Se hacían respetar, pero otros se habían convertido en unos
pobres diablos obligados a lidiar con los adolescentes. El resultado era un
espanto docente, más risible en ocasiones que las imágenes de Amarcord donde
aparecen el tormentoso profesor de alemán, el perfil imperial de la tetona
profesora de matemáticas y el paciente catedrático de griego. Río hasta llorar
al contemplarlas porque me recuerdan otras muchas que viví, a pesar de que ya
estábamos en los setenta. He compartido esa risa con quienes también compartí
la crueldad de los adolescentes siempre burlona. No me arrepiento y supongo que
podríamos escribir otro florido pensil de la secundaria, pero resultaría
demasiado desquiciado. Los estertores de una dictadura suelen ser patéticos.
Aquellos profesores constituían un ejemplo y tampoco me gusta cebarme en
quienes imagino ignorantes de que su tiempo estaba acabando. Eran demasiado viejos
y comatosos. Mi rencor lo reservo para algunos de sus herederos, ajenos a
cualquier asomo de sabiduría, incapaces de crear en torno a sí mismos un
personaje digno de un buen mote e igual de insensibles ante una respuesta que
imaginábamos en el viento. Si nunca se habían preguntado nada, ¿cómo iban a
encontrarla en tan insólito lugar?
El citado libro se puede adquirir en:
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
El preprint puede consultarse en:
http://hdl.handle.net/10045/136663
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