La memoria y la mentira
son dos conceptos indisolubles en los testimonios de numerosas víctimas. La
consiguiente tergiversación de la realidad histórica, aquella verificable con unos mínimos de seguridad gracias a la consulta de fuentes documentales,
supone una constante bien conocida por los historiadores. La obligación de los
mismos es cuestionar esos testimonios al margen de la condena moral o ética. Lo
fundamental es conocer las razones de la presencia de una mentira, una falsedad
o un silencio consciente. Gracias a las mismas, también aprendemos sobre las
conductas de los protagonistas, el papel de la memoria y, por supuesto, acerca
de una historia siempre compleja y necesitada de acercamientos tan
complementarios como contrapuestos.
La redacción de Las
armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores,
1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de
Alicante, en prensa) me ha permitido comprobar numerosas mentiras en los
testimonios de quienes fueron las víctimas de la represión franquista. La
condición de víctima no debe presuponer la de héroe y, por supuesto, estos
periodistas, escritores y dibujantes tuvieron motivos de sobra para mentir,
sobre todo cuando se jugaban la vida en los consejos de guerra.
El problema es más
peliagudo cuando nos referimos a los testimonios de estas mismas víctimas
escritos varias décadas después, cuando el peligro estaba superado y el
objetivo solía ser dejar constancia de una juventud o una madurez pasada en tiempos de represión.
Las excusas en estos casos suelen estar justificadas, desde las dificultades
para el acceso a la documentación en el momento de la escritura de esos
testimonios hasta la ignorancia de cuestiones históricas que ahora cuentan con
abundante bibliografía. También el olvido asociado a la vejez, que no siempre
es el mejor momento para afrontar la escritura de las memorias. La negación de
estas razones sería absurda, pero tampoco cabe descartar la mentira consciente,
el olvido deliberado y, sobre todo, la voluntad de dejar un testimonio positivo
de la trayectoria propia cuando el final es inminente.
La condena moral o ética
es absurda en estos casos. No obstante, la labor del historiador pasa por confrontar la memoria de los testimonios con las fuentes documentales a la
búsqueda de la veracidad o, lo igualmente frecuente, la tergiversación con una
motivación de amplio espectro. La labor es tan compleja como ingrata, pues a veces los descendientes del protagonista muestran su malestar cuando la imagen
del mismo, lejos de la idealización, revela aspectos tan complejos como
indecorosos, que pasan por la mentira, la ocultación y la tergiversación del
pasado.
En mi citado libro
aparecerán algunos casos ejemplares encabezados por el de Regina García, pero
hubo otros bastante notables. Uno es el del periodista Alfredo Cabanilles
(1895-1979) que, cumplidos los ochenta años y en la España de la Transición,
afrontó la escritura de sus memorias poco antes de fallecer. El objetivo de las
mismas es pasar a la historia y hacerlo, claro está, con la imagen más
positiva. El periodista, al fin y al cabo, es un nuevo ejemplo de lo ya
anunciado en el siglo XVIII por Diego de Torres Villarroel. El salmantino sabía
de su polémico pasado y, antes de que otros lo recordaran con resultado
incierto, decidió afrontarlo para acomodarlo a sus propios intereses, que en
buena medida pasaban por una inmortalidad donde lo negativo de la imagen
personal quedara eclipsado o directamente ignorado.
Alfredo Cabanilles protagonizó
como destacado periodista momentos graves y decisivos de la historia de España.
Esta circunstancia es incompatible con un comportamiento rectilíneo cuya
justificación atribuye exclusivamente a su profundo y desinteresado catolicismo. La realidad
del mismo es innegable, pero esa condición también cabe extenderla a otras
justificaciones a menudo obviadas por las memorias de Alfredo Cabanilles.
Si nos circunscribimos al
período de la Guerra Civil y los posteriores consejos de guerra, el tema del
citado libro en prensa, las afirmaciones de Alfredo Cabanilles cabe
considerarlas como singulares en el mejor de los casos. El periodista asegura sin
prueba alguna haber sido condenado a muerte por los franquistas, los comunistas
y los anarquistas. Nunca sabemos ni cuándo ni cómo, pero se supone que tamaña
persecución estaría relacionada con sus actividades como director de El
Heraldo desde el inicio de la guerra hasta mediados de 1937, cuando decidió
salir de España hacia un exilio nada voluntario, pues desde que estuviera en
Marsella intentó infructuosamente incorporarse a la zona nacional.
Tampoco tiene sentido la
afirmación de Alfredo Cabanilles acerca de un supuesto indulto recibido en
1964, cuando regresó a España tras casi tres décadas en Argentina. Los indultos
de los sumarísimos relacionados con la Guerra Civil se dieron veinte años antes
y, por supuesto, cuando se celebraban los XXV Años de Paz ya no había
condenados por lo sucedido entre 1936 y 1939 que estuvieran pendientes de
indultos desde la posguerra.
La relación de Alfredo
Cabanilles con el general Ungría, responsable del SIM franquista al que
denomina «hermano espiritual», no pasa por la visión idílica o caballerosa relatada
en las memorias del periodista. Tampoco fueron excesivamente decorosas, a
efectos de explicitarlas en unas memorias escritas durante la Transición, algunas de las
actividades desarrolladas por el periodista en Buenos Aires, cuando a veces se
convirtió en un defensor del Glorioso Movimiento Nacional.
Y, por último, sus
actividades en el Madrid de la guerra están en una línea donde resulta complejo
separar lo propio de una solidaridad cristiana con los perseguidos, la muchas veces evocada por el
periodista, de lo no menos propio de la Quinta Columna, a la que tanto ayudó su
denominado «hermano espiritual». El tema resulta polémico y, aunque Alfredo
Cabanilles ocupa un lugar secundario en mi citado libro, lo he procurado
afrontar de manera que la memoria deje paso a la historia.
En cualquier caso, lo
recomendable es tomar los testimonios de los protagonistas con sumo cuidado y,
en el caso de editarlos, someterlos a un escrutinio riguroso que pasa por el
contraste de lo afirmado con las posibles pruebas al alcance del historiador.
El objetivo no es la condena de la mentira o el olvido consciente, uno de los
derechos de quienes hacen uso de la memoria, sino la comprensión de las
posibles razones de su aparición en unos testimonios que, a menudo, derivan en
la inevitable ficción sin la conciencia de la misma como articulación de la
memoria para su transmisión. De hecho, las memorias de Alfredo Cabanilles se
leen con interés gracias a la ficción, pero su presencia relativiza el valor
histórico del testimonio.
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