domingo, 29 de octubre de 2023

Las armas contra las letras, en prensa y en la prensa


Los libros suelen contar con reseñas o algún eco en la prensa cuando aparecen publicados, pero a veces también los periodistas se hacen eco de la próxima publicación de alguno de ellos. Así ha ocurrido con Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Universidad de Alicante, 2023), que saldrá publicado a finales de año y, desde hoy y gracias a Cristina Martínez del diario Información, ya cuenta con su primera presencia en la prensa.
En el año 2015 publiqué Nos vemos en Chicote (Renacimiento-Universidad de Alicante), donde por primera vez analicé algunos casos de la represión ejercida contra los escritores, periodistas y dibujantes durante la posguerra. El ensayo tuvo una buena acogida en los medios académicos y fue reeditado en 2019, pero también fue objeto de una demanda judicial donde se me descalifica como investigador universitario. Al margen de la debida respuesta en sede judicial, mi obligación como catedrático es tomar nota de lo expuesto por el demandante y, en la medida de lo posible, intentar rebatir esa descalificación mediante una investigación exhaustiva y rigurosa sobre todo lo relacionado con la represión ejercida contra los citados colectivos, especialmente desde el Juzgado Militar de Prensa.
La tarea tuvo su primer hito con la publicación de Los consejos de guerra de Miguel Hernández (Madrid, Ministerio de Defensa-Universidad de Alicante, 2022) y continuará con una trilogía de ensayos iniciada con Las armas contra las letras. Sus más de cuatrocientas páginas recopilan la información sobre una veintena de casos, pero todavía quedan por investigar otros muchos y será necesario contar con dos nuevos volúmenes para abarcar la práctica totalidad de los consejos de guerra cuyas víctimas fueron periodistas, escritores, dibujantes y fotoperiodistas.
La investigación me llevará varios años porque el trabajo en los archivos militares es lento y requiere mucha paciencia a la búsqueda de la documentación. Su finalización tal vez coincida con mi jubilación si tengo la suerte de disfrutar de una aceptable salud. Anunciar tareas ciclópeas a los sesenta y cinco años supone una osadía, pero el conocimiento de las penalidades sufridas por quienes ejercieron la libertad de expresión durante la etapa republicana me estimula a la hora de encontrar las necesarias fuerzas. Me habría gustado jubilarme abordando temas relacionados con el humor, que siempre han sido de mi agrado, pero sin abandonarlos lo haré con unos sumarísimos de urgencia absolutamente dramáticos. No obstante, y aunque parezca sorprendente, en algunos también es posible encontrar rasgos humorísticos, pues en lo más negro de una época atroz a veces surge el motivo para la sonrisa.
Mientras tanto, el blog irá dando noticia de mis investigaciones y está abierto a las indicaciones que me pueda hacer la comunidad académica o cualquier interesado por los temas aquí abordados. Por otra parte, y como es mi obligación, siempre estaré dispuesto a rectificar porque soy consciente del riesgo de cometer errores. La evolución de la ciencia pasa, de hecho, por una continua rectificación, pero siempre respetando la libertad de expresión y de cátedra, que es compatible con la controversia cuando el objetivo común es el conocimiento.



La presencia en la prensa se ha completado estos días con la noticia publicada en La Verdad, de Murcia, acerca de la mesa redonda del pasado día 30 dedicada a la memoria histórica en la que que participé junto a mis colegas César Oliva y Pedro María Egea:



viernes, 27 de octubre de 2023

El periodista Francisco Escola Besada seguía en el punto de mira


 

Foto: coronel Enrique Eymar Fernández

Los represaliados del franquismo siempre estaban en el punto de mira de la represión, aunque ya hubieran pasado por las cárceles y procuraran vivir en silencio su derrota. El periodista gaditano Francisco Escola Besada ejemplifica esta circunstancia propia de una condición indeleble a partir de una Victoria donde se era vencedor o vencido, con todas las consecuencias y a perpetuidad, siempre que las habilidades personales no obraran milagros de difícil e indecorosa explicación. Los hubo; y con el añadido de no dejar huellas documentales más allá del asombro provocado, en algunas ocasiones, por sus resultados verdaderamente milagrosos.

Francisco Escola Besada fue redactor de La Libertad durante la Guerra Civil y censor de prensa nombrado por el ministro de Gobernación Ángel Galarza, según declarara el periodista en el sumario seguido contra los miembros de la Alianza Republicana (AGHD, 139.728). Ambas tareas las llevó a cabo en Madrid hasta la entrada de las tropas del general Franco. El militante de Izquierda Republicana que había sido gobernador civil de Castellón desde abril de 1931 hasta junio de 1933, además de masón entre 1909 y 1921, reunía todos los atributos para que las autoridades militares le instruyeran un sumarísimo de urgencia. Sus consecuencias serían preocupantes a la vista de lo sucedido con los compañeros de las cabeceras republicanas. Sin embargo, y por razones que ignoramos, Francisco Escola Besada se libró de sufrir ese destino común entre los dedicados a las hojas volanderas que definiera Ramón M.ª del Valle-Inclán en Luces de bohemia (1924).

La buena suerte durante la inmediata posguerra le haría confiado y discreto a sus casi sesenta años, cuando el periodista procuraría pasar desapercibido en su domicilio de la calle Infantas, 23, entresuelo derecho. Lo peor de la represión había quedado atrás, pero la casi olvidada presencia en la logia Progreso, de Madrid, dejaría alguna huella documental en Salamanca, que al cabo del tiempo reaparecería para desgracia del azañista. Francisco Escola Besada fue detenido en abril de 1943 y puesto a disposición del TERMC (CDMH, ficheros 70, 76 y 77), que acabó condenándole a veinticinco años de prisión. La amortización de la pena le habría llevado a fechas solo imaginables en un nonagenario. Sin embargo, por fortuna el 15 de enero de 1945 salió en libertad provisional o atenuada, con la obligación de presentarse mensualmente en la Dirección General de Seguridad. El periodista podía pasear por la calle, pero se sentiría controlado y, a su edad, las ganas de aventuras políticas eran tentaciones del pasado. Su concreción en un presente tan coercitivo suponía una quimera.

Los relatos de los sumarios despiertan la imaginación del historiador. Al salir de la cárcel, los represaliados debían tener un imán especial, casi inexorable, y terminaban encontrándose por las calles de Madrid. Además de recordar los tiempos pasados en la prisión a la búsqueda de la supervivencia, los camaradas o simpatizantes tomaban café y, de acuerdo con las declaraciones, incluso hablaban de la situación política. Eso sí, en términos genéricos y meramente reflexivos o teóricos. La Brigada Político Social no les solía creer y sospechaba que, cuando dos o tres de ellos tomaban demasiados cafés juntos, había un inicio de confabulación contra el régimen. La consiguiente actuación no se hacía esperar.

Francisco Escola Besada conocía al abogado Justo Feria Salvador, un republicano de cincuenta y dos años que a veces aparece como José en el extenso sumario. Ambos correligionarios habían coincidido en la cárcel, se encontraron casualmente en Madrid y, a partir de ese momento, cambiaron «impresiones sobre la situación política y sus esperanzas en que el triunfo de las Naciones Unidas redundara en beneficio de la causa republicana», según la declaración del 16 de febrero de 1947 ante los agentes de la Brigada Político Social. La fecha es sorprendente si olvidamos la reiterada voluntad de reconstruir los sumarios con una cronología ficticia y algo singular. De hecho, en la posterior declaración del periodista ante el coronel Enrique Eymar Fernández, responsable de la instrucción, aparece que Francisco Escola Besada fue detenido el 17 de febrero de 1947; es decir, un día después del interrogatorio al que le sometió la Brigada Político Social. Los reconstructores de los sumarios, o quienes los redactaban cuando ya estaban más o menos finalizados, nunca tuvieron excesivo cuidado en lo referente a la coherencia cronológica.

El problema para Francisco Escola Besada es que el amigo también en libertad provisional estaba siendo investigado porque su bufete era el centro de reunión de varios republicanos. El periodista acudió al mismo en reiteradas ocasiones «conversando siempre sobre sus aspiraciones e ideales políticos». Allí encontró a su colega Manuel Otero Seco y otros republicanos, pero el redactor de La Libertad dice desconocer la existencia de una clandestina Alianza Republicana, que estaría promoviendo Justo Feria Salvador para agrupar distintos colectivos políticos, sociales y culturales. Es más, el veterano periodista era pesimista con respecto a la futura reunificación de los republicanos y, por su edad, los promotores de esa alianza tampoco confiarían demasiado en sus posibilidades de contribuir al empeño. El antiguo masón lo reconoce; aunque sin lamentarlo, claro está.

Así declara Francisco Escola Besada ante la Brigada Político Social poco después de haber vuelto a la prisión, que a su edad ya era un grave peligro para la salud con independencia de la futura condena. El 24 de febrero de 1947, el abogado Feria Salvador ratifica lo dicho por su amigo: «en las conversaciones sostenidas con un tal Escola no ha existido más que comentarios y anécdotas del tiempo viejo por ser un periodista del parlamento y buen conocedor de la política antigua». El coronel Enrique Eymar Fernández interroga como instructor al redactor de La Libertad al día siguiente. Francisco Escola Besada ratifica lo dicho en la primera declaración, pero matiza un párrafo que le parecería comprometedor. En concreto, no era verdad que ambos amigos cifraran sus esperanzas en «el triunfo de las Naciones Unidas», pues en sus amistosas reuniones «no se habló más que de la cuestión política en general, sin tratar del beneficio para la causa republicana del triunfo de las Naciones Unidas». Quien citara a Víctor Ruiz Albéniz como avalista nunca pensó que el organismo internacional pudiera alterar el discurrir político de la dictadura. Al menos, según una declaración donde la presencia del coronel, aunque resultara intimidatoria, debió ser menos coercitiva. La circunstancia se repite en otros muchos sumarios de la época.

Enrique Eymar Fernández pensaría que, habiendo tantos comunistas dispuestos a la subversión en las calles madrileñas, apenas merecía la pena insistir en el caso de un anciano republicano que discutía solo en términos teóricos y sin salir de su declarado pesimismo. El 1 de marzo de 1947, el coronel escribe al capitán general de la región militar y le propone la libertad provisional del periodista. La misma le llegaría trece días después, pero con la obligación de presentarse mensualmente en la Dirección General de Seguridad. Vista la cantidad de personas con esa obligación, suponemos que la espera en aquellos pasillos debió ser un acto tan habitual como masificado. La correspondiente foto no me consta, de la misma manera que no he encontrado todavía otras que testimoniaran estos actos administrativos, jurídicos o policiales. Ni siquiera en Redención, donde Martín Santos Yubero prefería mostrar presos atentos a las sabias palabras de Amancio Tomé, el director de la cárcel de Porlier que les arengaba para devolverlos a la buena senda.

La voluminosa instrucción del caso de la Alianza Republicana, que afectó a más de una docena de viejos republicanos, siguió adelante. En lo que respecta a Francisco Escola Besada, la Guardia Civil redacta un informe el 26 de noviembre de 1947. El mismo reitera circunstancias de filiación ya presentes en el sumario y añade una conclusión: el represaliado «es persona de ideal izquierdista y está considerado desafecto al Régimen». Cinco días después, la Dirección General de Seguridad reitera los datos acerca del periodista, pero añade que «observa buena conducta haciendo una vida retraída y se le considera como desafecto al Régimen». Este último rasgo era, como es lógico, indeleble y permitía encasillar al afectado como sospechoso habitual sin necesidad de pruebas. El derecho de autor imperante durante el franquismo no precisaba de estas últimas.

Un sesentón republicano ya no suponía demasiado peligro cuando había pasado una buena temporada en la cárcel y, además de pesimista, hacía vida retraída. El 10 de enero de 1948, el auditor general Ramón de Orbe ratifica la orden de libertad provisional dada por el juez instructor y Francisco Escola Besada, junto a otros republicanos, se libró de ser procesado en el consejo de guerra que presidiera el teniente coronel Domingo Martínez de Pisón y Nebot el 12 de marzo de 1948. Ese día varios recalcitrantes, a los ojos de los militares, fueron condenados a penas menores por su intento de organizar una Alianza Republicana capaz de agrupar a quienes podrían verse beneficiados por «el triunfo de las Naciones Unidas».

Las condenas fueron desde los seis años del citado abogado hasta uno para algunos de los correligionarios. Nada que ver con las dictadas cuando los procesados eran comunistas o similares. La verdadera cuestión era mantener controlada cualquier posibilidad de disidencia, por minoritaria o moderada que pudiera resultar. Así ningún viejo republicano albergaría la tentación de alterar su «vida retraída». El periodista Francisco Escola Besada tomó buena nota y sus huellas se perdieron hasta el presente. Ni siquiera tuvo la ocasión de justificar su pesimismo. El origen del mismo radicaría en la condición de quien, cumplidos los sesenta, sabría de una derrota sin tiempo para abrigar la esperanza, aunque fuera la remota de unas Naciones Unidas donde nadie manifestó preocupación por estas historias tan menores como anónimas. Ahora solo merecen la atención de quienes cultivamos la microhistoria documentada porque el resto de las metodologías, en cierta medida, tiende a la especulación, que permite afirmaciones contundentes y hasta imaginativas.

 

miércoles, 25 de octubre de 2023

Santiago de la Cruz: de novelista galante a redactor de Mundo Obrero

 


La preparación del segundo volumen de Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 me ha permitido conocer la trayectoria de Santiago de la Cruz Touchard (1901-1968), del cual ya hemos hablado en este blog con motivo de sus colaboraciones en el diario Mundo Obrero, que junto a sus actividades como miliciano le llevaron al procesamiento en consejo de guerra y posterior condena.

Uno de los datos hasta cierto punto sorprendentes de su trayectoria es que, antes de la Guerra Civil, era letrista de canciones populares como «Gol del Madrid» o «¡Viva la mujer!», incluso de «El negro salió mandanga», que por sus títulos parecen poco acordes con su militancia comunista y colaboración en el citado órgano del PCE. El recuerdo del caso de José Luis Salado, el director de La Voz, nos permite suponer que esta dualidad entre lo frívolo y lo comprometido no era tan extraña en aquella época de cambios tan drásticos como acelerados.

A la búsqueda de esos antecedentes de quien pasó por las cárceles franquistas antes de marchar a México, he consultado el volumen Pecados que Dios perdona (1925), donde el debutante Santiago de la Cruz y Touchard -la aristocrática «y» desaparecería durante la guerra- recopila cinco narraciones breves de carácter galante y con una orientación cercana a la de Álvaro Retana, a quien el joven narrador dedica el libro.


El volumen prologado por Juan Ferragut, otro habitual de la prensa republicana durante la guerra, agrupa los relatos titulados La loca del cuarto de azul, Pecados que Dios perdona, ¡Bendita ilusión!, La quería él y La venganza, todos en la línea de una literatura galante bastante menos atrevida que la de Álvaro Retana

El mismo volumen anuncia otras novelas del autor cuya aparición sería sucesiva: De la vida canalla, A conquistar Madrid con once reales -novela autobiográfica-, La odiosa familia y Muñecos de bazar, calificada como «novela no recomendable» para suscitar el interés del lector aficionado a los relatos galantes. Asimismo, al final del volumen se anuncia la inmediata aparición de Lo que estaba escrito. Un drama de la vida canalla, presentada como una «novela de emoción, fina sensualidad y arte».

El catálogo de la Biblioteca Nacional de España no da cuenta de estas obras, que ni siquiera sabemos si acabaron publicándose. La circunstancia es habitual en las colecciones de narraciones breves de los años veinte. No obstante, haremos nuevas búsquedas por si podemos localizar alguna de ellas, en especial la presentada como novela autobiográfica, porque nos interesa conocer la trayectoria de quien en 1925 se fotografiaba como un joven elegante capaz de poner una aristocrática «y» entre sus apellidos y, apenas diez años después, llevaba el casi reglamentario mono azul de los milicianos. Su evolución, como la del citado José Luis Salado, rompe los moldes de una bibliografía solo atenta a los nombres consagrados por el canon. Y, por cierto, recordemos que el singular Álvaro Retana también acabó en las cárceles franquistas, donde la frivolidad y la sensualidad de la galantería serían un lejano recuerdo.

martes, 24 de octubre de 2023

Miguel Hernández por primera vez en una imagen en movimiento

 


Cuando todo parece haber sido escrito y las novedades apenas las esperamos, a veces surge la sorpresa para los investigadores que dedicamos nuestro trabajo a autores como Miguel Hernández. Gracias a un atento espectador y el trabajo de RTVE, hemos podido identificar al poeta en una grabación realizada con motivo del congreso de escritores antifascistas celebrado en Valencia durante la Guerra Civil. La aparición de algunas fotos donde se le puede ver en aquel encuentro, como la utilizada en esta entrada, es reciente. No obstante, todavía lo es más esa imagen en movimiento que no cambia nada, pero emociona porque nos acerca a un hombre joven lleno de talento que fue masacrado por la represión franquista:

https://www.rtve.es/noticias/20231024/miguel-hernandez-primera-vez-video/2459077.shtml

Mientras tanto, ya he terminado la corrección de las pruebas de imprenta de mi nuevo libro, Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento, en prensa), que aportará más información acerca de la represión sufrida por el poeta oriolano y tantos otros escritores, periodistas y dibujantes que fueron encarcelados o fusilados por ejercer su derecho a la libertad de expresión.



jueves, 19 de octubre de 2023

La intrépida Aurora Bertrana Salazar y la masonería


 

La trayectoria de la escritora Aurora Bertrana Salazar (1892-1974) cuenta con numerosos alicientes para merecer una amplia bibliografía en los medios académicos. La gerundense es hija de una figura destacada de las letras catalanas, pionera del jazz interpretado por mujeres tras recibir una educación cosmopolita, feminista moderada con una notable proyección pública, viajera desprejuiciada por mundos exóticos, periodista políglota, activista cultural, diputada por ERC... y hasta miembro de la masonería. Todas estas facetas se acumulan a un ritmo intenso antes de la Guerra Civil, su separación matrimonial y un exilio en Suiza desde junio de 1938 del que volvería relativamente pronto, gracias a las gestiones de un familiar, para reencontrarse con su madre y culminar la trayectoria literaria en su tierra natal. Entre otros motivos, porque Aurora Bertrana Salazar era una mujer independiente acostumbrada a salir adelante, necesitaba publicar para vivir y la pluma fue su herramienta de trabajo.

La biografía de esta mujer apasionante por las circunstancias que le tocó protagonizar quedó reflejada en dos gruesos volúmenes de memorias -el segundo apareció con carácter póstumo en 1975- y ha sido objeto de estudio en una amplia bibliografía. He comenzado a consultarla con la esperanza de encontrar huellas de la represión que durante el franquismo sufrió a manos del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. A falta todavía de algunos títulos que no he podido localizar, la primera impresión es que este episodio biográfico ha pasado desapercibido para la mayoría de quienes estudian su obra. Tal vez porque su interés sea menor en comparación, por ejemplo, con el exotismo de las crónicas viajeras por la Polinesia o la voluntad de abrirse camino siendo una mujer independiente, incluso cuando estaba casada con un ingeniero suizo que la acabó abandonando. En cualquier caso, la consulta de una documentación que durante la posguerra reaparece de forma tan burocrática como obsesiva hasta el absurdo resulta significativa, al menos para conocer el grado de presión que podía ejercer la tupida red jurídica al servicio de la represión. Incluso cuando la víctima, por la lógica de una trayectoria vital que la condujo a un aislamiento con respecto a los círculos republicanos, había dejado atrás una afiliación masónica que ni siquiera aparece probada en la documentación actualmente depositada en el CDMH, de Salamanca.

A partir de la documentación incautada por los franquistas y una vez resuelto el problema de las dudas acerca de sus apellidos, pues la escritora a veces figura con el de su esposo suizo y tuvo abiertos dos expedientes hasta su refundición por orden del responsable de la Delegación Nacional de Servicios Documentales fechada el 17 de octubre de 1955, parece probado que Aurora Bertrana Salazar manifestó su voluntad de mantener una relación con la masonería desde febrero de 1934, cuando mayor era su presencia pública en los medios republicanos de Cataluña. De hecho, la autora publicaría en Barcelona dos meses después el volumen Peikea, princesa caníbal i altres contes oceànics y, desde entonces, su nombre quedó asociado al exotismo y los viajes a lugares cuya cultura suponía un abierto contraste con la catalana. También fue un momento de protagonismo en los medios intelectuales, periodísticos y hasta políticos, por lo que no debe extrañar el deseo de Aurora Bertrana Salazar de integrarse en el mundo de la masonería donde ya estaban algunas de sus mejores amistades.

El 8 de febrero solicitó el ingreso en la logia Democracia, n.º 14, de Barcelona tras alegar como prueba de su liberalismo y mentalidad abierta la frecuente presencia en el Ateneo, el Lyceum Club, el Club Marítimo, la universidad y el Conferencia Club de la capital catalana. Aurora Bertrana Salazar era una mujer tan culta como inquieta y contó con los avales favorables de masones amigos encabezados por Nicolau d’Oliver, que en varias etapas biográficas fue su confidente. La logia tramitó la petición y fijó el 12 de marzo de 1934 como la fecha para la iniciación de «la profana» porque, según uno de los avalistas, «posee tan sólida cultura que una conversación con ella es un recreo del espíritu». A pesar de que la escritora también estuvo relacionada con la Gran Logia Regional del Nordeste de España, todo parece indicar que la presencia en la masonería fue un episodio más en su intensa biografía de aquellos años revueltos. Al cabo del tiempo, solo quedaría el recuerdo más o menos vago, que no pudo formar parte de un frustrado tercer volumen de sus memorias por el fallecimiento de la catalana. Una lástima, pues nos quedamos sin conocer su testimonio acerca del exilio interior.

El pasado de activista de distintas causas quedó atrás por el imperativo de los tiempos. Sin embargo, la represión franquista nunca olvidaba y los documentos permanecían una vez incautados para justificar los correspondientes sumarios. El 29 de mayo de 1944, la Dirección General de Seguridad pidió los antecedentes de la escritora al delegado del Estado para la Recuperación de Documentos, que tenía su sede en Salamanca. La iniciativa policial parte de una denuncia presentada el 5 de mayo de 1940, en el marco de su retractación pública como masón, por Ismael Mendoza Gómez, jefe de la policía local de Tánger.

El abulense natural de Riofrío conocería a la catalana cuando la intrépida viajera efectuó un recorrido por Marruecos para escribir un libro testimonial, El Marroc sensual i fanàtic, cuya autoría femenina fue un nuevo motivo de escándalo en los medios conservadores de Cataluña. La información que aporta el policía arrepentido y delator es imprecisa, pero suficiente para abrir diligencias por si fuera necesario incoar un sumario: «En 1934 o 1935 por iniciativa propia se llevó a cabo [la vigilancia] de una catalana, pero de nacionalidad suiza, adquirida por nacimiento, llamada Aurora Choffat, comunista y masona». Sin más datos o pruebas fruto de una investigación, la Dirección General de Seguridad informa al TERMC acerca de la autora catalana: «de ideas francamente izquierdistas, que con anterioridad al Glorioso Movimiento Nacional hizo gran propaganda de sus ideales». De hecho, «la reseñada manifestó que su viaje por aquellas tierras [de Marruecos] obedecía a recopilar datos para reflejarlos en sus crónicas, pero, al parecer, debía ser un agente de información al servicio de una potencia extranjera o un enlace o correo de la masonería».

Aurora Bertrana Salazar nunca militó en las filas del comunismo y la posibilidad de ser un agente de una potencia extranjera forma parte de las coartadas novelescas utilizadas por quienes vigilaban cualquier asomo de disidencia. No obstante, la catalana estaría hasta cierto punto vinculada con la masonería cuando tuvo la iniciativa de viajar a Marruecos poco antes de la Guerra Civil. La intención era escribir un nuevo libro de viajes para consolidar el éxito obtenido con el volumen dedicado a los meses pasados en la Polinesia. Alguien no la creyó y sus pasos, que incluyeron visitas a un harén y lugares habitualmente vetados para una señora, fueron vigilados por la policía, ya que los responsables de la misma en Tánger la consideraban «un agente de información al servicio de una potencia extranjera o un enlace o correo de la masonería», que para eso era una sociedad oculta. La sospecha despierta la imaginación, máxime cuando el objetivo es una mujer tan independiente como agraciada en su madurez que se muestra dispuesta a superar las barreras de los prejuicios.

El testimonio de aquellas pesquisas de la policía derivó en una denuncia que llegó a manos del TERMC, donde el 31 de octubre de 1946 sus responsables le incoaron un sumario cuya sentencia, dada la ausencia de quien todavía permanecía en el exilio, está fechada el 28 de junio de 1947 con un resultado negativo. Por entonces, el tribunal decretó el archivo ante la imposibilidad de comprobar la condición de la escritora como miembro efectivo de la masonería. Las autoridades franquistas nunca fueron ejemplo de una investigación sagaz, tampoco disponían de medios para realizarla, y solo sabían de las pretensiones de «la profana» en febrero de 1934. El resto, incluyendo el resultado de la petición de ingreso, lo desconocían. Nadie pudo aportar información sobre la hipotética presencia de Aurora Bertrana Salazar en las citadas logias catalanas. Entre otras razones, porque nunca hubo un verdadero intento de investigar un episodio solo presente en el TERMC por la rutinaria voluntad de controlar hasta el más mínimo resquicio de disidencia en nombre de la masonería y el comunismo.

En la documentación conservada en el CDMH, de Salamanca, no consta que la escritora fuera localizada en Barcelona y llamada a declarar tras su temprana vuelta del exilio en Suiza. Nadie se molestó en este sentido. Tampoco lo considerarían motivo de preocupación. Sin embargo, la documentación relacionada con la catalana siguió dando tumbos burocráticos en espiral hasta 1955. De hecho, tanto el 6 de junio de 1946 como el 13 de octubre de 1954, el TERMC constata que la escritora no había presentado la preceptiva declaración de retractación por su pasado masónico. Tal vez Aurora Betrana Salazar ni siquiera fuera consciente de la necesidad de realizarla una vez vuelta del exilio y tras haber sido puesta en búsqueda y captura por la Dirección General de Seguridad el 29 de enero de 1947. No obstante, parece más lógico pensar que alguna noticia le llegaría hasta su modesto domicilio en Cataluña. Al menos, como evidencia de una dictadura que conocía parte de sus antecedentes y nunca mostró la más mínima pretensión de olvidarlos o contrastarlos con su posterior evolución.

La escritora gerundense, como tantos otros compañeros de los tiempos republicanos, sabía que su libertad en la España del general Franco solo era «condicional o atenuada». Gracias a la bibliografía cuya consulta tengo pendiente, intentaré aclarar el verdadero alcance de esta potencial represión donde la petición de una «profana» podía ir dando tumbos durante décadas. Aunque solo fuera para demostrar que los represores franquistas nunca olvidaban. De hecho, el 28 de junio de 1947 el general Enrique Cánovas firmó el archivo de la causa seguida contra la escritora y, siete años después, volvió a preguntar por ella sin necesidad de que nadie hubiera aportado la más mínima novedad. Lo importante para estos oficiales en funciones de juristas era permanecer vigilante, por si acaso una señora de sesenta años pudiera reverdecer sus tiempos de inquietudes.

Nota: el retrato de Aurora Bertrana Salazar,  a sus cuarenta y un años, se encuentra depositado en el CDMH (Masonería_A_FOTO_141).

martes, 17 de octubre de 2023

Jurado en los premios José Estruch


El trabajo de un catedrático de Literatura Española no solo es la investigación y la docencia. A menudo, participamos en actividades culturales llevadas a cabo por diferentes organismos o centros. Una de las mismas es el jurado de los premios teatrales José Estruch, organizados por el Teatro Principal de Alicante desde 2016. A partir de esta fecha, y van siete temporadas, he formado parte del jurado que cada año concede premios a los mejores montajes exhibidos durante la temporada anterior en el citado coliseo. La correspondiente entrega es una oportunidad de encontrarnos con intérpretes, autores y directores en una gala que cada vez alcanza mayores cotas de calidad. La foto de grupo supone el colofón y, a modo de recuerdo, la incluyo en este blog para aliviar también la negrura de una investigación sobre la represión franquista, que para sobrellevarla necesita de estas alegrías sobre el escenario.

jueves, 12 de octubre de 2023

Santos Discépolo y el yira, yira de los periodistas republicanos


 

Aunque te quiebre la vida,

aunque te muerda un dolor,

no esperes nunca una ayuda,

ni una mano, ni un favor»

(E.S. Discépolo)

El popular tango de Enrique Santos Discépolo (1901-1951) se titula Yira, yira, que según el DRAE es una forma despectiva de referirse a una prostituta callejera en Argentina y Uruguay. No parece el caso del referido tango, donde solo falta la aparición de la prostitución del arrabal para completar un panorama atroz. Tal vez el enigma, para quienes vivimos al otro lado del Atlántico, queda justificado porque la letra incluye términos del lunfardo. Su intuitiva comprensión supone un hallazgo que aporta un placer similar al deparado por algunas adjetivaciones de Valle-Inclán. Ambos creadores, deudores de un sainete elevado a la condición de tragedia grotesca, sabían del poder de la síntesis y la sugerencia en torno a las «divinas palabras», que también pueden encontrarse en una melodía de arrabal con alma de bandoneón donde los latines ni están ni se le esperan.

El polifacético Discepolín era un alfeñique en un mundillo de tipos engominados. El compositor carecía de la apostura de un Carlos Gardel de sombrero ladeado, siempre dispuesto a «volver» con «la frente marchita» mientras sonreía a las damas. El cantante nunca descompuso su figura y menos su pelo. El letrista, sin embargo, era menudo y quebradizo como un alma en pena. En 1929, cuando compuso el citado tango, el argentino dio rienda suelta al pesimismo sobre la condición humana. Motivos no le faltaban y aumentarían en los años venideros, hasta desembocar en la genialidad de un Cambalache (1935) dedicado a un siglo «problemático y febril». Y todavía no había llegado la Guerra Civil, que tanto le conmovió poco después de perder en un accidente, se supone, al inmortal Carlos Gardel.

La letra de Yira, yira habla de la soledad, la decrepitud y la caída de un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad, según el propio Discepolín. Tal vez la viviera como un sueño del que despierta con amargura y sobresalto porque todo ha quebrado, incluido el porvenir, y no cabe esperar ni una mano ni un favor. Muchos periodistas republicanos pensarían algo similar en abril de 1939, en especial aquellos que como Manuel Navarro Ballesteros o Javier Bueno sabían que la quiebra era total. Los colegas de las redacciones no podían esperar la solidaridad en la Victoria, que también supuso una derrota sin paliativos. Al fin y al cabo, habían descubierto el mal negocio de ser buenos a su manera y, a su vez, la imposibilidad de ser otra cosa.

Enrique Santos Discépolo llegó a España junto a su esposa, la cantante Tania, en enero de 1935. El propósito de ambos era descansar sin excluir la posibilidad de dar algunos recitales. En Madrid Discepolín fue recibido por su amigo Federico García Lorca, que tanto había disfrutado en Buenos Aires dos años antes, pero también por un periodista cuyas huellas aparecen a lo largo de esta investigación: José Luis Salado. El futuro director de La Voz siempre estuvo cerca de quienes hacían de la singularidad un motivo de reflexión y modernidad.

El 18 de enero de 1935, La Nación anunció la llegada a España de la pareja, embarcada en Argentina poco después de las Navidades. Procedentes de Algeciras, el letrista y la cantante llegaron a Madrid el 12 de febrero. Tres días después apareció en La Voz la entrevista de José Luis Salado, que escribe con admiración un tanto envidiosa acerca de una estancia solo turística. Sin embargo, los tangos de Discepolín pudieron ser escuchados en el cabaret Casablanca esa misma semana y, dado el éxito obtenido, la pareja ofreció un recital en el Palacio de la Música a principios de marzo (La Voz, 2-III-1935).

La militancia de Javier Bueno, Manuel Navarro Ballesteros y Julián Zugazagoitia parece incompatible con el mundo de los tanguistas, y menos con «las tanguistas», unas mujeres de un turbio vivir que proliferaron durante las noches del período republicano. Aquellas letras cargadas de pesimismo sobre la condición humana pasarían desapercibidas para quienes vivían por entonces «la bella esperanza de la fraternidad», aunque fuera en una cárcel a raíz de lo sucedido en octubre de 1934. Otros colegas estaban más acostumbrados al relativismo moral y albergarían dudas al respecto. Todos, pronto, demasiado pronto, supieron que la vida puede quebrarse por culpa de unos militares sublevados. El consiguiente dolor les mordió y las ayudas escasearon. No de forma absoluta como en el tango, que para eso forma parte de la ficción, pero sí de una manera dramática porque mediaban condenas a muerte por dibujar caricaturas o escribir artículos. El caso de Fernando Perdiguero Camps es un ejemplo, aunque otros tuvieron consecuencias más lamentables porque en esas ocasiones se cumplió a rajatabla la fatalista premonición de Enrique Santos Discépolo.



Nota: el texto arriba reproducido es el prólogo al capítulo dedicado a Fernando Perdiguero Camps en Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945, Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de Alicante, en prensa.

lunes, 9 de octubre de 2023

La anciana Amalia Carvia Bernal, procesada por rebelión militar


La represión franquista, como cualquier otra, siempre tiene un componente dramático poco compatible con el humor. Los historiadores nunca debemos olvidar que estamos ante un conflicto entre victimarios y víctimas donde estas últimas sufren unas consecuencias a menudo trágicas. Sin embargo, el relato pormenorizado de los consejos de guerra permite observar momentos absurdos que provocarían la sonrisa de no mediar el citado componente dramático para las víctimas.
Uno de esos momentos es el consejo de guerra instruido contra la feminista, librepensadora, masona y periodista Amalia Carvía Bernal, que fue detenida en Valencia poco después de finalizar la Guerra Civil. La gaditana nació el 12 de mayo de 1861 y, por lo tanto, en el momento de su detención estaba a punto de cumplir los ochenta años. La viuda y maestra en 1934 había sido nombrada Caballero de la Orden de la República. El nombramiento no contemplaba por entonces la necesidad del lenguaje inclusivo, pero doña Amalia lo celebró con un banquete en Valencia y fue retratada según la vemos en la imagen de arriba, que se encuentra depositada en la Biblioteca Digital Valenciana y me ha sido facilitada por su biógrafo Manuel Almisas.
No hace falta recurrir a la imaginación para suponer que, cinco años después, la venerable viuda no luciría con más fiereza para hacer verosímil su participación en una rebelión militar. Lo absurdo de la acusación nunca fue admitido por el tribunal militar, que sobreseyó el caso, pero la remitió al Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Allí sería finalmente condenada a la «inhabilitación absoluta perpetua». Vista la edad y la situación de la procesada, la sentencia sería de improbables efectos prácticos, pues la viuda ya no pretendería ocupar un puesto en la gerencia o el consejo de administración de alguna empresa, sea pública o privada.
El absurdo del proceso y la posterior condena habría asombrado al mismísimo Pedro Muñoz Seca, asesinado por los republicanos y hombre de buen humor, que en La venganza de Don Mendo, acto II, nos regaló unos versos de obligado recuerdo cuando lo hiperbólico del lenguaje contrasta con la realidad tantas veces mixtificada por ese mismo lenguaje:
Siempre fuisteis enigmático
y epigramático y ático
y gramático y simbólico,
y aunque os escucho flemático
sabed que a mi lo hiperbólico
no me resulta simpático.
Lo dicho, a nosotros tampoco nos "resulta simpático" ese lenguaje dispuesto a justificar la violencia represiva, incluida aquella que cae en el ámbito de lo absurdo y hasta risible.

jueves, 5 de octubre de 2023

Santiago de la Cruz, periodista condenado a muerte


 

Santiago de la Cruz Touchard (1901-1968) es el letrista de canciones como «Gol del Madrid» o «¡Viva la mujer!», incluso de «El negro salió mandanga», que nos remiten a un autor tan popular como ocurrente en el mundo de las variedades. La relación de estos y otros muchos títulos similares no cuadra con la imagen habitual de un literato comprometido, pero el madrileño también era un militante comunista que alcanzó el grado de Mayor Jefe de la 1ª Brigada de Caballería, según consta en la documentación del CDMH, y escribió en Mundo Obrero desde septiembre de 1936 hasta enero de 1937. En la página cinco del número correspondiente al 12 de septiembre de 1936 le vemos fotografiado mientras entrevista al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, el comunista Jesús Hernández (p. 5), a quien volvería a entrevistar el 26 del mismo mes para reclamar «¡Escuelas, muchas escuelas!». Santiago de la Cruz Touchard también se desplazó a Toledo para dar el 9 de septiembre la última hora del asedio al Alcázar y entrevistó en Madrid al teniente coronel Emilio Herrera, un «sabio» que publicaba artículos sobre aeronáutica en la prensa soviética (15-IX-1936). Más adelante, quien compartía la cabecera con César Arconada escribió sobre la necesidad de militarizar las milicias (14-X-1936) y defendió la creación de la Guardia Nacional Republicana como alternativa democrática a la Guardia Civil (3-XI-1936). La trayectoria de Santiago de la Cruz Touchard como periodista de Mundo Obrero fue tan intensa como fugaz, pues el letrista de canciones frívolas resultó movilizado y pasó a combatir el fascismo con las armas.

Al finalizar la guerra, su militancia antifascista tan alejada de los parámetros habituales en la investigación académica le llevó a dos sumarísimos de urgencia y el 16 de enero de 1940 fue condenado a muerte por un tribunal militar. A diferencia de lo sucedido con Manuel Navarro Ballesteros, su compañero de redacción, el general Franco no lo incluyó entre los destinados al paredón y Santiago de la Cruz Touchard vería conmutada la pena por otra de treinta años que luego pasó a ser de veinte. Finalmente, después de cinco años de cárcel en cárcel, el periodista, dramaturgo y letrista salió en libertad condicional o «atenuada» el 19 de mayo de 1944. La vida debía comenzar de nuevo a los cuarenta y cuatro años y, el 12 de octubre de 1946, Día de la Raza, el represaliado solicita el indulto al capitán general de la I Región Militar.

La documentación del sumario 38819 del AGHD está repartida en dos entradas del catálogo por un error en la transcripción del segundo apellido, Tuuchard. El citado no incluye la instrucción y la sentencia del consejo de guerra. Los archiveros han subsanado el problema y en adelante el sumario podrá ser consultado en su totalidad. A la espera de la correspondiente copia, suponemos que la instrucción correría a cargo del Juzgado Militar de Prensa encabezado por Manuel Martínez Gargallo. La producción periodística del encausado es notable por la filiación política del medio donde apareció y estos casos solían ser competencia de la especialización del citado juez y sus secretarios, que por fortuna tuvieron dificultades para acceder a los fondos de Mundo Obrero y realizar los correspondientes informes sobre unos artículos convertidos en pruebas de cargo.

Tampoco conocemos todavía la composición del tribunal que lo condenó a muerte por el delito de rebelión militar, pero es fácil adivinar que los militares no tendrían demasiadas dudas al respecto sabiendo la filiación política del letrista de «Mi carioca» y, además, su participación como oficial en el ejército republicano. Santiago de la Cruz Touchard sería condenado por el delito de rebelión militar, que se utilizó por entonces a modo de comodín de imposible justificación histórica. Los cinco años pasados en aquellas cárceles -siendo uno de los trece presos que protagonizaron un acto de protesta en el temible penal de Valdemoceda (Burgos) en el invierno de 1941- le dejarían sin el humor necesario para volver a escribir «¡Tira p’a Jeré! ¡Arre, caballito!», la zambra con música del popular maestro Quiroga que le daría días de gloria cuando en colaboración con Serafín Adame estrenó ¡Yo soy un señorito! en octubre de 1938 (véase la entrada del pasado 28 de septiembre). De hecho, a resultas de aquel acto de rebeldía contra el adoctrinamiento jesuítico en el penal burgalés fue trasladado, junto al historiador del arte Juan Antonio Gaya Nuño (AGHD, 3560), a Las Palmas, donde estaba localizado uno de los penales con fama de aniquilar cuerpos y almas.

Vista la oportunidad de cerrar este capítulo de palizas carcelarias, batallones de trabajo y penales similares a un campo de concentración nazi, Santiago de la Cruz Touchard pidió el indulto, pero el fiscal lo informó desfavorablemente el 29 de abril de 1947. Y, además, añadió una nota poco habitual en estos documentos que prueba la especial inquina contra el comunista del mundo de las variedades: «Otrosí digo: caso de ser indultado el rematado, dados sus antecedentes, debe previamente acreditarse si ha presentado a su debido tiempo la declaración retractación a que le obliga el art. 7 de la Ley de 1 de marzo de 1940 (BO, n.º 62) y, caso afirmativo, que se un testimonio de la resolución dictada por el Tribunal de la Masonería y el Comunismo». El objetivo resulta evidente: el rojo en cuestión no debía quedar en paz en su domicilio de la calle García Morato, n.º 107 y el TERMC completaría la labor represiva iniciada con el consejo de guerra.

Lo incompleto del sumario citado, a la espera de analizar también el 54703 del AGHD, impide conocer el desarrollo del consejo de guerra, pero al menos hay copia de lo que fue considerado como hechos probados para condenar a Santiago de la Cruz Touchard por rebelión militar: «Al estallar el Glorioso Movimiento Nacional colaboró como redactor de Mundo Obrero, dejándolo en octubre de 1936 [el dato es erróneo] por enrolarse como voluntario en el V Regimiento, donde le hicieron comandante de Caballería y, más tarde, jefe de la Brigada de Caballería, así como también desempeñó el cargo de jefe de una Escuela de Capacitación. Exaltado izquierdista, fue un elemento preponderante en el PC. Su labor como redactor de Mundo Obrero consistió en el servicio de información en departamentos oficiales». Los datos son parcialmente erróneos, pero es indudable que el instructor y el fiscal actuaron conociendo la trayectoria del antifascista. De acuerdo con el catálogo de la BNE, en 1925 había publicado la novelita Pecados que Dios perdona con la probable sonrisa de un paternalismo comprensivo en materia tan venial como pecaminosa. Los vencedores dijeron actuar en nombre del Altísimo, pero Santiago de la Cruz Touchard comprobaría que puestos a perdonar fueron menos magnánimos.

A pesar de estos antecedentes del «rematado» que en Valdemoceda permaneció de pie frente al Santísimo en el transcurso de una solemne misa, el auditor general le declaró indultado el 5 de mayo de 1947, aunque lo pone a disposición del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Allí continuaron sus penas como tantos otros represaliados de unos tribunales casi superpuestos para evitar cualquier escapatoria. No obstante, por lo pronto el capitán general de la I Región Militar firmó la concesión del indulto el 17 de mayo de 1947.

La citada fecha marcaría el inicio de una nueva etapa de su vida que requería el silencio con respecto al pasado de la militancia antifascista, incluso en el ámbito familiar. Gracias al coraje y el trabajo de su compañera, la familia de Santiago de la Cruz superó los años más duros de la represión. No obstante, cuando pudieron marcharon a Méjico en busca de un futuro que en España se le había negado. Allí el letrista estableció contactos que resultarían decisivos para encontrar un hueco en la vida laboral. Según su amigo del mundo teatral Fernando Collado (pp. 621-2), Santiago de la Cruz Touchard volvería a reanudar sus quehaceres profesionales como corresponsal en Madrid de periódicos mejicanos y empresas publicitarias. Asimismo, su simpatía y calidad humana le llevaron a ser jefe de relaciones públicas de diversas agencias internacionales. Estas actividades le permitirían salir adelante hasta 1968, cuando falleció en Madrid, pero es probable que en su fuero interno recordara los tiempos de la II República y hasta se sintiera orgulloso de que Rafael Alberti le dedicara, según su citado amigo, el conocido poema Galope, aquel popularizado por Paco Ibáñez y tantas veces cantado en los mítines o recitales del antifascismo: «¡A galopar,/ a galopar,/ hasta enterrarles en el mar!». Tal vez Santiago de la Cruz Touchard recordara los conocidos versos, pero los llevaría en el exclusivo bagaje de los recuerdos íntimos, que ni siquiera podría compartir con los amigos del buen humor encabezados por el crítico cinematográfico Alfonso Sánchez.

Ahora solo queda investigar en profundidad este caso para que sea incluido en el segundo tomo, o la ampliación, de Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de Alicante, en prensa).

 


martes, 3 de octubre de 2023

Antonio Agraz, anarquista y desesperado


 

La documentación de los sumarios instruidos durante la posguerra aporta una información válida para conocer la historia de la represión franquista. Los datos sobre fechas, diligencias, providencias, informes… permiten jalonar las diferentes actuaciones judiciales y las consecuencias penales de las mismas, así como la mentalidad de quienes protagonizaron un sistema represivo cuya argumentación a menudo linda con lo absurdo si la observamos a la luz de una lógica judicial. El análisis de cada sumario facilita ejemplos en este sentido, que vamos sumando en el relato histórico con la inevitable repetición de motivos y sin el asombro de quien, horrorizado, observa el grado de cinismo y mediocridad presente en estas actuaciones donde lo peor siempre era posible.

No obstante, al final de cada capítulo queda una razonable duda sobre las voces de las víctimas, limitadas a sus respuestas recogidas en las indagatorias o los interrogatorios. Y las firmas, cuya nerviosa caligrafía invita a pensar en una inseguridad fácil de suponer. Estas huellas ayudan a imaginar la actitud de quienes carecían de verdaderos abogados defensores y en los sumarios solo hablan a través de lo documentado por sus victimarios. Algo percibimos, pero mucho queda en el tintero y el historiador se ve obligado a lanzar hipótesis derivadas de la lógica de la observación, aquella que enseña a percibir una realidad a menudo ocultada por la documentación, sobre todo cuando la misma responde al control de una dictadura que estaba dando los pasos para terminar la guerra con una aplastante victoria donde el enemigo quedara aniquilado.

Los escasos testimonios conservados dificultan saber acerca de lo sucedido con las víctimas que, tras la condena en un consejo de guerra, acabaron saliendo en libertad condicional después de pasar por las temibles cárceles de la posguerra. Los datos recopilados indican distintas suertes, desde la de aquellos que consiguieron reintegrarse social y laboralmente con una relativa facilidad hasta la de quienes solo salieron a la calle para percibir que su mundo estaba acabado. Las consiguientes reacciones varían, pero resulta fácil adivinar motivos para la desesperación ante la precariedad de la situación económica, el final de las ilusiones, la muerte o el exilio de los amigos y la desaparición de un mundo condenado a las catacumbas de la clandestinidad.

En ese marco, verdaderamente duro y oculto, la embriaguez podía ser una alternativa. Así lo pudo pensar el poeta anarquista Antonio Agraz (1905-1956), que fue procesado el 14 de octubre de 1939 por el Consejo de Guerra Permanente n.º 1 (sumario 34970). La sentencia fue de doce años de reclusión por haber escrito el romancero libertario del periódico CNT y formar parte de quienes vieron en la poesía, una de escasos vuelos literarios, un arma para la resistencia antifascista. El 25 de enero de 1940 le conmutaron la condena por otra de seis años y, aunque la documentación no permita saber la fecha exacta, poco después saldría en libertad condicional o atenuada. A la vista de otros casos cercanos, Antonio Agraz tuvo una relativa suerte y hasta pudo sentir algo de alivio comparativo, pero todo parece indicar que se convirtió en un alcohólico. Las razones no le faltarían, al margen de que también pudiera tener antecedentes y hasta un comportamiento poco acorde con la ingenua tipificación de las víctimas de aquella posguerra.

El 24 de abril de 1942, el empleado José López-Palacios Meras y el zapatero Ramón Pérez González comparecieron en la madrileña comisaría del distrito de Palacio. El motivo era la denuncia que presentaron contra Antonio Agraz, de cuarenta y tres años, soltero y periodista en paro, a quien prácticamente detuvieron en la taberna Fabas, sita en la calle de Las Fuentes. De acuerdo con las declaraciones de los denunciantes, el poeta era un borracho habitual entre la clientela de dicho establecimiento y tenía antecedentes por manifestaciones injuriosas contra S.E. el Generalísimo, la División Azul y el franquismo en general. El empleado y el zapatero se sentían molestos por esta conducta y el citado día decidieron actuar en consecuencia. A tenor de la denuncia, el poeta «volvió a hacer las mismas manifestaciones, haciendo resaltar su condición de anarquista y volviendo a insultar a nuestro Caudillo, ridiculizando a la División Azul y otros organismos del Estado [sic] de una manera descarada, causando la repulsión de cuantos se encontraban en el referido establecimiento por hacer estas manifestaciones a grandes voces».

El empleado y el zapatero nunca aportaron el supuesto testimonio de quienes habían mostrado su repulsión por la conducta del alcohólico. Al contrario, el propietario del establecimiento, un camarero y otros clientes solo reconocieron la habitual embriaguez de quien podía resultar molesto por esa condición, pero en sus declaraciones no les constaba injurias contra las jerarquías o las instituciones del régimen. La contradicción de estos testimonios con respecto a la denuncia poco importaba a efectos de la instrucción de un consejo de guerra por parte del coronel Eladio Carnicero Herrero. Tal vez consciente por experiencia de esta circunstancia, Antonio Agraz se muestra en las declaraciones tan lacónico como resignado. En la citada comisaría, instantes después de comparecer sus denunciantes, el anarquista se limitó a declarar «que no es cierto que haya hecho manifestaciones políticas de ninguna clase en el establecimiento de la calle de Las Fuentes, ignorando por tanto el motivo de la detención». Poco o nada más añadiría a lo largo del proceso, pues el poeta siempre se limitó a ratificar lo dicho inicialmente sin dar explicaciones o excusas ante la acusación de haber injuriado a S.E. el Generalísimo.

El denunciado pasa a continuación a la Dirección General de Seguridad, donde una vez consultados los antecedentes aparece que «los tiene por sus ideas izquierdistas, haber sido redactor de los periódicos rojos CNT y Tierra, habiendo sido detenido en 1939 y puesto en libertad por Orden Ministerial». Antonio Agraz no solo era un alcohólico deslenguado, sino un rojo con antecedentes. Como tal pasa al juzgado militar, donde declararía curiosamente el mismo 24 de abril de 1942. El día debió ser intenso para el poeta, que se ratifica ante el juez con respecto a lo declarado en la comisaría, reconoce ser un cliente habitual de la taberna Fabas y, a la vista de los antecedentes, añade que «ha sido condenado a la pena de seis años y un día y en la actualidad se encuentra disfrutando los beneficios de la libertad condicional».

Las denuncias de la época obligaban a comparecer en varias ocasiones para repetir los motivos de las mismas. Así, el 1 de mayo de 1942 el empleado y el zapatero se presentaron ante el juez instructor para ratificar lo dicho en la comisaría, sin añadir algún otro detalle que permitiera albergar una mayor seguridad con respecto a la veracidad de la denuncia. La misma ya había empezado a quedar en entredicho el 27 de abril, cuando el propietario de la cantina afirma que Antonio Agraz era un cliente habitual que solía ir borracho, molestando incluso a los demás parroquianos en algunas ocasiones, pero que «no tiene noticias de que hiciera o pronunciara insultos a S.E. el Generalísimo o hablara en contra de la División Azul».

El testimonio del propietario es ratificado dos días después por el camarero Heriberto Peláez Rodríguez y el parroquiano Feliciano Toribio Casas, que no parecen compartir el afán punitivo de los escandalizados denunciantes. Al contrario, consideran al anarquista como un borracho, pero sin añadir el agravante de unas injurias que por entonces estaban duramente penalizadas. Si las verbalizó en algún momento, todo quedaría entre parroquianos y colegas de vinos. No obstante, los denunciantes, por vete a saber qué motivos, reconocen tener ojeriza al poeta y decidieron ir por el camino de la comisaría. A partir de ese momento, su testimonio acusatorio prevalecería con respecto a todos los demás. En un juzgado militar de la época las pruebas de cargo siempre pesaban más que las de descargo, hasta el punto de que estas últimas podían ser obviadas sin justificación alguna.

Antonio Agraz pasaría la resaca en la cárcel de Yeserías recordando que había sido previamente condenado por la redacción de «unas coplas en forma de sátira chabacanas contra los ideales que forma el Glorioso Movimiento Nacional» (sumario 34970). Los antecedentes eran negativos, pero la instrucción del sumario debía perfilarse mejor. Así, el 29 de mayo de 1942 el auditor devuelve el sumario al coronel Eladio Carnicero Herrero para que los denunciantes concreten las palabras o frases dichas por el denunciado. Ramón Pérez González se limita a ratificar lo ya declarado, pero el 17 de junio de 1940 su colega parece tener mejor memoria o una voluntad de perjudicar al poeta. José López Palacios afirma haberle oído decir «soy anarquista, así como algo de la División Azul, como mofándose y que no puede precisar lo que decía […] habiendo manifestado que nuestro Generalísimo Franco era un cabrón». A pesar de que no hubiera testigos que ratificaran la declaración, a partir de ese momento procesal y a todos los efectos Antonio Agraz había insultado al general Franco. El tribunal lo consideraría un hecho tan probado como indubitable basándose en el testimonio de quien reconoció ante el instructor no poder precisar lo dicho por el parroquiano de la taberna Fabas.

A la vista de la injuria al Generalísimo, el 10 de agosto de 1942 el auditor aprecia «indicios racionales de responsabilidad criminal por parte del encartado» y ordena el correspondiente sumarísimo de urgencia, donde dichos indicios se convertirían en hechos probados sin necesidad de pruebas o nuevos testimonios. El 16 de noviembre, mientras el poeta permanecía en la cárcel de Yeserías, se dicta el auto de procesamiento. A resultas del mismo, el 4 de marzo de 1943 Antonio Agraz vuelve a declarar ante un juez militar, ratifica que no insultó a ninguna jerarquía o institución en la taberna y afirma que no puede designar testigos porque ignora quienes estaban en el establecimiento el día de autos. Lo mismo sucedería con los denunciantes, pero en el caso del denunciado con antecedentes esta circunstancia era un agravante como preámbulo de una condena.

El 18 de marzo de 1943, el auditor eleva los autos al plenario del consejo de guerra y cinco días después el fiscal solicita una condena de ocho años de prisión para el deslenguado. El 14 de abril leyeron los cargos a un probablemente resignado Antonio Agraz y el 5 de mayo se constituyó el consejo de guerra presidido por el comandante Gonzalo Frutos Pérez, que no tendría reparo alguno ante lo instruido por un superior. Sin aportar una sola prueba ni ponderar la contradicción existente entre los distintos testimonios recabados, el tribunal delibera ese día acerca de lo protagonizado en la taberna por un poeta que calla durante el consejo de guerra. La deliberación debió ser de trámite, pues ese mismo 5 de mayo de 1943, un año, un mes y doce días después de haber sido detenido por segunda vez, Antonio Agraz resultó condenado a ocho años de prisión por injurias a S.E. el Jefe del Estado. La aparición del término «cabrón» fue determinante a la hora de encontrar algo concreto en que basarse, aunque solo estuviera respaldado por un testimonio en contradicción con otros presentes en la taberna.

El auditor ratifica la condena el 24 de mayo de 1943 y, de acuerdo con la documentación que obra en el sumario 113893 del AGHD, la pena del poeta anarquista Antonio Agraz quedaría extinguida el 24 de abril de 1950. Tal vez para esa fecha ya estuviera muerto, pues su vida tras la guerra quedó sumida en el anonimato, la pobreza y la desesperación con borrachera incluida. Mal asunto en términos de supervivencia.


domingo, 1 de octubre de 2023

¿Amenazó el fotógrafo Casariego a su colega Santos Yubero?


La consulta de los sumarios depositados en el Archivo General e Histórico de Defensa, de Madrid, a veces deja interrogantes de difícil respuesta. A lo largo de estas últimas semanas he analizado el sumario 123150 del citado archivo, donde se da cuenta de un rocambolesco proceso seguido contra una docena de represaliados del franquismo que, según la Brigada Político Social, en 1943 pretendía fundar un grupo de oposición radicado en el madrileño local de Fotografía Mendoza, un entresuelo de la céntrica calle del Carmen arrendado por el fotógrafo José M.ª Díez Casariego porque ya no podía publicar sus excelentes reportajes en la prensa nacional. 
El trabajo aparecerá en el segundo volumen de Las armas contra las letras. Los consejos de guerra contra periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de Alicante, en prensa) y está prácticamente terminado. Sin embargo, algunas interrogantes necesitarán nuevas búsquedas o quedarán sin respuesta porque la documentación conservada no da cuenta de todo lo sucedido en aquella tertulia de represaliados donde dos fotógrafos, tres extras cinematográficos, un militar apartado por los vencedores, un estraperlista mujeriego, un corredor de embutidos y el dependiente de una carbonería conspiraban contra la dictadura porque debían estar preparados ante la inminente victoria de los aliados en la II Guerra Mundial. Y, tal vez, toda esa labor de subversión se llevó a cabo con la ayuda de «un tal Julito», dependiente de una tienda de ultramarinos y vendedor de tabaco rubio de contrabando. Por si faltara algo, en la historia recreada en el sumario intervienen un borracho de muy mal beber cuando regresaba a casa, una soprano harta de aguantar al viejo marido, una esposa engañada que sacaba adelante a sus hijos, una amante embarazada tras saber que los divorcios de la etapa republicana ya no eran válidos y «un tal Cuenca», que durante años consiguió burlar la persecución de la Brigada Político Social.
Uno de los misterios del sumario 123150 es el sentido del dibujo arriba reproducido. El mismo fue incautado por la Brigada Político Social en el local de Fotografía Mendoza y se encuentra en la quinta página de un bloc repleto de anotaciones contables del propietario, el fotógrafo José M.ª Díez Casariego. La calavera con un puñal clavado y la hoz y el martillo en el parietal izquierdo aparece junto a un texto: «Al ladrón y traidor de Santos Yubero en recuerdo de su representación gráfica de la Unión Soviética».
El fotógrafo Martín Santos Yubero (1903-1994) durante la Guerra Civil colaboró en destacados diarios republicanos de Madrid (ABC, Ahora, Crónica, La Libertad, La Voz y Mundo Gráfico) y fue nombrado secretario de la Unión de Informadores Gráficos de Prensa, a la que también pertenecía José M.ª Díez Casariego de acuerdo con la documentación incautada en su local. La diferencia es que este último fue un represaliado, a pesar de haber colaborado probablemente con la Quinta Columna, mientras que Martín Santos Yubero de forma sorpresiva pasó a ser uno de los fotógrafos oficiales del general Franco e, incluso, el fotógrafo de cabecera de Carmen Polo de Franco.
José M.ª Díez Casariego, según el testimonio de Diego San José, durante los últimos meses de la guerra buscó la manera de caer en blando ante la inminente derrota. Su comportamiento provocó el recelo de los colegas de Heraldo de Madrid y, además, fue el protagonista de anécdotas poco acordes con la ética de la coherencia. El represaliado que se inventó una condena a muerte no podía exigir demasiado en términos de coherencia, pero tal vez mostrara su indignación ante el comportamiento tornadizo del colega y hasta se vengara con un dibujo que parece ser una clara amenaza. 
Al margen del todavía desconocido origen del enfrentamiento entre ambos colegas, el verdadero misterio radica en que ni la Brigada Político Social ni los instructores del consejo de guerra investigaron o preguntaron al respecto. La justificación dada por José M.ª Díez Casariego acerca de la procedencia del bloc incautado es inverosímil, pero quedó registrada sin que los citados añadieran preguntas o diligencias. Y, además, la prueba desapareció en el auto resumen remitido al plenario del consejo de guerra. 
Nadie quiso indagar en los motivos por los cuales Martín Santos Yubero, su calavera, aparece en un inquietante dibujo con todas las apariencias de una venganza no exenta de amenaza. Si los policías y militares callaron al respecto, el historiador debe intentar averiguar los motivos de ese dibujo, aunque los mismos probablemente se relacionen con una época donde muchos intentaron caer en blando y otros lograron perdones insólitos. El «Camarada Matías», el empresario teatral Matías Colsada, no fue el único protagonista de estos milagros en unos tiempos de represión que, vistos con lupa, albergan historias capaces de matizar cualquier caracterización acerca de las víctimas y los victimarios.