domingo, 29 de octubre de 2023
Las armas contra las letras, en prensa y en la prensa
viernes, 27 de octubre de 2023
El periodista Francisco Escola Besada seguía en el punto de mira
Foto: coronel Enrique Eymar Fernández
Los represaliados del franquismo siempre estaban en el punto de mira de la represión, aunque ya hubieran pasado por las cárceles y procuraran vivir en silencio su derrota. El periodista gaditano Francisco Escola Besada ejemplifica esta circunstancia propia de una condición indeleble a partir de una Victoria donde se era vencedor o vencido, con todas las consecuencias y a perpetuidad, siempre que las habilidades personales no obraran milagros de difícil e indecorosa explicación. Los hubo; y con el añadido de no dejar huellas documentales más allá del asombro provocado, en algunas ocasiones, por sus resultados verdaderamente milagrosos.
Francisco
Escola Besada fue redactor de La Libertad durante la Guerra Civil y
censor de prensa nombrado por el ministro de Gobernación Ángel Galarza, según
declarara el periodista en el sumario seguido contra los miembros de la Alianza
Republicana (AGHD, 139.728). Ambas tareas las llevó a cabo en Madrid hasta la
entrada de las tropas del general Franco. El militante de Izquierda Republicana
que había sido gobernador civil de Castellón desde abril de 1931 hasta junio de
1933, además de masón entre 1909 y 1921, reunía todos los atributos para que
las autoridades militares le instruyeran un sumarísimo de urgencia. Sus consecuencias serían preocupantes a la vista de lo sucedido con los compañeros
de las cabeceras republicanas. Sin embargo, y por razones que ignoramos,
Francisco Escola Besada se libró de sufrir ese destino común entre los
dedicados a las hojas volanderas que definiera Ramón M.ª del Valle-Inclán en Luces
de bohemia (1924).
La
buena suerte durante la inmediata posguerra le haría confiado y discreto a sus
casi sesenta años, cuando el periodista procuraría pasar desapercibido en su
domicilio de la calle Infantas, 23, entresuelo derecho. Lo peor de la represión
había quedado atrás, pero la casi olvidada presencia en la logia Progreso, de Madrid,
dejaría alguna huella documental en Salamanca, que al cabo del tiempo
reaparecería para desgracia del azañista. Francisco Escola Besada fue detenido
en abril de 1943 y puesto a disposición del TERMC (CDMH, ficheros 70, 76 y 77),
que acabó condenándole a veinticinco años de prisión. La amortización de la
pena le habría llevado a fechas solo imaginables en un nonagenario. Sin
embargo, por fortuna el 15 de enero de 1945 salió en libertad provisional o
atenuada, con la obligación de presentarse mensualmente en la Dirección General
de Seguridad. El periodista podía pasear por la calle, pero se sentiría
controlado y, a su edad, las ganas de aventuras políticas eran tentaciones del
pasado. Su concreción en un presente tan coercitivo suponía una quimera.
Los
relatos de los sumarios despiertan la imaginación del historiador. Al salir de la cárcel, los
represaliados debían tener un imán especial, casi inexorable, y terminaban
encontrándose por las calles de Madrid. Además de recordar los tiempos pasados
en la prisión a la búsqueda de la supervivencia, los camaradas o simpatizantes
tomaban café y, de acuerdo con las declaraciones, incluso hablaban de la
situación política. Eso sí, en términos genéricos y meramente reflexivos o
teóricos. La Brigada Político Social no les solía creer y sospechaba que,
cuando dos o tres de ellos tomaban demasiados cafés juntos, había un inicio de
confabulación contra el régimen. La consiguiente actuación no se hacía esperar.
Francisco
Escola Besada conocía al abogado Justo Feria Salvador, un republicano de
cincuenta y dos años que a veces aparece como José en el extenso sumario. Ambos
correligionarios habían coincidido en la cárcel, se encontraron casualmente en
Madrid y, a partir de ese momento, cambiaron «impresiones sobre la situación
política y sus esperanzas en que el triunfo de las Naciones Unidas redundara en
beneficio de la causa republicana», según la declaración del 16 de febrero de
1947 ante los agentes de la Brigada Político Social. La fecha es sorprendente
si olvidamos la reiterada voluntad de reconstruir los sumarios con una
cronología ficticia y algo singular. De hecho, en la posterior declaración del
periodista ante el coronel Enrique Eymar Fernández, responsable de la
instrucción, aparece que Francisco Escola Besada fue detenido el 17 de febrero
de 1947; es decir, un día después del interrogatorio al que le sometió la
Brigada Político Social. Los reconstructores de los sumarios, o quienes los
redactaban cuando ya estaban más o menos finalizados, nunca tuvieron excesivo
cuidado en lo referente a la coherencia cronológica.
El
problema para Francisco Escola Besada es que el amigo también en libertad
provisional estaba siendo investigado porque su bufete era el centro de reunión
de varios republicanos. El periodista acudió al mismo en reiteradas ocasiones
«conversando siempre sobre sus aspiraciones e ideales políticos». Allí encontró
a su colega Manuel Otero Seco y otros republicanos, pero el redactor de La
Libertad dice desconocer la existencia de una clandestina Alianza
Republicana, que estaría promoviendo Justo Feria Salvador para agrupar distintos
colectivos políticos, sociales y culturales. Es más, el veterano periodista era
pesimista con respecto a la futura reunificación de los republicanos y, por su
edad, los promotores de esa alianza tampoco confiarían demasiado en sus
posibilidades de contribuir al empeño. El antiguo masón lo reconoce; aunque sin
lamentarlo, claro está.
Así
declara Francisco Escola Besada ante la Brigada Político Social poco después de
haber vuelto a la prisión, que a su edad ya era un grave peligro para la salud
con independencia de la futura condena. El 24 de febrero de 1947, el abogado
Feria Salvador ratifica lo dicho por su amigo: «en las conversaciones
sostenidas con un tal Escola no ha existido más que comentarios y anécdotas del
tiempo viejo por ser un periodista del parlamento y buen conocedor de la
política antigua». El coronel Enrique Eymar Fernández interroga como instructor
al redactor de La Libertad al día siguiente. Francisco Escola Besada ratifica lo dicho en la
primera declaración, pero matiza un párrafo que le parecería comprometedor. En concreto, no era verdad que ambos amigos cifraran sus esperanzas
en «el triunfo de las Naciones Unidas», pues en sus amistosas reuniones «no se
habló más que de la cuestión política en general, sin tratar del beneficio para
la causa republicana del triunfo de las Naciones Unidas». Quien citara a Víctor
Ruiz Albéniz como avalista nunca pensó que el organismo internacional pudiera
alterar el discurrir político de la dictadura. Al menos, según una declaración
donde la presencia del coronel, aunque resultara intimidatoria, debió ser menos
coercitiva. La circunstancia se repite en otros muchos sumarios de la época.
Enrique
Eymar Fernández pensaría que, habiendo tantos comunistas dispuestos a la
subversión en las calles madrileñas, apenas merecía la pena insistir en el caso
de un anciano republicano que discutía solo en términos teóricos y sin salir de
su declarado pesimismo. El 1 de marzo de 1947, el coronel escribe al capitán
general de la región militar y le propone la libertad provisional del
periodista. La misma le llegaría trece días después, pero con la obligación de
presentarse mensualmente en la Dirección General de Seguridad. Vista la
cantidad de personas con esa obligación, suponemos que
la espera en aquellos pasillos debió ser un acto tan habitual como masificado. La
correspondiente foto no me consta, de la misma manera que no he encontrado
todavía otras que testimoniaran estos actos administrativos, jurídicos o
policiales. Ni siquiera en Redención, donde Martín Santos Yubero
prefería mostrar presos atentos a las sabias palabras de Amancio Tomé, el director de la cárcel de Porlier que les
arengaba para devolverlos a la buena senda.
La
voluminosa instrucción del caso de la Alianza Republicana, que afectó a más de
una docena de viejos republicanos, siguió adelante. En lo que respecta a
Francisco Escola Besada, la Guardia Civil redacta un informe el 26 de noviembre
de 1947. El mismo reitera circunstancias de filiación ya presentes en el
sumario y añade una conclusión: el represaliado «es persona de ideal
izquierdista y está considerado desafecto al Régimen». Cinco días después, la
Dirección General de Seguridad reitera los datos acerca del periodista, pero
añade que «observa buena conducta haciendo una vida retraída y se le considera
como desafecto al Régimen». Este último rasgo era, como es lógico, indeleble y
permitía encasillar al afectado como sospechoso habitual sin necesidad de pruebas.
El derecho de autor imperante durante el franquismo no precisaba de estas últimas.
Un sesentón republicano ya no suponía demasiado peligro cuando
había pasado una buena temporada en la cárcel y, además de pesimista, hacía
vida retraída. El 10 de enero de 1948, el auditor general Ramón de Orbe
ratifica la orden de libertad provisional dada por el juez instructor y
Francisco Escola Besada, junto a otros republicanos, se libró de ser procesado
en el consejo de guerra que presidiera el teniente coronel Domingo Martínez de
Pisón y Nebot el 12 de marzo de 1948. Ese día varios recalcitrantes, a los ojos
de los militares, fueron condenados a penas menores por su intento de organizar
una Alianza Republicana capaz de agrupar a quienes podrían verse beneficiados
por «el triunfo de las Naciones Unidas».
Las
condenas fueron desde los seis años del citado abogado hasta uno para algunos
de los correligionarios. Nada que ver con las dictadas
cuando los procesados eran comunistas o similares. La verdadera cuestión era
mantener controlada cualquier posibilidad de disidencia, por minoritaria o
moderada que pudiera resultar. Así ningún viejo republicano albergaría la
tentación de alterar su «vida retraída». El periodista Francisco Escola Besada
tomó buena nota y sus huellas se perdieron hasta el presente. Ni siquiera tuvo
la ocasión de justificar su pesimismo. El origen del mismo radicaría en la
condición de quien, cumplidos los sesenta, sabría de una derrota sin tiempo
para abrigar la esperanza, aunque fuera la remota de unas Naciones Unidas donde
nadie manifestó preocupación por estas historias tan menores como anónimas.
Ahora solo merecen la atención de quienes cultivamos la microhistoria
documentada porque el resto de las metodologías, en cierta medida, tiende a la especulación, que permite afirmaciones contundentes y hasta imaginativas.
miércoles, 25 de octubre de 2023
Santiago de la Cruz: de novelista galante a redactor de Mundo Obrero
La preparación del segundo volumen de Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 me ha permitido conocer la trayectoria de Santiago de la Cruz Touchard (1901-1968), del cual ya hemos hablado en este blog con motivo de sus colaboraciones en el diario Mundo Obrero, que junto a sus actividades como miliciano le llevaron al procesamiento en consejo de guerra y posterior condena.
Uno de los datos hasta cierto punto sorprendentes de su trayectoria es que, antes de la Guerra Civil, era letrista de canciones populares como «Gol del Madrid» o «¡Viva la mujer!», incluso de «El negro salió mandanga», que por sus títulos parecen poco acordes con su militancia comunista y colaboración en el citado órgano del PCE. El recuerdo del caso de José Luis Salado, el director de La Voz, nos permite suponer que esta dualidad entre lo frívolo y lo comprometido no era tan extraña en aquella época de cambios tan drásticos como acelerados.
A la búsqueda de esos antecedentes de quien pasó por las cárceles franquistas antes de marchar a México, he consultado el volumen Pecados que Dios perdona (1925), donde el debutante Santiago de la Cruz y Touchard -la aristocrática «y» desaparecería durante la guerra- recopila cinco narraciones breves de carácter galante y con una orientación cercana a la de Álvaro Retana, a quien el joven narrador dedica el libro.
El volumen prologado por Juan Ferragut, otro habitual de la prensa republicana durante la guerra, agrupa los relatos titulados La loca del cuarto de azul, Pecados que Dios perdona, ¡Bendita ilusión!, La quería él y La venganza, todos en la línea de una literatura galante bastante menos atrevida que la de Álvaro Retana
El mismo volumen anuncia otras novelas del autor cuya aparición sería sucesiva: De la vida canalla, A conquistar Madrid con once reales -novela autobiográfica-, La odiosa familia y Muñecos de bazar, calificada como «novela no recomendable» para suscitar el interés del lector aficionado a los relatos galantes. Asimismo, al final del volumen se anuncia la inmediata aparición de Lo que estaba escrito. Un drama de la vida canalla, presentada como una «novela de emoción, fina sensualidad y arte».
El catálogo de la Biblioteca Nacional de España no da cuenta de estas obras, que ni siquiera sabemos si acabaron publicándose. La circunstancia es habitual en las colecciones de narraciones breves de los años veinte. No obstante, haremos nuevas búsquedas por si podemos localizar alguna de ellas, en especial la presentada como novela autobiográfica, porque nos interesa conocer la trayectoria de quien en 1925 se fotografiaba como un joven elegante capaz de poner una aristocrática «y» entre sus apellidos y, apenas diez años después, llevaba el casi reglamentario mono azul de los milicianos. Su evolución, como la del citado José Luis Salado, rompe los moldes de una bibliografía solo atenta a los nombres consagrados por el canon. Y, por cierto, recordemos que el singular Álvaro Retana también acabó en las cárceles franquistas, donde la frivolidad y la sensualidad de la galantería serían un lejano recuerdo.
martes, 24 de octubre de 2023
Miguel Hernández por primera vez en una imagen en movimiento
https://www.rtve.es/noticias/20231024/miguel-hernandez-primera-vez-video/2459077.shtml
Mientras tanto, ya he terminado la corrección de las pruebas de imprenta de mi nuevo libro, Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento, en prensa), que aportará más información acerca de la represión sufrida por el poeta oriolano y tantos otros escritores, periodistas y dibujantes que fueron encarcelados o fusilados por ejercer su derecho a la libertad de expresión.
jueves, 19 de octubre de 2023
La intrépida Aurora Bertrana Salazar y la masonería
La
trayectoria de la escritora Aurora Bertrana Salazar (1892-1974) cuenta con numerosos
alicientes para merecer una amplia bibliografía en los medios académicos. La
gerundense es hija de una figura destacada de las letras catalanas, pionera del
jazz interpretado por mujeres tras recibir una educación cosmopolita, feminista
moderada con una notable proyección pública, viajera desprejuiciada por mundos
exóticos, periodista políglota, activista cultural, diputada por ERC... y hasta
miembro de la masonería. Todas
estas facetas se acumulan a un ritmo intenso antes de la Guerra Civil, su
separación matrimonial y un exilio en Suiza desde junio de 1938 del que
volvería relativamente pronto, gracias a las gestiones de un familiar, para reencontrarse
con su madre y culminar la trayectoria literaria en su tierra natal. Entre
otros motivos, porque Aurora Bertrana Salazar era una mujer independiente
acostumbrada a salir adelante, necesitaba publicar para vivir y la pluma fue su
herramienta de trabajo.
La
biografía de esta mujer apasionante por las circunstancias que le tocó protagonizar
quedó reflejada en dos gruesos volúmenes de memorias -el segundo apareció con
carácter póstumo en 1975- y ha sido objeto de estudio en una amplia
bibliografía. He comenzado a consultarla con la esperanza de encontrar huellas
de la represión que durante el franquismo sufrió a manos del Tribunal Especial
para la Represión de la Masonería y el Comunismo. A falta todavía de algunos
títulos que no he podido localizar, la primera impresión es que este episodio
biográfico ha pasado desapercibido para la mayoría de quienes estudian su obra.
Tal vez porque su interés sea menor en comparación, por ejemplo, con el
exotismo de las crónicas viajeras por la Polinesia o la voluntad de abrirse
camino siendo una mujer independiente, incluso cuando estaba casada con un
ingeniero suizo que la acabó abandonando. En cualquier caso, la consulta de una
documentación que durante la posguerra reaparece de forma tan burocrática como
obsesiva hasta el absurdo resulta significativa, al menos para conocer el grado
de presión que podía ejercer la tupida red jurídica al servicio de la represión.
Incluso cuando la víctima, por la lógica de una trayectoria vital que la
condujo a un aislamiento con respecto a los círculos republicanos, había dejado
atrás una afiliación masónica que ni siquiera aparece probada en la
documentación actualmente depositada en el CDMH, de Salamanca.
A
partir de la documentación incautada por los franquistas y una vez resuelto el
problema de las dudas acerca de sus apellidos, pues la escritora a veces figura
con el de su esposo suizo y tuvo abiertos dos expedientes hasta su refundición
por orden del responsable de la Delegación Nacional de Servicios Documentales
fechada el 17 de octubre de 1955, parece probado que Aurora Bertrana Salazar manifestó
su voluntad de mantener una relación con la masonería desde febrero de 1934,
cuando mayor era su presencia pública en los medios republicanos de Cataluña. De
hecho, la autora publicaría en Barcelona dos meses después el volumen Peikea,
princesa caníbal i altres contes oceànics y, desde entonces, su nombre
quedó asociado al exotismo y los viajes a lugares cuya cultura suponía un
abierto contraste con la catalana. También fue un momento de protagonismo en
los medios intelectuales, periodísticos y hasta políticos, por lo que no debe
extrañar el deseo de Aurora Bertrana Salazar de integrarse en el mundo de la
masonería donde ya estaban algunas de sus mejores amistades.
El
8 de febrero solicitó el ingreso en la logia Democracia, n.º 14, de Barcelona
tras alegar como prueba de su liberalismo y mentalidad abierta la frecuente
presencia en el Ateneo, el Lyceum Club, el Club Marítimo, la universidad y el
Conferencia Club de la capital catalana. Aurora Bertrana Salazar era una mujer
tan culta como inquieta y contó con los avales favorables de masones amigos
encabezados por Nicolau d’Oliver, que en varias etapas biográficas fue su
confidente. La logia tramitó la petición y fijó el 12 de marzo de 1934 como la
fecha para la iniciación de «la profana» porque, según uno de los avalistas,
«posee tan sólida cultura que una conversación con ella es un recreo del
espíritu». A pesar de que la escritora también estuvo relacionada con la Gran
Logia Regional del Nordeste de España, todo parece indicar que la presencia en
la masonería fue un episodio más en su intensa biografía de aquellos años
revueltos. Al cabo del tiempo, solo quedaría el recuerdo más o menos vago, que
no pudo formar parte de un frustrado tercer volumen de sus memorias por el
fallecimiento de la catalana. Una lástima, pues nos quedamos sin conocer su
testimonio acerca del exilio interior.
El
pasado de activista de distintas causas quedó atrás por el imperativo de los
tiempos. Sin embargo, la represión franquista nunca olvidaba y los documentos
permanecían una vez incautados para justificar los correspondientes sumarios.
El 29 de mayo de 1944, la Dirección General de Seguridad pidió los antecedentes
de la escritora al delegado del Estado para la Recuperación de Documentos, que
tenía su sede en Salamanca. La iniciativa policial parte de una denuncia
presentada el 5 de mayo de 1940, en el marco de su retractación pública como
masón, por Ismael Mendoza Gómez, jefe de la policía local de Tánger.
El
abulense natural de Riofrío conocería a la catalana cuando la intrépida viajera
efectuó un recorrido por Marruecos para escribir un libro testimonial, El
Marroc sensual i fanàtic, cuya autoría femenina fue un nuevo motivo de
escándalo en los medios conservadores de Cataluña. La información que aporta el
policía arrepentido y delator es imprecisa, pero suficiente para abrir
diligencias por si fuera necesario incoar un sumario: «En 1934 o 1935 por
iniciativa propia se llevó a cabo [la vigilancia] de una catalana, pero de
nacionalidad suiza, adquirida por nacimiento, llamada Aurora Choffat, comunista
y masona». Sin más datos o pruebas fruto de una investigación, la Dirección
General de Seguridad informa al TERMC acerca de la autora catalana: «de ideas
francamente izquierdistas, que con anterioridad al Glorioso Movimiento Nacional
hizo gran propaganda de sus ideales». De hecho, «la reseñada manifestó que su
viaje por aquellas tierras [de Marruecos] obedecía a recopilar datos para
reflejarlos en sus crónicas, pero, al parecer, debía ser un agente de
información al servicio de una potencia extranjera o un enlace o correo de la
masonería».
Aurora
Bertrana Salazar nunca militó en las filas del comunismo y la posibilidad de
ser un agente de una potencia extranjera forma parte de las coartadas
novelescas utilizadas por quienes vigilaban cualquier asomo de disidencia. No
obstante, la catalana estaría hasta cierto punto vinculada con la masonería
cuando tuvo la iniciativa de viajar a Marruecos poco antes de la Guerra Civil.
La intención era escribir un nuevo libro de viajes para consolidar el éxito
obtenido con el volumen dedicado a los meses pasados en la Polinesia. Alguien
no la creyó y sus pasos, que incluyeron visitas a un harén y lugares
habitualmente vetados para una señora, fueron vigilados por la policía, ya que los
responsables de la misma en Tánger la consideraban «un agente de información al
servicio de una potencia extranjera o un enlace o correo de la masonería», que
para eso era una sociedad oculta. La sospecha despierta la imaginación, máxime
cuando el objetivo es una mujer tan independiente como agraciada en su madurez
que se muestra dispuesta a superar las barreras de los prejuicios.
El
testimonio de aquellas pesquisas de la policía derivó en una denuncia que llegó
a manos del TERMC, donde el 31 de octubre de 1946 sus responsables le incoaron
un sumario cuya sentencia, dada la ausencia de quien todavía permanecía en el
exilio, está fechada el 28 de junio de 1947 con un resultado negativo. Por
entonces, el tribunal decretó el archivo ante la imposibilidad de comprobar la
condición de la escritora como miembro efectivo de la masonería. Las
autoridades franquistas nunca fueron ejemplo de una investigación sagaz,
tampoco disponían de medios para realizarla, y solo sabían de las pretensiones
de «la profana» en febrero de 1934. El resto, incluyendo el resultado de la
petición de ingreso, lo desconocían. Nadie pudo aportar información sobre la
hipotética presencia de Aurora Bertrana Salazar en las citadas logias
catalanas. Entre otras razones, porque nunca hubo un verdadero intento de
investigar un episodio solo presente en el TERMC por la rutinaria voluntad de
controlar hasta el más mínimo resquicio de disidencia en nombre de la masonería
y el comunismo.
En
la documentación conservada en el CDMH, de Salamanca, no consta que la
escritora fuera localizada en Barcelona y llamada a declarar tras su temprana
vuelta del exilio en Suiza. Nadie se molestó en este sentido. Tampoco lo
considerarían motivo de preocupación. Sin embargo, la documentación relacionada
con la catalana siguió dando tumbos burocráticos en espiral hasta 1955. De hecho,
tanto el 6 de junio de 1946 como el 13 de octubre de 1954, el TERMC constata
que la escritora no había presentado la preceptiva declaración de retractación
por su pasado masónico. Tal vez Aurora Betrana Salazar ni siquiera fuera
consciente de la necesidad de realizarla una vez vuelta del exilio y tras haber
sido puesta en búsqueda y captura por la Dirección General de Seguridad el 29
de enero de 1947. No obstante, parece más lógico pensar que alguna noticia le
llegaría hasta su modesto domicilio en Cataluña. Al menos, como evidencia de
una dictadura que conocía parte de sus antecedentes y nunca mostró la más
mínima pretensión de olvidarlos o contrastarlos con su posterior evolución.
La
escritora gerundense, como tantos otros compañeros de los tiempos republicanos,
sabía que su libertad en la España del general Franco solo era «condicional o
atenuada». Gracias a la bibliografía cuya consulta tengo pendiente, intentaré
aclarar el verdadero alcance de esta potencial represión donde la petición de una
«profana» podía ir dando tumbos durante décadas. Aunque solo fuera para
demostrar que los represores franquistas nunca olvidaban. De hecho, el 28 de
junio de 1947 el general Enrique Cánovas firmó el archivo de la causa seguida
contra la escritora y, siete años después, volvió a preguntar por ella sin
necesidad de que nadie hubiera aportado la más mínima novedad. Lo importante para
estos oficiales en funciones de juristas era permanecer vigilante, por si acaso
una señora de sesenta años pudiera reverdecer sus tiempos de inquietudes.
Nota: el retrato de Aurora Bertrana Salazar, a sus cuarenta y un años, se encuentra depositado en el CDMH (Masonería_A_FOTO_141).
martes, 17 de octubre de 2023
Jurado en los premios José Estruch
jueves, 12 de octubre de 2023
Santos Discépolo y el yira, yira de los periodistas republicanos
Aunque te quiebre
la vida,
aunque te muerda
un dolor,
no esperes nunca
una ayuda,
ni una mano, ni un
favor»
(E.S.
Discépolo)
El
popular tango de Enrique Santos Discépolo (1901-1951) se titula Yira, yira, que
según el DRAE es una forma despectiva de referirse a una prostituta
callejera en Argentina y Uruguay. No parece el caso del referido tango, donde
solo falta la aparición de la prostitución del arrabal para completar un
panorama atroz. Tal vez el enigma, para quienes vivimos al otro lado del
Atlántico, queda justificado porque la letra incluye términos del lunfardo. Su
intuitiva comprensión supone un hallazgo que aporta un placer similar al
deparado por algunas adjetivaciones de Valle-Inclán. Ambos creadores, deudores
de un sainete elevado a la condición de tragedia grotesca, sabían del poder de
la síntesis y la sugerencia en torno a las «divinas palabras», que también
pueden encontrarse en una melodía de arrabal con alma de bandoneón donde los
latines ni están ni se le esperan.
El
polifacético Discepolín era un alfeñique en un mundillo de tipos engominados.
El compositor carecía de la apostura de un Carlos Gardel de sombrero ladeado,
siempre dispuesto a «volver» con «la frente marchita» mientras sonreía a las
damas. El cantante nunca descompuso su figura y menos su pelo. El letrista, sin
embargo, era menudo y quebradizo como un alma en pena. En 1929, cuando compuso
el citado tango, el argentino dio rienda suelta al pesimismo sobre la condición
humana. Motivos no le faltaban y aumentarían en los años venideros, hasta
desembocar en la genialidad de un Cambalache (1935) dedicado a un siglo
«problemático y febril». Y todavía no había llegado la Guerra Civil, que tanto
le conmovió poco después de perder en un accidente, se supone, al inmortal
Carlos Gardel.
La
letra de Yira, yira habla de la soledad, la decrepitud y la caída de un
hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad, según el propio
Discepolín. Tal vez la viviera como un sueño del que despierta con amargura y
sobresalto porque todo ha quebrado, incluido el porvenir, y no cabe esperar ni
una mano ni un favor. Muchos periodistas republicanos pensarían algo similar en
abril de 1939, en especial aquellos que como Manuel Navarro Ballesteros o
Javier Bueno sabían que la quiebra era total. Los colegas de las redacciones no
podían esperar la solidaridad en la Victoria, que también supuso una derrota
sin paliativos. Al fin y al cabo, habían descubierto el mal negocio de ser
buenos a su manera y, a su vez, la imposibilidad de ser otra cosa.
Enrique
Santos Discépolo llegó a España junto a su esposa, la cantante Tania, en enero
de 1935. El propósito de ambos era descansar sin excluir la posibilidad de dar
algunos recitales. En Madrid Discepolín fue recibido por su amigo Federico
García Lorca, que tanto había disfrutado en Buenos Aires dos años antes, pero
también por un periodista cuyas huellas aparecen a lo largo de esta
investigación: José Luis Salado. El futuro director de La Voz siempre
estuvo cerca de quienes hacían de la singularidad un motivo de reflexión y
modernidad.
El
18 de enero de 1935, La Nación anunció la llegada a España de la pareja,
embarcada en Argentina poco después de las Navidades. Procedentes de Algeciras,
el letrista y la cantante llegaron a Madrid el 12 de febrero. Tres días después
apareció en La Voz la entrevista de José Luis Salado, que escribe con
admiración un tanto envidiosa acerca de una estancia solo turística. Sin
embargo, los tangos de Discepolín pudieron ser escuchados en el cabaret
Casablanca esa misma semana y, dado el éxito obtenido, la pareja ofreció un
recital en el Palacio de la Música a principios de marzo (La Voz, 2-III-1935).
La
militancia de Javier Bueno, Manuel Navarro Ballesteros y Julián Zugazagoitia
parece incompatible con el mundo de los tanguistas, y menos con «las
tanguistas», unas mujeres de un turbio vivir que proliferaron durante las
noches del período republicano. Aquellas letras cargadas de pesimismo sobre la
condición humana pasarían desapercibidas para quienes vivían por entonces «la
bella esperanza de la fraternidad», aunque fuera en una cárcel a raíz de lo
sucedido en octubre de 1934. Otros colegas estaban más acostumbrados al
relativismo moral y albergarían dudas al respecto. Todos, pronto, demasiado
pronto, supieron que la vida puede quebrarse por culpa de unos militares
sublevados. El consiguiente dolor les mordió y las ayudas escasearon. No de
forma absoluta como en el tango, que para eso forma parte de la ficción, pero
sí de una manera dramática porque mediaban condenas a muerte por dibujar
caricaturas o escribir artículos. El caso de Fernando Perdiguero Camps es un
ejemplo, aunque otros tuvieron consecuencias más lamentables porque en esas
ocasiones se cumplió a rajatabla la fatalista premonición de Enrique Santos
Discépolo.
lunes, 9 de octubre de 2023
La anciana Amalia Carvia Bernal, procesada por rebelión militar
jueves, 5 de octubre de 2023
Santiago de la Cruz, periodista condenado a muerte
Santiago
de la Cruz Touchard (1901-1968) es el letrista de canciones como «Gol del
Madrid» o «¡Viva la mujer!», incluso de «El negro salió mandanga», que nos
remiten a un autor tan popular como ocurrente en el mundo de las variedades. La
relación de estos y otros muchos títulos similares no cuadra con la imagen
habitual de un literato comprometido, pero el madrileño también era un
militante comunista que alcanzó el grado de Mayor Jefe de la 1ª Brigada de
Caballería, según consta en la documentación del CDMH, y escribió en Mundo
Obrero desde septiembre de 1936 hasta enero de 1937. En la página
cinco del número correspondiente al 12 de septiembre de 1936 le vemos
fotografiado mientras entrevista al ministro de Instrucción Pública y Bellas
Artes, el comunista Jesús Hernández (p. 5), a quien volvería a entrevistar el
26 del mismo mes para reclamar «¡Escuelas, muchas escuelas!». Santiago de la
Cruz Touchard también se desplazó a Toledo para dar el 9 de septiembre la
última hora del asedio al Alcázar y entrevistó en Madrid al teniente coronel
Emilio Herrera, un «sabio» que publicaba artículos sobre aeronáutica en la
prensa soviética (15-IX-1936). Más adelante, quien compartía la cabecera con
César Arconada escribió sobre la necesidad de militarizar las milicias
(14-X-1936) y defendió la creación de la Guardia Nacional Republicana como
alternativa democrática a la Guardia Civil (3-XI-1936). La trayectoria de
Santiago de la Cruz Touchard como periodista de Mundo Obrero fue tan
intensa como fugaz, pues el letrista de canciones frívolas resultó movilizado y
pasó a combatir el fascismo con las armas.
Al
finalizar la guerra, su militancia antifascista tan alejada de los parámetros
habituales en la investigación académica le llevó a dos sumarísimos de urgencia
y el 16 de enero de 1940 fue condenado a muerte por un tribunal militar. A
diferencia de lo sucedido con Manuel Navarro Ballesteros, su compañero de
redacción, el general Franco no lo incluyó entre los destinados al paredón y
Santiago de la Cruz Touchard vería conmutada la pena por otra de treinta años
que luego pasó a ser de veinte. Finalmente, después de cinco años de cárcel en
cárcel, el periodista, dramaturgo y letrista salió en libertad condicional o
«atenuada» el 19 de mayo de 1944. La vida debía comenzar de nuevo a los
cuarenta y cuatro años y, el 12 de octubre de 1946, Día de la Raza, el
represaliado solicita el indulto al capitán general de la I Región Militar.
La
documentación del sumario 38819 del AGHD está repartida en dos entradas del
catálogo por un error en la transcripción del segundo apellido, Tuuchard. El
citado no incluye la instrucción y la sentencia del consejo de guerra. Los
archiveros han subsanado el problema y en adelante el sumario podrá ser
consultado en su totalidad. A la espera de la correspondiente copia, suponemos
que la instrucción correría a cargo del Juzgado Militar de Prensa encabezado
por Manuel Martínez Gargallo. La producción periodística del encausado es
notable por la filiación política del medio donde apareció y estos casos solían
ser competencia de la especialización del citado juez y sus secretarios, que
por fortuna tuvieron dificultades para acceder a los fondos de Mundo Obrero
y realizar los correspondientes informes sobre unos artículos convertidos en
pruebas de cargo.
Tampoco
conocemos todavía la composición del tribunal que lo condenó a muerte por el
delito de rebelión militar, pero es fácil adivinar que los militares no
tendrían demasiadas dudas al respecto sabiendo la filiación política del
letrista de «Mi carioca» y, además, su participación como oficial en el
ejército republicano. Santiago de la Cruz Touchard sería condenado por el
delito de rebelión militar, que se utilizó por entonces a modo de comodín de
imposible justificación histórica. Los cinco años pasados en aquellas cárceles
-siendo uno de los trece presos que protagonizaron un acto de protesta en el
temible penal de Valdemoceda (Burgos) en el invierno de 1941- le dejarían sin
el humor necesario para volver a escribir «¡Tira p’a Jeré! ¡Arre, caballito!»,
la zambra con música del popular maestro Quiroga que le daría días de gloria
cuando en colaboración con Serafín Adame estrenó ¡Yo soy un señorito! en
octubre de 1938 (véase la entrada del pasado 28 de septiembre). De hecho, a resultas de aquel acto de rebeldía contra el
adoctrinamiento jesuítico en el penal burgalés fue trasladado, junto al
historiador del arte Juan Antonio Gaya Nuño (AGHD, 3560), a Las Palmas, donde
estaba localizado uno de los penales con fama de aniquilar cuerpos y almas.
Vista
la oportunidad de cerrar este capítulo de palizas carcelarias, batallones de
trabajo y penales similares a un campo de concentración nazi, Santiago de la
Cruz Touchard pidió el indulto, pero el fiscal lo informó desfavorablemente el
29 de abril de 1947. Y, además, añadió una nota poco habitual en estos
documentos que prueba la especial inquina contra el comunista del mundo de las
variedades: «Otrosí digo: caso de ser indultado el rematado, dados sus
antecedentes, debe previamente acreditarse si ha presentado a su debido tiempo
la declaración retractación a que le obliga el art. 7 de la Ley de 1 de marzo
de 1940 (BO, n.º 62) y, caso afirmativo, que se un testimonio de la resolución
dictada por el Tribunal de la Masonería y el Comunismo». El objetivo resulta
evidente: el rojo en cuestión no debía quedar en paz en su domicilio de la
calle García Morato, n.º 107 y el TERMC completaría la labor represiva iniciada
con el consejo de guerra.
Lo
incompleto del sumario citado, a la espera de analizar también el 54703 del
AGHD, impide conocer el desarrollo del consejo de guerra, pero al menos hay
copia de lo que fue considerado como hechos probados para condenar a Santiago
de la Cruz Touchard por rebelión militar: «Al estallar el Glorioso Movimiento
Nacional colaboró como redactor de Mundo Obrero, dejándolo en octubre de
1936 [el dato es erróneo] por enrolarse como voluntario en el V Regimiento,
donde le hicieron comandante de Caballería y, más tarde, jefe de la Brigada de
Caballería, así como también desempeñó el cargo de jefe de una Escuela de
Capacitación. Exaltado izquierdista, fue un elemento preponderante en el PC. Su
labor como redactor de Mundo Obrero consistió en el servicio de
información en departamentos oficiales». Los datos son parcialmente erróneos,
pero es indudable que el instructor y el fiscal actuaron conociendo la
trayectoria del antifascista. De acuerdo con el catálogo de la BNE, en 1925
había publicado la novelita Pecados que Dios perdona con la probable
sonrisa de un paternalismo comprensivo en materia tan venial como pecaminosa.
Los vencedores dijeron actuar en nombre del Altísimo, pero Santiago de la
Cruz Touchard comprobaría que puestos a perdonar fueron menos magnánimos.
A
pesar de estos antecedentes del «rematado» que en Valdemoceda permaneció de pie
frente al Santísimo en el transcurso de una solemne misa, el auditor general le
declaró indultado el 5 de mayo de 1947, aunque lo pone a disposición del
Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Allí
continuaron sus penas como tantos otros represaliados de unos tribunales casi
superpuestos para evitar cualquier escapatoria. No obstante, por lo pronto el
capitán general de la I Región Militar firmó la concesión del indulto el 17 de
mayo de 1947.
La
citada fecha marcaría el inicio de una nueva etapa de su vida que requería el
silencio con respecto al pasado de la militancia antifascista, incluso en el
ámbito familiar. Gracias al coraje y el trabajo de su compañera, la familia de
Santiago de la Cruz superó los años más duros de la represión. No obstante,
cuando pudieron marcharon a Méjico en busca de un futuro que en España se le
había negado. Allí el letrista estableció contactos que resultarían decisivos
para encontrar un hueco en la vida laboral. Según su amigo del mundo teatral
Fernando Collado (pp. 621-2), Santiago de la Cruz Touchard volvería a reanudar
sus quehaceres profesionales como corresponsal en Madrid de periódicos
mejicanos y empresas publicitarias. Asimismo, su simpatía y calidad humana le
llevaron a ser jefe de relaciones públicas de diversas agencias
internacionales. Estas actividades le permitirían salir adelante hasta 1968,
cuando falleció en Madrid, pero es probable que en su fuero interno recordara
los tiempos de la II República y hasta se sintiera orgulloso de que Rafael
Alberti le dedicara, según su citado amigo, el conocido poema Galope, aquel
popularizado por Paco Ibáñez y tantas veces cantado en los mítines o recitales
del antifascismo: «¡A galopar,/ a galopar,/ hasta enterrarles en el mar!». Tal
vez Santiago de la Cruz Touchard recordara los conocidos versos, pero los
llevaría en el exclusivo bagaje de los recuerdos íntimos, que ni siquiera
podría compartir con los amigos del buen humor encabezados por el crítico
cinematográfico Alfonso Sánchez.
Ahora solo queda investigar en profundidad este caso para que sea incluido en el segundo tomo, o la ampliación, de Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de Alicante, en prensa).
martes, 3 de octubre de 2023
Antonio Agraz, anarquista y desesperado
La
documentación de los sumarios instruidos durante la posguerra aporta una
información válida para conocer la historia de la represión franquista. Los
datos sobre fechas, diligencias, providencias, informes… permiten jalonar las
diferentes actuaciones judiciales y las consecuencias penales de las mismas,
así como la mentalidad de quienes protagonizaron un sistema represivo cuya
argumentación a menudo linda con lo absurdo si la observamos a la luz de una
lógica judicial. El análisis de cada sumario facilita ejemplos en este sentido,
que vamos sumando en el relato histórico con la inevitable repetición de
motivos y sin el asombro de quien, horrorizado, observa el grado de cinismo y
mediocridad presente en estas actuaciones donde lo peor siempre era posible.
No
obstante, al final de cada capítulo queda una razonable duda sobre las voces de
las víctimas, limitadas a sus respuestas recogidas en las indagatorias o los
interrogatorios. Y las firmas, cuya nerviosa caligrafía invita a pensar en una
inseguridad fácil de suponer. Estas huellas ayudan a imaginar la actitud de
quienes carecían de verdaderos abogados defensores y en los sumarios solo
hablan a través de lo documentado por sus victimarios. Algo percibimos, pero
mucho queda en el tintero y el historiador se ve obligado a lanzar hipótesis
derivadas de la lógica de la observación, aquella que enseña a percibir una
realidad a menudo ocultada por la documentación, sobre todo cuando la misma
responde al control de una dictadura que estaba dando los pasos para terminar
la guerra con una aplastante victoria donde el enemigo quedara aniquilado.
Los
escasos testimonios conservados dificultan saber acerca de lo sucedido con las
víctimas que, tras la condena en un consejo de guerra, acabaron saliendo en
libertad condicional después de pasar por las temibles cárceles de la
posguerra. Los datos recopilados indican distintas suertes, desde la de
aquellos que consiguieron reintegrarse social y laboralmente con una relativa
facilidad hasta la de quienes solo salieron a la calle para percibir que su
mundo estaba acabado. Las consiguientes reacciones varían, pero resulta fácil
adivinar motivos para la desesperación ante la precariedad de la situación
económica, el final de las ilusiones, la muerte o el exilio de los amigos y la
desaparición de un mundo condenado a las catacumbas de la clandestinidad.
En
ese marco, verdaderamente duro y oculto, la embriaguez podía ser una
alternativa. Así lo pudo pensar el poeta anarquista Antonio Agraz (1905-1956),
que fue procesado el 14 de octubre de 1939 por el Consejo de Guerra Permanente
n.º 1 (sumario 34970). La sentencia fue de doce años de reclusión por haber
escrito el romancero libertario del periódico CNT y formar parte de
quienes vieron en la poesía, una de escasos vuelos literarios, un arma para la
resistencia antifascista. El 25 de enero de 1940 le conmutaron la condena por
otra de seis años y, aunque la documentación no permita saber la fecha exacta, poco
después saldría en libertad condicional o atenuada. A la vista de otros casos
cercanos, Antonio Agraz tuvo una relativa suerte y hasta pudo sentir algo de
alivio comparativo, pero todo parece indicar que se convirtió en un alcohólico.
Las razones no le faltarían, al margen de que también pudiera tener
antecedentes y hasta un comportamiento poco acorde con la ingenua tipificación
de las víctimas de aquella posguerra.
El
24 de abril de 1942, el empleado José López-Palacios Meras y el zapatero Ramón
Pérez González comparecieron en la madrileña comisaría del distrito de Palacio.
El motivo era la denuncia que presentaron contra Antonio Agraz, de cuarenta y
tres años, soltero y periodista en paro, a quien prácticamente detuvieron en la
taberna Fabas, sita en la calle de Las Fuentes. De acuerdo con las
declaraciones de los denunciantes, el poeta era un borracho habitual entre la
clientela de dicho establecimiento y tenía antecedentes por manifestaciones
injuriosas contra S.E. el Generalísimo, la División Azul y el franquismo en
general. El empleado y el zapatero se sentían molestos por esta conducta y el
citado día decidieron actuar en consecuencia. A tenor de la denuncia, el poeta
«volvió a hacer las mismas manifestaciones, haciendo resaltar su condición de
anarquista y volviendo a insultar a nuestro Caudillo, ridiculizando a la
División Azul y otros organismos del Estado [sic] de una manera
descarada, causando la repulsión de cuantos se encontraban en el referido
establecimiento por hacer estas manifestaciones a grandes voces».
El
empleado y el zapatero nunca aportaron el supuesto testimonio de quienes habían
mostrado su repulsión por la conducta del alcohólico. Al contrario, el
propietario del establecimiento, un camarero y otros clientes solo reconocieron
la habitual embriaguez de quien podía resultar molesto por esa condición, pero
en sus declaraciones no les constaba injurias contra las jerarquías o las
instituciones del régimen. La contradicción de estos testimonios con respecto a
la denuncia poco importaba a efectos de la instrucción de un consejo de guerra
por parte del coronel Eladio Carnicero Herrero. Tal vez consciente por
experiencia de esta circunstancia, Antonio Agraz se muestra en las
declaraciones tan lacónico como resignado. En la citada comisaría, instantes
después de comparecer sus denunciantes, el anarquista se limitó a declarar «que
no es cierto que haya hecho manifestaciones políticas de ninguna clase en el
establecimiento de la calle de Las Fuentes, ignorando por tanto el motivo de la
detención». Poco o nada más añadiría a lo largo del proceso, pues el poeta
siempre se limitó a ratificar lo dicho inicialmente sin dar explicaciones o
excusas ante la acusación de haber injuriado a S.E. el Generalísimo.
El
denunciado pasa a continuación a la Dirección General de Seguridad, donde una
vez consultados los antecedentes aparece que «los tiene por sus ideas
izquierdistas, haber sido redactor de los periódicos rojos CNT y Tierra,
habiendo sido detenido en 1939 y puesto en libertad por Orden Ministerial».
Antonio Agraz no solo era un alcohólico deslenguado, sino un rojo con
antecedentes. Como tal pasa al juzgado militar, donde declararía curiosamente
el mismo 24 de abril de 1942. El día debió ser intenso para el poeta, que se
ratifica ante el juez con respecto a lo declarado en la comisaría, reconoce ser
un cliente habitual de la taberna Fabas y, a la vista de los antecedentes,
añade que «ha sido condenado a la pena de seis años y un día y en la actualidad
se encuentra disfrutando los beneficios de la libertad condicional».
Las
denuncias de la época obligaban a comparecer en varias ocasiones para repetir
los motivos de las mismas. Así, el 1 de mayo de 1942 el empleado y el zapatero
se presentaron ante el juez instructor para ratificar lo dicho en la comisaría,
sin añadir algún otro detalle que permitiera albergar una mayor seguridad con
respecto a la veracidad de la denuncia. La misma ya había empezado a quedar en
entredicho el 27 de abril, cuando el propietario de la cantina afirma que
Antonio Agraz era un cliente habitual que solía ir borracho, molestando incluso
a los demás parroquianos en algunas ocasiones, pero que «no tiene noticias de
que hiciera o pronunciara insultos a S.E. el Generalísimo o hablara en contra
de la División Azul».
El
testimonio del propietario es ratificado dos días después por el camarero
Heriberto Peláez Rodríguez y el parroquiano Feliciano Toribio Casas, que no
parecen compartir el afán punitivo de los escandalizados denunciantes. Al
contrario, consideran al anarquista como un borracho, pero sin añadir el
agravante de unas injurias que por entonces estaban duramente penalizadas. Si
las verbalizó en algún momento, todo quedaría entre parroquianos y colegas de
vinos. No obstante, los denunciantes, por vete a saber qué motivos, reconocen tener
ojeriza al poeta y decidieron ir por el camino de la comisaría. A partir de ese
momento, su testimonio acusatorio prevalecería con respecto a todos los demás.
En un juzgado militar de la época las pruebas de cargo siempre pesaban más que
las de descargo, hasta el punto de que estas últimas podían ser obviadas sin
justificación alguna.
Antonio
Agraz pasaría la resaca en la cárcel de Yeserías recordando que había sido
previamente condenado por la redacción de «unas coplas en forma de sátira
chabacanas contra los ideales que forma el Glorioso Movimiento Nacional»
(sumario 34970). Los antecedentes eran negativos, pero la instrucción del
sumario debía perfilarse mejor. Así, el 29 de mayo de 1942 el auditor devuelve
el sumario al coronel Eladio Carnicero Herrero para que los denunciantes
concreten las palabras o frases dichas por el denunciado. Ramón Pérez González
se limita a ratificar lo ya declarado, pero el 17 de junio de 1940 su colega
parece tener mejor memoria o una voluntad de perjudicar al poeta. José López
Palacios afirma haberle oído decir «soy anarquista, así como algo de la
División Azul, como mofándose y que no puede precisar lo que decía […] habiendo
manifestado que nuestro Generalísimo Franco era un cabrón». A pesar de que no
hubiera testigos que ratificaran la declaración, a partir de ese momento
procesal y a todos los efectos Antonio Agraz había insultado al general Franco.
El tribunal lo consideraría un hecho tan probado como indubitable basándose en
el testimonio de quien reconoció ante el instructor no poder precisar lo dicho
por el parroquiano de la taberna Fabas.
A
la vista de la injuria al Generalísimo, el 10 de agosto de 1942 el auditor
aprecia «indicios racionales de responsabilidad criminal por parte del
encartado» y ordena el correspondiente sumarísimo de urgencia, donde dichos
indicios se convertirían en hechos probados sin necesidad de pruebas o nuevos
testimonios. El 16 de noviembre, mientras el poeta permanecía en la cárcel de
Yeserías, se dicta el auto de procesamiento. A resultas del mismo, el 4 de
marzo de 1943 Antonio Agraz vuelve a declarar ante un juez militar, ratifica
que no insultó a ninguna jerarquía o institución en la taberna y afirma que no
puede designar testigos porque ignora quienes estaban en el establecimiento el día
de autos. Lo mismo sucedería con los denunciantes, pero en el caso del
denunciado con antecedentes esta circunstancia era un agravante como preámbulo
de una condena.
El
18 de marzo de 1943, el auditor eleva los autos al plenario del consejo de
guerra y cinco días después el fiscal solicita una condena de ocho años de
prisión para el deslenguado. El 14 de abril leyeron los cargos a un
probablemente resignado Antonio Agraz y el 5 de mayo se constituyó el consejo
de guerra presidido por el comandante Gonzalo Frutos Pérez, que no tendría
reparo alguno ante lo instruido por un superior. Sin aportar una sola prueba ni
ponderar la contradicción existente entre los distintos testimonios recabados,
el tribunal delibera ese día acerca de lo protagonizado en la taberna por un
poeta que calla durante el consejo de guerra. La deliberación debió ser de
trámite, pues ese mismo 5 de mayo de 1943, un año, un mes y doce días después
de haber sido detenido por segunda vez, Antonio Agraz resultó condenado a ocho
años de prisión por injurias a S.E. el Jefe del Estado. La aparición del
término «cabrón» fue determinante a la hora de encontrar algo concreto en que
basarse, aunque solo estuviera respaldado por un testimonio en contradicción
con otros presentes en la taberna.
El auditor ratifica la condena el 24 de mayo de 1943 y, de acuerdo con la documentación que obra en el sumario 113893 del AGHD, la pena del poeta anarquista Antonio Agraz quedaría extinguida el 24 de abril de 1950. Tal vez para esa fecha ya estuviera muerto, pues su vida tras la guerra quedó sumida en el anonimato, la pobreza y la desesperación con borrachera incluida. Mal asunto en términos de supervivencia.