La verdadera nostalgia,
la más honda, no tiene/ que ver con el pasado, sino con el futuro. Yo/ siento
con frecuencia la nostalgia del futuro,/ quiero decir, nostalgia de aquellos
días de fiesta,/ cuando todo merodeaba por delante y el futuro/ aún estaba en
su sitio».
Los versos de Luis García
Montero los conocí gracias a Juan Marsé, que los incluyó en El embrujo de
Shangai. Están datados a principios de los noventa, cuando el poeta publicó
Luna en el sur. Por entonces, me desconcertaron. Mi colega de cátedra
también lo es de quinta. Ambos nacimos en el mismo año y, sin haber llegado a
los cuarenta, todavía no entendía que la nostalgia se volcara en el futuro.
Han pasado los años y
ahora comprendo unos versos que tal vez fueron premonitorios. A menudo escucho
que solo la juventud merece la nostalgia. Supongo que es cierto, pero por ese
mismo camino llegamos a lo expresado por Luis García Montero. La «mocedad» es
un presente con promesa de futuro.
La nostalgia de la
juventud también es de una época donde «el futuro aún estaba en su sitio». Aunque
no existe -como explica Manuel Vicent- su recorrido lo suponíamos largo y cabía
esperar que venturoso.
Al cabo del tiempo, ese
camino aparece jalonado por avisos acerca de la proximidad del destino y,
cuando recuerdas a tantos compañeros de viaje apeados en estaciones intermedias,
intuyes que el futuro se ha convertido en materia de nostalgia. Caray, no
existe, pero lo echamos de menos.
Si carecemos de la
sabiduría de Manuel Vicent, la obviedad de la reflexión apenas ofrece matices
para el consuelo. Nunca lo busco, y menos la autoayuda de las frases hechas, pero
gracias a la tecnología recupero algunas sensaciones que me remiten a una época
donde el futuro «merodeaba por delante».
La música, con su
capacidad evocadora, ayuda a sacar provecho de la tarea. Estos días, cuando las
vacaciones permiten un alto en el camino, he recuperado películas comentadas en
el blog y canciones, solo buscadas para el disfrute compartido con mi pareja.
El reencuentro con viejas
canciones ha despertado la nostalgia del futuro. O el recuerdo de momentos
donde el mismo parecía garantizado, mientras vivíamos «aquellos días de
fiesta», que en mi caso no fueron para tanto, aunque aguantan bien la
comparación con los actuales.
En septiembre de 1973,
salí de España por primera vez y estuve unas semanas en Francia. La experiencia
fue impactante. Atravesar la frontera suponía adentrarte en otro mundo y, a los
dieciséis años, resulta difícil olvidarlo. La vuelta la hice solo y fue un caos
de trenes hasta que me vi en el pasillo de un abarrotado expreso.
Ahora me horrorizaría
viajar cientos de kilómetros en un pasillo, pero la experiencia estaba
normalizada y la compartí con otros jóvenes, algo mayores, que también volvían
a casa tras atravesar media Europa en busca de libertad. Las horas pasaron
rápidas entre canciones y risas propias de una camaradería propia del momento.
Aquel viaje me descubrió
una canción grabada en un casete, un artilugio que me parecía novedoso. Se
trataba de 500 miles, un hit de 1961 escuchado en la versión de
Peter, Paul and Mary grabada poco después. Apenas sabía unas palabras en inglés
y no entendí que la letra evocaba el viaje en tren de quien vuelve casa.
Tampoco era preciso entenderla porque la voz de Mary Travers era todo un
discurso sin necesidad de traducción:
Desde aquel día, he
escuchado la misma canción en las versiones de varios intérpretes, pero prefiero
la que me impresionó hasta el punto de pensar que, yo también, recorrería
quinientas millas con la tristeza de regresar a un país todavía en blanco y
negro, aunque mediara la alegría del reencuentro con los míos.
La canción es un ejemplo
de tantas creaciones folk donde la sencillez de la letra permite que cada uno
incorpore su propio significado o la adapte a su circunstancia. Lo hago
todavía, pero recuerdo aquella ocasión donde todos parecíamos tener claro que
«el futuro estaba en su sitio», esperándonos.
En febrero de 1982, me
licencié de la mili, salí corriendo del cuartel para dejar atrás la pesadilla y
cogí un tren expreso que me llevó desde Cádiz hasta Almansa; de pie, durante la
madrugada y en un pasillo como en otras ocasiones. Los billetes gratuitos de
los soldados no daban para mayores comodidades y, a las cinco de la mañana de
un día gélido, me bajé en la estación de la localidad manchega.
El Ejército no había
caído en el detalle de que mi domicilio estaba en Alicante, pero tampoco iba a
reclamar por si acaso me tocaba volver, tal y como soñé durante años. Tomé un
café en la cantina y pregunté por un tren hasta mi ciudad. Había que esperar
casi un día, pero en ese momento un joven apostado en la barra me ofreció ir
juntos de vuelta a casa.
Aunque ya vistiera de
civil, todavía era un soldado de aspecto inequívoco. La circunstancia te daba
cierta garantía de poder hacer autostop, eso nos decían, pero aquel conductor
un poco mayor que yo simplemente me abrió la puerta de su vehículo como un
confiado colega.
La furgoneta en cuestión
era un poema a la decrepitud. Le servía para transportar unas cajas a escasa
velocidad. Casi echamos la mañana para llegar a Alicante. Sin embargo, disfruté
charlando sin recibir órdenes o gritos mientras escuchaba las canciones del
radio casete.
Las conocía, pero ese día
sonaban mejor. Me sentía libre después de atravesar un túnel y las gocé como un
descubrimiento junto con quien nunca más volví a ver. Fueron muchas las
escuchadas, pero recuerdo una que desde entonces recupero con emoción: Proud
Mary (1969), de Creedence Clearwater Revival:
La canción tiene otras
versiones, algunas geniales como la de Tina Turner, pero prefiero la escuchada
aquel día en que me sentí libre, volví a casa con los míos y, aunque todo era
incertidumbre, estaba seguro de que el futuro «merodeaba por delante» para
esperarme.
Ahora, cuando la vuelvo a
escuchar, soy capaz de abandonar Menphis en dirección a New Orleans a bordo de
Mary, que avanza orgullosa rollin’ on the river. Así comprendo los
versos de Luis García Montero. La nostalgia hace su efecto y hasta discutiría
con el admirado Manuel Vicent. El futuro debe existir, aunque sea como ilusión.
Así lo explico en clase a quienes, ellos sí, lo ven «en su sitio» sin necesidad
de recurrir a la magia de una canción.
Pd.: Las vacaciones se han terminado. Volvemos a clase y a los libros.