Las enseñanzas
sustanciales casi siempre me han llegado en el marco de una charla y con la
ayuda de una anécdota o una historia breve. La reflexión viene después,
estimulada por lo comprensible, concreto y fijado en la memoria.
El periodista Iñaki
Gabilondo, ya jubilado, recordó en una entrevista una noticia dada años atrás.
Un avión debía aterrizar en medio de una espantosa tormenta. La autonomía del
vuelo no permitía otra alternativa y la maniobra era extremadamente peligrosa.
A pesar del riesgo, el pasaje llegó sano y salvo. Justo en ese momento se
jubiló, tal y como estaba previsto, el comandante del vuelo.
El final feliz restó
relevancia periodística al aterrizaje, que habría sido enorme en el caso de que
el avión se hubiera estrellado. Lo impidió un piloto que supo reaccionar ante
las dificultades, gracias a la experiencia acumulada a lo largo de los años.
Una jubilación anticipada habría provocado una catástrofe y lo sucedido,
ausente en las noticias, merecía una reflexión de Iñaki Gabilondo cuando tantos
temas de la actualidad desaparecen sin dejar huella por su carácter
insustancial.
La experiencia es un
grado. La frase forma parte del sentido común, pero en la práctica anda
devaluada, incluso para quienes la podrían utilizar como aval. La posibilidad
de hacerlo resulta contraproducente a menudo. No por pedante o prepotente, sino
por cuestionar un edadismo cada vez más excluyente, que se soslaya o en el
mejor de los casos se afronta con unos paños calientes donde los jubilados son «abuelos
entrañables».
Las generalizaciones resultan
absurdas, además de inexactas. La gente incapaz de asumir su edad abunda, así
como la dispuesta a no ceder el testigo para conservar el protagonismo. Los
ejemplos alcanzan una frecuencia preocupante a mi alrededor, en un ámbito
académico donde parece minoritaria una jubilación gradual, discreta y
consciente de un tiempo terminado. El empeño es complejo, pero merece la pena
afrontarlo para evitar un final patético.
Al mismo tiempo, menudean
las ocasiones donde una voz experimentada es la garantía de evitar la memez de
todo un colectivo. Detectarla para convertirla en un referente, sin caer en una
aceptación carente de sentido crítico, supone un hallazgo digno de ser
preservado. Y apreciado, al margen de homenajes y palabras vacuas, con la discreción
de lo normalizado.
La enseñanza, como tantas
otras, la concreté en una escena para el recuerdo compartido gracias al cine
clásico, que todavía es la cátedra capaz de resolverme dudas en momentos de
tribulación. El reconocimiento de la experiencia lo vinculo a distintas
películas, pero en clase siempre cito un título que sorprende al alumnado: Río
Bravo (1959), de Howard Hawks.
La película aborda varios
temas, pero la disfruto como una exaltación de la camaradería y la dignidad. La
protagonizan los habituales «profesionales» de la filmografía del director
norteamericano. Estos personajes, cuando una empresa debe ser realizada, aunque
sea compleja o arriesgada, la culminan y punto. Por profesionalismo y dignidad,
incluso cuando los profesionales son un joven imberbe, un pistolero
alcoholizado y un viejo tullido bajo el mando del sheriff John T.
Chance. Con semejante tropa, el personaje interpretado por John Wayne debe
hacer frente a las huestes de Nathan Burdette, un rico terrateniente.
El enfrentamiento es
desigual, como corresponde al género, pero poco a poco se equilibra. La
dignidad del alcohólico le permite salir de la humillante degradación y recuperar
su condición de pistolero al servicio de la ley. El imberbe madura en contacto
con sus experimentados compañeros y su rapidez en desenfundar contribuye a una
causa justa. Y el viejo tullido, con una historia de agravios, espera su
oportunidad sabiendo que será la última, aquella que le permita morir en paz.
La película contó con la
participación de dos famosos cantantes del momento: Dean Martin, que no tendría
problema alguno a la hora de interpretar a un alcohólico, y el joven Ricky
Nelson, un triunfador en las listas de éxitos. La circunstancia obligaría a
insertar algunas canciones, vinieran o no a cuento en el guion. Esta imposición
de los productores, gracias a Howard Hawks, toma cuerpo en una escena que
resume el sentido de la camaradería presente en la película. Merece la pena
volverla a recordar y observar los detalles de complicidad:
El grupo ha ido superando
sus propias limitaciones por dignidad y amor propio bajo el mando de John
Wayne, que nunca necesitó de muchas palabras para dar un discurso sobre el
concepto de liderazgo o la autoridad. Al cabo de las escenas, donde se
entrelazan temas como el amor, los valientes que han detenido al hermano
asesino del terrateniente están en condiciones de afrontar la balacera final.
La civilizada justicia siempre tarda en el western y, mientras tanto,
hay que dar la cara.
La escena del desenlace discurre
por los cauces habituales en el género hasta que irrumpe el viejo cascarrabias,
Stumpy (Walter Brenann) y, para sorpresa de quienes no le esperaban, hace uso
de unos cartuchos de dinamita que resuelven el enfrentamiento de manera
contundente. Había pistoleros en condiciones y con experiencia, pero la
genialidad viene de la mano de quien ya está de vuelta de todo lo previsible.
La respuesta del público es una sonrisa de alivio y complicidad.
Si el sheriff John
T. Chance hubiera dudado de la valía y la lealtad del viejo tullido, tan puñetero
para incluir las necesarias notas de humor, las huestes del terrateniente
Nathan Burdette se habrían salido con la suya. La evidencia es clarificadora
como todo el cine de Howard Hawks, un director solo empeñado en divertir al
público con una trama sencilla.
Esa aparente sencillez,
como la historia del aterrizaje, esconde un sentido profundo que conviene recordar.
Nadie es de salida prescindible, ni siquiera los viejos con muchas batallitas a
sus espaldas, porque en un momento dado puede aparecer la peor de las tormentas
o la banda de un Natham Burdette, tantas veces visto en la épica del western.
Entonces, amigos, más
vale tener cerca a alguien capaz de prescindir de los manuales de uso, mantener
la calma e improvisar una solución basada en la experiencia o las ganas de
seguir vivo, aunque sea para doblar la última esquina con la dignidad de la
labor bien culminada.
Los «profesionales» de
Howard Hawks siempre admiran al público dispuesto a compartir un modelo,
tácito, de comportamiento, pero los espectadores también disfrutan con los
grupos desastrosos donde cualquier asomo de profesionalismo queda difuminado
por la risa de la parodia. Lo veremos en la siguiente entrega, dedicada a los
atracos imperfectos.
Hola
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