«La libertad, Sancho, es
uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos» (I, LVIII).
Razón no le falta a Don Quijote, siempre cuerdo en todo lo ajeno a las novelas
de caballerías. Su creador, sin embargo, por aquel entonces no podía ir más
lejos a la hora de establecer el origen de esa libertad. Tal vez «los cielos»
contribuyeron lo suyo para disfrutarla como un don, pero los historiadores
sabemos que, en sus múltiples concreciones, esa clave de bóveda de todos los
derechos se edificó en el ámbito terrenal y no precisamente gracias a una
concesión.
Por razones de edad,
apenas tuve experiencias directas de la censura franquista y sus ataques a la
libertad de expresión. Todavía recuerdo haber montado una obra teatral con los
compañeros del instituto en 1974 y, para representarla en el salón de actos,
acudir a la delegación de Información y Turismo con el objeto de que fuera
autorizada. También los medios de comunicación estaban censurados, así como
cualquier manifestación creativa. La circunstancia formaba parte de una cultura
en la que nos habíamos educado y, a la fuerza, la costumbre convierte lo
insólito en habitual, sobre todo si no lo sufres en primera persona.
Al escribir Ofendidos
y censores (2022), procuré recordar la cruenta lucha por la libertad de
expresión desde 1975 hasta 1984, cuando la voluntad de hacer realidad lo
establecido por la Constitución de 1978 acarreó tantos problemas. Aquel logro
colectivo no fue un don concedido por «los cielos» y la monografía es una
crónica, al tiempo que un homenaje, de un empeño con numerosos y a menudo
anónimos protagonistas.
Los ensayos
universitarios pueden responder a una motivación personal. La libertad de
expresión siempre me preocupa, pero pasó a un primer plano cuando en 2019 fui
objeto de una censura por parte de dos responsables de mi universidad. El
insólito caso ya está resuelto con cuatro sentencias, pero permanezco a la
espera de que los compañeros me pidan disculpas. Apenas importa. Lo fundamental
es que el despropósito supuso un acicate para recordar a quienes, con
consecuencias más duras, hicieron realidad la libertad de expresión
enfrentándose a los herederos del franquismo, que eran hegemónicos en amplias
capas sociales durante la Transición.
El debate sobre la
libertad de expresión y sus límites es una constante, aunque varíe en sus
términos de acuerdo con la evolución histórica. Ahora mismo, cuando algunas
redes sociales parecen un estercolero para difundir el odio a los colectivos
vulnerables, escuchamos opiniones sobre la conveniencia de añadir límites a los
vigentes. Yo confiaría en una voluntad política y jurídica de hacer cumplir la
ley evitando la sensación de impunidad perceptible en algunos sectores. En
cualquier caso, voces más autorizadas deben tener la palabra y, sobre todo, espero
que el discurso del odio no se propague amparándose en la libertad de
expresión. Quienes la hicieron realidad buscaban objetivos más nobles.
También es cierto que,
junto a los intolerantes de siempre, ahora observamos una cultura de la
cancelación y lo políticamente correcto que añade nuevos intolerantes a la
nutrida nómina de los mismos. El tema me preocupa y, lejos de obviarlo como
algunos colegas, lo comento en clase porque afecta a todo tipo de creaciones,
incluidas las teatrales y cinematográficas que explico en mis cursos.
La recomendación siempre
es la misma: ahondar en la libertad de expresión y defenderla, incluso cuando
recibamos descalificaciones capaces de desembocar en el odio. Solo en los casos
más extremos y peligrosos, por afectar a colectivos vulnerables o implicar el
uso de la violencia, cabe recurrir a la autoridad jurídica. Y, desde luego,
nunca debemos convertirnos en censores, aunque sea en nombre de las más nobles
causas.
La explicación la procuro
argumentar con ejemplos sacados de la historia del teatro, la literatura y el
cine. Incluso aporto algunos materiales bibliográficos para el consiguiente
debate. Suele ser fructífero, a pesar de que nadie confiese haber tenido la
voluntad de convertirse en un censor. Hay comportamientos tan frecuentes como jamás
asumidos.
Ahora, y de forma casual,
he conocido el vídeo de una interesante intervención de Ronald Atkinson, el
creador del célebre Mr. Bean, en defensa de la libertad de expresión. Merece la
pena verlo y escuchar las acertadas palabras de quien tanto nos hizo reír sin
soltar una sola:
Ronald Atkinson aboga por
la tolerancia, aunque sus resultados molesten en un momento determinado. La
alternativa es una sociedad donde, en nombre de los más variados principios o
derechos a unas identidades concebidas en permanente estado de alarma, podemos
acabar reduciendo ese don tan precioso que, según Don Quijote, nos dieron «los
cielos». Merece la pena reflexionar en búsqueda de un equilibrio donde no caben
las soluciones fáciles, aunque sean atractivas por su rotundidad.
Eso sí, cuando la
libertad de expresión se concreta en el humor, en mis clases explico la triple
perspectiva de la mirada establecida por Valle-Inclán para argumentar la
novedad de sus esperpentos. Hacia abajo, ese humor se traduce en lo que me
molesta cuando leo a Quevedo, hacia los iguales me remite a la sabiduría de un
Pérez Galdós siempre comprensivo y hacia arriba, la más compleja y arriesgada, la
mirada permite el alivio de sabernos libres hasta el punto de reírnos con
quienes ocupan posiciones de privilegio. Un recordado sketch de Mr. Bean
ejemplifica esa mirada. La necesitamos por su poder liberador, que no es despreciable
cuando tantas veces sufrimos el apuro de recibir a la reina o similares:
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