Cuando llega agosto temo la proximidad del ferragosto. Nunca he traducido el término italiano al
castellano, pero su sonoridad permite suponer fechas de calor extremo con pomeriggios
carentes de canciones y una ciudad cerrada. El objetivo es superarlas sin ceder en materia de
civilizada urbanidad.
El empeño no tiene lugar
en Roma. La dificultad aumenta en una ciudad más calurosa y desprovista de los
encantos de la capital italiana. Una solución es viajar hacia un norte cada vez
más ansiado. La alternativa parece lógica, pero las circunstancias familiares a veces
impiden esa escapatoria, que coincidiría con la de millones de personas. El
dato es desalentador.
Un apaño es recurrir a la
agencia de viajes de la literatura y el cine. Allí programo un recorrido
alrededor de mi habitación, de acuerdo con las enseñanzas de Xavier de Maistre.
Otras veces, más nacional, pido una aventura a lomos de Clavileño. Cervantes lo
concibió como motivo de burla, pero sus prestaciones son una maravilla si partes
de la convicción de hacer realidad lo soñado.
Gracias a Clavileño y sin
necesidad de vendarme los ojos -al revés, teniéndolos bien abiertos-, me he
trasladado en varias ocasiones al pueblecito de la costa atlántica donde
Jacques Tati disfrutó de sus vacaciones en 1953. Procuro alojarme en el Hôtel
de la Plage, sacar la raqueta, seguir con la pipa en la boca e intentar ligar,
como un caballero, con la rubia enigmática a la que un existencialista da la
chapa con paródica insistencia.
El veraneo en aquella
playa es tranquilo y, sobre todo, me fascina que los veraneantes lleven manga
larga. Incluso chaqueta, como el marido que pasea con su esposa a cierta
distancia. La vestimenta permite suponer una temperatura civilizada. Visto con
el humor blanco de Jacques Tati, ese pueblecito donde nada cambia gracias al
cine es un destino al alcance de los bienhumorados.
Otras veces, Clavileño me traslada a un tiempo más cercano y a la mismísima Roma, donde encuentro a Nanni Moretti deambulando en una vespa. Ferragosto supone calor y desbandada, pero el vehículo elegido permite disfrutar de la brisa. Dado que el cineasta ya lo ha sustituido por un patinete eléctrico, alquilo uno y le sigo mientras observamos los edificios, especulamos sobre una película acerca de un pastelero trotskista en la Italia de los cincuenta, como musical, y damos la tabarra al tipo del Mercedes descapotable:
El viaje merece la pena
porque termina en un baile latino. Desde hace décadas, comparto con Nanni Moretti
la fascinación por quienes tienen gracia natural cuando participan en esas
fiestas. Él observa, como en otra escena de Caro Diario, cuando ve una
película de Silvana Mangano, pero pronto da unos pasos sin quitarse el casco.
Basta; los míos son igualmente tímidos, aunque suficientes para compartir la
alegría de lo admirado.
Si ferragosto permite
la reflexión, me sitúo junto a Jean-Louis Trintignant en una habitación. Allí
ambos estudiamos una oposición. A veces, resulta necesario levantar la vista de
los libros y asomarse a la ventana para contemplar todo cerrado por la escapada
de los romanos. Entonces, como cada año, aparece Vittorio Gassman a bordo de un
Lancia descapotable y, con la excusa de llamar por teléfono, acaba subiendo.
El peligro ya lo tenemos
en casa. También la tentación. Por eso comprendo a Roberto cuando accede a los
requerimientos de Bruno y, en otras ocasiones con voluntad más férrea, le lanzo
una filípica acerca de los riesgos de dejarse llevar por la invitación de un
tipo extrovertido, caradura y fanfarrón, aunque carismático: «¡Desátate,
lánzate a la vida, haz como yo!».
Dino Risi, Ettore Scola y Ruggero Maccari escribieron un guion perfecto para esta road movie de 1962. Il sorpasso no es el de Enrico Berlinguer que esperé durante los años setenta, sino el de dos sujetos contrapuestos que coinciden en un fin de semana. Gracias al descapotable, el tercer protagonista, deambulan sin plan fijo a la búsqueda de diversión. La disfrutan a ritmo de twist y Roberto, de la mano de Bruno, tiene la primera oportunidad de vivir intensamente:
Un fin de semana a todo
ritmo da para mucho. El encuentro de los protagonistas permite observar, con la
sutileza de lo captado a través de los detalles, que el desvergonzado Bruno y
el pusilánime Roberto son dos solitarios. Uno refugiado en la juerga como si no
hubiera un mañana y otro en el estudio porque solo existe ese mañana.
La síntesis se impone a la vista del espectador que empatiza con ambos, aunque por razones distintas. La amistad, con su aprendizaje vital, puede ser la clave para que esa cesión mutua termine siendo una realidad. Así lo esperamos tras acompañarlos en bailes, ligues, tomaduras de pelo y unas ganas locas de vivir. También en la irresponsabilidad de poner un Lancia a una velocidad donde la tragedia es frecuente:
El accidente resulta
inevitable como desenlace. Bruno se salva porque es un tipo con suerte, pero
Roberto fallece justo cuando comenzaba a disfrutar de la vida. Algunos afirman
que la escena, rodada de manera que transmite angustia por la
irresponsabilidad, supone una moraleja. Tal vez por eso pasó la censura del
franquismo, pero esa muerte no es una impostación, sino una circunstancia
verosímil por sus concreciones más allá de los accidentes automovilísticos.
Roberto necesita salir de
su habitación en pleno ferragosto, pero de la mano de Nanni y no de
Bruno. El primero convence con una mirada argumentada, ocurrente y sensible. El
segundo es un tipo invasivo, también egoísta. Su verborrea arrastra a los demás
gracias al carisma, convertido en un señuelo capaz de esconder la soledad de
quien necesita fanfarronear en cualquier momento.
Puesto a elegir, prefiero
el patinete o a Clavileño, que siempre tiene la batería cargada, para emprender
esa necesaria escapada. Sin prisas ni agobios, dejándome llevar por la mirada
consciente que permite disfrutar de un sorpasso solo justificado por la
posibilidad de descubrir. A veces un paso de baile o la oportunidad de dar unos
balonazos en un campo solitario, como en Caro diario. En otras
ocasiones, para terminar en un hotel frente a la playa donde el tiempo detenido
preserva las sonrisas con Jacques Tati. En cualquier caso, la escapada la haría en el destartalado vehículo de Monsieur Hulot porque subir en el
Lancia de Bruno es una temeridad.
Eso sí, cuando puedo
disfrutar del espectáculo sin necesidad de levantarme del sillón, prefiero fanfarronear gracias al inolvidable claxon de un vehículo tan tentador como peligroso.
Las contradicciones, en el ámbito de la ficción, se sobrellevan sin necesidad
de acabar estampado contra un camión o despeñado por un acantilado. Las
disyuntivas de la vida, con el aviso de una buena película, resultan menos
trágicas y permiten los matices de la racionalidad. Incluso en ferragosto.
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