La banda sonora de París,
Texas (1984), de Win Wenders, perdura en mi memoria más allá de la propia
película. Tal vez sea porque la escuché durante años en la cabecera de Documentos
TV. Lo ignoro, pero la composición de Ry Cooder, simple y evocativa,
permanece con la capacidad de activar un recuerdo marcado por la incertidumbre.
Las notas de la guitarra las relaciono con la aparición de Travis, provisto de una gorra roja, con el traje raído y avanzando por el desierto de Arizona sin un destino más allá de la necesidad de beber. A partir de ese momento, su vida es una incógnita. Incluso para el propio protagonista, que sufre un prolongado período de silencio y amnesia:
La película es la
búsqueda de ese pasado para comprender el presente de un protagonista
desnortado. Los espectadores participamos a través de Walt y Anne, el hermano y
la cuñada de Travis. Le preguntamos como ellos, le ayudamos a recuperar su
lugar en el mundo y, solidarios, estaríamos dispuestos a cuidar el chaval que
tuvo con la hermosa y joven Jane.
El misterio de esa
relación tormentosa entre dos seres contrapuestos permanece hasta la célebre
escena del peep show. Poco antes padecemos al ver que Travis deja al
niño en el interior del coche. La irresponsabilidad como padre continúa, pero
la ficción todo lo disculpa y le acompañamos en un laberinto de cabinas a la
búsqueda de Jane.
Travis la encuentra,
contiene las lágrimas y habla con ella acerca del pasado para vislumbrar algún
futuro. La larguísima escena conmueve por la densidad emocional de los
diálogos, la interpretación de Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski y la
dirección de un cineasta que siempre muestra un poder visual fuera de lo común.
La búsqueda de la mujer ha
culminado, pero algunos motivos del desencuentro quedan pendientes en una
conversación donde ambos dicen ser culpables. Intuimos lo sucedido, aunque sin
la certeza de un diagnóstico. Hubo violencia, afán posesivo, irresponsabilidad,
incomprensión… hasta desembocar en un final traumático para la pareja. También
para el niño, que evita el desastre gracias a la tutela de sus tíos.
El desenlace, con el
abrazo de la madre y el hijo mientras el padre, temeroso de volver a las
andadas, decide perderse de nuevo es una escena con un fotograma final digno de
Edward Hopper. El reencuentro con Hunter parece una reconciliación. Viene precedida
del sacrificio de quien ama a Jane, pero sabe de su incapacidad para vivir con
ella.
El abrazo en la
habitación del hotel emociona al público. Carecemos de certezas acerca de la
relación entre los padres del niño, pero suponemos que es un amor intenso y
posesivo. Por eso mismo, condenado a la violencia o la tensión continua. La
circunstancia forma parte del pasado clausurado con la marcha de Travis. También
de una madre con vivencias desgarradoras. Su punto de equilibrio puede ser
efímero tras conmovernos gracias al reencuentro sellado con un abrazo.
El cine recurre al
oportuno fundido en negro y evita plantear un imposible: la vida de los
protagonistas más allá del desenlace. Los personajes carecen de personalidad
propia al margen de la ficción. Aunque los hagamos reales, no debemos
preguntarles por sus pasos futuros. La respuesta solo está en nuestra
imaginación.
Visto el desastre de una
relación tormentosa, cabe suponer un futuro donde el niño vuelva con sus tíos
para crecer sin nuevos traumas. La posibilidad responde a una lógica del
espectador que se fascina con Travis y Jane, pero preferiría tener como vecinos
al matrimonio Henderson.
El problema es que los
Henderson, tan imprescindibles para sortear el caos, nunca protagonizarán una
película capaz de interesar por el dramatismo de una pasión condenada al
fracaso. Su relación, siempre en segundo plano, se desliza por el camino de una
cotidianidad repleta de detalles y complicidad. El matrimonio carece de un
sentido del espectáculo consustancial con la ficción, pero vive en paz y comparte
su estabilidad.
Las huellas de Travis y
Jane son motivo de interés, fascinación e intentos de comprensión que alientan
el debate. Los Henderson forman parte de una realidad identificable y fácil de
entender. Tal vez porque su comportamiento responde a la sencillez de lo
funcional. Lo necesitamos, pero lo marginamos a la hora de disfrutar con la
ficción.
Win Wenders rodó París,
Texas cuando era un hombre de mediana edad. Cuarenta años después, inmerso
en una vejez creativa, filma Perfect Days (2023), donde el protagonista
limpia lavabos públicos en Tokio. Hirayama goza de una cotidianidad
estructurada en torno al trabajo, que realiza con meticulosidad, y un ocio
donde conviven la música, la lectura, la fotografía y el cuidado de las plantas.
Todo con sabor añejo, como las canciones que escucha o las fotos tomadas para fijar
las imágenes creadas por un árbol amigo.
La interpretación de Koji
Yakusho muestra la rutina de una cotidianidad consciente que alienta una
felicidad sin estridencias. Azorín nunca estuvo en Tokio, pero habría
comprendido a Hirayama. El protagonista permanece solitario y en silencio, como
millones de japoneses, pero seguro de haber creado un minúsculo círculo
virtuoso en una ciudad abrumadora. En esa pequeñez todo funciona a la
perfección y la limpieza de los urinarios, tan vanguardistas en su diseño, es
compatible con la lectura de Faulkner.
El dato indica una
discordancia relacionada con el pasado. Aflora cuando la presencia de la
hermana sugiere la existencia de un antes bien distinto. También hay un punto
de fuga capaz de alterar el futuro: el compromiso de cuidar a la mujer que
Hirayama ama en silencio. Su ex marido, enfermo terminal, le cede el testigo en
una escena conmovedora. El logro es meritorio, porque la película abunda en momentos
hipnotizadores. El requisito para disfrutarlos es no haber encallecido la
mirada por tanta acción trepidante.
«Ahora es ahora. La
próxima vez es la próxima vez». La frase articula la película. Hirayama ejemplifica
su aparente obviedad con la afabilidad y discreción de quien asume su
responsabilidad ante cualquier circunstancia. La última escena muestra ese
futuro alterado por un nuevo compromiso. Su rostro, mientras escucha una alusiva
canción de Nina Simone, da cuenta de esa combinación de temores y esperanzas.
Merece la pena observar la elocuencia silenciosa de Koji Yakusho:
El fundido en negro
impide conocer el destino de ese punto de fuga. Apenas importa. A esas alturas,
el público confía en Hirayama. Quien cuida de los urinarios con primor, sabe
que su responsabilidad es personal e intransferible. Jane y Travis, más
sugestivos para la ficción, lo ignoran y necesitan a los Henderson. Visto así,
parece lógico que el anciano Win Wenders ahora apueste por la rutinaria
sencillez de quien escucha canciones para sugerir su estado de ánimo y
transmitirnos fortaleza, justo en una pantalla donde cuarenta años antes reinaba
el riesgo de quienes se pierden y desaparecen mientras los Henderson minimizan
las consecuencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario