jueves, 15 de agosto de 2024

De París, Texas, a Tokio


 

La banda sonora de París, Texas (1984), de Win Wenders, perdura en mi memoria más allá de la propia película. Tal vez sea porque la escuché durante años en la cabecera de Documentos TV. Lo ignoro, pero la composición de Ry Cooder, simple y evocativa, permanece con la capacidad de activar un recuerdo marcado por la incertidumbre.

Las notas de la guitarra las relaciono con la aparición de Travis, provisto de una gorra roja, con el traje raído y avanzando por el desierto de Arizona sin un destino más allá de la necesidad de beber. A partir de ese momento, su vida es una incógnita. Incluso para el propio protagonista, que sufre un prolongado período de silencio y amnesia:




La película es la búsqueda de ese pasado para comprender el presente de un protagonista desnortado. Los espectadores participamos a través de Walt y Anne, el hermano y la cuñada de Travis. Le preguntamos como ellos, le ayudamos a recuperar su lugar en el mundo y, solidarios, estaríamos dispuestos a cuidar el chaval que tuvo con la hermosa y joven Jane.

El misterio de esa relación tormentosa entre dos seres contrapuestos permanece hasta la célebre escena del peep show. Poco antes padecemos al ver que Travis deja al niño en el interior del coche. La irresponsabilidad como padre continúa, pero la ficción todo lo disculpa y le acompañamos en un laberinto de cabinas a la búsqueda de Jane.

Travis la encuentra, contiene las lágrimas y habla con ella acerca del pasado para vislumbrar algún futuro. La larguísima escena conmueve por la densidad emocional de los diálogos, la interpretación de Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski y la dirección de un cineasta que siempre muestra un poder visual fuera de lo común.

La búsqueda de la mujer ha culminado, pero algunos motivos del desencuentro quedan pendientes en una conversación donde ambos dicen ser culpables. Intuimos lo sucedido, aunque sin la certeza de un diagnóstico. Hubo violencia, afán posesivo, irresponsabilidad, incomprensión… hasta desembocar en un final traumático para la pareja. También para el niño, que evita el desastre gracias a la tutela de sus tíos.

El desenlace, con el abrazo de la madre y el hijo mientras el padre, temeroso de volver a las andadas, decide perderse de nuevo es una escena con un fotograma final digno de Edward Hopper. El reencuentro con Hunter parece una reconciliación. Viene precedida del sacrificio de quien ama a Jane, pero sabe de su incapacidad para vivir con ella.

El abrazo en la habitación del hotel emociona al público. Carecemos de certezas acerca de la relación entre los padres del niño, pero suponemos que es un amor intenso y posesivo. Por eso mismo, condenado a la violencia o la tensión continua. La circunstancia forma parte del pasado clausurado con la marcha de Travis. También de una madre con vivencias desgarradoras. Su punto de equilibrio puede ser efímero tras conmovernos gracias al reencuentro sellado con un abrazo.

El cine recurre al oportuno fundido en negro y evita plantear un imposible: la vida de los protagonistas más allá del desenlace. Los personajes carecen de personalidad propia al margen de la ficción. Aunque los hagamos reales, no debemos preguntarles por sus pasos futuros. La respuesta solo está en nuestra imaginación.

Visto el desastre de una relación tormentosa, cabe suponer un futuro donde el niño vuelva con sus tíos para crecer sin nuevos traumas. La posibilidad responde a una lógica del espectador que se fascina con Travis y Jane, pero preferiría tener como vecinos al matrimonio Henderson.

El problema es que los Henderson, tan imprescindibles para sortear el caos, nunca protagonizarán una película capaz de interesar por el dramatismo de una pasión condenada al fracaso. Su relación, siempre en segundo plano, se desliza por el camino de una cotidianidad repleta de detalles y complicidad. El matrimonio carece de un sentido del espectáculo consustancial con la ficción, pero vive en paz y comparte su estabilidad.

Las huellas de Travis y Jane son motivo de interés, fascinación e intentos de comprensión que alientan el debate. Los Henderson forman parte de una realidad identificable y fácil de entender. Tal vez porque su comportamiento responde a la sencillez de lo funcional. Lo necesitamos, pero lo marginamos a la hora de disfrutar con la ficción.

Win Wenders rodó París, Texas cuando era un hombre de mediana edad. Cuarenta años después, inmerso en una vejez creativa, filma Perfect Days (2023), donde el protagonista limpia lavabos públicos en Tokio. Hirayama goza de una cotidianidad estructurada en torno al trabajo, que realiza con meticulosidad, y un ocio donde conviven la música, la lectura, la fotografía y el cuidado de las plantas. Todo con sabor añejo, como las canciones que escucha o las fotos tomadas para fijar las imágenes creadas por un árbol amigo.

La interpretación de Koji Yakusho muestra la rutina de una cotidianidad consciente que alienta una felicidad sin estridencias. Azorín nunca estuvo en Tokio, pero habría comprendido a Hirayama. El protagonista permanece solitario y en silencio, como millones de japoneses, pero seguro de haber creado un minúsculo círculo virtuoso en una ciudad abrumadora. En esa pequeñez todo funciona a la perfección y la limpieza de los urinarios, tan vanguardistas en su diseño, es compatible con la lectura de Faulkner.

El dato indica una discordancia relacionada con el pasado. Aflora cuando la presencia de la hermana sugiere la existencia de un antes bien distinto. También hay un punto de fuga capaz de alterar el futuro: el compromiso de cuidar a la mujer que Hirayama ama en silencio. Su ex marido, enfermo terminal, le cede el testigo en una escena conmovedora. El logro es meritorio, porque la película abunda en momentos hipnotizadores. El requisito para disfrutarlos es no haber encallecido la mirada por tanta acción trepidante.

«Ahora es ahora. La próxima vez es la próxima vez». La frase articula la película. Hirayama ejemplifica su aparente obviedad con la afabilidad y discreción de quien asume su responsabilidad ante cualquier circunstancia. La última escena muestra ese futuro alterado por un nuevo compromiso. Su rostro, mientras escucha una alusiva canción de Nina Simone, da cuenta de esa combinación de temores y esperanzas. Merece la pena observar la elocuencia silenciosa de Koji Yakusho:




El fundido en negro impide conocer el destino de ese punto de fuga. Apenas importa. A esas alturas, el público confía en Hirayama. Quien cuida de los urinarios con primor, sabe que su responsabilidad es personal e intransferible. Jane y Travis, más sugestivos para la ficción, lo ignoran y necesitan a los Henderson. Visto así, parece lógico que el anciano Win Wenders ahora apueste por la rutinaria sencillez de quien escucha canciones para sugerir su estado de ánimo y transmitirnos fortaleza, justo en una pantalla donde cuarenta años antes reinaba el riesgo de quienes se pierden y desaparecen mientras los Henderson minimizan las consecuencias.


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