Truman Capote viajó a
España en varias ocasiones. Gracias a una novela de Marius Carol, El hombre
de los pijamas de seda, sabemos de su llegada el 26 de abril de 1960 a la
Costa Brava, a donde volvería en los veranos de 1961 y 1962. Vino con un
Chevrolet negro y su pareja, el también escritor Jack Dunphy, para descansar
del ajetreo neoyorkino mientras escribía A sangre fría (1966). El
norteamericano no pasó desapercibido. Ahora, en Palamós, hay una ruta turística
con los lugares que frecuentó durante esas estancias.
El norteamericano ya
conocía España por visitas con menos glamour. Jesús Pardo cuenta en Autobiografía
sin retoques (1996) que Truman Capote estuvo en Madrid a principios de los
cincuenta. Solidario o curioso, quiso compartir experiencias de la bohemia
neoyorkina con sus colegas españoles. Acudió al café Gijón y, sentado en la
tertulia de los jóvenes como Ignacio Aldecoa, les hizo partícipes de sus
penurias en tiempos de crisis.
Cuando las cosas venían
mal dadas, Truman Capote se veía obligado a meter la máquina de escribir en su
coche para, una vez provisto de whisky, irse a su casa de campo hasta terminar
de escribir una comedia para Broadway con el objetivo de superar la mala racha.
Y lo conseguía, por supuesto.
Los tertulianos, que
alquilaban por horas la máquina de escribir y solo contaban con algún café para
hacer uso de la misma sin pasar demasiado frío, sabían que si colocaban bien
sus trabajos podían pagar uno o dos meses de la pensión. Y gracias, porque las
penurias duraban una eternidad en un país donde las imágenes del hambre
menudeaban.
La anécdota la conté en Usted
puede ser feliz a partir de las memorias de Jesús Pardo. También aparece,
con variantes, en Ronda del Gijón (2007), de Marcos Ordóñez. Tuve la
ocasión de hablar con este último. Ante la duda de que todos los detalles
fueran verídicos, convenimos en que era tan ejemplar que merecía ser preservada
como cierta.
La recuerdo en mis clases
para explicar que la ficción, siempre dispuesta al engaño, obra la maravilla de
que nos sintamos solidarios con las penurias de un triunfador o, al menos, de
alguien más afortunado que nosotros. Vista con racionalidad, la situación es
absurda, pero nos gusta que los guapos, ricos y triunfadores cuenten sus
problemas a la espera de nuestra solidaridad.
Las diferencias en el
nivel de vida entre España y EEUU durante los sesenta las explico aludiendo a Los
Picapiedra, la serie de dibujos animados que veía siendo niño. Los
prehistóricos protagonistas disponían de coche, lavavajillas, aspirador,
tocadiscos… en una casa con jardín. En mi calle, por entonces, nadie conducía
un «troncomóvil» y solo algunos contaban con nevera, a la espera de que el
desarrollismo permitiera la compra de los demás electrodomésticos gracias al
pago de «las letras».
Cualquier película
procedente de EEUU nos remitía al más allá en materia de progreso y
modernidades. Sin embargo, los españoles compartíamos las penas de estos
afortunados y hasta las hacíamos nuestras. A falta de algo más sustancial, la ficción
proporcionaba la ilusión de que los ricos también lloran, aunque sea en las
pantallas.
Así poco antes vimos a
algunos rebeldes que, verdaderamente, carecían de «causa» por lo bien que
vivían su juventud. Al menos, en comparación con la nuestra, donde cualquier
rebeldía, por mesocrática que fuera, acarreaba problemas. Y, en ese marco de
jóvenes con dudas para provocar un lamento universal, incluido el de los países
en vías de desarrollo, llegaron las andanzas de Benjamin en The Graduate (1967),
de Mike Nichols.
La película es magnífica por múltiples razones, desde el reparto hasta las canciones de Simon&Garfunkel, pasando por una fotografía todavía recordada e imitada. Mike Nichols arriesgó en su momento, conectó con los aires de cambio en torno a 1968 y consiguió un éxito que ha dado paso a un reconocimiento unánime. Me sumo al mismo:
Ahora bien, lo de
Benjamin no es para tanto. Sobre todo, visto en la España de los sesenta, donde
la existencia de un joven al que le regalan, por ser buen chico, un Alfa Romeo
rojo no parecía un motivo de angustia vital. Si, además, el graduado tiene una
preciosa casa y la promesa de brillantes trabajos tampoco es para caer
deprimido. El colmo es la señora Robinson. Anne Bancroft le seduce mientras
Elaine, su hija, termina enamorada tras una estancia en Berkeley. Convendría
recordar que esta última es Katherine Ross. Dos años después fue motivo de
disputa entre Paul Newman y Robert Redford. Bejamin la tuvo en exclusiva,
aunque después de insistir. Lo contrario ya habría sido demasiada suerte.
Los padres del protagonista son unos memos insoportables. Nos hacemos cargo, pero los papás memos y, además, autoritarios abundaban en la España de la época. La diferencia es que no te regalaban un Alfa Romeo y nunca te presentaban a la señora Robinson para que tararearas la canción de Simon&Garfunkel después de acceder a sus requerimientos:
Dustin Hoffman hace
creíble cualquier personaje, aunque a sus 30 años interprete a un joven de 21
seducido por una señora de 47 que, en realidad, tiene 36 y es la madre de
Elaine, cuyos 20 años solo son creíbles gracias a la mirada de Katherine Ross,
que por entonces iba camino de los treinta. Es decir, la señora Robinson fue
madre en la más tierna infancia.
La ficción obra milagros.
Hacemos bien aceptándolos porque esta fe aporta felicidad. Sin embargo, cuando
con motivo del célebre desenlace en el autobús donde escapan Benjamin y Elaine,
con los rostros de un «y ahora, ¿qué?», muchos críticos hablan de los límites
de la libertad u otras cuestiones trascendentales, yo me rebelo.
Razones no les faltan
para argumentar, pero pienso en los jóvenes españoles de la época que pudieron
ver la censurada película. Supongo que muchos pensarían con angustia acerca del
destino del Alfa Romeo rojo, que se queda tirado sin gasolina justo antes de
que Benjamin interrumpa la boda de Elaine con un imbécil y ambos emprendan la
huida hasta llegar al autobús.
Ese ahora qué, para la
generación de mi hermano mayor, dudo que fuera una reflexión sobre los límites
de la libertad y la responsabilidad. La cuestión es seria. Sin embargo, muchos
padecerían al ignorar si Benjamin recuperó el Alfa Romeo del que prescinde
olímpicamente sin dejarlo a buen resguardo.
Vale que solo es cine, pero
si uno anda en una vespa lo de identificarte con la falta de horizontes de
quien viaja en un Alfa Romeo resulta, más o menos, como solidarizarse con la
angustia de Truman Capote cuando lo cotidiano es un café con leche con media
tostada. Eso sí, con derecho a vaso de agua por ser tertuliano y asiduo.
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