Fotograma de La zona de interés (2023)
Desde hace más de treinta
años padezco un acúfeno. Al margen de la publicidad, el problema carece de
tratamiento. La cura es acostumbrarse al constante zumbido. El cerebro lo
consigue al cabo de un tiempo prolongado, aunque a veces un estruendo activa el
problema y me lo recuerda. Solo cabe tener paciencia, educada en la
experiencia, y esperar que el acúfeno vuelva a formar parte de la rutina.
Algunos dirigentes nazis
tendrían acúfenos. Lo lamento por ellos, pero lo indudable es que protagonizaron
la más brutal y masiva violencia durante el Holocausto. También se
acostumbrarían a ella con el paso del tiempo. Sus cerebros la integrarían en la
normalidad de lo cotidiano, por razones más complejas que la preservación de la
salud, y así pudieron seguir adelante, sin el tormento de una conciencia que
activara algún resto de humanidad.
La normalización de la
violencia me preocupa. La ficción nos engaña al respecto, pero ayuda a
detectarla en otras ocasiones. En mis clases, recuerdo que los monstruos más
terribles son los situados fuera de campo. Desde pequeño, me inquieta la escena
de la cortina que se mueve, la ventana abierta de forma imprevista, la puerta a
cuyas bisagras les falta aceite... Luego, el monstruo, enfurruñado, defrauda,
salvo que sea una imagen familiar hasta entonces ajena a esa condición porque
desconocíamos su verdadera personalidad.
Sin necesidad de haber
leído a Hannah Arendt, sabemos que los monstruos más temibles habitan entre
nosotros con una apariencia de normalidad. Lo comprobamos cuando alguno llega
al poder gracias a la complicidad de amplias capas sociales. A partir de ese
momento, propiciado por intereses nunca confesados, carecen de límites e
imponen su criterio con distintas coartadas, desde el patriotismo hasta la
pureza racial.
La realidad de los campos
de concentración solo la conocía a través del cine y algunos estudios
parciales, como el que dediqué al fotógrafo de Mauthausen, Francesc Boix, en La
mirada del documental (2014). Un escaso bagaje bibliográfico, que me
llevaba a la ilusión de que lo extremo de esa violencia estuviera subrayado por
los mecanismos de la ficción. El error lo he comprobado gracias a un libro que
me regalaron sus autores: Deportados y olvidados (2024), de Gutmaro
Gómez Bravo y Diego Martínez López.
La espléndida monografía
revela una realidad a menudo ocultada: el destino de miles de republicanos que
murieron en aquellos campos de concentración ante la indiferencia, cuando no la
complicidad, de las autoridades españolas, que ni siquiera los consideraban
compatriotas por haber luchado en el bando vencido. La larga lista de víctimas
que aparecen entre las páginas 399 y 574, con letra menuda, es la evidencia de
una barbarie que nunca debe ser olvidada.
Ahora bien, lo más
impactante de la investigación ha sido la frialdad burocrática de quienes
concibieron el exterminio de diversos colectivos. El horror no es la
escenografía tantas veces vista en el cine, sino su origen en unos documentos
que hablan de una planificación de la barbarie gracias a tecnologías como las
cámaras de gas. Y todo con un objetivo que revela su componente económico,
concretado en la explotación de millones de reclusos cuyo destino era la muerte
por agotamiento. Su recuerdo requiere una voluntad de admitir lo inconcebible.
La lectura ha coincidido
con la conmoción provocada por The zone of interest (2023), de Jonathan
Glatzer. La película cuenta con un alud de comentarios y críticas. Poco puedo
añadir a lo dicho, pero la sensación alojada en mi memoria es la de haber
visto, con su cruda normalidad, el concepto de la banalidad del mal que tanto
me preocupa desde que tuve conciencia del mismo.
Nos vemos en Chicote (2015)
fue el primer resultado de esa preocupación. El retrato de los victimarios,
colegas de sus admirados nazis, era el de la normalidad de unos monstruos que
acabaron sus vidas sin ser vistos como tales, aunque a sus espaldas tuvieran
numerosas muertes y el sufrimiento de miles de presos. La jerarquía entre ellos
es indudable. También el diferente grado de responsabilidad, pero todos
compartieron un pacto de sangre con réditos laborales, económicos o de simple
tranquilidad.
La posibilidad de ver lo
sucedido en Auschwitz a través de la película de Jonathan Glatzer corre el
peligro de caer en un error de percepción si lo consideramos como una realidad
lejana, tanto en el tiempo como en el espacio. El planteamiento, en lo
fundamental, se podría trasladar a los campos de concentración españoles o a
las dantescas cárceles de la posguerra, donde tantos funcionarios como Rudolf
Hoss planificaron la represión con una frialdad que derivó en el olvido o la
normalización del ruido al que antes aludía.
El problema de estas
historias capaces de hacernos dudar de la condición humana es verlas como algo
lejano o ajeno, donde suponemos que nunca encontraremos unos apellidos
familiares entre los victimarios. Nos equivocaremos si pensamos así. Los
ejemplos se repiten en diferentes países y épocas, como una constante que
recuerda la necesidad de la reflexión colectiva para evitarla o, al menos,
paliarla mediante el conocimiento y la denuncia.
La proximidad de la
cortina que se mueve es lo verdaderamente inquietante. Si aludo al fascismo en
clase, no acudo a los tratados históricos, sino a la historia recreada por
Ettore Scola en Una giornata particolare (1977). Toda Roma se moviliza
para ver a Mussolini recibiendo a los nazis el 6 de mayo de 1938. El fascismo
ha triunfado en un marco de unanimidad y Antonieta (Sophia Loren), admiradora
del Duce, se queda sola en el edificio con Gabriele (Marcello
Mastroianni), un vecino solitario.
El encuentro de ambos es
inevitable. Sin apenas aludir a razones políticas, pronto descubrimos que
comparten la condición de víctimas. Gabriele es un represaliado por su
homosexualidad y Antonietta una mujer explotada por su propia familia. Ella
espera un rasgo de cariño para sentirse viva. Lo encuentra en el respetuoso
vecino y surge una relación condenada a la fugacidad, pero suficiente para
despertar un mínimo de esperanza en un clima desolador culminado con la
detención de Gabriele vista desde la ventana.
Antonietta vuelve a ser
la esposa y madre de una familia fascista. La vemos entrar en el dormitorio
conyugal, pero la imaginamos pendiente de la suerte de quien la trató con
respeto. Incluso, cuando sonaba en la radio un himno fascista, Gabriele cambió
de emisora para enseñarle unos pasos de baile. Los dará en solitario cuando
vuelva a quedarse sola en la casa, como la muchacha polaca salía todas las
noches para dejar escondida una comida necesaria para la supervivencia de
quienes padecen en el vecino campo de concentración.
Ettore Scola y Jonathan
Glatzer no edulcoran la realidad histórica, pero incluyen alguna escena capaz
de reconciliarnos con la condición humana. La alternativa sería insoportable,
como un acúfeno ajeno a nuestra capacidad de superar el mal.
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