domingo, 11 de agosto de 2024

Nuestras «zona de interés»


 

Fotograma de La zona de interés (2023)

Desde hace más de treinta años padezco un acúfeno. Al margen de la publicidad, el problema carece de tratamiento. La cura es acostumbrarse al constante zumbido. El cerebro lo consigue al cabo de un tiempo prolongado, aunque a veces un estruendo activa el problema y me lo recuerda. Solo cabe tener paciencia, educada en la experiencia, y esperar que el acúfeno vuelva a formar parte de la rutina.

Algunos dirigentes nazis tendrían acúfenos. Lo lamento por ellos, pero lo indudable es que protagonizaron la más brutal y masiva violencia durante el Holocausto. También se acostumbrarían a ella con el paso del tiempo. Sus cerebros la integrarían en la normalidad de lo cotidiano, por razones más complejas que la preservación de la salud, y así pudieron seguir adelante, sin el tormento de una conciencia que activara algún resto de humanidad.

La normalización de la violencia me preocupa. La ficción nos engaña al respecto, pero ayuda a detectarla en otras ocasiones. En mis clases, recuerdo que los monstruos más terribles son los situados fuera de campo. Desde pequeño, me inquieta la escena de la cortina que se mueve, la ventana abierta de forma imprevista, la puerta a cuyas bisagras les falta aceite... Luego, el monstruo, enfurruñado, defrauda, salvo que sea una imagen familiar hasta entonces ajena a esa condición porque desconocíamos su verdadera personalidad.

Sin necesidad de haber leído a Hannah Arendt, sabemos que los monstruos más temibles habitan entre nosotros con una apariencia de normalidad. Lo comprobamos cuando alguno llega al poder gracias a la complicidad de amplias capas sociales. A partir de ese momento, propiciado por intereses nunca confesados, carecen de límites e imponen su criterio con distintas coartadas, desde el patriotismo hasta la pureza racial.

La realidad de los campos de concentración solo la conocía a través del cine y algunos estudios parciales, como el que dediqué al fotógrafo de Mauthausen, Francesc Boix, en La mirada del documental (2014). Un escaso bagaje bibliográfico, que me llevaba a la ilusión de que lo extremo de esa violencia estuviera subrayado por los mecanismos de la ficción. El error lo he comprobado gracias a un libro que me regalaron sus autores: Deportados y olvidados (2024), de Gutmaro Gómez Bravo y Diego Martínez López.

La espléndida monografía revela una realidad a menudo ocultada: el destino de miles de republicanos que murieron en aquellos campos de concentración ante la indiferencia, cuando no la complicidad, de las autoridades españolas, que ni siquiera los consideraban compatriotas por haber luchado en el bando vencido. La larga lista de víctimas que aparecen entre las páginas 399 y 574, con letra menuda, es la evidencia de una barbarie que nunca debe ser olvidada.

Ahora bien, lo más impactante de la investigación ha sido la frialdad burocrática de quienes concibieron el exterminio de diversos colectivos. El horror no es la escenografía tantas veces vista en el cine, sino su origen en unos documentos que hablan de una planificación de la barbarie gracias a tecnologías como las cámaras de gas. Y todo con un objetivo que revela su componente económico, concretado en la explotación de millones de reclusos cuyo destino era la muerte por agotamiento. Su recuerdo requiere una voluntad de admitir lo inconcebible.

La lectura ha coincidido con la conmoción provocada por The zone of interest (2023), de Jonathan Glatzer. La película cuenta con un alud de comentarios y críticas. Poco puedo añadir a lo dicho, pero la sensación alojada en mi memoria es la de haber visto, con su cruda normalidad, el concepto de la banalidad del mal que tanto me preocupa desde que tuve conciencia del mismo.

Nos vemos en Chicote (2015) fue el primer resultado de esa preocupación. El retrato de los victimarios, colegas de sus admirados nazis, era el de la normalidad de unos monstruos que acabaron sus vidas sin ser vistos como tales, aunque a sus espaldas tuvieran numerosas muertes y el sufrimiento de miles de presos. La jerarquía entre ellos es indudable. También el diferente grado de responsabilidad, pero todos compartieron un pacto de sangre con réditos laborales, económicos o de simple tranquilidad.

La posibilidad de ver lo sucedido en Auschwitz a través de la película de Jonathan Glatzer corre el peligro de caer en un error de percepción si lo consideramos como una realidad lejana, tanto en el tiempo como en el espacio. El planteamiento, en lo fundamental, se podría trasladar a los campos de concentración españoles o a las dantescas cárceles de la posguerra, donde tantos funcionarios como Rudolf Hoss planificaron la represión con una frialdad que derivó en el olvido o la normalización del ruido al que antes aludía.

El problema de estas historias capaces de hacernos dudar de la condición humana es verlas como algo lejano o ajeno, donde suponemos que nunca encontraremos unos apellidos familiares entre los victimarios. Nos equivocaremos si pensamos así. Los ejemplos se repiten en diferentes países y épocas, como una constante que recuerda la necesidad de la reflexión colectiva para evitarla o, al menos, paliarla mediante el conocimiento y la denuncia.

La proximidad de la cortina que se mueve es lo verdaderamente inquietante. Si aludo al fascismo en clase, no acudo a los tratados históricos, sino a la historia recreada por Ettore Scola en Una giornata particolare (1977). Toda Roma se moviliza para ver a Mussolini recibiendo a los nazis el 6 de mayo de 1938. El fascismo ha triunfado en un marco de unanimidad y Antonieta (Sophia Loren), admiradora del Duce, se queda sola en el edificio con Gabriele (Marcello Mastroianni), un vecino solitario.




El encuentro de ambos es inevitable. Sin apenas aludir a razones políticas, pronto descubrimos que comparten la condición de víctimas. Gabriele es un represaliado por su homosexualidad y Antonietta una mujer explotada por su propia familia. Ella espera un rasgo de cariño para sentirse viva. Lo encuentra en el respetuoso vecino y surge una relación condenada a la fugacidad, pero suficiente para despertar un mínimo de esperanza en un clima desolador culminado con la detención de Gabriele vista desde la ventana.

Antonietta vuelve a ser la esposa y madre de una familia fascista. La vemos entrar en el dormitorio conyugal, pero la imaginamos pendiente de la suerte de quien la trató con respeto. Incluso, cuando sonaba en la radio un himno fascista, Gabriele cambió de emisora para enseñarle unos pasos de baile. Los dará en solitario cuando vuelva a quedarse sola en la casa, como la muchacha polaca salía todas las noches para dejar escondida una comida necesaria para la supervivencia de quienes padecen en el vecino campo de concentración.



Ettore Scola y Jonathan Glatzer no edulcoran la realidad histórica, pero incluyen alguna escena capaz de reconciliarnos con la condición humana. La alternativa sería insoportable, como un acúfeno ajeno a nuestra capacidad de superar el mal.

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