Los atracos perfectos son
una leyenda con el encanto de lo imposible. Al menos, en las películas clásicas
que conozco. Todavía recuerdo el asombro con que seguí la meticulosa preparación
del golpe en The Killing (1956), de Stanley Kubrick. Una obra maestra de
la planificación criminal. Todo parece racionalmente encaminado hacia el éxito,
pero… hay un imprevisto que lo impide. Al ver la maleta caer y los billetes
volar, uno piensa que por entonces los españoles ataban las maletas con cuerdas.
No planificaban, pero eran supervivientes.
El golpe se ejecuta, pero
los billetes vuelan. La censura española respiraría tranquilizada por la supuesta
moraleja. El público, no obstante, se queda con la miel en los labios y
resignado. Ni siquiera los ladrones profesionalizados, una condición que
reclama Tony Leblanc tras tomar contacto con las bandas de Chicago, lo
consiguen y los de Stanley Kubrick no dejan de ser unos pringados.
Tony Leblanc protagoniza Sabían
demasiado (1962), de Pedro Lazaga, donde la chica es Conchita Velasco, una
ye-yé, que nunca hizo de mujer fatal como las del cine negro. Teodoro, El
Señorito, lidera una banda castiza dedicada al menudeo de carteras con José
Luis Ozores como especialista. Sus miembros tienen un buen conformar y solo
aspiran a jugar al futbolín, pero el líder sueña con Chicago.
El espíritu de superación
nunca se le niega a un emprendedor del naciente desarrollismo. Sin embargo, lo
novedoso del atraco perfecto queda diluido en las tradiciones patrias, que
también abarcan el carterismo visto con mirada paternal. Los malos nacionales
son entrañables, mientras que los verdaderos vienen del extranjero con la
pretensión de malear a sus colegas que, ante todo, son españoles. Incluso a la
hora de delinquir.
Toda aspiración a la
perfección, aparte de inútil y desalentadora, invita a la parodia, que en la
España de mediados de siglo tenía sabor costumbrista. La imperfección de una
banda donde coexisten Pepe Isbert, Manolo Gómez Bur y José Luis López Vázquez resulta
más divertida, aparte de garantizar un desenlace alentador bien visto por la
censura. Si sueñan con el atraco perfecto, para salir de pobres, todos
recordamos que en aquella España la perfección era de corto vuelo.
Las parodias de los
atracos menudearon en distintas cinematografías nacionales, pero fueron los
italianos, de la mano de Mario Monicelli, quienes sentaron cátedra. I soliti
ignoti (1959), aquí titulada Rufufú para desenfocar la mirada del
director, presenta una inolvidable banda comandada por Vittorio Gassman.
También le acompaña Marcello Mastroianni, pero con una impagable boina y el
brazo en cabestrillo. La condición delictiva de los demás atracadores supone
una invitación a la sonrisa.
Una escena clave de estas
películas es el cónclave nocturno para preparar el golpe que sacará de la
pobreza a quienes solo sobreviven. Y la puesta en común en torno a las
herramientas, que deben estar a la altura de un botín cercano y modesto. Mario
Monicelli dispone del maestro Totó, que no solo las alquila a un precio
razonable, sino que también las pondera y, como regalo, proporciona un consejo final
para la reflexión: La prudenzia nom é mai troppo:
Con semejantes
herramientas, a la altura de la profesionalidad de los atracadores, el golpe
comienza mal y termina peor. Lo sabemos de antemano, pero sonreímos al
comprobarlo, gracias a escenas como la de quienes andan por un tejado de
cristal, sigilosamente, y se ven sorprendidos por una pareja con ganas de
bronca. Todo se pone en contra:
La alternativa a tan
desastroso golpe será trabajar. Marcello Mastroianni todavía tiene una edad que
le permite emprender el fatigoso propósito, pero Pepe Isbert, en Los
dinamiteros (1962), ejerce de jubilado. Su deseo es disponer de un mausoleo
en condiciones. Al menos, apañado, y así disfrutar de la eternidad junto a su
difunta mujer. Las frecuentes visitas al cementerio son motivo de comparaciones.
También un acicate para dejarse embaucar por su colega de banco en el parque,
que solo pretende ir a Mallorca para ver a las turistas:
El objetivo para un anciano
trío de atracadores donde la abuela hace calceta es la caja de la mutua. Sus
inflexibles responsables muestran una cicatería capaz de justificar la acción
criminal para conseguir un mausoleo, un viaje rijoso y unos puritos para el
hijo, porque la nuera no lo cuida bien.
Las pretensiones de los
protagonistas de Atraco a las tres (1962), de José M.ª Forqué, también
son comprensibles para el público español de la época, que vería con sorpresa
una reflexión sobre el papel de la banca digna de quedar enmarcada:
La codicia rompe el saco
de los empleados metidos a ladrones, pero no corremos un peligro moral porque
el desenlace, aparte de desastroso como robo, demuestra que los españoles, en
medio de un atraco, cultivamos la heroicidad, aunque sea a beneficio de la
denostada banca.
Los verdaderos ladrones del desenlace en Atraco a las tres son extranjeros y, además, encabezados por Katia Loritz, por entonces especializada en papeles de foránea tan atractiva como peligrosa para los españolitos representados por López Vázquez. Su galantería, viviendo en compañía de Lola Gaos, está justificada. Nunca le terminará de conducir a la perdición porque, al fin y al cabo, es un apoderado de la banca nacional:
Cuando vi a López Vázquez
como policía provisto de una metralleta para detener a una banda extranjera, en
091, policía al habla (1960), de José M.ª Forqué, comprendí que
el destino de estos intérpretes no estaba ligado con las balaceras del cine
negro. La película, con el asesoramiento de la propia policía, fue concebida
para que confiáramos en los guardianes del orden. Iba en serio por ser
propaganda con actores populares. En las parodias resultan mucho más creíbles.
Como la aspiración a disponer de un mausoleo apañado, un viaje a Mallorca o «un
abriguito de entretiempo».
Tony Leblanc y López
Vázquez nunca acabaron siendo atracadores porque el género lo impedía, eran
españoles y la censura habría rechazado semejante aspiración. Apenas importa. Viéndolos,
junto a unos geniales actores de reparto, comprendemos la pequeñez de una
cotidianidad en blanco y negro todavía ajena al color de la comedia del período
desarrollista. Ya vendría con sus apariencias de modernidad bien entendida.
Frente a este quiero y no puedo, prefiero el trasfondo de quienes, puestos a
soñar por necesidad, aspiran a un mausoleo o un abriguito. Incluso un sonotone
para la portera, que no todo va a ser sufrir en este valle de lágrimas.
Otro día hablaremos de
los redimidos justo antes de morir. En el cine norteamericano protagonizan heroicidades,
mientras que en el español del franquismo pretenden apaños de pocos vuelos. Salvo
en los dramas históricos dedicados a ensalzar las glorias del Imperio, que
fueron muchas, al parecer.
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