miércoles, 7 de agosto de 2024

Los atracos imperfectos


Los atracos perfectos son una leyenda con el encanto de lo imposible. Al menos, en las películas clásicas que conozco. Todavía recuerdo el asombro con que seguí la meticulosa preparación del golpe en The Killing (1956), de Stanley Kubrick. Una obra maestra de la planificación criminal. Todo parece racionalmente encaminado hacia el éxito, pero… hay un imprevisto que lo impide. Al ver la maleta caer y los billetes volar, uno piensa que por entonces los españoles ataban las maletas con cuerdas. No planificaban, pero eran supervivientes.

El golpe se ejecuta, pero los billetes vuelan. La censura española respiraría tranquilizada por la supuesta moraleja. El público, no obstante, se queda con la miel en los labios y resignado. Ni siquiera los ladrones profesionalizados, una condición que reclama Tony Leblanc tras tomar contacto con las bandas de Chicago, lo consiguen y los de Stanley Kubrick no dejan de ser unos pringados.

Tony Leblanc protagoniza Sabían demasiado (1962), de Pedro Lazaga, donde la chica es Conchita Velasco, una ye-yé, que nunca hizo de mujer fatal como las del cine negro. Teodoro, El Señorito, lidera una banda castiza dedicada al menudeo de carteras con José Luis Ozores como especialista. Sus miembros tienen un buen conformar y solo aspiran a jugar al futbolín, pero el líder sueña con Chicago.

El espíritu de superación nunca se le niega a un emprendedor del naciente desarrollismo. Sin embargo, lo novedoso del atraco perfecto queda diluido en las tradiciones patrias, que también abarcan el carterismo visto con mirada paternal. Los malos nacionales son entrañables, mientras que los verdaderos vienen del extranjero con la pretensión de malear a sus colegas que, ante todo, son españoles. Incluso a la hora de delinquir.

Toda aspiración a la perfección, aparte de inútil y desalentadora, invita a la parodia, que en la España de mediados de siglo tenía sabor costumbrista. La imperfección de una banda donde coexisten Pepe Isbert, Manolo Gómez Bur y José Luis López Vázquez resulta más divertida, aparte de garantizar un desenlace alentador bien visto por la censura. Si sueñan con el atraco perfecto, para salir de pobres, todos recordamos que en aquella España la perfección era de corto vuelo.

Las parodias de los atracos menudearon en distintas cinematografías nacionales, pero fueron los italianos, de la mano de Mario Monicelli, quienes sentaron cátedra. I soliti ignoti (1959), aquí titulada Rufufú para desenfocar la mirada del director, presenta una inolvidable banda comandada por Vittorio Gassman. También le acompaña Marcello Mastroianni, pero con una impagable boina y el brazo en cabestrillo. La condición delictiva de los demás atracadores supone una invitación a la sonrisa.

Una escena clave de estas películas es el cónclave nocturno para preparar el golpe que sacará de la pobreza a quienes solo sobreviven. Y la puesta en común en torno a las herramientas, que deben estar a la altura de un botín cercano y modesto. Mario Monicelli dispone del maestro Totó, que no solo las alquila a un precio razonable, sino que también las pondera y, como regalo, proporciona un consejo final para la reflexión: La prudenzia nom é mai troppo:




Con semejantes herramientas, a la altura de la profesionalidad de los atracadores, el golpe comienza mal y termina peor. Lo sabemos de antemano, pero sonreímos al comprobarlo, gracias a escenas como la de quienes andan por un tejado de cristal, sigilosamente, y se ven sorprendidos por una pareja con ganas de bronca. Todo se pone en contra:



La alternativa a tan desastroso golpe será trabajar. Marcello Mastroianni todavía tiene una edad que le permite emprender el fatigoso propósito, pero Pepe Isbert, en Los dinamiteros (1962), ejerce de jubilado. Su deseo es disponer de un mausoleo en condiciones. Al menos, apañado, y así disfrutar de la eternidad junto a su difunta mujer. Las frecuentes visitas al cementerio son motivo de comparaciones. También un acicate para dejarse embaucar por su colega de banco en el parque, que solo pretende ir a Mallorca para ver a las turistas:




El objetivo para un anciano trío de atracadores donde la abuela hace calceta es la caja de la mutua. Sus inflexibles responsables muestran una cicatería capaz de justificar la acción criminal para conseguir un mausoleo, un viaje rijoso y unos puritos para el hijo, porque la nuera no lo cuida bien.

Las pretensiones de los protagonistas de Atraco a las tres (1962), de José M.ª Forqué, también son comprensibles para el público español de la época, que vería con sorpresa una reflexión sobre el papel de la banca digna de quedar enmarcada:



La codicia rompe el saco de los empleados metidos a ladrones, pero no corremos un peligro moral porque el desenlace, aparte de desastroso como robo, demuestra que los españoles, en medio de un atraco, cultivamos la heroicidad, aunque sea a beneficio de la denostada banca.

Los verdaderos ladrones del desenlace en Atraco a las tres son extranjeros y, además, encabezados por Katia Loritz, por entonces especializada en papeles de foránea tan atractiva como peligrosa para los españolitos representados por López Vázquez. Su galantería, viviendo en compañía de Lola Gaos, está justificada. Nunca le terminará de conducir a la perdición porque, al fin y al cabo, es un apoderado de la banca nacional:



Cuando vi a López Vázquez como policía provisto de una metralleta para detener a una banda extranjera, en 091, policía al habla (1960), de José M.ª Forqué, comprendí que el destino de estos intérpretes no estaba ligado con las balaceras del cine negro. La película, con el asesoramiento de la propia policía, fue concebida para que confiáramos en los guardianes del orden. Iba en serio por ser propaganda con actores populares. En las parodias resultan mucho más creíbles. Como la aspiración a disponer de un mausoleo apañado, un viaje a Mallorca o «un abriguito de entretiempo».

Tony Leblanc y López Vázquez nunca acabaron siendo atracadores porque el género lo impedía, eran españoles y la censura habría rechazado semejante aspiración. Apenas importa. Viéndolos, junto a unos geniales actores de reparto, comprendemos la pequeñez de una cotidianidad en blanco y negro todavía ajena al color de la comedia del período desarrollista. Ya vendría con sus apariencias de modernidad bien entendida. Frente a este quiero y no puedo, prefiero el trasfondo de quienes, puestos a soñar por necesidad, aspiran a un mausoleo o un abriguito. Incluso un sonotone para la portera, que no todo va a ser sufrir en este valle de lágrimas.

Otro día hablaremos de los redimidos justo antes de morir. En el cine norteamericano protagonizan heroicidades, mientras que en el español del franquismo pretenden apaños de pocos vuelos. Salvo en los dramas históricos dedicados a ensalzar las glorias del Imperio, que fueron muchas, al parecer.

 

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