Fotograma de Ladri di bicilette
Hace años, en un curso de
verano de la UIMP, tuve la ocasión de hablar con Mario Camus. La conversación
derivó hacia sus primeras películas, cuando los más inquietos cineastas de su
generación andaban empeñados en incorporar la realidad del momento a las
pantallas. El objetivo respondía a una actitud crítica que afrontó numerosos
problemas de censura y la generalizada incomprensión del público. Al
recordarlos, le pregunté si no caían en el desánimo. Lo admitió. A
continuación, con la concreción de lo obvio, me dijo que, si conseguían al
menos mostrar un botijo, ese botijo implicaba más verdad que la mayoría de las
películas coetáneas.
Las imágenes de aquella
España ahí quedan. A veces en un plano secundario para despistar a los
censores, que nunca fueron ingenuos, El desafío es llevarlas al primer plano de
nuestra atención para observar el rostro de un país a punto de asomarse al
desarrollismo, que con su cine en colores pastel tanto edulcoró. El blanco y
negro de las primeras películas de Berlanga, Saura, Camus o Ferreri no permitía
esta tergiversación. Gracias a su empeño, vimos muchos botijos, aunque a menudo
pasaran desapercibidos para los escasos espectadores que apoyaron con su
presencia esta filmografía.
En mis clases, al
explicar las diferencias entre el cine y el teatro, insisto en considerar el
primero como imagen en movimiento donde cualquier otro código es un añadido. Yo
tuve la fortuna de educarme viendo cine mudo en la televisión. En los años sesenta,
cada vez que había un desajuste en la programación recurrían a la emisión de
cortos protagonizados por los pioneros de la comicidad cinematográfica. Los
desajustes u otros problemas debieron ser múltiples, pues Charles Chaplin,
Harold Lloyd y demás maestros me resultaban familiares.
Al reencontrarlos como
profesor, fui consciente de que nunca necesitaban la palabra para dar cuenta de
las sencillas historias todavía capaces de hacerme sonreír. Otros colegas más
sesudos recurren a Cecil B. DeMille o a los expresionistas alemanes para
ejemplificar el grado de perfección narrativa del cine mudo. Yo, con el mismo
objetivo, prefiero seleccionar aquello que me entusiasmó siendo niño. Todavía
mantengo la ilusión de que esa reacción resulte contagiosa.
El tema me permite dar
alguna pincelada acerca del empeño de Charles Chaplin de permanecer fiel al
mudo, justo cuando los demás cineastas se pasaron al hablado. Explico sus
razones que, no por ir a contracorriente resultaron caprichosas, y para disipar
las posibles dudas recurro a una célebre y desafiante escena de Modern Times
(1936):
La sonrisa al ver a
Chaplin cuando pierde la chuleta con la letra de la canción, la llevaba en el falso
puño, responde al ingenio mostrado para salir del apuro. Pronto da paso a la
genialidad de escucharle por primera vez cantando una canción de cuyo idioma
nada sabemos. La razón es simple: no existe. La letra de la canción carece de
sentido, aunque la entendamos como motivo para una sonrisa y, sobre todo,
volvamos a disfrutar con el Chaplin todavía fiel a sus inicios en los
escenarios.
La discordancia entre la
imagen y la palabra en una película puede responder a múltiples motivos. Al
margen de que una mirada resulte elocuente en un momento de silencio, la ironía
o el cinismo también resultan posibles en un discurso que entra en
contradicción con lo visto por parte del público. En cualquier caso, estas circunstancias
responden a la voluntad de quienes realizan el film y crean recursos capaces de
enriquecerlo con una complicidad más o menos exigente por parte del espectador.
La situación cambia
radicalmente cuando la palabra es impuesta por instancias ajenas a los
creadores. Lo observamos en las actuaciones de la censura durante el
franquismo. Algunas imágenes no podían ser eliminadas con un mínimo de
argumentación. La visión panorámica de una ciudad, gracias a unas
localizaciones tan identificables como propias de una tarjeta postal, carecía
de motivos para dictar su supresión. Sin embargo, cabía recurrir a una voz en off
empeñada en desmentir lo visto en la pantalla.
Hace veinticinco años
tuve la ocasión de grabar una entrevista a Juan Antonio Bardem en la Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes. Con tal motivo, recordó que la obsesión de los
censores de Calle Mayor (1955) era que el público no relacionara el
drama con lo sucedido en tantas ciudades de provincia de aquella España del
nacionalcatolicismo. La burla sufrida por una solterona, basada en una obra de
Carlos Arniches, podía suceder por razones obvias, pero en cualquier lugar del
mundo. Poco importaba que todas y cada una de las imágenes fueran
identificables o, incluso, familiares.
La obsesión de los
censores tuvo su momento culminante en la presentación, cuando una imagen
típica de Cuenca da paso al inicio de la trama con la primera broma, la gastada
en un amanecer que remite a un contexto cercano. La ciudad podía aparecer, como
también lo harían Logroño y Palencia en la película, pero a condición de
incluir un texto que indicara algo absurdo: lo visto no lo veíamos o, al menos,
debíamos interpretarlo con un planteamiento deudor de lo inverosímil. Comprobemos
la disociación entre lo visto y lo escuchado:
Las imágenes de la
película de Juan Antonio Bardem son elocuentes. Nadie duda acerca de que lo sucedido
tiene el sabor inequívoco de lo reconocible en aquella España, pero la censura
quedó, al parecer, tranquila con un texto que avisa inútilmente de lo
contrario. Algo parecido sucede con el desenlace de un célebre drama, Ladri di
biciclette (194), de Vittorio de Sica.
El protagonista de esta obra
maestra del neorrealismo, el «ladrón», es un padre de familia que necesita una
bicicleta para trabajar y así evitar que su familia pase hambre. La consigue,
pero se la roban. Desesperado, intenta infructuosamente hacer lo mismo. El
resultado es la humillación y la vergüenza pasada ante su hijo, que le da la
mano mientras empiezan a caminar hacia un futuro sombrío. Sus rostros, en uno
de los momentos más trágicos de la historia del cine, no precisan de palabras,
pero la censura franquista las encontró para negar la elocuencia de las
imágenes. Veamos la versión original y la censurada con una inefable voz en off.
Los ejemplos similares
abundan, pero basta con lo mostrado para recordar al alumnado de mis clases una
obviedad a menudo olvidada: en el cine manda la imagen. A partir de la misma
puede venir la palabra, siempre y cuando no sea una impuesta por quienes,
además de atentar contra la libertad, hicieron el ridículo pretendiendo negar
lo visto en la pantalla. El botijo de Mario Camus ahí queda y no hay manera de
convertirlo en una botella de gaseosa para refrescar a los protagonistas.
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