miércoles, 14 de agosto de 2024

Cuando la palabra intenta desvirtuar la imagen


 

Fotograma de Ladri di bicilette

Hace años, en un curso de verano de la UIMP, tuve la ocasión de hablar con Mario Camus. La conversación derivó hacia sus primeras películas, cuando los más inquietos cineastas de su generación andaban empeñados en incorporar la realidad del momento a las pantallas. El objetivo respondía a una actitud crítica que afrontó numerosos problemas de censura y la generalizada incomprensión del público. Al recordarlos, le pregunté si no caían en el desánimo. Lo admitió. A continuación, con la concreción de lo obvio, me dijo que, si conseguían al menos mostrar un botijo, ese botijo implicaba más verdad que la mayoría de las películas coetáneas.

Las imágenes de aquella España ahí quedan. A veces en un plano secundario para despistar a los censores, que nunca fueron ingenuos, El desafío es llevarlas al primer plano de nuestra atención para observar el rostro de un país a punto de asomarse al desarrollismo, que con su cine en colores pastel tanto edulcoró. El blanco y negro de las primeras películas de Berlanga, Saura, Camus o Ferreri no permitía esta tergiversación. Gracias a su empeño, vimos muchos botijos, aunque a menudo pasaran desapercibidos para los escasos espectadores que apoyaron con su presencia esta filmografía.

En mis clases, al explicar las diferencias entre el cine y el teatro, insisto en considerar el primero como imagen en movimiento donde cualquier otro código es un añadido. Yo tuve la fortuna de educarme viendo cine mudo en la televisión. En los años sesenta, cada vez que había un desajuste en la programación recurrían a la emisión de cortos protagonizados por los pioneros de la comicidad cinematográfica. Los desajustes u otros problemas debieron ser múltiples, pues Charles Chaplin, Harold Lloyd y demás maestros me resultaban familiares.

Al reencontrarlos como profesor, fui consciente de que nunca necesitaban la palabra para dar cuenta de las sencillas historias todavía capaces de hacerme sonreír. Otros colegas más sesudos recurren a Cecil B. DeMille o a los expresionistas alemanes para ejemplificar el grado de perfección narrativa del cine mudo. Yo, con el mismo objetivo, prefiero seleccionar aquello que me entusiasmó siendo niño. Todavía mantengo la ilusión de que esa reacción resulte contagiosa.

El tema me permite dar alguna pincelada acerca del empeño de Charles Chaplin de permanecer fiel al mudo, justo cuando los demás cineastas se pasaron al hablado. Explico sus razones que, no por ir a contracorriente resultaron caprichosas, y para disipar las posibles dudas recurro a una célebre y desafiante escena de Modern Times (1936):



La sonrisa al ver a Chaplin cuando pierde la chuleta con la letra de la canción, la llevaba en el falso puño, responde al ingenio mostrado para salir del apuro. Pronto da paso a la genialidad de escucharle por primera vez cantando una canción de cuyo idioma nada sabemos. La razón es simple: no existe. La letra de la canción carece de sentido, aunque la entendamos como motivo para una sonrisa y, sobre todo, volvamos a disfrutar con el Chaplin todavía fiel a sus inicios en los escenarios.

La discordancia entre la imagen y la palabra en una película puede responder a múltiples motivos. Al margen de que una mirada resulte elocuente en un momento de silencio, la ironía o el cinismo también resultan posibles en un discurso que entra en contradicción con lo visto por parte del público. En cualquier caso, estas circunstancias responden a la voluntad de quienes realizan el film y crean recursos capaces de enriquecerlo con una complicidad más o menos exigente por parte del espectador.

La situación cambia radicalmente cuando la palabra es impuesta por instancias ajenas a los creadores. Lo observamos en las actuaciones de la censura durante el franquismo. Algunas imágenes no podían ser eliminadas con un mínimo de argumentación. La visión panorámica de una ciudad, gracias a unas localizaciones tan identificables como propias de una tarjeta postal, carecía de motivos para dictar su supresión. Sin embargo, cabía recurrir a una voz en off empeñada en desmentir lo visto en la pantalla.

Hace veinticinco años tuve la ocasión de grabar una entrevista a Juan Antonio Bardem en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Con tal motivo, recordó que la obsesión de los censores de Calle Mayor (1955) era que el público no relacionara el drama con lo sucedido en tantas ciudades de provincia de aquella España del nacionalcatolicismo. La burla sufrida por una solterona, basada en una obra de Carlos Arniches, podía suceder por razones obvias, pero en cualquier lugar del mundo. Poco importaba que todas y cada una de las imágenes fueran identificables o, incluso, familiares.

La obsesión de los censores tuvo su momento culminante en la presentación, cuando una imagen típica de Cuenca da paso al inicio de la trama con la primera broma, la gastada en un amanecer que remite a un contexto cercano. La ciudad podía aparecer, como también lo harían Logroño y Palencia en la película, pero a condición de incluir un texto que indicara algo absurdo: lo visto no lo veíamos o, al menos, debíamos interpretarlo con un planteamiento deudor de lo inverosímil. Comprobemos la disociación entre lo visto y lo escuchado:



Las imágenes de la película de Juan Antonio Bardem son elocuentes. Nadie duda acerca de que lo sucedido tiene el sabor inequívoco de lo reconocible en aquella España, pero la censura quedó, al parecer, tranquila con un texto que avisa inútilmente de lo contrario. Algo parecido sucede con el desenlace de un célebre drama, Ladri di biciclette (194), de Vittorio de Sica.

El protagonista de esta obra maestra del neorrealismo, el «ladrón», es un padre de familia que necesita una bicicleta para trabajar y así evitar que su familia pase hambre. La consigue, pero se la roban. Desesperado, intenta infructuosamente hacer lo mismo. El resultado es la humillación y la vergüenza pasada ante su hijo, que le da la mano mientras empiezan a caminar hacia un futuro sombrío. Sus rostros, en uno de los momentos más trágicos de la historia del cine, no precisan de palabras, pero la censura franquista las encontró para negar la elocuencia de las imágenes. Veamos la versión original y la censurada con una inefable voz en off.





Los ejemplos similares abundan, pero basta con lo mostrado para recordar al alumnado de mis clases una obviedad a menudo olvidada: en el cine manda la imagen. A partir de la misma puede venir la palabra, siempre y cuando no sea una impuesta por quienes, además de atentar contra la libertad, hicieron el ridículo pretendiendo negar lo visto en la pantalla. El botijo de Mario Camus ahí queda y no hay manera de convertirlo en una botella de gaseosa para refrescar a los protagonistas.

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