Don Julio de Urbina y
Ceballos de Escalera, marqués de Cabriñana, fue un caballero de aires
decimonónicos, pero con la modernidad de un sport-men que practicaba la
hípica y la esgrima mientras procuraba mantenerse en forma. El requisito era
fundamental para afrontar los duelos o los lances entre caballeros, que le
preocuparon hasta el punto de publicar en 1900 la considerada como «la biblia
de los duelistas españoles».
El empeño, ahora
reeditado por Renacimiento, pretende ordenar y codificar una práctica ya por
entonces situada fuera de la ley por el legislador. Hasta cierto punto, el
marqués de Cabriñana procuró el mal menor de lo supuestamente inevitable:
participar como caballero en un duelo si el honor era cuestionado mediante una
ofensa grave.
La extensa, meticulosa y
argumentada obra de don Julio conserva el atractivo de remitirnos a una cultura
de caballeros dispuestos a todo con tal de preservar la integridad del honor,
cuya definición, todavía hoy, es una nebulosa de la que ni los textos del
mismísimo Calderón de la Barca nos sacan.
El tema lo explico cada
curso en mis clases sobre el teatro aurisecular. Las obras con lances de honor «movían»
a los espectadores, según dejó escrito Lope de Vega a modo de consejo para
triunfar. Lo comprobamos cada año, pero procuro que el alumnado entienda que
nos encontramos en el ámbito de la ficción teatral y que la misma, más en
aquella época, guardaba una relación con la realidad histórica que no era
precisamente la de documentar lo sucedido.
El honor, y lo derivado
de su código, funciona en la ficción con el añadido de lo espectacular, como
los propios duelos, bien sea a espada o con pistola. En la vida real, la
historia es bien diferente. Hasta el mismísimo marqués de Cabriñana, así como
quienes editan la obra con tres estudios previos, debieran haber reflexionado
con más amplitud de miras. Estos últimos sin dejarse llevar por el atractivo
del autor, indudable a la vista de su trayectoria biográfica, y la
espectacularidad caballeresca de lo que intenta codificar con su biblia.
A principios del siglo
XX, el único mal menor era erradicar los «lances entre caballeros» y dirimir
las cuestiones relacionadas con el honor en el exclusivo ámbito de lo judicial.
Así lo intentó el legislador por entonces, pero el empeño de algunos miembros
de las clases dirigentes contó con la vista gorda de quienes debían impedirlo.
Los duelos continuaron. Siempre entre
caballeros porque, como es sabido, los ciudadanos de a pie no suelen contar con
ese privilegio del honor.
El clasismo de estos
lances es obviado en la edición. La circunstancia parece lógica en un autor
aristócrata, pero la cuestión no debiera correr la misma suerte en los escritos
de los editores, cuyo interés resulta notable y provechoso por otras
cuestiones. Tampoco se insiste lo suficiente en una obviedad: los lances entre
caballeros eran, a menudo, una amenaza para la libertad de expresión, ya
bastante restringida por la legislación de la época y su aplicación en el
ámbito judicial.
Los políticos y los
periodistas eran los colectivos más amenazados por quienes hacían del honor un
motivo incapaz de procurar el diálogo en nombre de la tolerancia. El ejercicio
de la libertad de expresión se convertía así en un peligro cuando afectaba a
esos sujetos de la élite social, que solían trasladar al supuesto honor lo
propio de sus intereses, a menudo prosaicos y poco honorables.
Rafael Cansinos-Assens
escribió que «la profesión de periodista está expuesta a los lances de honor y
hay que saber manejar la espada y el sable por si llega el caso de batirse». El
comentario es llamativo y hasta rentable para el anecdotario histórico. En
realidad, lo señalado indica la estrechez de la libertad de expresión en una
época donde cuestionar cualquier privilegio o impunidad podía ser tomado como
una ofensa a resolver mediante el duelo.
El marqués de Cabriñana
es un personaje atractivo que bien merecería una novela, pero históricamente su
postura forma parte de la reacción frente a los avances de la libertad de
expresión, que son también los de la democracia. La legislación tardó décadas,
muchas, en reconocerlo así, y todavía más una jurisprudencia acorde con una
sociedad democrática. Ahora contamos con la misma, los cauces de diálogo son
frecuentados y somos en general más tolerantes, incluso ante los comentarios
ofensivos.
No obstante, siempre
habrá personas empeñadas en revitalizar un concepto de imposible definición
positiva. El empeño es legítimo, pero conviene recordar la existencia de una
libertad de expresión acorde con una sociedad democrática y, sobre todo, que
los lances entre caballeros, como el honor calderoniano, forman parte de un
mundo del espectáculo cuyo atractivo radica en la ficción. La realidad ofrece
otras alternativas más civilizadas y racionales, empezando por el diálogo a
partir de la tolerancia. El requisito es ser una persona civilizada, racional y
tolerante para cultivarlo.
Pd.: Gracias a la edición
de Renacimiento, he sabido que Carlos Arniches, como hombre de posibles por sus
continuos éxitos en los escenarios, mandó a sus hijos al gimnasio de Ángel
Lancho para que aprendieran el arte de la esgrima (p. 28). Al explicar cada año
La señorita de Trevélez (1916), del citado autor, me llama la
atención el papel de don Gonzalo como sport-men dispuesto a dar
estocadas con la ayuda de dos padrinos inflexibles. El recurso funciona
teatralmente, pero ahora conozco que Carlos Arniches tenía un interés por la
esgrima hasta en su ámbito familiar. Afortunadamente, el dramaturgo alicantino
fue un hombre tan tolerante como civilizado y nunca participó en un lance entre
caballeros. Incluso bromeó con quienes decían defender su sentido del honor sin
temor a caer en el ridículo. Su antídoto para estas cuestiones pasaba por la
sonrisa.
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