lunes, 19 de agosto de 2024

Los lances entre caballeros, del marqués de Cabriñana


 

Don Julio de Urbina y Ceballos de Escalera, marqués de Cabriñana, fue un caballero de aires decimonónicos, pero con la modernidad de un sport-men que practicaba la hípica y la esgrima mientras procuraba mantenerse en forma. El requisito era fundamental para afrontar los duelos o los lances entre caballeros, que le preocuparon hasta el punto de publicar en 1900 la considerada como «la biblia de los duelistas españoles».

El empeño, ahora reeditado por Renacimiento, pretende ordenar y codificar una práctica ya por entonces situada fuera de la ley por el legislador. Hasta cierto punto, el marqués de Cabriñana procuró el mal menor de lo supuestamente inevitable: participar como caballero en un duelo si el honor era cuestionado mediante una ofensa grave.



La extensa, meticulosa y argumentada obra de don Julio conserva el atractivo de remitirnos a una cultura de caballeros dispuestos a todo con tal de preservar la integridad del honor, cuya definición, todavía hoy, es una nebulosa de la que ni los textos del mismísimo Calderón de la Barca nos sacan.

El tema lo explico cada curso en mis clases sobre el teatro aurisecular. Las obras con lances de honor «movían» a los espectadores, según dejó escrito Lope de Vega a modo de consejo para triunfar. Lo comprobamos cada año, pero procuro que el alumnado entienda que nos encontramos en el ámbito de la ficción teatral y que la misma, más en aquella época, guardaba una relación con la realidad histórica que no era precisamente la de documentar lo sucedido.

El honor, y lo derivado de su código, funciona en la ficción con el añadido de lo espectacular, como los propios duelos, bien sea a espada o con pistola. En la vida real, la historia es bien diferente. Hasta el mismísimo marqués de Cabriñana, así como quienes editan la obra con tres estudios previos, debieran haber reflexionado con más amplitud de miras. Estos últimos sin dejarse llevar por el atractivo del autor, indudable a la vista de su trayectoria biográfica, y la espectacularidad caballeresca de lo que intenta codificar con su biblia.

A principios del siglo XX, el único mal menor era erradicar los «lances entre caballeros» y dirimir las cuestiones relacionadas con el honor en el exclusivo ámbito de lo judicial. Así lo intentó el legislador por entonces, pero el empeño de algunos miembros de las clases dirigentes contó con la vista gorda de quienes debían impedirlo. Los duelos continuaron.  Siempre entre caballeros porque, como es sabido, los ciudadanos de a pie no suelen contar con ese privilegio del honor.

El clasismo de estos lances es obviado en la edición. La circunstancia parece lógica en un autor aristócrata, pero la cuestión no debiera correr la misma suerte en los escritos de los editores, cuyo interés resulta notable y provechoso por otras cuestiones. Tampoco se insiste lo suficiente en una obviedad: los lances entre caballeros eran, a menudo, una amenaza para la libertad de expresión, ya bastante restringida por la legislación de la época y su aplicación en el ámbito judicial.

Los políticos y los periodistas eran los colectivos más amenazados por quienes hacían del honor un motivo incapaz de procurar el diálogo en nombre de la tolerancia. El ejercicio de la libertad de expresión se convertía así en un peligro cuando afectaba a esos sujetos de la élite social, que solían trasladar al supuesto honor lo propio de sus intereses, a menudo prosaicos y poco honorables.

Rafael Cansinos-Assens escribió que «la profesión de periodista está expuesta a los lances de honor y hay que saber manejar la espada y el sable por si llega el caso de batirse». El comentario es llamativo y hasta rentable para el anecdotario histórico. En realidad, lo señalado indica la estrechez de la libertad de expresión en una época donde cuestionar cualquier privilegio o impunidad podía ser tomado como una ofensa a resolver mediante el duelo.

El marqués de Cabriñana es un personaje atractivo que bien merecería una novela, pero históricamente su postura forma parte de la reacción frente a los avances de la libertad de expresión, que son también los de la democracia. La legislación tardó décadas, muchas, en reconocerlo así, y todavía más una jurisprudencia acorde con una sociedad democrática. Ahora contamos con la misma, los cauces de diálogo son frecuentados y somos en general más tolerantes, incluso ante los comentarios ofensivos.

No obstante, siempre habrá personas empeñadas en revitalizar un concepto de imposible definición positiva. El empeño es legítimo, pero conviene recordar la existencia de una libertad de expresión acorde con una sociedad democrática y, sobre todo, que los lances entre caballeros, como el honor calderoniano, forman parte de un mundo del espectáculo cuyo atractivo radica en la ficción. La realidad ofrece otras alternativas más civilizadas y racionales, empezando por el diálogo a partir de la tolerancia. El requisito es ser una persona civilizada, racional y tolerante para cultivarlo.

 

Pd.: Gracias a la edición de Renacimiento, he sabido que Carlos Arniches, como hombre de posibles por sus continuos éxitos en los escenarios, mandó a sus hijos al gimnasio de Ángel Lancho para que aprendieran el arte de la esgrima (p. 28). Al explicar cada año La señorita de Trevélez (1916), del citado autor, me llama la atención el papel de don Gonzalo como sport-men dispuesto a dar estocadas con la ayuda de dos padrinos inflexibles. El recurso funciona teatralmente, pero ahora conozco que Carlos Arniches tenía un interés por la esgrima hasta en su ámbito familiar. Afortunadamente, el dramaturgo alicantino fue un hombre tan tolerante como civilizado y nunca participó en un lance entre caballeros. Incluso bromeó con quienes decían defender su sentido del honor sin temor a caer en el ridículo. Su antídoto para estas cuestiones pasaba por la sonrisa.


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