lunes, 5 de agosto de 2024

Las trece rosas y sus victimarios


 

En la madrugada del 5 de agosto de 1939, y a resultas de un consejo de guerra celebrado el día anterior, fueron fusiladas cincuenta y seis personas en las tapias del cementerio de La Almudena. Entre las mismas se encontraba un chaval de catorce años, del cual nadie parece acordarse, y las llamadas Trece Rosas, unas mujeres de dieciocho a veintinueve años que habían intentado reconstituir las Juventudes Socialistas Unificadas.

La información la revivo gracias a la lectura de Consejo de guerra. Los fusilamientos en el Madrid de la posguerra (1939-1945), de Mirta Núñez Díaz-Balart y Antonio Rojas Friend, que apareció en 1997 y ahora ha sido reeditado por Renacimiento-Espuela de Plata.

Las páginas 164-171 corresponden al apartado «Nuevas luces sobre la ejecución de Las Trece Rosas», pero debe reproducir lo escrito en 1997, pues ni en las mismas ni en la bibliografía final aparece, por ejemplo, la monografía publicada por Carlos Fonseca en 2007. Tampoco hay referencias a la película de Emilio Martínez Lázaro del mismo año y a diversas iniciativas memorialistas desarrolladas en fechas recientes.

Una simple consulta a Wikipedia aporta esa información, que podría haber dado más sentido al título del apartado. Sus luces, siendo ciertas, han quedado obsoletas, como otros apartados del mismo libro, donde los autores no han procedido a una sistemática actualización de cara a su reedición. Una pena, pues la oportunidad lo merecía y su aportación en 1997 resultó muy meritoria.

Mirta Núñez Díaz-Balart y Antonio Rojas Friend dan los nombres de las trece mujeres fusiladas en un verano trágico cuyas cifras todavía estremecen. Si, al margen del libro, queremos ampliar la información sobre estas jóvenes, el camino es sencillo y contamos con varios estudios que mantienen viva la memoria de las protagonistas de uno de los episodios más execrables de la posguerra.

El problema radica en lo obvio: la existencia de una víctima implica la de un victimario. Aquellas mujeres, como tantas otras personas, fueron condenadas a muerte por un tribunal militar tras la celebración de un consejo de guerra. Según el citado libro, estuvo presidido por el teniente coronel Isidro Cerdeño Gurich, teniendo como vocales a los oficiales Remigio Sigüenza Plaza, José Sarte Juliá y Fernando Feingenspan Ruiz y como ponente a Gabriel García Marco.

Si nos limitamos a una somera consulta a través de internet, conocemos sus nombres y poco más. A pesar de ser los responsables directos de un episodio trágico y ahora bien documentado, estos oficiales permanecen ignorados para la mayoría de quienes se interesan por la memoria democrática. La consecuencia es evidente: nuestro conocimiento de lo sucedido queda incompleto porque necesitamos saber de todos sus protagonistas.

La circunstancia se repite en innumerables episodios de la represión durante la posguerra, donde vamos conociendo poco a poco a las víctimas, pero no tanto a los victimarios, que acaban englobados en caracterizaciones genéricas cuya correspondencia con la realidad carece de una verificación.

Al margen de otras consideraciones, me planteo hasta qué punto estos victimarios eran conscientes de lo sucedido a su alrededor y, sobre todo, cómo lo gestionaron de cara a su memoria, tanto la personal como la compartida con su entorno más inmediato.

La respuesta, ante la ausencia de suficientes estudios en el caso de España, la encontramos en otros coetáneos y hasta cierto punto similares como el de los nazis en Alemania. La correspondiente bibliografía es oceánica, aunque relativamente reciente tras décadas de silencio tan impuesto como compartido. Se ha roto por parte de los historiadores y ahora sabemos que la práctica de la violencia la vivieron con una normalidad inquietante, la famosa banalidad del mal, y callaron tras la victoria de los aliados.

La impunidad prevaleció más allá de los casos que, por su innegable relevancia pública, fueron sometidos a juicio. El resto, la inmensa mayoría, permaneció en silencio con numerosas complicidades en una sociedad dispuesta a pasar página, entre otras razones porque en las anteriores quedaba mal parada. Louis Malle nos lo recordó con sabiduría cinematográfica.

Si la impunidad prevaleció donde ganaron los aliados, presupondremos el silencio que perdura hasta hoy en un país sometido a una dictadura de cuarenta años. El tema es demasiado complejo para abordarlo en un blog, pero conviene recordar una película que me conmocionó por su planteamiento: The zone of interest (2023), de Jonathan Glazer.



La vida plácida y ordenada, perfectamente feliz en las coordenadas más convencionales, de la familia del oficial al mando del vecino campo de concentración es la imagen más inquietante que recuerdo acerca de la barbarie nazi. El problema no es tanto la violencia extrema como la normalización burocrática de la misma, hasta tal punto que sus huellas permanecen ajenas a la cotidianidad para no quebrar la felicidad familiar del victimario.



Los responsables de los campos de concentración podían ser unos amantes esposos y unos ejemplares padres de familia. Incluso unas personas encantadoras en ese ámbito doméstico. La circunstancia ha quedado probada por los historiadores de la II Guerra Mundial. No sucede igual en el caso español, donde los victimarios todavía representan una incógnita al margen de unos pocos ejemplos.

La resolución de esa incógnita nos acercará, supongo, a lo visto en el caso alemán u otros coetáneos. La condición humana no cambia tanto por nacionalidades. Al final, la normalización de la violencia con el posterior silencio es el precio a pagar por un bienestar que de otra manera resultaría cuestionado. Si queremos conocer el origen del olvido de la violencia, lo primero es documentar los beneficios que el mismo produjo a sus artífices.

Firmar en un solo día la sentencia a muerte de cincuenta y seis personas, con la seguridad de que iban a ser ejecutadas a las pocas horas y que entre las mismas había trece mujeres jóvenes, requiere la insensibilidad absoluta. El conocimiento de semejante barbaridad, y otras muchas, necesita unos rostros identificables con sus trayectorias para estar avisados acerca de la maldad de la que es capaz el ser humano, casi siempre a cambio de una relación clientelar que aporta una seguridad donde el beneficio del victimario suele ser compartido por su entorno familiar.

Esta circunstancia es la mayor garantía del silencio que permanece al cabo de las décadas. El objetivo del historiador es quebrarlo a base de documentos y otras pruebas. Nunca como un absurdo acto de venganza o ajuste de cuentas, sino como un aviso para evitar los caminos que conducen a lo peor de la condición humana.

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