En la madrugada del 5 de
agosto de 1939, y a resultas de un consejo de guerra celebrado el día anterior,
fueron fusiladas cincuenta y seis personas en las tapias del cementerio de La
Almudena. Entre las mismas se encontraba un chaval de catorce años, del cual
nadie parece acordarse, y las llamadas Trece Rosas, unas mujeres de dieciocho a
veintinueve años que habían intentado reconstituir las Juventudes Socialistas
Unificadas.
La información la revivo
gracias a la lectura de Consejo de guerra. Los fusilamientos en el Madrid de
la posguerra (1939-1945), de Mirta Núñez Díaz-Balart y Antonio Rojas
Friend, que apareció en 1997 y ahora ha sido reeditado por Renacimiento-Espuela
de Plata.
Las páginas 164-171 corresponden
al apartado «Nuevas luces sobre la ejecución de Las Trece Rosas», pero debe
reproducir lo escrito en 1997, pues ni en las mismas ni en la bibliografía
final aparece, por ejemplo, la monografía publicada por Carlos Fonseca en 2007.
Tampoco hay referencias a la película de Emilio Martínez Lázaro del mismo año y
a diversas iniciativas memorialistas desarrolladas en fechas recientes.
Una simple consulta a
Wikipedia aporta esa información, que podría haber dado más sentido al título
del apartado. Sus luces, siendo ciertas, han quedado obsoletas, como otros
apartados del mismo libro, donde los autores no han procedido a una sistemática
actualización de cara a su reedición. Una pena, pues la oportunidad lo merecía
y su aportación en 1997 resultó muy meritoria.
Mirta Núñez Díaz-Balart y
Antonio Rojas Friend dan los nombres de las trece mujeres fusiladas en un
verano trágico cuyas cifras todavía estremecen. Si, al margen del libro,
queremos ampliar la información sobre estas jóvenes, el camino es sencillo y
contamos con varios estudios que mantienen viva la memoria de las protagonistas
de uno de los episodios más execrables de la posguerra.
El problema radica en lo
obvio: la existencia de una víctima implica la de un victimario. Aquellas
mujeres, como tantas otras personas, fueron condenadas a muerte por un tribunal
militar tras la celebración de un consejo de guerra. Según el citado libro,
estuvo presidido por el teniente coronel Isidro Cerdeño Gurich, teniendo como
vocales a los oficiales Remigio Sigüenza Plaza, José Sarte Juliá y Fernando
Feingenspan Ruiz y como ponente a Gabriel García Marco.
Si nos limitamos a una somera consulta a través de internet, conocemos sus nombres y poco más. A pesar de ser
los responsables directos de un episodio trágico y ahora bien documentado,
estos oficiales permanecen ignorados para la mayoría de quienes se interesan por la memoria democrática. La consecuencia es
evidente: nuestro conocimiento de lo sucedido queda incompleto porque
necesitamos saber de todos sus protagonistas.
La circunstancia se
repite en innumerables episodios de la represión durante la posguerra, donde
vamos conociendo poco a poco a las víctimas, pero no tanto a los victimarios,
que acaban englobados en caracterizaciones genéricas cuya correspondencia con
la realidad carece de una verificación.
Al margen de otras
consideraciones, me planteo hasta qué punto estos victimarios eran conscientes
de lo sucedido a su alrededor y, sobre todo, cómo lo gestionaron de cara a su
memoria, tanto la personal como la compartida con su entorno más inmediato.
La respuesta, ante la
ausencia de suficientes estudios en el caso de España, la encontramos en otros
coetáneos y hasta cierto punto similares como el de los nazis en Alemania. La correspondiente
bibliografía es oceánica, aunque relativamente reciente tras décadas de
silencio tan impuesto como compartido. Se ha roto por parte de los
historiadores y ahora sabemos que la práctica de la violencia la vivieron con
una normalidad inquietante, la famosa banalidad del mal, y callaron tras la
victoria de los aliados.
La impunidad prevaleció
más allá de los casos que, por su innegable relevancia pública, fueron
sometidos a juicio. El resto, la inmensa mayoría, permaneció en silencio con
numerosas complicidades en una sociedad dispuesta a pasar página, entre otras
razones porque en las anteriores quedaba mal parada. Louis Malle nos lo recordó
con sabiduría cinematográfica.
Si la impunidad
prevaleció donde ganaron los aliados, presupondremos el silencio que perdura
hasta hoy en un país sometido a una dictadura de cuarenta años. El tema es demasiado
complejo para abordarlo en un blog, pero conviene recordar una película que me
conmocionó por su planteamiento: The zone of interest (2023), de
Jonathan Glazer.
La vida plácida y
ordenada, perfectamente feliz en las coordenadas más convencionales, de la
familia del oficial al mando del vecino campo de concentración es la imagen más
inquietante que recuerdo acerca de la barbarie nazi. El problema no es tanto la
violencia extrema como la normalización burocrática de la misma, hasta tal
punto que sus huellas permanecen ajenas a la cotidianidad para no quebrar la
felicidad familiar del victimario.
Los responsables de los
campos de concentración podían ser unos amantes esposos y unos ejemplares
padres de familia. Incluso unas personas encantadoras en ese ámbito doméstico.
La circunstancia ha quedado probada por los historiadores de la II Guerra
Mundial. No sucede igual en el caso español, donde los victimarios todavía representan
una incógnita al margen de unos pocos ejemplos.
La resolución de esa
incógnita nos acercará, supongo, a lo visto en el caso alemán u otros
coetáneos. La condición humana no cambia tanto por nacionalidades. Al final, la
normalización de la violencia con el posterior silencio es el precio a pagar
por un bienestar que de otra manera resultaría cuestionado. Si queremos conocer
el origen del olvido de la violencia, lo primero es documentar los beneficios
que el mismo produjo a sus artífices.
Firmar en un solo día la
sentencia a muerte de cincuenta y seis personas, con la seguridad de que iban a
ser ejecutadas a las pocas horas y que entre las mismas había trece mujeres
jóvenes, requiere la insensibilidad absoluta. El conocimiento de semejante
barbaridad, y otras muchas, necesita unos rostros identificables con sus
trayectorias para estar avisados acerca de la maldad de la que es capaz el ser
humano, casi siempre a cambio de una relación clientelar que aporta una
seguridad donde el beneficio del victimario suele ser compartido por su entorno
familiar.
Esta circunstancia es la
mayor garantía del silencio que permanece al cabo de las décadas. El objetivo del
historiador es quebrarlo a base de documentos y otras pruebas. Nunca como un absurdo
acto de venganza o ajuste de cuentas, sino como un aviso para evitar los caminos
que conducen a lo peor de la condición humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario