sábado, 8 de febrero de 2025

Rafael Altamira: exiliado, liberal y republicano


 Rafael Altamira

Los prejuicios obran milagros y tergiversan los hechos constatados. El 3 de junio de 1951, ABC publicó una nota necrológica enviada desde México por la agencia EFE: «A la edad de ochenta y cinco años ha fallecido Don Rafael Altamira, que fue catedrático de la Universidad de Madrid». Así de escueta apareció, sin que ningún redactor-jefe ordenara «inflarla» ni nadie recordara que el ilustre historiador había sido separado de su cátedra en 1939, tres años después de jubilarse, y se quedara sin derecho a pensión, al igual que otros colegas considerados desde entonces como «desafectos».

El día anterior, Rafael Altamira Redondo pagó al citado diario una esquela de su padre más digna que la nota. La misma incluyó algunos cargos y condecoraciones del polígrafo alicantino. El listado curricular era extenso y se seleccionaron los ajenos a su condición de republicano exiliado. Rafael Altamira aparecía por primera vez en ABC desde 1939 y convenía evitar cualquier referencia que justificara su fallecimiento en México junto a tantos compatriotas.

León Martín-Gramizo publicó en 1952 una semblanza de Rafael Altamira donde le presenta como «domiciliado en el extranjero desde hacía tiempo». Los motivos de su estancia en México eran «circunstancias personales y el amor que sentía por América». El exilio nunca fue reconocido por el franquismo, el propio concepto no fue admitido por la censura hasta finales de los sesenta y el silencio era obligatorio, especialmente cuando afectaba a un ilustre liberal que no respondía al prototipo de «los rojos».




Los homenajes e intentos de apropiación de la figura de Rafael Altamira por parte del franquismo los analicé en ¡Usted puede ser feliz! (Barcelona, Crítica, 2013, 157-171). También la coherencia de quien rechazó todas las ofertas de volver a la España del general Franco. Cuando llegó a México procedente de EEUU (25-XI1944), el alicantino declaró a El Universal que no regresaría «hasta que los hombres liberales pudiesen vivir en aquel país».

Rafael Altamira, en una nota redactada en 1937, afirmó que «con la victoria de Franco no se perderían tan solo la República, la democracia y los derechos políticos, sino todas las libertades individuales del espíritu, sin las que es imposible una convivencia pacífica». Y, en 1945, el diario Hoy, de México, publicó una nueva muestra de su liberalismo: «Yo soy sustancialmente, más que un republicano, un liberal incompatible con un régimen totalitario, cualquiera que sea su dirección política».

El alicantino fallecido en el exilio era incompatible con el franquismo y, cuando le ofrecieron regresar, su respuesta fue rotunda: «Yo salí por una causa y esa continúa, si quieren que yo regrese a España -y no sabe las ganas que tengo, pues entre otras cosas quisiera morir allí- diga a quienes le han mandado que devuelvan la libertad al pueblo español, y no solo yo, sino todos los que estamos en el exilio retornaremos felices a nuestra tierra».

El general Franco no devolvió la libertad al pueblo español y, frente a la coherencia del polígrafo, en la España de los sesenta se hicieron homenajes donde los motivos del exilio permanecieron censurados u obviados. Así, por ejemplo, el cronista oficial de Alicante, Vicente Martínez Morellá, en 1966 escribió que Rafael Altamira «en 1936 se trasladó a México, donde le sorprendió la muerte». Aparte de obviar ocho años de la trayectoria del homenajeado, todo parece indicar que el traslado a tan lejanas tierras fue un capricho de la vejez.

Otros textos y homenajes, siempre con el objetivo de una asimilación contrapuesta a la reconciliación, aparecen en mis citadas páginas, donde el lector encontrará las referencias bibliográficas de un trabajo de investigación realizado en el marco de un proyecto de la Universidad de Alicante.

Aquellas mediocres circunstancias del franquismo parecen superadas cuando, felizmente, los restos de Rafael Altamira han vuelto a su tierra y el 11 de febrero el alicantino recibirá un homenaje presidido por Felipe VI. El evento provoca la satisfacción de ver cumplida la voluntad del exiliado y reconocida su figura en un clima que merece la unanimidad de los demócratas españoles.

Sin embargo, las guerras culturales nunca dejan escapar una ocasión. Leo en la prensa local que un grupo político niega la condición de republicano exiliado de Rafael Altamira. Ignoro si han consultado sus propias declaraciones, pero es obvio que el prejuicio obra milagros y tergiversa los hechos constatados. Por lo tanto, alegrémonos de tener al alicantino enterrado en su tierra y, frente al revisionismo de unos políticos que prescinden del trabajo de los historiadores, olvidemos que don Rafael tuvo el capricho de morir en Méjico. Así de ocurrente es la historia para quienes también piensan que el franquismo fue una etapa de «reconciliación».

 


miércoles, 5 de febrero de 2025

Memorias del movimiento estudiantil en la Universidad de Granada (1968-1977)


 

La juventud es capaz de marcar toda una vida por ser una época de cambios y definición a la búsqueda de un futuro. Si, además, esos años de plenitud y empuje coinciden con una etapa histórica de transición, el recuerdo generacional de lo vivido resulta imborrable cuando llegamos al momento vital del balance.

No cabe engañarse en nombre de un idealismo retrospectivo. Durante los años setenta hubo muchas formas de ser joven y algunas fueron tan alicortas como las vivencias de quienes ahora disfrutan de una jubilación sin apenas memoria histórica. A pesar de esta evidencia, un sector considerable de la juventud española de los años setenta optó por una lucha colectiva que resultó decisiva para que la Transición, con sus limitaciones y contradicciones, fuera algo más que un lavado de cara de la dictadura. El precio fue caro, en algunos casos excesivo, pero el empeño colectivo mereció la pena.

Un repaso de las novedades bibliográficas de estos últimos años evidencia que algunos jóvenes de entonces andan ahora inmersos en otra tarea: contar lo sucedido cuando la dictadura parecía abocada a su desaparición, pero la democracia no terminaba de llegar. El objetivo es complejo, puesto que ese cambio se dio a distintas velocidades y hubo momentos, realmente singulares, donde lo nuevo ya era tan real como lo viejo. Todo dependía del ambiente en que te movieras y, por lo tanto, las conclusiones de unas vivencias nunca deben ser generalizadas.

El ámbito universitario fue pionero en aquel cambio desde mediados de los años cincuenta. Dos décadas después, el franquismo en las aulas todavía permanecía, pero como un anacronismo frente a la realidad de un alumnado que, en buena medida, había optado por el cambio, desde el compromiso político o la cotidianidad de unas costumbres que suponían el alumbramiento de una modernidad incompatible con la dictadura.

El problema es que lo normalizado en las aulas afrontaba serios problemas cuando chocaba con el núcleo duro del franquismo. Los cambios democratizadores en las fuerzas armadas y la judicatura resultaron extremadamente minoritarios hasta los ochenta y, por supuesto, estos sectores apenas apoyaron la democratización del país. El choque estaba servido y sus resultados fueron a menudo dramáticos para los jóvenes hartos de vivir en una Españas tan autoritaria como mediocre.



Protesta estudiantil años setenta. Agencia EFE

El movimiento estudiantil es uno de los vectores de la Transición, pero pagó un precio elevado por su apuesta democratizadora que, a veces, también fue revolucionaria, aunque solo fuera por mantener una ilusión plena cuando la realidad tanto negaba. Los choques entre los estudiantes y las fuerzas de orden público, con la complicidad de los ultras de la época, fueron constantes. El balance incluye muertos, heridos, detenidos, encarcelados y, sobre todo, jóvenes que vivieron al borde del abismo y no siempre consiguieron enderezar lo torcido entonces.

Esos estudiantes ahora andan jubilados en su mayoría y, fieles a su espíritu de entonces, no suelen ser ancianos dispuestos a pasear el perro como norte vital. Al contrario, son personas activas y comprometidas que desean mantener viva la memoria de una etapa donde muchos protagonistas todavía no han merecido un agradecimiento en nombre de la democracia. Ni siquiera un espacio para el recuerdo o la memoria.

Frente a esta cicatería de quienes ahora disfrutan de la democracia sin agradecerlo a quienes la trajeron, desde el anonimato a menudo, un grupo de antiguos estudiantes de la Universidad de Granada ha hecho piña para evocar aquel tiempo, 1968-1977, donde todo cambió a un ritmo vertiginoso.

Tanto es así que, entre los nacidos a finales de los cuarenta y quienes lo hicieron una década después, las vivencias no siempre coinciden. Apenas importa, pues el empeño colectivo fue el mismo y, gracias al libro coordinado por Isabel Alonso Dávila, ahora disponemos de un ramillete de aquellas vivencias donde el deseo de libertad solía conducir a las siniestras dependencias de la plaza de los Lobos granadina.

La lectura de estos recuerdos permite evocar la dureza de una dictadura dispuesta a reprimir cualquier disidencia hasta el último día. La supuesta flexibilidad del desarrollismo se tornó en violencia extrema cuando el régimen temió su final. El resultado fue una represión de difícil comprensión para quienes no vivieron aquellos primeros años setenta. Conviene recordarla sin eufemismos y con el dramatismo que a menudo supuso para quienes la padecieron. La tarea, tan necesaria, cuaja en un libro que debiera promover otros similares en distintos campus.

Todavía estamos a tiempo de escribirlos y, por lo pronto, de leerlos con el orgullo de haber contribuido a dar un paso adelante cuando tantos otros coetáneos vieron los toros desde la barrera. Así lo han entendido los impulsores de esta excelente iniciativa y pronto tendremos la oportunidad de presentar el resultado en la Universidad de Alicante con la presencia de Isabel Alonso Dávila, la coordinadora de un volumen de recomendable lectura para quienes hacemos uso de la memoria y todavía mantenemos aquel espíritu generacional que tanto nos marcó.

El libro se puede adquirir en:

https://editorial.ugr.es/libro/plaza-de-los-lobos-1968-1977_139473/


lunes, 3 de febrero de 2025

Mucho ruido y pocas nueces (1993). Historia del teatro del Siglo de Oro (2)


 

William Shakespeare, aparte de ser un clásico imprescindible, es un riguroso coetáneo del teatro que estudiamos en nuestra asignatura dedicada al Siglo de Oro. La coincidencia cronológica con Lope de Vega se extiende a unas concepciones de la autoría teatral que, no siendo coincidentes, tampoco son lejanas y hasta permiten hablar en ocasiones de «un aire de familia» común entre ambas trayectorias creativas.

A diferencia de lo que ha sucedido con Lope de Vega o Calderón de la Barca, el cine ha utilizado a menudo los textos de William Shakespeare para llevar a cabo adaptaciones cinematográficas. Son muchas las destacadas entre una amplia filmografía, pero si hemos elegido Much Ado About Nothing (1993), de Kenneth Branagh, para la primera proyección del curso es por cuatro razones fundamentalmente:

1)      La comedia original de William Shakespeare, escrita entre 1598-1599, nos habla del amor y el daño que los malentendidos o la traición pueden causar. Ambos temas, especialmente el primero, lo encontraremos como una constante en la producción de Lope de Vega, que también cantó con verdadero entusiasmo lírico las excelencias de un sentimiento que conoció a la perfección.

 2)      Al margen de las cuestiones históricas relacionadas con la ambientación en la Sicilia bajo el dominio de la Corona de Aragón, la adaptación cinematográfica hace prevalecer el sentido del espectáculo para exaltar la alegría de vivir y amar. La belleza del paisaje veraniego de la Toscana, la propia belleza de los intérpretes, la vitalidad que desprenden todas las escenas, la defensa del amor como sentimiento o pasión que supera cualquier obstáculo, el humor de varios personajes, la excelente banda sonora… todo contribuye a crear un espectáculo de una fuerte impronta visual donde casi desaparece el siglo XVI para reconciliarnos con nuestro propio presente. Y, recordemos lo ya explicado en clase, el teatro, con independencia de la fecha del texto original, siempre debe representarse en presente para un público que no está obligado a conocer el origen histórico del texto original. Lo mismo cabe decir de las adaptaciones cinematográficas de obras teatrales.

 3)      Kenneth Branagh ya tenía una amplia y brillante trayectoria en relación con las obras de William Shakespeare. En esta ocasión, alcanzó un éxito popular compatible con unas críticas elogiosas. La película cuenta con un reparto de grandes intérpretes de aquellos años, marcó época en el campo de las adaptaciones de textos clásicos y demostró que era posible dirigirse al gran público sin menoscabo del interés cinematográfico o teatral.

 4)      La segunda proyección que veremos es El perro del hortelano (1996), de Pilar Miró, basada en la homónima obra de Lope de Vega. La directora española quedó fascinada ante la película de su colega inglés y su propuesta, con resultados igualmente espléndidos, fue seguir el modelo utilizando en esta ocasión un texto original de Lope de Vega para demostrar que podía estar a la altura de William Shakespeare. Por lo tanto, no cabe analizar el citado título sin tener en cuenta su antecedente inmediato y expresamente confesado por la propia directora. De hecho, el trabajo propuesto para realizar en clase versará sobre los paralelismos entre ambas películas.

El teatro español del Siglo de Oro es heterogéneo porque sus propuestas son tan numerosas como diferenciadas. No obstante, si pensamos en las mismas, al menos en una selección de ellas con la categoría de verdaderos clásicos, encontramos la oportunidad de verlas cercanas, capaces de interesarnos desde nuestra perspectiva contemporánea y, sobre todo, de hacernos disfrutar como espectadores.

Este objetivo, el disfrute gracias al teatro clásico, va a ser una constante de la asignatura. Para tenerlo presente desde el principio, la película de Kenneth Branagh es un generoso anticipo de ese disfrute. En esta ocasión, lo alcanzamos gracias a unas escenas repletas de belleza, alegría y vitalidad cuyo elemento común es la exaltación de un amor elevado a la categoría de ideal y, por lo tanto, idealizado.

Así lo reconocemos, pero lo aceptamos con agrado porque no se trata de un teatro realista con voluntad de documentar experiencias concretas y lo mostrado en la escena o la pantalla se convierte en una referencia motivadora que responde al movere estudiado en el tema I de los apuntes. Si salimos de la proyección con una sonrisa y un buen recuerdo, con el deseo de acercarnos a esa experiencia ideal del amor, ya hemos empezado a comprender lo mejor que nos puede aportar el conocimiento del teatro del Siglo de Oro.



La película está en varias plataformas, pero para quienes quieran verla a través de You Tube, con los problemas que habitualmente supone esta posibilidad, aquí aparece el enlace:



Para el correcto seguimiento de las clases sería conveniente la consulta de la edición bilingüe de la obra de William Shakespeare a cargo de John D. Sanderson (Alicante, Universidad de Alicante, 1997).

sábado, 1 de febrero de 2025

Jorge Campos y los campos de concentración

 


Jorge Campos

Jorge Campos, un escritor y ensayista de cuyos libros sobre literatura española tanto aprendí al igual que muchos de mis colegas, era en realidad Jorge Renales Fernández (1916-1983). Con ese nombre hizo la guerra junto con los republicanos, la perdió y entró en los campos de concentración de Los Almendros y Albatera. Por suerte o razones que se me escapan, pronto pudo salir del segundo y no fue procesado en un sumarísimo de urgencia cuando tantos correligionarios suyos corrieron esa dramática suerte.

La trayectoria de Jorge Campos forma parte del exilio interior que, con un trabajo siempre precario y propio del pluriempleo, se abrió paso en el mundo de las letras durante el franquismo. Las iniciativas relacionadas con las revistas y las editoriales, aquellas que muestran un mayor grado de aperturismo o inquietud, casi siempre vienen respaldadas por impulsores con un pasado similar al de Jorge Campos, que trabajó hasta el último momento y a pesar de la ceguera padecida por culpa de la diabetes.

En 1985, cuando era un joven profesor en la Universidad de Alicante, compré una edición modesta que recuerdo por el impacto que me causó. Su autor, Jorge Campos, ya había fallecido y a título póstumo apareció el volumen Cuentos sobre Alicante y Albatera, publicado con una correcta sobriedad por Anthropos.

Aquellos breves cuentos, escritos cuando el autor ya estaba ciego a partir de notas tomadas durante la dramática experiencia en los campos de concentración, me descubrieron una realidad solo conocida gracias a las obras de Max Aub, que todavía circulaban con alguna dificultad por entonces.

Desde esa lejana fecha, cada vez que oigo hablar de lo vivido cerca del puerto de Alicante cuando finalizó la guerra o del tremendo padecer en el campo de Albatera, recuerdo los cuentos de Jorge Campos. Periodistas como Eduardo de Guzmán y Manuel Navarro Ballesteros pasaron por allí y en sus sumarios, analizados en Las armas contra las letras (2023), queda constancia.

Aquella edición publicada hace cuarenta años es una reliquia de mi biblioteca y, cuando sus páginas amarillean, me llega otra nueva mucho más hermosa y cuidada. La ha publicado la editorial valenciana Media Vaca con las ilustraciones de mi amigo Pablo Auladell, que ya cuenta con una larga y premiada trayectoria en el campo de la ilustración donde figuran varios trabajos sobre obras literarias.



Pablo Auladell

La edición habría sido el sueño de Jorge Campos por lo cuidado del texto, la aportación de semblanzas como la de su amigo Ricardo Blasco y el testimonio de sus propios familiares, que en conversación con Pablo Auladell transmiten las circunstancias en que aparecieron unos cuentos dispuestos a desvelar una realidad que, a la altura de los años ochenta, todavía permanecía oculta para la inmensa mayoría de los lectores.

También la habría soñado Jorge Campos porque las ilustraciones nos trasladan el drama de una experiencia que permaneció ajena a la fotografía. Los represores franquistas tuvieron un especial interés en la ausencia de imágenes que documentaran aquella barbarie. Lo consiguieron en buena medida, pero numerosos dibujantes encabezados por José Robledano fueron dejando testimonio gráfico de la miseria, el miedo y la derrota de los republicanos que padecieron el paso por las cárceles y los campos de concentración.

A esta nómina de artistas ahora se suma un nieto de aquella generación, que lee con atención y dibuja con la sensibilidad de quien ha activado su imaginario gracias a testimonios como el de Jorge Campos. Esta confluencia y una editorial como Media Vaca, dispuesta a apostar fuerte, han permitido que aquellos cuentos capaces de sorprender por evocar una realidad ocultada e imprevista ahora tengan una nueva y confortable vida. Solo cabe que los lectores aprecien este regalo capaz de emocionar a quienes apostamos por mantener viva la memoria de la barbarie vivida durante la posguerra.