Los prejuicios obran
milagros y tergiversan los hechos constatados. El 3 de junio de 1951, ABC publicó
una nota necrológica enviada desde México por la agencia EFE: «A la edad de
ochenta y cinco años ha fallecido Don Rafael Altamira, que fue catedrático de
la Universidad de Madrid». Así de escueta apareció, sin que ningún
redactor-jefe ordenara «inflarla» ni nadie recordara que el ilustre historiador
había sido separado de su cátedra en 1939, tres años después de jubilarse, y se
quedara sin derecho a pensión, al igual que otros colegas considerados desde
entonces como «desafectos».
El día anterior, Rafael
Altamira Redondo pagó al citado diario una esquela de su padre más digna que la
nota. La misma incluyó algunos cargos y condecoraciones del polígrafo
alicantino. El listado curricular era extenso y se seleccionaron los ajenos a
su condición de republicano exiliado. Rafael Altamira aparecía por primera vez
en ABC desde 1939 y convenía evitar cualquier referencia que justificara
su fallecimiento en México junto a tantos compatriotas.
León Martín-Gramizo
publicó en 1952 una semblanza de Rafael Altamira donde le presenta como
«domiciliado en el extranjero desde hacía tiempo». Los motivos de su estancia
en México eran «circunstancias personales y el amor que sentía por América». El
exilio nunca fue reconocido por el franquismo, el propio concepto no fue admitido por la censura hasta finales de los sesenta y el silencio era obligatorio, especialmente
cuando afectaba a un ilustre liberal que no respondía al prototipo de «los
rojos».
Los homenajes e intentos
de apropiación de la figura de Rafael Altamira por parte del franquismo los
analicé en ¡Usted puede ser feliz! (Barcelona, Crítica, 2013, 157-171).
También la coherencia de quien rechazó todas las ofertas de volver a la España
del general Franco. Cuando llegó a México procedente de EEUU (25-XI1944), el alicantino declaró a El Universal que no regresaría «hasta que los hombres
liberales pudiesen vivir en aquel país».
Rafael Altamira, en una
nota redactada en 1937, afirmó que «con la victoria de Franco no se perderían
tan solo la República, la democracia y los derechos políticos, sino todas las
libertades individuales del espíritu, sin las que es imposible una convivencia
pacífica». Y, en 1945, el diario Hoy, de México, publicó una nueva
muestra de su liberalismo: «Yo soy sustancialmente, más que un
republicano, un liberal incompatible con un régimen totalitario, cualquiera que
sea su dirección política».
El alicantino fallecido
en el exilio era incompatible con el franquismo y, cuando le ofrecieron
regresar, su respuesta fue rotunda: «Yo salí por una causa y esa continúa, si
quieren que yo regrese a España -y no sabe las ganas que tengo, pues entre
otras cosas quisiera morir allí- diga a quienes le han mandado que devuelvan la
libertad al pueblo español, y no solo yo, sino todos los que estamos en el
exilio retornaremos felices a nuestra tierra».
El general Franco no
devolvió la libertad al pueblo español y, frente a la coherencia del polígrafo,
en la España de los sesenta se hicieron homenajes donde los motivos del exilio
permanecieron censurados u obviados. Así, por ejemplo, el cronista oficial de
Alicante, Vicente Martínez Morellá, en 1966 escribió que Rafael Altamira «en
1936 se trasladó a México, donde le sorprendió la muerte». Aparte de obviar
ocho años de la trayectoria del homenajeado, todo parece indicar que el
traslado a tan lejanas tierras fue un capricho de la vejez.
Otros textos y homenajes,
siempre con el objetivo de una asimilación contrapuesta a la reconciliación,
aparecen en mis citadas páginas, donde el lector encontrará las referencias
bibliográficas de un trabajo de investigación realizado en el marco de un
proyecto de la Universidad de Alicante.
Aquellas mediocres
circunstancias del franquismo parecen superadas cuando, felizmente, los restos
de Rafael Altamira han vuelto a su tierra y el 11 de febrero el alicantino recibirá un homenaje
presidido por Felipe VI. El evento provoca la satisfacción de ver cumplida la
voluntad del exiliado y reconocida su figura en un clima que merece la
unanimidad de los demócratas españoles.
Sin embargo, las guerras
culturales nunca dejan escapar una ocasión. Leo en la prensa local que un grupo
político niega la condición de republicano exiliado de Rafael Altamira. Ignoro
si han consultado sus propias declaraciones, pero es obvio que el prejuicio
obra milagros y tergiversa los hechos constatados. Por lo tanto, alegrémonos de
tener al alicantino enterrado en su tierra y, frente al revisionismo
de unos políticos que prescinden del trabajo de los historiadores, olvidemos que
don Rafael tuvo el capricho de morir en Méjico. Así de ocurrente es la historia
para quienes también piensan que el franquismo fue una etapa de
«reconciliación».