Los
medios utilizados para difamar cambian gracias en parte a los avances
tecnológicos, pero las intenciones de los difamadores permanecen con la
constancia de la maldad. Los bulos ya se empleaban como arma de combate en una
guerra, la de 1936-1939, que no era solo «cultural». Cualquier falsedad valía
con tal de desacreditar al enemigo. Incluso la divulgación del supuesto
asesinato de quienes merecían la admiración de los patriotas. Así, el 28 de
septiembre de 1936, El Día de Palencia publicó una «lista incompleta de
los hombres ilustres, beneméritos de la Patria y la Ciencia, muertos a manos de
los rojos». En la misma figuraban «beneméritos» por esas fechas tan
preocupados, aunque vivos, como Jacinto Benavente, Wenceslao Fernández Flores o
los hermanos Álvarez Quintero. Alguien en Sevilla, gracias al anonimato y a las
órdenes del general Queipo de Llano, adelantó su paso a una mejor vida para
justificar la sublevación contra «las hordas rojas».
El
bulo de la muerte de estos prohombres «a manos de los rojos» llevaba varios
días intoxicando la información acerca de la guerra, circuló por otros
periódicos de la zona nacional y pronto llegó a la republicana; incluso a un
Madrid donde periodistas como José Luis Salado ironizaban sobre estas noticias
falsas divulgadas por radio desde Sevilla. La ebriedad chulesca de Queipo de
Llano fue una constante de la propaganda republicana. El general, para
entendernos en una terminología actual, era «carne de meme» con la pretensión
de aliviar, mediante el humor de las caricaturas, el temor por sus amenazas.
El
aristócrata y escritor Antonio de Hoyos y Vinent, que por entonces colaboraba
en El Sindicalista para defender los postulados de Ángel Pestaña, supo
de su condición de muerto en vida y tuvo ánimos para afrontar la noticia con
humor: «Salgo a la calle, camino del periódico; pasan junto a mí dos señoras y
se quedan mirándome con sobresaltada sorpresa. -Pero, ¿es usted? -Sí, señora;
yo mismo: Hoyos y Vinent… -Pero, ¿no le han matado a usted los rojos? La radio de
Sevilla… Lo comprendo todo. -Señora: agradezco el interés de usted. Siento
defraudar el buen deseo de la radio de Sevilla; no sé si alguna vez sus amigos
le darán esa satisfacción, pero los camaradas y compañeros no creo» (El
Sindicalista, 18-IX-1936).
El
dandi del monóculo había perdido popularidad en el Madrid de 1936, pero todavía
era una figura identificable para quienes conocieron sus años dorados y
prolíficos. El porte aristocrático con abrigos de piel y elegantes sombreros no
pasaba desapercibido en el mundillo de las letras y las cabeceras
periodísticas, donde Antonio de Hoyos y Vinent aunó vida con literatura al
servicio de un decadentismo que a veces fue motivo de escándalo. También lo
hubo en su distinguida casa cuando su madre acabó expulsándole harta de ver las
paredes adornadas con las fotos de púgiles en plena faena. La afición por los
torsos viriles, procedentes de los bajos fondos, nunca la ocultó porque «amaba
el arrabal» (Gómez de la Serna), aunque sin caer en el exhibicionismo de un Álvaro
Retana.
Su
colega era más culto y serio, disfrutó del éxito durante las primeras décadas
del siglo y, llegada la etapa republicana, plegó velas hasta el punto de
ocuparse de cuestiones comprometidas de su país. Así continuó durante la
guerra, cuando decidió quedarse en Madrid al servicio de quienes nunca
pretendieron matarle. Muchos de los amigos de las letras pensaron que el
sindicalismo de orientación anarquista era un fruto de su condición de snob.
Tal vez acertaron. También cabe la extrañeza al leer unos textos donde
confluyen tendencias de origen contrapuesto, pero es indudable que ese
compromiso no fue fugaz, llegó hasta el final de la guerra y el madrileño lo
pagó caro. Al final, los amigos de esa señora extrañada al verle por la calle
nunca le perdonaron que escribiera con la esperanza de una paz para restaurar
la legalidad republicana una vez vencidos «los invasores»:
Es
la hora de infligir a los infatuados fascistas la lección suprema no solo
aplicándoles un duro castigo con las armas en la mano, sino demostrándoles que
no existe razón ninguna de superioridad. Muy al contrario, el pueblo español es
fuerte, sereno, consciente, dueño de sus impulsos, organizador admirable de su
lucha para la conquista del supremo derecho de la humanidad, del DERECHO A LA
VIDA (El Sindicalista, 8-VIII-1936).
El
decadentista de tantas novelas breves sobre el pecado y la noche del «Madrid
secreto y golfo» todavía confiaba en la victoria gubernamental -«La hora de la
victoria definitiva se acerca» (El Sindicalista, 21-VIII-1936)- y la
consiguiente derrota de su propia familia. Así de desquiciados eran los tiempos
de una guerra fratricida desencadenada por «los fascistas más o menos
declarados» (El Sindicalista, 20-VIII-1936). No obstante, el Antonio de
Hoyos y Vinent que decidió permanecer lejos de sus familiares en la capital
sitiada -«Pase lo que pase continuaré en Madrid a la disposición del Gobierno
para todo lo que me considere útil» (La Voz, 15-II-1937)-, hizo gala del
humor, pero se llevaría un susto de muerte cuando supo de la citada lista de
«los hombres ilustres». En la misma y por el capricho de un bulo figuraba su
nombre entre «los muertos». La salud ya era bastante precaria a la espera de un
empeoramiento que resultaría dramático, pero al marqués de Vinent todavía le
quedaban fuerzas para reclamar la paz sin caer en la equidistancia.
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