viernes, 28 de febrero de 2025

Antonio de Hoyos y Vinent: asesinado en vida


 

Los medios utilizados para difamar cambian gracias en parte a los avances tecnológicos, pero las intenciones de los difamadores permanecen con la constancia de la maldad. Los bulos ya se empleaban como arma de combate en una guerra, la de 1936-1939, que no era solo «cultural». Cualquier falsedad valía con tal de desacreditar al enemigo. Incluso la divulgación del supuesto asesinato de quienes merecían la admiración de los patriotas. Así, el 28 de septiembre de 1936, El Día de Palencia publicó una «lista incompleta de los hombres ilustres, beneméritos de la Patria y la Ciencia, muertos a manos de los rojos». En la misma figuraban «beneméritos» por esas fechas tan preocupados, aunque vivos, como Jacinto Benavente, Wenceslao Fernández Flores o los hermanos Álvarez Quintero. Alguien en Sevilla, gracias al anonimato y a las órdenes del general Queipo de Llano, adelantó su paso a una mejor vida para justificar la sublevación contra «las hordas rojas».

El bulo de la muerte de estos prohombres «a manos de los rojos» llevaba varios días intoxicando la información acerca de la guerra, circuló por otros periódicos de la zona nacional y pronto llegó a la republicana; incluso a un Madrid donde periodistas como José Luis Salado ironizaban sobre estas noticias falsas divulgadas por radio desde Sevilla. La ebriedad chulesca de Queipo de Llano fue una constante de la propaganda republicana. El general, para entendernos en una terminología actual, era «carne de meme» con la pretensión de aliviar, mediante el humor de las caricaturas, el temor por sus amenazas.

El aristócrata y escritor Antonio de Hoyos y Vinent, que por entonces colaboraba en El Sindicalista para defender los postulados de Ángel Pestaña, supo de su condición de muerto en vida y tuvo ánimos para afrontar la noticia con humor: «Salgo a la calle, camino del periódico; pasan junto a mí dos señoras y se quedan mirándome con sobresaltada sorpresa. -Pero, ¿es usted? -Sí, señora; yo mismo: Hoyos y Vinent… -Pero, ¿no le han matado a usted los rojos? La radio de Sevilla… Lo comprendo todo. -Señora: agradezco el interés de usted. Siento defraudar el buen deseo de la radio de Sevilla; no sé si alguna vez sus amigos le darán esa satisfacción, pero los camaradas y compañeros no creo» (El Sindicalista, 18-IX-1936).

El dandi del monóculo había perdido popularidad en el Madrid de 1936, pero todavía era una figura identificable para quienes conocieron sus años dorados y prolíficos. El porte aristocrático con abrigos de piel y elegantes sombreros no pasaba desapercibido en el mundillo de las letras y las cabeceras periodísticas, donde Antonio de Hoyos y Vinent aunó vida con literatura al servicio de un decadentismo que a veces fue motivo de escándalo. También lo hubo en su distinguida casa cuando su madre acabó expulsándole harta de ver las paredes adornadas con las fotos de púgiles en plena faena. La afición por los torsos viriles, procedentes de los bajos fondos, nunca la ocultó porque «amaba el arrabal» (Gómez de la Serna), aunque sin caer en el exhibicionismo de un Álvaro Retana.

Su colega era más culto y serio, disfrutó del éxito durante las primeras décadas del siglo y, llegada la etapa republicana, plegó velas hasta el punto de ocuparse de cuestiones comprometidas de su país. Así continuó durante la guerra, cuando decidió quedarse en Madrid al servicio de quienes nunca pretendieron matarle. Muchos de los amigos de las letras pensaron que el sindicalismo de orientación anarquista era un fruto de su condición de snob. Tal vez acertaron. También cabe la extrañeza al leer unos textos donde confluyen tendencias de origen contrapuesto, pero es indudable que ese compromiso no fue fugaz, llegó hasta el final de la guerra y el madrileño lo pagó caro. Al final, los amigos de esa señora extrañada al verle por la calle nunca le perdonaron que escribiera con la esperanza de una paz para restaurar la legalidad republicana una vez vencidos «los invasores»:

Es la hora de infligir a los infatuados fascistas la lección suprema no solo aplicándoles un duro castigo con las armas en la mano, sino demostrándoles que no existe razón ninguna de superioridad. Muy al contrario, el pueblo español es fuerte, sereno, consciente, dueño de sus impulsos, organizador admirable de su lucha para la conquista del supremo derecho de la humanidad, del DERECHO A LA VIDA (El Sindicalista, 8-VIII-1936).

El decadentista de tantas novelas breves sobre el pecado y la noche del «Madrid secreto y golfo» todavía confiaba en la victoria gubernamental -«La hora de la victoria definitiva se acerca» (El Sindicalista, 21-VIII-1936)- y la consiguiente derrota de su propia familia. Así de desquiciados eran los tiempos de una guerra fratricida desencadenada por «los fascistas más o menos declarados» (El Sindicalista, 20-VIII-1936). No obstante, el Antonio de Hoyos y Vinent que decidió permanecer lejos de sus familiares en la capital sitiada -«Pase lo que pase continuaré en Madrid a la disposición del Gobierno para todo lo que me considere útil» (La Voz, 15-II-1937)-, hizo gala del humor, pero se llevaría un susto de muerte cuando supo de la citada lista de «los hombres ilustres». En la misma y por el capricho de un bulo figuraba su nombre entre «los muertos». La salud ya era bastante precaria a la espera de un empeoramiento que resultaría dramático, pero al marqués de Vinent todavía le quedaban fuerzas para reclamar la paz sin caer en la equidistancia.

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