miércoles, 28 de febrero de 2024

La «agüita amarilla» de Pablo Carbonell


 Pablo Carbonell, 2022. Fuente: Uppers.es

La tarea, que no empeño, de envejecer resulta complicada. A mi alrededor observo ejemplos patéticos que espantan a cualquiera. Los protagonizan quienes otrora me acompañaron como referentes y, al cabo de tantos años, los veo avinagrados, mentalmente fofos y dispuestos a predicar desde un sobrevenido e interesado conservadurismo que va mucho más allá de la política. Su afán de protagonismo, de permanecer en candelero, aunque sea a costa de la coherencia con su pasado, equivale a la imagen del viejo que todavía se cree galán. Cervantes retrató al tipo y conviene frecuentar a los clásicos para evitar el ridículo.

La tarea de envejecer con cierto decoro también incluye la observación de otros ejemplos que me animan con una sonrisa propia de lo entrañable, de aquello que puede estar lejos de ti durante años, hasta casi olvidarlo, pero cuando vuelve lo hace con fuerza. Gracias a un vídeo convertido en viral, me he reencontrado con Pablo Carbonell, un vete a saber qué de mi generación capaz de hacerme recitar un monólogo interior sobre «mi agüita amarilla» desde los años ochenta. Ahora le veo calvo, canoso y con una respetable barriga, incluso con una probable hiperplasia benigna, pero dispuesto a cantar de nuevo el onírico relato del devenir de ese líquido elemento que a todos nos termina por empapar. Claro está que, después de beber más de cuarenta cervezas, y acompañado de una orquesta sinfónica.

El «viejo profesor», Enrique Tierno Galván, me impactó cuando siendo estudiante le escuché en una entrevista radiofónica. Allí explicó, con aires doctorales, que un individuo de mi edad ya debía estar definido en lo fundamental. A partir de entonces, todo era cuestión de profundizar para mejorar. La idea era seductora y me pregunté por mi definición. Tal vez no respondiera al ideal de don Enrique por falta de trascendencia, pero tampoco le disgustaría porque el catedrático convertido en alcalde gustó de la marcha y hasta sonrió con picardía ante la fuerza de la Naturaleza encarnada por Susana Estrada o Flor Mukudy, una miss guineana de 1983 a la que preguntó si trabajaba o estudiaba, según cuenta mi amigo Javier Valenzuela.


Enrique y Flor bailando salsa. Fuente: El País, 4-IV-1983

Pablo Carbonell, al que no imagino en un aula universitaria con la aplicación de un doctorando, también debió escuchar al «viejo profesor». Cumplidos los sesenta, sigue cantando el inolvidable éxito de Los toreros muertos en los años ochenta, pero con la sabiduría que aporta la experiencia y en compañía de la apabullante perfección de una orquesta sinfónica completada con unos coros dignos del Carmina Burana. La combinación provoca una sonrisa de admiración. En mi caso se extiende a la coherencia de un entrañable gamberro que todavía ejerce como tal para desesperación de los biempensantes y ofendidos con pretensiones de censores.

Hace muchos años, cuando Pablo Carbonell y yo andábamos en la veintena, compartimos el onírico devenir de aquella «agüita amarilla» como venganza ante tantos tipos incapaces de sonreír. Él, más gamberro y lanzado, lo hizo con gracia singular. Yo, desafinado y nada gracioso, trasladé esa venganza a un monólogo interior tan indigno de Joyce como eficaz para soportar la estulticia de unos tiempos que parecen condenados a ser menguados.

Ahora, ambos, cuando hasta el arco de la micción supone un motivo para la elegía, seguimos sonriendo con espíritu gamberro. Él cantando y triunfando con una orquesta sinfónica. Yo escribiendo como catedrático a punto de ser emérito, pero con la misma retranca y guasa que preciso para afrontar la mediocre banalidad de quienes protagonizaron el Glorioso Movimiento Nacional y similares.

Dudo que Pablo y yo pasemos a la historia como discípulos de don Enrique, pero cada uno en lo suyo hemos hecho la mismo, perfeccionándolo, durante cincuenta años. A estas alturas, cabe volver a tomar más de cuarenta cervezas y comprobar, con el asombro propio de lo bien conocido, que esa «agüita amarilla» terminará cayendo sobre nuestras cabezas. Nosotros lo sabemos y reímos, mientras que otros lo ignoran y defienden la razón de la sin razón, donde el líquido elemento ni está ni se le espera. Allá ellos, porque tanta razón trascendente acaba en el dogma y el mismo siempre envejece mal. Puestos a emprender la tarea, que no empeño, merece la pena hacerlo con la compañía de una sonrisa gracias al amigo convertido en un viejo gamberro:




sábado, 24 de febrero de 2024

La sonrisa de Malik

 


El estudio de los consejos de guerra contra escritores y periodistas durante el período 1939-1945 es una tarea que requiere, de vez en cuando, un descanso para recuperar el humor. La mirada se encallece al observar tanta intolerancia y violencia. Conviene, por lo tanto, recuperar la blandura de aquello que nos resulta entrañable y provoca sonrisas como las disfrutadas muchos años antes, cuando la infancia o la juventud te aportaba una sensación de plenitud.

Ayer, gracias al Circo Raluy Legacy, disfruté de una estupenda velada circense rodeado de chavalines que podían ser mis nietos. Junto a ellos reí y me emocioné viendo lo que era una novedad para quienes me acompañaban con una sonrisa infantil. La mía, por desgracia, es fruto de muchas experiencias similares, que me conducen a una larga historia de empatía con el más clásico mundo del circo.

Durante más de cincuenta años he visto los más variados espectáculos circenses, pero mi entusiasmo de ayer se deriva de algo que muchas veces explico en clase: la mejor manera de avanzar es volver a las raíces, a la esencia de aquello que se ama y se pretende revitalizar. El Circo Raluy Legacy lo consigue con el acierto de los artistas modestos, que suelen ser mis preferidos por múltiples motivos.

La velada estuvo repleta de sensaciones reencontradas, pero hubo momentos especiales gracias a unas melodías de la banda sonora que siempre me han acompañado cuando necesito ánimos para sobrellevar la dureza del trabajo, la intolerancia de quienes nos atacan por nuestras publicaciones o el cansancio de encaminarse hacia una jubilación tardía sin haber tenido un mínimo de descanso.

Entre esas melodías que recupero periódicamente figuran de manera destacada las compuestas por Nino Rota para Federico Fellini. Algunas de ellas, verdaderamente excepcionales, están vinculadas al mundo del circo, que tanto amó un cineasta italiano al que vuelvo una y otra vez en busca de imágenes para el recuerdo y la sonrisa que puede ser tan triste como vital porque descansa en una mirada comprensiva.

Cada cierto tiempo veo La strada (1954), la más intensa y dramática historia de amor que conozco, para emocionarme con la rudeza de Zampanó y la inocencia de Gelsomina. Me aburre el amor rosáceo y prefiero el que nunca se manifiesta porque subyace como un hilo conductor, aunque sea para desembocar en un final dramático como en la película de Fellini. El mundo del circo, el más modesto, está en esas imágenes en blanco y negro que recupero con emoción a los sones del maestro Nino Rota, que tantas veces me acompaña:

 


Sin embargo, la película de Federico Fellini que he visto más veces, no por ser la mejor de su producción, es I clowns (1970). La descubrí con emoción siendo un estudiante asombrado ante aquella elegía del mundo de los payasos, cuyos protagonistas vivían por entonces olvidados en residencias de ancianos o en rincones alejados de la fama. Eran unos juguetes rotos que merecían el respeto del agradecimiento. He aprendido a mirar de la mano del cineasta italiano y concebir con la imaginación un mundo donde la música de Nino Rota es imprescindible. Cada cierto tiempo recupero esta película y, vista cumplidos los sesenta, tan lejos de aquellos tiempos donde era un estudiante, observo que la elegía ha pasado a ser protagonizada por el propio cine de Federico Fellini y, con él, la elegía también abarca un tiempo que es el mío y ahora se conjuga en un inevitable pasado. Cuando llega este momento donde la tristeza es compatible con la esperanza, aquella que solo descansa en la tarea realizada durante toda una vida, salgo en busca de un payaso que andará protegiéndome en ese cielo de los ateos que confiamos en el humor como única salvación. Y, claro está, cojo la trompeta para llamar a Fru Fru tras pronunciar unas palabras en el más maravilloso italiano:

 


Vuelvo una y otra vez a estas películas que me han enseñado a vivir al margen de la intolerancia y la violencia, con una sonrisa que procuro compartir y que me salva de tanto odio que he sentido hacia mi persona por parte de quienes no admiten la superación del pasado. A ellos, a esos que pretenden convertirme en un personaje sectario capaz de propagar el odio, ¡vaya imaginación!, nunca les contestaré con el lenguaje del insulto porque tengo un secreto. Cuando algo se vuelve insoportable me voy de la mano de Malik y a los sones de un vals. Así me convierto en un sonámbulo capaz de andar por los aires y, al final de Papé está de viaje de negocios (1985), mirar hacia atrás con una sonrisa que desarma diciendo, supongo, «Ahí os quedáis…». Yo, mientras tanto, ando por los aires gracias a Emir Kusturica, Federico Fellini, Nino Rota y tantos otros que me han emocionado con los mismos argumentos que ayer lo hizo el Circo Raluy Legacy. Gracias por enseñarme a mirar sin el menor atisbo de odio o intolerancia.



jueves, 22 de febrero de 2024

Las armas contra las letras: Una entrevista radiofónica


La publicación de un libro supone la oportunidad de encontrar nuevos amigos que se interesan por su lectura, te llaman para preguntarte alguna cuestión y, en ocasiones, te ofrecen la oportunidad de darlo a conocer a través de sus propios medios, casi siempre sacados adelante con una desinteresada voluntad. El historiador y docente Fran Martín me llamó hace unos días para participar en su programa de una emisora local de Andalucía donde se ocupa de la historia de la Guerra Civil. Acepté encantado, como siempre lo hago con estos compañeros que tanto mérito tienen, y os paso el correspondiente enlace por si queréis escuchar la entrevista grabada el pasado día 20 de febrero:

domingo, 18 de febrero de 2024

Antonio Iturbe y Las armas contra las letras


 Foto: Antonio Iturbe Procedencia: Wikipedia

El 23 de enero de 2023 dediqué una entrada en este mismo blog a La playa infinita, la excelente novela de Antonio Iturbe. El tiempo dedicado a la investigación dificulta el deseo de leer todas las obras de esos autores a los que considero amigos con quienes converso desde la distancia. No obstante, cada vez que paso por el lugar alicantino que pisara Antoine de Saint-Exupéry, evoco la excelente obra de Antonio Iturbe dedicada al aviador que iba camino del Sur. Y ese recuerdo me indica que todavía tengo lecturas pendientes y mucho más satisfactorias que las de los sumarios judiciales.

 


El pasado día 17 Antonio Iturbe me mandó un email tras leer Las armas contra las letras. El texto me emocionó porque, entre otros motivos, ya he encontrado a ese «lector ideal» para el que escribimos los libros. Gracias a su autorización, reproduzco el texto del email:

 

He leído con interés y asombro Las armas contra las letras. Yo que soy un ferviente lector de Kafka he encontrado aquí todo el sentido a El proceso. De hecho, es bastante sorprendente, como citas, la escasa atención del cine y la literatura a esa avalancha de consejos de guerra, a cada cuál más funesto, cruel y absurdo. Es verdad que a veces la literatura y el cine intentan abrir grietas a la esperanza donde no las hay, o no se atisban. pero es que, sin esperanza, yo no podría levantarme de la cama.

Explicas la misión menos vistosa pero necesaria en su precisión del historiador, que ha de huir de la tentación embriagadora de la ficción y lo emocional. El trabajo es muy riguroso, pero consigues eso que tú mismo te propones de huir de la redacción notarial. Yo no sé si has entremetido hebras emocionales, pero yo he sentido agitarse mis emociones, mi indignación, sobre todo mi tristeza. Especialmente, cuando perfilas tan bien al encausado como Diego San José o la condena a muerte de Manuel Navarro por ser periodista y no tener familia rica o buenos contactos. Y tantos otros. Y ese fiscal Del Orbe, con esa sed de muerte. Bueno, tú no lo dices así, pero parece la Muerte misma. Es un libro riguroso, científico, de historiador, pero su autor no es alguien indiferente al dolor y eso para mí es muy importante.

Echando un vistazo en internet he visto tu respuesta a Trapiello, al que citas en el libro de manera muy correcta. No conozco personalmente a Trapiello, pero es (la frase es de Saint-Exupéry) de los que van por la vida con un pedestal debajo del brazo. Tu respuesta es contenidísima. Con esa educada retranca tuya que se filtra en las páginas de tus libros, pero creo que lo pone en su sitio. Y a ti en el tuyo, que es el que me gusta, el de la gente que trabaja para encender pequeñas luces en la oscuridad. Dice Trapiello que la gente de la que hablas no habría sido célebre más allá de los consejos de guerra. Sin embargo, cada sufrimiento importa. Todos de los que hablas eran personas que trataron de construir un mundo más diverso con las palabras y la literatura. Para mí son celebridades. Decía Saramago que la persona de la que más aprendió, la más sabia, la que más le enseñó sobre el mundo fue su abuelo, que era analfabeto. Esas son las cosas que Trapiello en su gran burbuja de ego no es capaz de comprender. Compadezcámosle.

Gracias por el esfuerzo de escribir este libro tan minucioso en nombre de todas esas no celebridades.

Un abrazo

Antonio Iturbe

Gracias a Antonio, Las armas contra las letras cuenta con una entrevista que ha sido publicada en Librújula y en Público el 28 de febrero de 2024:

https://librujula.publico.es/juan-antonio-rios-carratala-este-es-un-pais-donde-hemos-inventado-un-franquismo-sin-franquistas/


 


viernes, 16 de febrero de 2024

La represión económica de periodistas y escritores. El caso Fernández Lepina


 Foto: SGAE. Procedencia: Wikipedia

En el marco represivo de la posguerra, la Ley de Responsabilidades Políticas cumple una función eminentemente económica o recaudatoria cuyo objetivo es la «muerte civil» de los ya procesados en los sumarísimos de urgencia. Una vez condenados, muchos de ellos pasan a ser enjuiciados por los diferentes tribunales especiales destinados a la aplicación de la citada ley. Los sumarios prueban que la instrucción era básicamente la búsqueda de los posibles bienes de los encausados para, en función de los mismos, proceder a sancionarles con una multa.
Los periodistas y escritores que estudio en la trilogía sobre sus consejos de guerra no constituyeron una excepción. Sin embargo, el problema para los instructores es que casi todos carecían de bienes o ingresos con los que hacer frente a la citada multa. La consecuencia es que la mayoría de sus casos fueron sobreseídos ante la imposibilidad de dictar una sanción que pudiera hacerse efectiva.
Los instructores recurrieron a los más diversos medios para averiguar si los encausados tenían bienes o ingresos. Desde entrevistas con los porteros de sus domicilios, que a veces informan acerca de lo que ingresaban los inquilinos por sus actividades laborales, a escritos dirigidos a los bancos para que remitieran informes acerca de las posibles cuentas de los encausados. También hubo peritajes de sus domicilios e informes policiales o de los servicios de inteligencia de los falangistas, que no solían ser demasiado precisos. A la vista de los casos analizados hasta ahora, el trabajo casi siempre era en balde por lo poco que ganaban unos escritores y periodistas ya derrotados y, a menudo, en una situación de precariedad cercana a la citada «muerte civil».
De vez en cuando la documentación conservada en el Centro de Documentación de la Memoria Histórica (Salamanca) muestra una excepción. Un ejemplo es el dramaturgo y periodista Antonio Fernández Lepina, que había colaborado en el ABC republicano y contaba con noventa y cinco títulos registrados en la SGAE, que le proporcionaban una media de cuatrocientas pesetas mensuales por sus derechos de autor. Además, el veterano dramaturgo que había conocido el éxito en los escenarios con obras de carácter popular, contaba con propiedades inmuebles.
El 23 de diciembre de 1941, el juez instructor del Juzgado Provincial de Responsabilidades Políticas, de Madrid, solicitó a la SGAE el correspondiente informe. Francisco Serrano Anguita, en nombre de la entidad, le remite lo solicitado el 19 de enero de 1942. La sanción dictada ascendió a quinientas pesetas por sentencia del 12 de marzo de 1942, a pesar de que los derechos de autor ascendían a una cantidad inferior a la de las deudas contraídas y documentadas por el dramaturgo. El pago de esas quinientas pesetas agravaría la situación de Antonio Fernández Lepina y su familia. También, paradójicamente, impedirían que devolviera lo prestado a un alto oficial de las tropas del general Franco. Algunas sentencias de los vencedores, como la citada, incluso perjudicaron a quienes aspiraban a participar de los beneficios de la Victoria.
La explicación detallada de este proceso aparecerá en el segundo volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores, cuyo título provisional es Perder la guerra y la historia.

martes, 13 de febrero de 2024

Álvaro Retana en El tiempo de la desmesura


 El novelista Álvaro Retana será uno de los protagonistas del segundo volumen dedicado a los consejos de guerra de periodistas y escritores durante el período 1939-1945. Gracias a la bibliografía crítica con que cuenta el autor, la tarea no parte de cero como en otras muchas ocasiones. Ya sabemos de sus problemas con la justicia militar y los años pasados en las cárceles franquistas, pero merece la pena completar la investigación por varias circunstancias:
A) Los sumarios conservados en el AGHD, aparte de tener algún posible error de catalogación, permanecen incompletos y dejan en el aire algunos aspectos fundamentales como su detención, las declaraciones del propio encausado, los posibles avalistas, el auto resumen tras la fase de instrucción... A la vista de lo que he podido consultar hasta ahora, tengo la impresión de que alguna mano eliminó parte de la documentación o ha habido serios problemas para su conservación y correcta catalogación.
B) El archivo familiar consultado por dos investigadoras a finales de los años ochenta no parece encontrarse ahora en algún centro público. La familia hizo una importante donación al Museo Nacional de Teatro, pero por las consultas efectuadas hasta el momento parece que no todos los documentos citados en aquel ya lejano trabajo han pasado a las dependencias de Almagro. Lo terminaremos de comprobar gracias a las peticiones efectuadas.
C) El Archivo Histórico Nacional cuenta con una documentación sobre los procesos por escándalo público seguidos a finales de los años veinte contra Álvaro Retana que, en parte, sigue sin ser utilizada en la bibliografía crítica hasta ahora publicada. He solicitado las correspondientes copias de esos sumarios, que incluyen un enfrentamiento con la actriz Irene López Heredia, y espero aportar esta documentación en el segundo volumen de la trilogía que dedicaré a los citados consejos de guerra.
Por otra parte, al repasar lo publicado en El tiempo de la desmesura (Barcelona, Barral y Barril, 2010) acerca de Álvaro Retana he constatado un error. En la página 93 hablo del decimosexto marqués de Portazgo como denunciante del novelista a partir del testimonio del mismo. Aparte de que ese testimonio no lo he podido corroborar con la documentación, probablemente esquilmada, del sumario, en el caso de confirmarse la participación del aristócrata no sería el decimosexto por una simple cuestión cronológica. El error ya está subsanado en el borrador del capítulo y es una nueva muestra de la necesidad de repasar los trabajos que tenemos los historiadores. Siempre hay algún dato que debe ser corregido y hacerlo públicamente es una muestra de honestidad como investigadores.

sábado, 10 de febrero de 2024

Los tiros fueron al blanco, no de gracia


 

En 2014 y a petición de Abelardo Linares, preparé la edición de Tiros al blanco, de José Luis Salado, que editó Renacimiento. Ya había analizado la peculiar trayectoria de este periodista en trabajos anteriores y la ocasión me permitió trazar con más detalle su quehacer en la prensa republicana. La sección de La Voz que da título al volumen apareció durante la guerra y ha sido comentada por varios especialistas. Mi objetivo era conocer los antecedentes de quien había cobrado protagonismo en unos momentos trágicos. La recopilación de datos, siempre trabajosa, me condujo a una personalidad distanciada de las militancias más radicales del momento, pero coherente con el ideario republicano hasta el final, justo cuando tantos militantes habían huido o caído en el derrotismo.

José Luis Salado cometió errores en su sección. Los tiempos no eran propicios para la ponderación y el equilibrio. Sin embargo, sus tiros -siempre metafóricos porque no me consta que alguno se convirtiera en realidad por su culpa- apuntaban en una dirección crítica donde muchos aparecen como oportunistas y chaqueteros, sin menosprecio de los aprovechados y cínicos. Los hubo en el seno del bando republicano, como es lógico, y el testimonio del periodista ayuda a comprender una realidad compleja porque se distancia un poco del tono propagandístico tan previsible en aquellas cabeceras.

José Luis Salado fue una víctima, pero no un héroe. Nunca pretendí presentarlo como tal y, si me atrajo, fue en buena medida porque su trayectoria anterior a 1936 no invitaba a pensar en un compromiso tan notable con la II República. Algo similar me ocurre ahora con Santiago de la Cruz, del que ya he adelantado algunas conclusiones en este blog y tendrá un amplio capítulo en el segundo volumen de Las armas contra las letras gracias a la documentación de su familia.

Ambos eran tipos divertidos y hasta frívolos que andaban por los ambientes de las variedades en compañía de conocidas vedettes. Sus trayectorias estaban completamente alejadas de las propias de tantos militantes de izquierdas, a menudo previsibles en sus comportamientos por esa misma militancia. Sin embargo, llegado el momento de resistir bajo las bombas, cuando tantos encontraron los más variados motivos para abandonar la capital, ellos permanecieron trabajando en la prensa y hasta en el frente. Lo pagaron caro, muy caro.

El trabajo de meses recopilando textos dispersos y datos perdidos en recónditos lugares de la hemeroteca no debería ser rebatido con una frase rotunda, escrita con las prisas de quien debe realizar una tarea ciclópea en las letras para dar cuenta de todos los compromisos. Así se hizo y en Las armas contra las letras lamenté esa crítica impresionista tan ajena a la argumentación filológica. El episodio apenas tiene importancia, pero me encuentro ahora un artículo de Andrés Trapiello publicado en El Mundo (9-2-2024) donde el libro que edité aparece citado como Tiros de gracia.

El despiste es disculpable. Yo mismo lo podría haber tenido con cualquier otra obra y habría pedido disculpas si un lector me lo hubiera advertido. Sin embargo, el ficticio título revela un prejuicio hacia José Luis Salado que, en mi opinión, resulta injustificado. El periodista no participó en los temidos “paseos” ni pidió dar tiros de gracia a nadie. Ni siquiera a quienes, a veces de manera injusta, criticó por su falta de compromiso con la II República.

Andrés Trapiello me honra con su lectura de Las armas contra las letras y conocerá que el nombre de José Luis Salado aparece en varios de los sumarios estudiados. Los procesados sabían que el periodista estaba lejos de Madrid y, puestos a repartir responsabilidades, se las atribuyeron para salvar el pellejo. A veces, de manera absurda o incoherente, que los militares nunca comprobaron. Así, en el silencio de esa documentación hasta ahora inédita, José Luis Salado casi acabó siendo uno de los líderes de la “adhesión a la rebelión”. Curioso destino a la vista de su pasado desde que marchara a París para asistir a los inicios del cine sonoro.

La mentira para salvar la vida tiene disculpa. Al fin y al cabo, lo sucedido en aquellos sumarísimos de urgencia se asemeja a cuando algún muerto asume, a tenor de los testimonios aportados por los implicados en un juicio, todas las responsabilidades. José Luis Salado padeció la muerte civil en la lejana URSS y tampoco le imagino preocupado por su reputación en los juzgados militares.

Nosotros, al cabo de tantas décadas, ya no tenemos necesidad de mentir y podemos valorar el testimonio de aquellos españoles con la ponderación que exige la tarea del historiador. El de José Luis Salado, en mi opinión, resulta interesante porque se separa de lo previsible y hasta cuestiona en algunos aspectos la propaganda republicana. También se equivocó, a veces de manera lamentable por falta de información, pero como otros en cuyos artículos acaban apareciendo unos inoportunos «tiros de gracia».


viernes, 9 de febrero de 2024

Andrés Trapiello y Las armas contra las letras


 

Foto. Andrés Trapiello, 2012. Autor: Asís G. Ayerbe Procedencia: Wikipedia

Andrés Trapiello ha escrito hoy en El Mundo un artículo sobre el primer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores durante el período 1939-1945: Las armas contra las letras. Por desgracia, el texto solo es accesible para suscriptores y, como es lógico, no estoy autorizado a publicarlo, tal y como sería mi gusto. No obstante, os paso el correspondiente enlace con el deseo de que lo podáis leer por su indudable interés:

https://www.elmundo.es/la-lectura/2024/02/08/65c26c2dfdddffcb798b45a8.html

Andrés Trapiello merece todos mis respetos y así lo hago constar en mi libro, donde le cito positivamente en varias ocasiones. No obstante, mi metodología y conclusiones entran a veces en abierta contradicción con las suyas, como es habitual en este tipo de debates sobre temas históricos. He solicitado a la Universidad de Alicante que le invite para tener un encuentro acerca de lo que expone en su artículo. Si acepta la invitación, a pesar de las limitaciones económicas de una universidad pública a la hora de organizar este tipo de actos, para mí sería un honor participar en el mismo. Yo lo hago gratuitamente porque soy funcionario y, a estas alturas de mi casi jubilación, no espero obtener los "réditos académicos" de los que habla al final de su artículo. Solo me resta jubilarme como emérito y ya cumplo los requisitos.

Aparte de que no me llamo José Antonio, el nombre corresponde a mi fallecido hermano, en el artículo hay planteamientos muy discutibles y solo me han molestado dos afirmaciones. Yo, como cualquier historiador, podré acertar o no con mis hipótesis, pero nunca "fabulo" en un ensayo donde todas y cada una de las afirmaciones quedan sustentadas en la documentación utilizada y citada. La posibilidad de "fabular" en un trabajo de microhistoria es mínima, a diferencia de lo que sucede en otros, como el suyo, que es una brillante síntesis de lo sucedido entre 1936 y 1939. En cualquier caso, para ejemplo de fabulación está la invención de un libro inexistente citado en el artículo: Tiros de gracia, de José Luis Salado. Doy la referencia, aceptando que es un error sin importancia, porque cualquier acusación de recurrir a la "fabulación" debería ser ejemplificada y citada con el mayor detalle posible. Lo contrario es caer en lo genérico, siempre agradecido en un artículo periodístico y nunca procedente en un ensayo universitario.

Y, por supuesto, las víctimas de la represión franquista no siempre son héroes y algunas tuvieron comportamientos cuestionables durante la guerra. Así lo señalo en el libro, incluso para decepción de unos pocos descendientes de esas víctimas. Por otra parte, soy plenamente consciente del «terror rojo» estudiado por Julius Ruiz entre otros, que tantas barbaridades provocó. También cito, al final del libro, a los periodistas partidarios del general Franco que fueron represaliados de forma tan brutal como injustificada. El problema es que yo he acotado temporalmente mi investigación, 1939-1945, y durante ese período las barbaridades fueron hegemonizadas por el bando vencedor, porque el otro bastante tenía con intentar preservar la vida.

Jamás afearía a Andrés Trapiello que en su libro nunca hable de los consejos de guerra celebrados entre 1939 y 1945 porque su acotación temporal es de 1936 a 1939. El mío se centra en la represión ejercida durante la posguerra y eso, por supuesto, no supone ignorar lo sucedido anteriormente. Puestos a pensar en algunas víctimas que tuvieron comportamientos rechazables, le recomiendo el capítulo dedicado a Augusto Vivero (pp. 157-168). No es el único donde cuestiono a la víctima, pero tal vez sirva como muestra.

Andrés Trapiello indica que ninguno de los procesados habría merecido la posterioridad de no mediar su represión en un consejo de guerra. Al margen de que en el segundo volumen verá casos como el de Antonio Buero Vallejo, yo soy consciente de que los estudiados no son como el admirado Chaves Nogales. El problema es que mi libro no pretende valorar críticamente su aportación a las letras, sino testimoniar la barbarie de la que fueron víctimas. Y, para tal fin, basta con haber pasado por un sumarísimo de urgencia con independencia de la brillantez periodística o literaria. Por cierto, ya que Andrés Trapiello elogia a Miguel Hernández, al menos podría haber citado que también dediqué un volumen previo a su caso. 

Por último, nunca he pretendido ser equidistante y, por supuesto, deseo ser ecuánime porque es uno de los requisitos de mi trabajo. La cuestión es otra. Entre quienes fusilaron y los fusilados de aquella posguerra no puedo, ni quiero, ser equidistante porque respeto el derecho a la libertad de expresión, incluyendo a quienes la utilizaron durante la guerra con poco o nulo acierto. Acerca de lo ecuánime o no de mi trabajo, con mucho gusto, debatiría con mi admirado Andrés Trapiello, que tampoco parece demasiado ecuánime en su artículo, probablemente por la falta de espacio y hasta por vincular una obra de Javier Cercas con "el procés" ya que supuestamente comparten el rasgo de la ensoñación. Vaya destino para Soldados de Salamina...

La invitación para el debate público en la sede de la Universidad de Alicante está servida y en sus manos dejo la respuesta, que de antemano tendré en cuenta para futuras entregas de Las armas contra las letras.

PD. Por error mío, el enlace al artículo de Trapiello era incorrecto. Ya está corregido. Pido disculpas por el involuntario despiste. También pido disculpas por algunos errores del texto que acabo de corregir. Nunca escribo un texto en quince minutos, pero la premura por contestar a veces nos lleva a la falta de rigor. Procuraré evitarla y, sobre todo, volver a mis libros, donde la deseada corrección es fruto de muchas revisiones.

lunes, 5 de febrero de 2024

La portera del fotógrafo Martín Santos Yubero


La trayectoria del fotógrafo Martín Santos Yubero, que pasó de fotografiar los puños en alto a los brazos extendidos a la romana sin que nadie le preguntara por su pasado, ya ha sido objeto de dos entradas de este blog: el 1-X-2023 y el 1-XI-2023. El correspondiente capítulo saldrá en el segundo volumen de Las armas contra las letras, cuya finalización está prevista para la próxima primavera. Con el objetivo de compartir con otros investigadores los resultados provisionales de la investigación y corregir posibles errores, reproduzco a continuación el último apartado del capítulo, donde la intervención de la portera del fotógrafo, doña Gregoria, resultó decisiva. Quedo a la espera de cualquier sugerencia o indicación de mis colegas para cerrar definitivamente el capítulo:


La trayectoria de Martín Santos Yubero en el Madrid sitiado merece una reflexión por lo insólita, al menos si olvidamos a quienes aparentaron trabajar para los republicanos mientras estaban al servicio de los sublevados. Vistos los datos comprobables, alguna «jerarquía» de la represión franquista decidió que publicar cuatrocientas setenta instantáneas en la prensa del Madrid sitiado no era motivo de resistencia al Glorioso Movimiento Nacional o rebelión militar. Ni siquiera de dudas o preguntas en un juzgado como el de Manuel Martínez Gargallo, que estaba en la plaza de Callao, 4, en el mismo edificio donde tuvo su sede la Unión de Informadores Gráficos de Prensa desde su constitución oficial el 14 de enero de 1934 (Heras, 2015b: 26 y Sánchez Vigil, 2014: 155). La lógica indica que el trasvase de documentación para las posteriores acusaciones sería similar al producido con la depositada en la agrupación de periodistas, que también estaba localizada en ese edificio seleccionado por los militares El objetivo de estos era el fácil acceso a las pruebas para acusar a quienes habían trabajado en la prensa republicana.

Esta decisión de obviar las cuatrocientas setenta instantáneas de Martín Santos Yubero, incluso la presidencia de la UIGP entre 1937 y 1938 con foto incluida (Archivo Regional de la CAM, Fondo Santos Yubero, 45128.001), merece asumir el riesgo de una hipótesis. Sobre todo, porque el olvido o el perdón lo adoptan los militares justo cuando decenas de colegas del fotoperiodista penaban en las cárceles por haber publicado en las mismas cabeceras que el vallecano, aunque solo fueran algunos sueltos o crónicas deportivas y taurinas. Hasta los comentarios acerca de las actuaciones de las cupletistas fueron motivo de encausamiento en el Juzgado Militar de Prensa.

Martín Santos Yubero, asociado con los hermanos Víctor y Alberto Benítez Cassaux para solventar los problemas de escasez de materiales fotográficos, estaría sujeto al férreo control de los fotoperiodistas decretado por las autoridades republicanas (Boletín Oficial de la Junta Delegada de Defensa de Madrid, núms. 1 y 4, noviembre 1936; enero 1937). El 18 de enero de 1937, el fotógrafo se registró en la Secretaría de Propaganda de la citada junta con el número 189, de un total que superó los quinientos profesionales. El control abarcó hasta los llamados minuteros, que tomaban fotos por las calles en una ciudad donde las cámaras siempre resultaban sospechosas (Heras, 2015b: 138). Martín Santos Yubero respetó las formalidades establecidas, incluso con las mejores apariencias dada su presidencia de la UIGP, pero la verdadera tarjeta de identificación ante los republicanos era un brillante trabajo en la prensa leal. Todavía es objeto de merecidos análisis. Su labor como fotógrafo del frente y la retaguardia de la capital le facilitaría el acceso a cualquier rincón. También a las más diversas personalidades, empezando por quienes rodeaban al general Miaja. En apariencia, nadie sospecharía a la vista de lo publicado en distintas cabeceras, que pagaban tarde y mal. El tema de la remuneración preocupó a Martín Santos Yubero y, suponemos, el antiguo fotógrafo de El Debate buscaría alternativas acordes con sus orígenes periodísticos

Las cuatrocientas setenta fotos conocidas, incluidas portadas icónicas a efectos propagandísticos como las de Crónica del 15 de noviembre de 1936 o la de Ahora de diciembre de 1938, le permitirían ganarse la confianza de las autoridades republicanas. Martín Santos Yubero era, además, un hombre dotado de labia, como sus socios, que gracias a los contactos en el mundo del cine disponían de «las colas» sobrantes de las películas. Probablemente permanecían ajenas a cualquier control y podían solventar la falta de material con que realizar las fotografías (Heras, 2015b: 92). Ninguna de las instantáneas conservadas y publicadas, al menos de las que conozco por haber sido incluidas en varios catálogos, serviría para una acusación en un sumarísimo de urgencia de la posguerra. Los niños desfilando con aires militares, las mujeres en las colas del hambre, las familias atemorizadas por los bombardeos…Todas las imágenes conmocionan al observador, pero ninguna encausa al protagonista. Ni siquiera durante la posguerra, cuando tan fácil era acusar sin necesidad de pruebas. La precaución del fotoperiodista fue notable en este sentido.

No obstante, también es posible que hubiera otras fotos que nunca se publicaron y pasaran directamente a las manos de los sublevados. Martín Santos Yubero, gracias a sus contactos con las autoridades desde el verano de 1936, pudo haberse marchado de Madrid con destino al extranjero antes de presentarse en la zona controlada por el general Franco. La decisión era recomendable después de haber tenido los problemas que luego indicaremos. Otras muchas personas de su ideología siguieron ese camino sin necesidad de estar tan cerca de quienes podían facilitar un pasaporte. Si el fotoperiodista permaneció en la capital junto a los republicanos sería por motivos que fueran desde lo familiar a las dudas con respecto a su futuro en el otro bando, pasando por la militancia quintacolumnista. Nunca lo sabremos con seguridad. En mi opinión, cabe pensar que Martín Santos Yubero debía culminar una misión que le garantizaría un futuro en la Victoria acorde con sus confesadas ambiciones.

Juan Miguel Sánchez Vigil pudo entrevistarle cuando ya era un anciano y le preguntó si la guerra que fotografió fue su guerra o la de otros. El fotógrafo «agachó la cabeza como si estuviera arrepentido, aunque nunca supe de qué» (Heras, 2015a: 118). Tampoco lo sabemos nosotros, porque Martín Santos Yubero, como tantos otros protagonistas de aquella barbarie, se llevó sus silencios a la tumba. No obstante, la lógica de estudiar una serie de casos contextualizados en un marco de represión permite suponer que el precio pagado para «salir de la guerra sin represalias» (ibid., 11) sería notable. Y tampoco cabía reivindicarlo durante la posguerra, como tantas historias de la quinta columna que fueron divulgadas sin que nadie señalara las incoherencias o las mentiras utilizadas por los autores para justificar un pasado dudoso a los ojos de los vencedores.

La tarea del quintacolumnista se haría en silencio y en el mismo permaneció. La represión en una guerra civil o durante su continuidad bajo una dictadura no suele tener padres; ni siquiera responsables indirectos. Algunas fotos tomadas con las colas cinematográficas o al margen de los controles establecidos por los republicanos pudieron tener rostros identificados en circunstancias comprometedoras. Nadie concedería demasiada importancia a esas instantáneas. Todavía menos en momentos de inconsciente entusiasmo colectivo, como los del verano madrileño de 1936, cuando algunos milicianos de Madrid o Barcelona llegaron a retratarse junto a las momias de unas monjas.

Por lo tanto, y al igual que las localizadas en la Causa General, esas fotos nunca publicadas también pudieron ser motivo de acusaciones para sustanciar sentencias a muerte o a muchos años de cárcel. Si todos los archivos con documentos de la época, incluidos los policiales, estuvieran disponibles para los investigadores, tal vez podríamos localizar esas fotos y aclarar el sentido de la calavera aparecida en el bloc de José M.ª Díaz Casariego. Por lo pronto, nos acogemos a la lógica de lo observado y al escepticismo acerca de los milagros en materia de exculpación. Nunca los hubo en aquella posguerra, a pesar de numerosos relatos destinados a crear un pasado que no inquietara cuando el protagonista agacha la cabeza. La guerra que fotografió genialmente Martín Santos Yubero fue la suya. Al cabo de los años, tal vez le pesara recordar circunstancias de las que, claro está, no fue el único responsable porque muchos españoles estaban dispuestos a «caer en blando» o ni siquiera concebían la posibilidad de caer.

La historia del caso de Fotografía Mendoza carece de héroes y nunca será motivo de una epopeya. Visto el zigzagueante comportamiento de sus protagonistas, el milagroso olvido del pasado de Martín Santos Yubero al servicio, aparentemente, de los republicanos sería el fruto de un pacto con alguna autoridad de los sublevados. Olvido a cambio de información documentada con fotografías. No obstante, siempre cabía el riesgo de que alguien ajeno a ese acuerdo, sin firma ni reconocimiento oficial, recordara las andanzas del fotógrafo durante la guerra en un juzgado militar.

Los porteros de las viviendas madrileñas estaban obligados a denunciar a los inquilinos o propietarios que hubieran simpatizado con los republicanos, tal y como ha probado Daniel Oviedo Silva con una abrumadora documentación (2023). Gregoria Pérez Miguel, la casi octogenaria y analfabeta portera de la vivienda del fotógrafo, podía poner en un serio apuro a quien había colaborado tan llamativamente en la prensa republicana. La posibilidad había que neutralizarla con los recursos propios de un tipo camaleónico. El 28 de mayo de 1939, la anciana en cuestión apareció en la portada de Ya, el periódico donde por entonces trabajaba Martín Santos Yubero, como ejemplo de fidelidad a los sublevados y a los inquilinos de derechas. La noticia sería decisiva para que la portera obtuviera la correspondiente medalla, que por su avanzada edad tendría beneficios extendidos a sus familiares (Oviedo Silva, 2023: 236; AHN, FC-CG, 1359, Exp. 1, pp. 395-8)). Nunca sabremos si Martín Santos Yubero, además de fotografiarla, fue el responsable de esa portada tan agradecida por una anciana cuyo protagonismo estaba circunscrito a la portería. Sin embargo, resulta evidente que el fotógrafo era el primer interesado en el silencio de doña Gregoria, una mujer dispuesta a terminar la vida sin problemas y que tampoco tendría alicientes para denunciar a un inquilino bastante hábil en sus relaciones sociales. El precio a pagar, el efímero protagonismo para quien nunca había sido protagonista, era barato en una dictadura donde el clientelismo llegó hasta las porterías de las viviendas modestas. Y el señorito Martín, claro está, era tan simpático como buena persona.

Por cierto, consultado el citado documento del AHN gracias a la ayuda de Daniel Oviedo Silva, sabemos que doña Gregoria incluyó a Martín Santos Yubero entre los inquilinos «víctimas de robos, saqueos y otros actos de violencia». En concreto, el del bajo derecha exterior «fue detenido el 27 de julio de 1936 por un grupo de milicias armadas, que lo introdujeron en un coche llevándosele con rumbo desconocido. Horas después, se supo que dicho señor estaba en la Dirección General de Seguridad. Este mismo señor, por su condición de redactor gráfico del diario Ya, fue objeto durante algún tiempo de molestias y persecuciones». Más adelante, la portera concreta que la detención corrió a cargo de «las Milicias de Mundo Obrero», de las cuales no me consta su existencia.

Si fue así, y por analogía con las vicisitudes de otros derechistas perseguidos por los republicanos, resulta sorprendente que Martín Santos Yubero se convirtiera inmediatamente en uno de los fotógrafos más destacados del Madrid sitiado. Y viviera como tal a los ojos de doña Gregoria, que olvida esta segunda parte en una declaración tan poco fiable como otras de sus colegas madrileños (Oviedo Silva, 2016).

El paso desde los calabozos de la Dirección General de Seguridad a las portadas de los periódicos republicanos era complejo. Más extraño parece que, quien se acordara de la adscripción política y hasta periodística de las milicias que actuaron el 27 de julio de 1936, olvidara que desde esa fecha o poco después el fotógrafo colaboró con los periódicos madrileños publicando numerosos reportajes. El trabajo de Martín Santos Yubero no pasaría desapercibido entre la vecindad, pero doña Gregoria sería de memoria frágil por la avanzada edad. La mujer era una verdadera superviviente de la guerra y solo buscaría terminar sus días en paz.

Visto el documento del AHN y la redacción del mismo, parece que alguien lo puso a la firma de la portera analfabeta, que contenta con su medalla pensionada y su portada ignoraría la trascendencia del favor hecho al señorito Martín, el del bajo derecha exterior. Su silencio evitó problemas en su sorprendente paso al otro bando o en la confirmación de que, en realidad, el fotógrafo siempre había estado con los sublevados.

La hipótesis cuenta con más pistas que pruebas. Nunca sabremos los términos del acuerdo con los vecinos del segundo y el cuarto, Enrique Mas Bohigas y Juan Ramón Fernández. El primero firmó en nombre de la portera por su condición de analfabeta. Ambos coincidieron con el testimonio de la misma y el olvido de las posteriores actividades de Martín Santos Yubero. Nadie, en definitiva, le vio entrar y salir por la portería de la calle Cabeza, 36, mientras iba publicando más de cuatrocientas fotografías en la prensa republicana. Algunas trayectorias sólidas durante el franquismo se sustentan en estos milagros, que se prodigaron en una Victoria donde la memoria tenía un precio. El pagado a doña Gregoria fue tan barato como una fotografía en la portada y la medalla pensionada.

 

viernes, 2 de febrero de 2024

Homenaje a Miguel Ángel Lozano Marco

Una de las tareas más reconfortantes en las que participo es la celebración de los merecidos homenajes a los compañeros que se jubilan. Esta semana hemos tenido la oportunidad de rendir homenaje a un excelente amigo y maestro, Miguel Ángel Lozano Marco, al que le hemos dedicado un hermoso libro editado en colaboración con mis compañeros Ángel Luis Prieto de Paula y Laura Palomo Alepuz. 



La edición del volumen está a la venta en el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alicante:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-mirada-serena_150449/

Al mismo tiempo, la edición digital es accesible en el Repositorio de la Universidad de Alicante: 

http://hdl.handle.net/10045/140324