El estudio de los
consejos de guerra contra escritores y periodistas durante el período 1939-1945
es una tarea que requiere, de vez en cuando, un descanso para recuperar el
humor. La mirada se encallece al observar tanta intolerancia y violencia.
Conviene, por lo tanto, recuperar la blandura de aquello que nos resulta
entrañable y provoca sonrisas como las disfrutadas muchos años antes, cuando la
infancia o la juventud te aportaba una sensación de plenitud.
Ayer, gracias al Circo
Raluy Legacy, disfruté de una estupenda velada circense rodeado de chavalines
que podían ser mis nietos. Junto a ellos reí y me emocioné viendo lo que era
una novedad para quienes me acompañaban con una sonrisa infantil. La mía, por
desgracia, es fruto de muchas experiencias similares, que me conducen a una
larga historia de empatía con el más clásico mundo del circo.
Durante más de cincuenta
años he visto los más variados espectáculos circenses, pero mi entusiasmo de
ayer se deriva de algo que muchas veces explico en clase: la mejor manera
de avanzar es volver a las raíces, a la esencia de aquello que se ama y se
pretende revitalizar. El Circo Raluy Legacy lo consigue con el acierto de los
artistas modestos, que suelen ser mis preferidos por múltiples motivos.
La velada estuvo repleta
de sensaciones reencontradas, pero hubo momentos especiales gracias a unas
melodías de la banda sonora que siempre me han acompañado cuando necesito
ánimos para sobrellevar la dureza del trabajo, la intolerancia de quienes nos
atacan por nuestras publicaciones o el cansancio de encaminarse hacia una
jubilación tardía sin haber tenido un mínimo de descanso.
Entre esas melodías que
recupero periódicamente figuran de manera destacada las compuestas por Nino
Rota para Federico Fellini. Algunas de ellas, verdaderamente excepcionales,
están vinculadas al mundo del circo, que tanto amó un cineasta italiano al que
vuelvo una y otra vez en busca de imágenes para el recuerdo y la sonrisa que
puede ser tan triste como vital porque descansa en una mirada comprensiva.
Cada cierto tiempo veo La
strada (1954), la más intensa y dramática historia de amor que conozco,
para emocionarme con la rudeza de Zampanó y la inocencia de Gelsomina. Me
aburre el amor rosáceo y prefiero el que nunca se manifiesta porque subyace
como un hilo conductor, aunque sea para desembocar en un final dramático como
en la película de Fellini. El mundo del circo, el más modesto, está en esas
imágenes en blanco y negro que recupero con emoción a los sones del maestro
Nino Rota, que tantas veces me acompaña:
Sin embargo, la película
de Federico Fellini que he visto más veces, no por ser la mejor de su
producción, es I clowns (1970). La descubrí con emoción siendo un
estudiante asombrado ante aquella elegía del mundo de los payasos, cuyos
protagonistas vivían por entonces olvidados en residencias de ancianos o en
rincones alejados de la fama. Eran unos juguetes rotos que merecían el respeto
del agradecimiento. He aprendido a mirar de la mano del cineasta italiano y
concebir con la imaginación un mundo donde la música de Nino Rota es
imprescindible. Cada cierto tiempo recupero esta película y, vista cumplidos los sesenta, tan lejos de aquellos tiempos donde era un estudiante, observo que
la elegía ha pasado a ser protagonizada por el propio cine de Federico Fellini
y, con él, la elegía también abarca un tiempo que es el mío y ahora se conjuga
en un inevitable pasado. Cuando llega este momento donde la tristeza es
compatible con la esperanza, aquella que solo descansa en la tarea realizada
durante toda una vida, salgo en busca de un payaso que andará protegiéndome en
ese cielo de los ateos que confiamos en el humor como única salvación. Y, claro
está, cojo la trompeta para llamar a Fru Fru tras pronunciar unas palabras en
el más maravilloso italiano:
Vuelvo una y otra vez a
estas películas que me han enseñado a vivir al margen de la intolerancia y la
violencia, con una sonrisa que procuro compartir y que me salva de tanto odio
que he sentido hacia mi persona por parte de quienes no admiten la superación
del pasado. A ellos, a esos que pretenden convertirme en un personaje sectario
capaz de propagar el odio, ¡vaya imaginación!, nunca les contestaré con el
lenguaje del insulto porque tengo un secreto. Cuando algo se vuelve
insoportable me voy de la mano de Malik y a los sones de un vals. Así me
convierto en un sonámbulo capaz de andar por los aires y, al final de Papé
está de viaje de negocios (1985), mirar hacia atrás con una sonrisa que
desarma diciendo, supongo, «Ahí os quedáis…». Yo, mientras tanto, ando por los
aires gracias a Emir Kusturica, Federico Fellini, Nino Rota y tantos otros que
me han emocionado con los mismos argumentos que ayer lo hizo el Circo Raluy
Legacy. Gracias por enseñarme a mirar sin el menor atisbo de odio o
intolerancia.
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