La tarea, que no empeño,
de envejecer resulta complicada. A mi alrededor observo ejemplos patéticos que
espantan a cualquiera. Los protagonizan quienes otrora me acompañaron como
referentes y, al cabo de tantos años, los veo avinagrados, mentalmente fofos y
dispuestos a predicar desde un sobrevenido e interesado conservadurismo que va
mucho más allá de la política. Su afán de protagonismo, de permanecer en
candelero, aunque sea a costa de la coherencia con su pasado, equivale a la
imagen del viejo que todavía se cree galán. Cervantes retrató al tipo y
conviene frecuentar a los clásicos para evitar el ridículo.
La tarea de envejecer con
cierto decoro también incluye la observación de otros ejemplos que me animan
con una sonrisa propia de lo entrañable, de aquello que puede estar lejos de ti
durante años, hasta casi olvidarlo, pero cuando vuelve lo hace con fuerza.
Gracias a un vídeo convertido en viral, me he reencontrado con Pablo Carbonell,
un vete a saber qué de mi generación capaz de hacerme recitar un monólogo
interior sobre «mi agüita amarilla» desde los años ochenta. Ahora le veo calvo,
canoso y con una respetable barriga, incluso con una probable hiperplasia
benigna, pero dispuesto a cantar de nuevo el onírico relato del devenir de ese
líquido elemento que a todos nos termina por empapar. Claro está que, después
de beber más de cuarenta cervezas, y acompañado de una orquesta sinfónica.
El «viejo profesor», Enrique Tierno Galván, me impactó cuando siendo estudiante le escuché en una entrevista radiofónica. Allí explicó, con aires doctorales, que un individuo de mi edad ya debía estar definido en lo fundamental. A partir de entonces, todo era cuestión de profundizar para mejorar. La idea era seductora y me pregunté por mi definición. Tal vez no respondiera al ideal de don Enrique por falta de trascendencia, pero tampoco le disgustaría porque el catedrático convertido en alcalde gustó de la marcha y hasta sonrió con picardía ante la fuerza de la Naturaleza encarnada por Susana Estrada o Flor Mukudy, una miss guineana de 1983 a la que preguntó si trabajaba o estudiaba, según cuenta mi amigo Javier Valenzuela.
Pablo Carbonell, al que
no imagino en un aula universitaria con la aplicación de un doctorando, también
debió escuchar al «viejo profesor». Cumplidos los sesenta, sigue cantando el
inolvidable éxito de Los toreros muertos en los años ochenta, pero con
la sabiduría que aporta la experiencia y en compañía de la apabullante
perfección de una orquesta sinfónica completada con unos coros dignos del Carmina Burana. La combinación provoca una sonrisa de admiración. En mi caso se
extiende a la coherencia de un entrañable gamberro que todavía ejerce como tal
para desesperación de los biempensantes y ofendidos con pretensiones de
censores.
Hace muchos años, cuando
Pablo Carbonell y yo andábamos en la veintena, compartimos el onírico devenir
de aquella «agüita amarilla» como venganza ante tantos tipos incapaces de
sonreír. Él, más gamberro y lanzado, lo hizo con gracia singular. Yo, desafinado
y nada gracioso, trasladé esa venganza a un monólogo interior tan indigno de
Joyce como eficaz para soportar la estulticia de unos tiempos que parecen
condenados a ser menguados.
Ahora, ambos, cuando
hasta el arco de la micción supone un motivo para la elegía, seguimos sonriendo
con espíritu gamberro. Él cantando y triunfando con una orquesta sinfónica. Yo
escribiendo como catedrático a punto de ser emérito, pero con la misma retranca
y guasa que preciso para afrontar la mediocre banalidad de quienes
protagonizaron el Glorioso Movimiento Nacional y similares.
Dudo que Pablo y yo pasemos
a la historia como discípulos de don Enrique, pero cada uno en lo suyo hemos
hecho la mismo, perfeccionándolo, durante cincuenta años. A estas alturas, cabe
volver a tomar más de cuarenta cervezas y comprobar, con el asombro propio de
lo bien conocido, que esa «agüita amarilla» terminará cayendo sobre nuestras
cabezas. Nosotros lo sabemos y reímos, mientras que otros lo ignoran y
defienden la razón de la sin razón, donde el líquido elemento ni está ni se le
espera. Allá ellos, porque tanta razón trascendente acaba en el dogma y el
mismo siempre envejece mal. Puestos a emprender la tarea, que no empeño, merece
la pena hacerlo con la compañía de una sonrisa gracias al amigo convertido en
un viejo gamberro:
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