miércoles, 28 de febrero de 2024

La «agüita amarilla» de Pablo Carbonell


 Pablo Carbonell, 2022. Fuente: Uppers.es

La tarea, que no empeño, de envejecer resulta complicada. A mi alrededor observo ejemplos patéticos que espantan a cualquiera. Los protagonizan quienes otrora me acompañaron como referentes y, al cabo de tantos años, los veo avinagrados, mentalmente fofos y dispuestos a predicar desde un sobrevenido e interesado conservadurismo que va mucho más allá de la política. Su afán de protagonismo, de permanecer en candelero, aunque sea a costa de la coherencia con su pasado, equivale a la imagen del viejo que todavía se cree galán. Cervantes retrató al tipo y conviene frecuentar a los clásicos para evitar el ridículo.

La tarea de envejecer con cierto decoro también incluye la observación de otros ejemplos que me animan con una sonrisa propia de lo entrañable, de aquello que puede estar lejos de ti durante años, hasta casi olvidarlo, pero cuando vuelve lo hace con fuerza. Gracias a un vídeo convertido en viral, me he reencontrado con Pablo Carbonell, un vete a saber qué de mi generación capaz de hacerme recitar un monólogo interior sobre «mi agüita amarilla» desde los años ochenta. Ahora le veo calvo, canoso y con una respetable barriga, incluso con una probable hiperplasia benigna, pero dispuesto a cantar de nuevo el onírico relato del devenir de ese líquido elemento que a todos nos termina por empapar. Claro está que, después de beber más de cuarenta cervezas, y acompañado de una orquesta sinfónica.

El «viejo profesor», Enrique Tierno Galván, me impactó cuando siendo estudiante le escuché en una entrevista radiofónica. Allí explicó, con aires doctorales, que un individuo de mi edad ya debía estar definido en lo fundamental. A partir de entonces, todo era cuestión de profundizar para mejorar. La idea era seductora y me pregunté por mi definición. Tal vez no respondiera al ideal de don Enrique por falta de trascendencia, pero tampoco le disgustaría porque el catedrático convertido en alcalde gustó de la marcha y hasta sonrió con picardía ante la fuerza de la Naturaleza encarnada por Susana Estrada o Flor Mukudy, una miss guineana de 1983 a la que preguntó si trabajaba o estudiaba, según cuenta mi amigo Javier Valenzuela.


Enrique y Flor bailando salsa. Fuente: El País, 4-IV-1983

Pablo Carbonell, al que no imagino en un aula universitaria con la aplicación de un doctorando, también debió escuchar al «viejo profesor». Cumplidos los sesenta, sigue cantando el inolvidable éxito de Los toreros muertos en los años ochenta, pero con la sabiduría que aporta la experiencia y en compañía de la apabullante perfección de una orquesta sinfónica completada con unos coros dignos del Carmina Burana. La combinación provoca una sonrisa de admiración. En mi caso se extiende a la coherencia de un entrañable gamberro que todavía ejerce como tal para desesperación de los biempensantes y ofendidos con pretensiones de censores.

Hace muchos años, cuando Pablo Carbonell y yo andábamos en la veintena, compartimos el onírico devenir de aquella «agüita amarilla» como venganza ante tantos tipos incapaces de sonreír. Él, más gamberro y lanzado, lo hizo con gracia singular. Yo, desafinado y nada gracioso, trasladé esa venganza a un monólogo interior tan indigno de Joyce como eficaz para soportar la estulticia de unos tiempos que parecen condenados a ser menguados.

Ahora, ambos, cuando hasta el arco de la micción supone un motivo para la elegía, seguimos sonriendo con espíritu gamberro. Él cantando y triunfando con una orquesta sinfónica. Yo escribiendo como catedrático a punto de ser emérito, pero con la misma retranca y guasa que preciso para afrontar la mediocre banalidad de quienes protagonizaron el Glorioso Movimiento Nacional y similares.

Dudo que Pablo y yo pasemos a la historia como discípulos de don Enrique, pero cada uno en lo suyo hemos hecho la mismo, perfeccionándolo, durante cincuenta años. A estas alturas, cabe volver a tomar más de cuarenta cervezas y comprobar, con el asombro propio de lo bien conocido, que esa «agüita amarilla» terminará cayendo sobre nuestras cabezas. Nosotros lo sabemos y reímos, mientras que otros lo ignoran y defienden la razón de la sin razón, donde el líquido elemento ni está ni se le espera. Allá ellos, porque tanta razón trascendente acaba en el dogma y el mismo siempre envejece mal. Puestos a emprender la tarea, que no empeño, merece la pena hacerlo con la compañía de una sonrisa gracias al amigo convertido en un viejo gamberro:




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