jueves, 8 de agosto de 2024

«Un bel morire tutta la vita onora» (Petrarca), o no


 

Hace muchos años, tuve la oportunidad de compartir varias horas de charla con Eduardo Torres Dulce con motivo de haberle invitado a dar una charla cinematográfica. Ya por entonces compaginaba su condición de cinéfilo, con brillantes y didácticas intervenciones en las tertulias televisivas de José Luis Garci, y la de fiscal. De hecho, fue Fiscal General del Estado sin dejar de militar en las filas de los cinéfilos empedernidos.

La conversación giró en torno a los delincuentes, los de verdad, pero pronto derivamos hacia los de ficción. En caso contrario, habría sido un monólogo por mis carencias en materia delictiva. Eduardo Torres Dulce era consciente de las maldades de estos tipos tan habituales en las pantallas. Incluso allí mismo podría haber enumerado los artículos del código penal para una acusación. No obstante, algunos de esos delincuentes le caían bien y, en el caso de un juicio, habría habido una lucha entre el deber y la devoción.

Eduardo Torres Dulce recordaba haber visto The Wild Bunch (1969), de San Peckinpah, tres veces en el mismo día. A las cuatro de la tarde entró en el cine y no salió hasta la medianoche. Miles de balas entre pecho y espalda por un módico precio. Por entonces, yo tenía doce años y no pude compartir la experiencia de tanta balacera gracias a un film solo autorizado para mayores. Apenas importó. Lo vi siendo estudiante y el impacto fue notable, aunque con dudas que jamás he resuelto.

Las vidas ejemplares no abundan en la película de San Peckinpah. Al contrario, pues resulta difícil juntar tantos profesionales de la violencia más salvaje. El problema es que los tipos que integran el grupo del título en español interesan desde el primer fotograma y hasta tienen su encanto. No es el de Robert Redford y Paul Newman en otro wéstern crepuscular de aquel mismo año: Butch Cassidy an the Sundance Kid (1969), de George Roy Hill. Los personajes de San Peckinpah nunca lucen unos ojos azules y una sonrisa maravillosa. Sus risas también son salvajes y los rostros los tienen curtidos con una dureza elocuente. El desafío es penetrar lo que parece impenetrable.

El atractivo de estos tipos duros, condenados a perder la última partida, radica en que son unos profesionales de la violencia. Como tales, carecen de alternativas y contemplan impotentes el final de su tiempo. La historia se desarrolla en 1913, con una precisión cronológica inhabitual en el género, y hasta vemos algunos coches. A partir de esa evidencia del cambio que les expulsa de su mundo, solo les queda emprender el camino hacia la muerte que, en el caso de los citados intérpretes y por la misma causa, los llevó a tierras lejanas para esquivar un destino inexorable. El empeño es inútil.

Robert Redford y Paul Newman, puestos a ser delincuentes en las pantallas, nunca necesitaron de una redención. Tampoco como ingeniosos estafadores en The Sting (1973), de George Roy Hill. El privilegio es propio de los malos extremadamente guapos, que caen bien antes de hablar. Al verlos morir en una balacera desigual, cogidos a traición por un ejército sudamericano, la pena es inevitable, pero conservamos la imagen idílica del paseo en bicicleta a los sones de Burt Bacharach. Juntar, en una misma escena, a los dos astros con Katherine Ross y esa música consiguió millones de sonrisas en una época donde el ménage à trois figuraba en el código penal sin la elegancia del francés:



El acribillamiento final es tan inevitable como el destino en una tragedia, pero Robert Redford y Paul Newman lo afrontan guapos y encantadores. Sabemos que son unos delincuentes, pero con modales. Puestos a ser atracados, habría bofetadas por figurar en la lista de las víctimas. Lo del grupo salvaje de San Peckinpah es otra historia. Nadie en su sano juicio desearía tenerlo cerca. Salvo los campesinos mejicanos, que lo despiden con una canción porque suponen estar ante sus salvadores. Pobres personas…

La lista de fechorías del grupo salvaje no es la peor de la película, pero llega hasta el desenlace, cuando pasa una noche junto a unas prostitutas. El problema es que cerca se encuentra Ángel, el único hispano de la banda, en manos de un sanguinario general que le tortura. La cercanía impide el olvido y, al amanecer, cuando parece que van a partir en búsqueda de nuevas fechorías, porque es su trabajo, los forajidos perciben que los finales no conviene alargarlos cuando son inevitables.

La frase del escueto diálogo es clarificadora: Let’s go! La respuesta es la ausencia de otras posibles respuestas: Why not? Justo entonces empieza una célebre escena del wéstern. El grupo salvaje afronta su destino sin saber si lo hace por solidaridad con el compañero torturado o porque, simplemente, están cansados de una vida sin futuro. Nosotros tampoco lo sabemos porque la tensión del momento impide la reflexión y preguntar a los personajes de ficción es un empeño inútil:



La duda permanece después de haber comentado la escena con varios amigos, incluso con mi hijo porque nos gusta rememorarla. La interpretación optimista remite a la solidaridad como motivo de la redención final. La pesimista, por realista, recuerda la ausencia de alternativas. Puestos a morir, más vale hacerlo a lo grande, antes de que llegue una bala traicionera como la que acabó con Wild Bill Hickok en Little Big Man (1971), de Arthur Penn.

El gesto solidario con Ángel redime a los forajidos, También, hasta cierto punto, la voluntad de acabar con sus vidas porque no hay futuro. Al menos, así evitan nuevas muertes por motivos laborables. El problema es si ese bello morir, con tanta tradición literaria por lo bien que funciona en la ficción, justifica una vida.

Miguel de Unamuno, hombre de escaso humor, se escandalizó cuando escribió acerca del «zorrillismo estético». La ocurrencia permitía la salvación, gracias a la boba de doña Inés, de un don Juan pecador hasta el último momento. La creación de Zorrilla gozó de grandísima popularidad. Entre otras razones, por lo que suponía de comprar gratis el billete hacia la salvación en el último momento, tras una gustosa vida de pecados y placeres. Mejor imposible, porque siempre habría una sufrida Inés al rescate.

El humor nunca acompañó a don Miguel, pero la razón le visitó en numerosas ocasiones. Sonrío con la salvación, en tiempo de prórroga, de don Juan, pero dudo de su validez, aunque sea un agnóstico. Ajeno al tráfico de las almas en el más allá, prefiero que la memoria responda a la trayectoria de una vida sin dejar que su final nos obnubile.

Puestos a morir, conviene hacerlo lo mejor posible, incluso con una última frase para la posterioridad como en las películas clásicas. Sin embargo, puestos a vivir, prefiero evitar tantas maldades, las del revólver o las de las conquistas amorosas. Eso sí, puestos a ver películas, los delincuentes llevan ventaja a las buenas personas a la hora de encandilar al público. La paradoja conviene aceptarla, como el destino inexorable, pero sabiendo que la realidad y la ficción discurren por caminos distintos. Así lo recuerdo en mis clases.

 

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