Hace muchos años, tuve la
oportunidad de compartir varias horas de charla con Eduardo Torres Dulce con
motivo de haberle invitado a dar una charla cinematográfica. Ya por entonces
compaginaba su condición de cinéfilo, con brillantes y didácticas intervenciones
en las tertulias televisivas de José Luis Garci, y la de fiscal. De hecho, fue
Fiscal General del Estado sin dejar de militar en las filas de los cinéfilos
empedernidos.
La conversación giró en
torno a los delincuentes, los de verdad, pero pronto derivamos hacia los de
ficción. En caso contrario, habría sido un monólogo por mis carencias en
materia delictiva. Eduardo Torres Dulce era consciente de las maldades de estos
tipos tan habituales en las pantallas. Incluso allí mismo podría haber enumerado
los artículos del código penal para una acusación. No obstante, algunos de esos
delincuentes le caían bien y, en el caso de un juicio, habría habido una lucha
entre el deber y la devoción.
Eduardo Torres Dulce
recordaba haber visto The Wild Bunch (1969), de San Peckinpah, tres
veces en el mismo día. A las cuatro de la tarde entró en el cine y no salió
hasta la medianoche. Miles de balas entre pecho y espalda por un módico precio.
Por entonces, yo tenía doce años y no pude compartir la experiencia de tanta
balacera gracias a un film solo autorizado para mayores. Apenas importó. Lo vi
siendo estudiante y el impacto fue notable, aunque con dudas que jamás he
resuelto.
Las vidas ejemplares no
abundan en la película de San Peckinpah. Al contrario, pues resulta difícil
juntar tantos profesionales de la violencia más salvaje. El problema es que los
tipos que integran el grupo del título en español interesan desde el primer
fotograma y hasta tienen su encanto. No es el de Robert Redford y Paul Newman
en otro wéstern crepuscular de aquel mismo año: Butch Cassidy an the
Sundance Kid (1969), de George Roy Hill. Los personajes de San Peckinpah
nunca lucen unos ojos azules y una sonrisa maravillosa. Sus risas también son
salvajes y los rostros los tienen curtidos con una dureza elocuente. El desafío
es penetrar lo que parece impenetrable.
El atractivo de estos tipos
duros, condenados a perder la última partida, radica en que son unos
profesionales de la violencia. Como tales, carecen de alternativas y contemplan
impotentes el final de su tiempo. La historia se desarrolla en 1913, con una
precisión cronológica inhabitual en el género, y hasta vemos algunos coches. A
partir de esa evidencia del cambio que les expulsa de su mundo, solo les queda
emprender el camino hacia la muerte que, en el caso de los citados intérpretes
y por la misma causa, los llevó a tierras lejanas para esquivar un destino
inexorable. El empeño es inútil.
Robert Redford y Paul
Newman, puestos a ser delincuentes en las pantallas, nunca necesitaron de una
redención. Tampoco como ingeniosos estafadores en The Sting (1973), de
George Roy Hill. El privilegio es propio de los malos extremadamente guapos,
que caen bien antes de hablar. Al verlos morir en una balacera desigual,
cogidos a traición por un ejército sudamericano, la pena es inevitable, pero
conservamos la imagen idílica del paseo en bicicleta a los sones de Burt
Bacharach. Juntar, en una misma escena, a los dos astros con Katherine Ross y esa
música consiguió millones de sonrisas en una época donde el ménage à trois figuraba
en el código penal sin la elegancia del francés:
El acribillamiento final
es tan inevitable como el destino en una tragedia, pero Robert Redford y Paul
Newman lo afrontan guapos y encantadores. Sabemos que son unos delincuentes,
pero con modales. Puestos a ser atracados, habría bofetadas por figurar en la
lista de las víctimas. Lo del grupo salvaje de San Peckinpah es otra historia. Nadie
en su sano juicio desearía tenerlo cerca. Salvo los campesinos mejicanos, que
lo despiden con una canción porque suponen estar ante sus salvadores. Pobres
personas…
La lista de fechorías del
grupo salvaje no es la peor de la película, pero llega hasta el desenlace,
cuando pasa una noche junto a unas prostitutas. El problema es que cerca se
encuentra Ángel, el único hispano de la banda, en manos de un sanguinario
general que le tortura. La cercanía impide el olvido y, al amanecer, cuando
parece que van a partir en búsqueda de nuevas fechorías, porque es su trabajo, los
forajidos perciben que los finales no conviene alargarlos cuando son
inevitables.
La frase del escueto
diálogo es clarificadora: Let’s go! La respuesta es la ausencia de otras
posibles respuestas: Why not? Justo entonces empieza una célebre escena
del wéstern. El grupo salvaje afronta su destino sin saber si lo hace por
solidaridad con el compañero torturado o porque, simplemente, están cansados de
una vida sin futuro. Nosotros tampoco lo sabemos porque la tensión del momento impide
la reflexión y preguntar a los personajes de ficción es un empeño inútil:
La duda permanece después
de haber comentado la escena con varios amigos, incluso con mi hijo porque nos
gusta rememorarla. La interpretación optimista remite a la solidaridad como
motivo de la redención final. La pesimista, por realista, recuerda la ausencia
de alternativas. Puestos a morir, más vale hacerlo a lo grande, antes de que llegue
una bala traicionera como la que acabó con Wild Bill Hickok en Little Big
Man (1971), de Arthur Penn.
El gesto solidario con
Ángel redime a los forajidos, También, hasta cierto punto, la voluntad de
acabar con sus vidas porque no hay futuro. Al menos, así evitan nuevas muertes
por motivos laborables. El problema es si ese bello morir, con tanta tradición
literaria por lo bien que funciona en la ficción, justifica una vida.
Miguel de Unamuno, hombre
de escaso humor, se escandalizó cuando escribió acerca del «zorrillismo
estético». La ocurrencia permitía la salvación, gracias a la boba de doña Inés,
de un don Juan pecador hasta el último momento. La creación de Zorrilla gozó de
grandísima popularidad. Entre otras razones, por lo que suponía de comprar gratis
el billete hacia la salvación en el último momento, tras una gustosa vida de
pecados y placeres. Mejor imposible, porque siempre habría una sufrida Inés al
rescate.
El humor nunca acompañó a
don Miguel, pero la razón le visitó en numerosas ocasiones. Sonrío con la
salvación, en tiempo de prórroga, de don Juan, pero dudo de su validez, aunque
sea un agnóstico. Ajeno al tráfico de las almas en el más allá, prefiero que la
memoria responda a la trayectoria de una vida sin dejar que su final nos
obnubile.
Puestos a morir, conviene
hacerlo lo mejor posible, incluso con una última frase para la posterioridad
como en las películas clásicas. Sin embargo, puestos a vivir, prefiero evitar
tantas maldades, las del revólver o las de las conquistas amorosas. Eso sí,
puestos a ver películas, los delincuentes llevan ventaja a las buenas personas
a la hora de encandilar al público. La paradoja conviene aceptarla, como el
destino inexorable, pero sabiendo que la realidad y la ficción discurren por
caminos distintos. Así lo recuerdo en mis clases.
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