viernes, 23 de agosto de 2024

«En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño» (Don Quijote, II, 74)


 

En el verano de 1975, justo cuando estaba a punto de iniciar los estudios universitarios, leí por primera vez el Quijote. Ahora me sorprendo, pero por entonces quería ser periodista, uno de aquellos de «suelas gastadas» a los que terminé dedicando un libro en 2017 Afortunadamente, Ciencias de la Información no se estudiaba en Alicante y mi familia no podía sufragar una estancia de varios años en Madrid. Nunca terminaré de agradecer la limitación que me evitó años de paro y precariedad hasta terminar en una jubilación anticipada.

Para justificarme como futuro estudiante de filología, y sin demasiada convicción, durante aquel verano me sumergí en la lectura de la obra cervantina. El provecho fue escaso porque la imaginación andaba por lugares alejados de las tierras manchegas. Tampoco me entusiasmaban los caballeros andantes y menos los pastores enamorados a falta de otro menester. La relación con los mismos no ha cambiado por el paso del tiempo. Aprendí lo justo para cursar la correspondiente asignatura y abandoné la senda cervantina a lo largo de unos años donde las urgencias de los cambios propiciaban búsquedas más efímeras.

Apenas cumplidos los cuarenta, cuando accedí a la cátedra, volví a leer la novela antes de presentarme a la oposición. La disfruté mucho más, incluso con provecho en forma de citas, pero por entonces creía en la importancia incuestionable de mi trabajo. Solo busqué la sabiduría del novelista a la hora de escribir una obra tan rentable para otros colegas durante siglos. La admiración llegó, pero todavía era instrumental, sin apenas arraigo en mi condición de lector obligado a despertar en los jóvenes el interés por la lectura.

Ahora, cuando la jubilación anda cerca y la vejez es presente, he vuelto a leer las andanzas del caballero de la triste figura porque me permiten ejemplificar en clase experiencias tan clásicas como universales. El resultado de la lectura ha sido diametralmente distinto. Apenas me han llamado la atención los episodios más populares o lo recreado en cine y teatro, donde lo quijotesco es una constante. Tan solo he confirmado lecturas previas y descubierto algunos matices para la duda. La impresión más impactante ha llegado con los capítulos finales, los marcados por la derrota en Barcelona como antesala de una vuelta a casa para morir cuerdo tras una vida de «loco entreverado».

La mirada del lector tiende a encallecerse cuando la ficción forma parte de la actividad laboral. El peligro es serio. Sin embargo, he sentido la pena de ver al caballero andante derrotado y, poco después, muerto en el lecho donde vuelve a ser Alonso Quijano. El desenlace resulta lógico. Incluso inevitable, pero tras varias semanas siguiendo la ruta de las aventuras todavía necesitaba alentar la esperanza junto con tan fiel servidor de Dulcinea.

La presencia de la ausente ha sido esta vez la clave. El caballero nunca la ve en persona, pero siempre la tiene cerca. Su belleza, por desconocida, es tan inconmensurable como su virtud. Al principio de la novela, los lectores sonreímos con semejante ideal pensando en su correlato real. Un error tan comprensible como relativo. Poco a poco, dejamos de suponer cualquier figura humana y el ideal cifrado en el nombre de Dulcinea cobra fuerza para mantener el ánimo frente a tantos malandrines.

Sancho duda acerca de Dulcinea, incluso la confunde con una aldeana, pero al final también acepta que nunca deje de estar encantada por algún tipo de nombre exótico. Mejor así, distante y cercana, para acompañar en espíritu al caballero andante y deshacer entuertos dando sentido a tantas aventuras con las consiguientes desventuras. Dulcinea es un norte y la brújula para el camino debe ser capaz de orientarnos.

La derrota en tierras catalanas es el principio del final. Cervantes, que tantas veces se dispersa con el deambular de su caballero, en esta ocasión toma el camino recto y termina pronto. Hombre viejo y experimentado, sabe que la demora degrada a quien debe dar cuenta de su vida tras haberla disfrutado con dignidad. Algunos hablan de la vuelta a la cordura, aquella que nunca desapareció de las palabras del caballero, pero lo fundamental es la sensación de dignidad de quien ha cumplido. Solo resta morir.

Las sonrisas de las anteriores lecturas permanecen. El humor cervantino es una constante que en clase opongo al quevedesco, pero prevalece esa enseñanza de saber marchar con dignidad y coherencia. Al igual que tantos otros, dudo que el caballero vuelva a la razón en el lecho mortuorio porque nunca la dejó atrás. Solo la adaptó para hacerla compatible con un ideal capaz de afrontar sinsabores por culpa de los encantadores y los malandrines.

Consciente de la muerte del caballero y de su creador, que prácticamente coincidieron para redondear una realidad histórica digna de la ficción, comprendo la sobriedad de ese desenlace sin vericuetos para la degradación del tiempo prolongado. Ambos los evitaron y ahora, cuando ando a la búsqueda de referentes para una despedida, la enseñanza cervantina se ha instalado en el imaginario de quien sabe de la proximidad de un punto final.

Mi Dulcinea se ha metamorfoseado con los años en diferentes ideales, algunos pasajeros y difuminados en el pasado, pero el ideal siempre ha andado cerca para salir de cualquier atolladero. La playa de Barcelona, el lugar donde la derrota se hace realidad, es un destino ineludible para cualquier caballero o dama con voluntad de servicio. El desafío es llegar al mismo sin ceder en lo fundamental, caer porque ya toca y volver pronto a casa. Solo para arreglar lo necesario, dar apariencia de cordura y, en el fondo, agradecer la luz de un referente que se llama Dulcinea. Apenas importa el nombre. Menos todavía su identidad sexual. Lo imprescindible es su existencia y el deseo de agradecerla, incluso de dar calabazadas y alocados saltos en su homenaje sin necesidad de haber visto a semejante beldad.

Si hemos recorrido el camino para llegar hasta aquí de la mano de tan bien acompañado caballero andante, el resto apenas importa. La derrota a manos de cualquier bachiller enmascarado y bienintencionado, también con personalidad de secundario, es inminente. Solo cabe abreviar el regreso a casa para evitar la degradación o un nuevo encantamiento, que a esta edad podría ser lamentable.

Mientras tanto, debemos dejar todo bien arreglado con la perspectiva de quien cede un testigo. Así nos lo enseña Cervantes, que de la vida sabía mucho. Por eso mismo, también alumbró la manera de encarar la muerte. Al fin y al cabo, ambas cabalgan juntas, aunque intercambiando menos palabras que el caballero y su fiel Sancho.

 

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias, Carlos. En eso estamos, aunque en algunos momentos las fuerzas flaqueen. Un abrazo.

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