El cine, como la ficción
en general, gusta de las síntesis que permiten quedarse con lo mejor de los
protagonistas contrapuestos en su presentación. Y obviar lo peor, que los guionistas
arrumban en el pasado concluso con la libertad de unos deicidas. Esta
maravilla, tan ajena a la realidad, gusta al público, que agradece el sentido
común y la comprensión de quienes ceden en parte para superarse gracias a una
síntesis ya formulada por Miguel de Cervantes.
Un ejército indisciplinado
nunca gana una guerra vista en la pantalla. Entre otros motivos, porque jamás
es el protagonista por ser un colectivo tan amplio como despersonalizado. El
público prefiere la empatía de unos «buenos» identificables. Y, además, que
formen parte de un comando o una unidad militar cuya misión, aparte de
imposible, parezca suicida. En caso contrario, no merece la pena filmar la
película. La lógica de las actuaciones es tan positiva en la realidad como
aburrida de cara a la ficción.
Puestos a satisfacer a
los espectadores, los miembros del grupo deben tener un pasado a la espera de
una oportunidad para superarlo. Ese camino se traza desde el principio, cuando
el guionista los caracteriza de forma que contrasten y se complementen en el
seno del grupo.
El reparto de los papeles
viene marcado por la tradición. Siempre habrá un líder responsable, duro y
comprensivo según los momentos, junto a un soldado tan audaz como
indisciplinado que todos intuimos como el primero en dar la cara. También habrá
alguien de pasado impoluto, pero melancólico, al lado del marginal que espera
verse redimido gracias al heroísmo. Y un tipo simpático o campechano, avejentado
e incluso gordo, que será valiente en el momento decisivo, después de aligerar
la tensión a la espera de un desenlace donde todos ponen lo mejor de sí mismos
para alcanzar la victoria. Con el sacrificio de algún muerto que recuerde al
espectador la dificultad de la misión.
Gracias a estos mimbres
repetidos hasta la saciedad porque funcionan cuando se cuenta con genio
creativo y unos buenos intérpretes, los guionistas completan una unidad de
destino donde las diferencias iniciales quedan superadas tras los necesarios
momentos de tensión. La idea así simplificada recuerda a la inextricable
«unidad de destino en lo universal» y gustaba muchísimo en el imaginario
franquista, tan deudor de la ficción.
Apenas importaba que esa
audacia viniera de la mano de los norteamericanos en su lucha contra las
potencias del Eje. En los años sesenta, los españoles sabíamos que nuestro país
había estado al lado de «los aliados», que eran los buenos frente a unos
alemanes tan alejados de nosotros. Y más lejos quedaban los nipones, que morían
como «pérfidos orientales» a las órdenes de un Fu-Manchú imperial. De los
italianos… mejor no hablar, porque los transalpinos nunca han perdido una
guerra gracias a los relatos más ingeniosos.
El comando o la brigada
no solo debe ser valiente y audaz. También conviene que supere las expectativas
iniciales. Si todo funciona desde el principio, con una disciplina férrea y una
formación adecuada para hacer uso de los medios oportunos, el objetivo parece
pan comido y su consecución solo conserva el gris encanto de lo lógico.
Un ejemplo de esa
síntesis lo encontramos en The Devil’s Brigade (1968), de Andrew V.
McLaglen. Los norteamericanos reunidos en un campamento de Montana para
formarse como soldados de operaciones especiales y entrar en campaña protagonizan
el caos de la indisciplina. Uno por uno, son lo peor de cada casa y las
expectativas de mejora andan por los suelos. Justo en ese momento, llegan los
canadienses con quienes van a terminar formando la brigada del diablo que
intervino en Italia con heroicidad memorable:
La escena define la
película. A partir de este momento y la posterior alocución del coronel, los
norteamericanos se sienten heridos en su orgullo y evitan ser ridiculizados por
sus colegas. Mientras tanto, los disciplinados canadienses comprenden la
necesidad de contar con la audacia de unos individuos dispuestos a redimirse de
su pasado gracias a la gloria de los héroes. Juntos, como síntesis de lo
contrapuesto en la escena vista, dan una lección de valentía y sacrificio
frente a los alemanes, que son unos extras obligados a morir en el anonimato después
de haber molestado lo suyo.
Si la brigada la
sustituimos por un comando y contamos con estrellas como Gregory Peck, David
Niven, Anthony Quinn e Irene Papas el éxito está asegurado con la colaboración
del genial guionista Carl Foreman, que nos explicó el significado de quedar
solo ante el peligro.
El resultado de esta
confluencia es The Guns of Navarone (1961), de Lee Thompson. El objetivo
propuesto por el mando, que pronto desaparece porque molesta, es una locura condenada
al fracaso: llegar a la inexpugnable fortaleza donde están los dos enormes
cañones que impiden el paso de la armada británica para rescatar a unos
soldados.
La titánica tarea
requiere un grupo con miembros tan expertos en lo suyo como complementarios al
servicio del objetivo común: destruir los cañones que, entre el público guasón de
mi edad, provocaron chistes por su tamaño tantas veces ponderado en el patio escolar.
La discusión incluía a quienes no habían visto la película y solo terminaba
cuando alguien sentenciaba: «¡Esos cañones son la hostia en bote!». El
significado de la frase todavía es una incógnita, pero nadie discute las
absolutas que gozan del consenso tácito.
La mayoría simpatizaba
con el griego protagonizado por Anthony Quinn, el más ajeno a la disciplina
militar, pero siempre había algún «gafitas», razonable y ponderado, que
valoraba la intervención del antiguo profesor universitario (David Niven), cuya
presencia estaba justificada por sus conocimientos en materia de explosivos.
Eso sí, nadie dudaba que al frente del comando debía figurar Gregory Peck,
porque era norteamericano y, sobre todo, porque era Gregory Peck.
La tensión se masca y el
espectador permanece expectante hasta que los cañones, los de Navarone, saltan
por los aires de la misma manera que el tren sobre el río Kwai. Justo en ese
momento, visto en el cine del instituto, recuerdo a un exaltado compañero que
se levantó de la butaca y, ante el estupor del profesorado, gritó: «A tomar por
saco». Tampoco sabíamos el significado de la expresión como versión eufemística
de otra similar, pero nadie dudó de que era el destino lógico para unos cañones
tan prepotentes y solo vencidos gracias al ingenio, valentía y compañerismo de
unos elegidos; los nuestros, por supuesto.
Otro día hablaremos de
cómo un alcohólico, un vejete y un imberbe lograron una de las mayores hazañas
del western, pero porque contaban con John Wayne al frente del comando,
que eso garantiza cualquier imposible. Mientras tanto, os dejo con la música de Dimitri Tiomkin, que estuvo presente en ambas películas:
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