jueves, 1 de agosto de 2024

Para cañones los de Navarone


 

El cine, como la ficción en general, gusta de las síntesis que permiten quedarse con lo mejor de los protagonistas contrapuestos en su presentación. Y obviar lo peor, que los guionistas arrumban en el pasado concluso con la libertad de unos deicidas. Esta maravilla, tan ajena a la realidad, gusta al público, que agradece el sentido común y la comprensión de quienes ceden en parte para superarse gracias a una síntesis ya formulada por Miguel de Cervantes.

Un ejército indisciplinado nunca gana una guerra vista en la pantalla. Entre otros motivos, porque jamás es el protagonista por ser un colectivo tan amplio como despersonalizado. El público prefiere la empatía de unos «buenos» identificables. Y, además, que formen parte de un comando o una unidad militar cuya misión, aparte de imposible, parezca suicida. En caso contrario, no merece la pena filmar la película. La lógica de las actuaciones es tan positiva en la realidad como aburrida de cara a la ficción.

Puestos a satisfacer a los espectadores, los miembros del grupo deben tener un pasado a la espera de una oportunidad para superarlo. Ese camino se traza desde el principio, cuando el guionista los caracteriza de forma que contrasten y se complementen en el seno del grupo.

El reparto de los papeles viene marcado por la tradición. Siempre habrá un líder responsable, duro y comprensivo según los momentos, junto a un soldado tan audaz como indisciplinado que todos intuimos como el primero en dar la cara. También habrá alguien de pasado impoluto, pero melancólico, al lado del marginal que espera verse redimido gracias al heroísmo. Y un tipo simpático o campechano, avejentado e incluso gordo, que será valiente en el momento decisivo, después de aligerar la tensión a la espera de un desenlace donde todos ponen lo mejor de sí mismos para alcanzar la victoria. Con el sacrificio de algún muerto que recuerde al espectador la dificultad de la misión.

Gracias a estos mimbres repetidos hasta la saciedad porque funcionan cuando se cuenta con genio creativo y unos buenos intérpretes, los guionistas completan una unidad de destino donde las diferencias iniciales quedan superadas tras los necesarios momentos de tensión. La idea así simplificada recuerda a la inextricable «unidad de destino en lo universal» y gustaba muchísimo en el imaginario franquista, tan deudor de la ficción.

Apenas importaba que esa audacia viniera de la mano de los norteamericanos en su lucha contra las potencias del Eje. En los años sesenta, los españoles sabíamos que nuestro país había estado al lado de «los aliados», que eran los buenos frente a unos alemanes tan alejados de nosotros. Y más lejos quedaban los nipones, que morían como «pérfidos orientales» a las órdenes de un Fu-Manchú imperial. De los italianos… mejor no hablar, porque los transalpinos nunca han perdido una guerra gracias a los relatos más ingeniosos.

El comando o la brigada no solo debe ser valiente y audaz. También conviene que supere las expectativas iniciales. Si todo funciona desde el principio, con una disciplina férrea y una formación adecuada para hacer uso de los medios oportunos, el objetivo parece pan comido y su consecución solo conserva el gris encanto de lo lógico.

Un ejemplo de esa síntesis lo encontramos en The Devil’s Brigade (1968), de Andrew V. McLaglen. Los norteamericanos reunidos en un campamento de Montana para formarse como soldados de operaciones especiales y entrar en campaña protagonizan el caos de la indisciplina. Uno por uno, son lo peor de cada casa y las expectativas de mejora andan por los suelos. Justo en ese momento, llegan los canadienses con quienes van a terminar formando la brigada del diablo que intervino en Italia con heroicidad memorable:



La escena define la película. A partir de este momento y la posterior alocución del coronel, los norteamericanos se sienten heridos en su orgullo y evitan ser ridiculizados por sus colegas. Mientras tanto, los disciplinados canadienses comprenden la necesidad de contar con la audacia de unos individuos dispuestos a redimirse de su pasado gracias a la gloria de los héroes. Juntos, como síntesis de lo contrapuesto en la escena vista, dan una lección de valentía y sacrificio frente a los alemanes, que son unos extras obligados a morir en el anonimato después de haber molestado lo suyo.

Si la brigada la sustituimos por un comando y contamos con estrellas como Gregory Peck, David Niven, Anthony Quinn e Irene Papas el éxito está asegurado con la colaboración del genial guionista Carl Foreman, que nos explicó el significado de quedar solo ante el peligro.

El resultado de esta confluencia es The Guns of Navarone (1961), de Lee Thompson. El objetivo propuesto por el mando, que pronto desaparece porque molesta, es una locura condenada al fracaso: llegar a la inexpugnable fortaleza donde están los dos enormes cañones que impiden el paso de la armada británica para rescatar a unos soldados.

La titánica tarea requiere un grupo con miembros tan expertos en lo suyo como complementarios al servicio del objetivo común: destruir los cañones que, entre el público guasón de mi edad, provocaron chistes por su tamaño tantas veces ponderado en el patio escolar. La discusión incluía a quienes no habían visto la película y solo terminaba cuando alguien sentenciaba: «¡Esos cañones son la hostia en bote!». El significado de la frase todavía es una incógnita, pero nadie discute las absolutas que gozan del consenso tácito.

La mayoría simpatizaba con el griego protagonizado por Anthony Quinn, el más ajeno a la disciplina militar, pero siempre había algún «gafitas», razonable y ponderado, que valoraba la intervención del antiguo profesor universitario (David Niven), cuya presencia estaba justificada por sus conocimientos en materia de explosivos. Eso sí, nadie dudaba que al frente del comando debía figurar Gregory Peck, porque era norteamericano y, sobre todo, porque era Gregory Peck.

La tensión se masca y el espectador permanece expectante hasta que los cañones, los de Navarone, saltan por los aires de la misma manera que el tren sobre el río Kwai. Justo en ese momento, visto en el cine del instituto, recuerdo a un exaltado compañero que se levantó de la butaca y, ante el estupor del profesorado, gritó: «A tomar por saco». Tampoco sabíamos el significado de la expresión como versión eufemística de otra similar, pero nadie dudó de que era el destino lógico para unos cañones tan prepotentes y solo vencidos gracias al ingenio, valentía y compañerismo de unos elegidos; los nuestros, por supuesto.



Otro día hablaremos de cómo un alcohólico, un vejete y un imberbe lograron una de las mayores hazañas del western, pero porque contaban con John Wayne al frente del comando, que eso garantiza cualquier imposible. Mientras tanto, os dejo con la música de Dimitri Tiomkin, que estuvo presente en ambas películas:



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