What have I done?, el coronel Nicholson
Algunos empeños carecen
de sentido práctico y, como ocurrencias, parecen destinados a ser un motivo de
reflexión. Durante años, hablando con mi mujer de películas vistas antes de emparejarnos,
las de la infancia casi, yo evocaba el espectáculo del Cinemascope en The
Bridge on the River Kwai (1957), de David Lean.
La estrenaron cuando
nacimos y solo la pude ver en una reposición programada en mi
instituto, el masculino, donde las películas bélicas tenían un público
agradecido capaz de jalear al «chico» cuando el nipón recibía su merecido.
Estos orientales rivalizaban con los indios en ataques tan absurdos como
valientes.
La evocación de la
película de David Lean no era completa por culpa de la memoria. Nos faltaba el
desenlace y hasta ignorábamos si el puente al final era destruido o quedaba en
pie. Por entonces, Google no había aparecido en nuestras vidas y las consultas
solo eran bibliográficas en unas bibliotecas donde estas cuestiones parecían
una frivolidad.
La duda permaneció
durante años con criterios cambiantes. A veces parecía lógico que el fruto del empeño
del coronel Nicholson quedara destrozado y, en otras ocasiones, la lógica se
inclinaba en sentido contrario. La frase «parece lógico» no despeja todas las
dudas. Ni siquiera algunas.
La llegada del VHS me
permitió recuperar películas cuyo recuerdo estaba desdibujado. El tiempo
induce al engaño y las sorpresas fueron notables. Un día leí
que RTVE iba a emitir la obra de David Lean, que dura la friolera de 161
minutos. El destino quiso que a la hora prevista no pudiéramos estar en casa. La
alternativa era programar la grabación. Así lo hicimos.
Al día siguiente, cenamos
pronto y nos trasladamos a Birmania para, sin el agobio de un calor tropical
acompañado de bichos, sumergirnos en la locura del coronel
Nicholson en su enfrentamiento con el colega Saito. El malhumorado nipón, por
su condición de japonés cinematográfico, no le anda a la zaga en cabezonería.
Ambos son unos «heroicos caballeros» dispuestos a morir con «honor» porque
ignoran que lo importante es «saber vivir como seres humanos». El
norteamericano Shears dista de ser modélico, ignora a Calderón y razona bien
en torno al honor.
La grabación quedó
perfecta, salvo por un detalle menor: acabó justo cuando llega la escena del
desenlace. Es decir, gracias al vídeo y la impuntualidad televisiva tuvimos lo
que los profesores denominamos «un final abierto» con la ayuda de Umberto Eco.
La estupefacción dio paso
a la reflexión. Resiliente por necesidad, decidí ignorar durante años si el
puente había sido volado o no para decantarme por ambas opciones según el
estado de ánimo. La posibilidad era atractiva, pero llegó el momento de conocer
la realidad. Al cabo del tiempo, vimos la película con su final, donde el
puente termina en el agua para desesperación del superviviente que, con los
buitres sobrevolando, lamenta la locura de quienes protagonizan la guerra.
Luego supe que, durante
la fase anterior al tenso y problemático rodaje en Ceilán, el destino del
puente estuvo en el centro de las discusiones. La novela original de Pierre
Boulle, cuya pluma también está en el origen de la saga del planeta de los
simios, lo mantiene en pie para subrayar la locura de Nicholson.
Puestos a gastar un dineral en la superproducción, sus responsables se
decantaron por el guion de Carl Foreman y Michael J. Wilson, donde el empeño
llega hasta el final, pero el propio coronel contribuye a la destrucción del
puente. Así todos contentos, porque la historia de un orgulloso oficial enloquecido sin
redención final era problemática para el gran público, que debía sufragar el
coste de la superproducción.
Carl Foreman y Michael J.
Wilson figuraban entre los perseguidos por ese martillo de herejes que fue el senador Joseph
McCarthy, un tipo flojo en comparación con sus homólogos franquistas, que nunca
habrían dejado en paz a Humphrey Bogart. Ni siquiera a Lauren Bacall, cuya
presencia envuelta en el humo de un cigarrillo trae acarreado el perdón
universal.
Los guionistas, que no pudieron aparecer en los créditos, tal vez cedieron en el desenlace en connivencia con
los productores, pero dejaron otro final abierto: nunca sabremos si el coronel
provoca la explosión voluntariamente o no al caer muerto sobre el detonador
tras pronunciar una frase para la historia: What have I done? Si dudamos acerca
de esta posible involuntariedad, recordemos la que arma Peter Sellers en The
party (1968).
Los guionistas también
repartieron a lo largo del metraje motivos para una reflexión inquietante. La
acción transcurre en Birmania. Es decir, en el más allá. La circunstancia, al
igual que ocurre en los westerns, permite olvidarnos de las
circunstancias para centrarnos en el debate ético. Y ahí, justo cuando algunos
solo piensan en la locura del empecinado, el coronel Nicholson tiene su punto.
El personaje enloquece,
pero un manchego universal hizo lo mismo y no por eso deja de admirarnos. Su
locura es una insensatez desde la perspectiva militar de los aliados Sin embargo, mantiene
el orgullo de la tropa. Así, el desmesurado ego del coronel, con sesgos
racistas, deviene en una manifestación de dignidad al frente de sus hombres.
La ambigüedad y la
contradicción siempre nos acompañan. Solo las grandes creaciones las recogen
para invitarnos a la reflexión, pues -como explico a mi alumnado desde hace
décadas- las obras dignas del recuerdo son aquellas que, al final, plantean
dudas en vez de aportarnos certezas.
Algunos días, cuando veo
trabajos penosos, gente indolente o tipos partidarios del apaño como solución
universal, recuerdo la inquebrantable actitud del coronel Nicholson. Y,
reconfortado con la imagen del british Alec Guinnes dando el parte a Saito por el
trabajo bien hecho, hasta silbo la marcha del coronel Bogey (1914). La disfruto
en las más diferentes versiones gracias You Tube, pero solo me reconforta allá
en la tórrida Birmania, donde eso de silbar con garbo y marcialidad tiene su
mérito.
Un próximo día, menos entusiasta ante lo que reconforta siendo solo relativamente válido, hablaremos de otra película vista en la adolescencia The Devil’s Brigade (1968), de Andrew V. McLaglen, para explicar que esto de llegar a un sitio problemático con disciplina y arrogancia no supone la solución definitiva. La vida, mal que nos pese, requiere apaños por doquier y en esa labor los caraduras, aunque en el cine sean redimidos para tranquilidad del público, no tienen competencia.
Así nos va para espanto de los
ingenuos. Mientras, conviene recordar cómo se tomaron Stan Laurel y
Oliver Hardy esto de silbar con marcialidad. La ingenua guasa también reconforta cuando nos imaginamos a salvo de tomar decisiones para la historia o desfilar junto con los soldados del coronel Nicholson:
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