martes, 30 de julio de 2024

What have I done? Un final abierto en el río Kwai


What have I done?, el coronel Nicholson


Algunos empeños carecen de sentido práctico y, como ocurrencias, parecen destinados a ser un motivo de reflexión. Durante años, hablando con mi mujer de películas vistas antes de emparejarnos, las de la infancia casi, yo evocaba el espectáculo del Cinemascope en The Bridge on the River Kwai (1957), de David Lean.

La estrenaron cuando nacimos y solo la pude ver en una reposición programada en mi instituto, el masculino, donde las películas bélicas tenían un público agradecido capaz de jalear al «chico» cuando el nipón recibía su merecido. Estos orientales rivalizaban con los indios en ataques tan absurdos como valientes.

La evocación de la película de David Lean no era completa por culpa de la memoria. Nos faltaba el desenlace y hasta ignorábamos si el puente al final era destruido o quedaba en pie. Por entonces, Google no había aparecido en nuestras vidas y las consultas solo eran bibliográficas en unas bibliotecas donde estas cuestiones parecían una frivolidad.

La duda permaneció durante años con criterios cambiantes. A veces parecía lógico que el fruto del empeño del coronel Nicholson quedara destrozado y, en otras ocasiones, la lógica se inclinaba en sentido contrario. La frase «parece lógico» no despeja todas las dudas. Ni siquiera algunas.

La llegada del VHS me permitió recuperar películas cuyo recuerdo estaba desdibujado. El tiempo induce al engaño y las sorpresas fueron notables. Un día leí que RTVE iba a emitir la obra de David Lean, que dura la friolera de 161 minutos. El destino quiso que a la hora prevista no pudiéramos estar en casa. La alternativa era programar la grabación. Así lo hicimos.

Al día siguiente, cenamos pronto y nos trasladamos a Birmania para, sin el agobio de un calor tropical acompañado de bichos, sumergirnos en la locura del coronel Nicholson en su enfrentamiento con el colega Saito. El malhumorado nipón, por su condición de japonés cinematográfico, no le anda a la zaga en cabezonería. Ambos son unos «heroicos caballeros» dispuestos a morir con «honor» porque ignoran que lo importante es «saber vivir como seres humanos». El norteamericano Shears dista de ser modélico, ignora a Calderón y razona bien en torno al honor.

La grabación quedó perfecta, salvo por un detalle menor: acabó justo cuando llega la escena del desenlace. Es decir, gracias al vídeo y la impuntualidad televisiva tuvimos lo que los profesores denominamos «un final abierto» con la ayuda de Umberto Eco.

La estupefacción dio paso a la reflexión. Resiliente por necesidad, decidí ignorar durante años si el puente había sido volado o no para decantarme por ambas opciones según el estado de ánimo. La posibilidad era atractiva, pero llegó el momento de conocer la realidad. Al cabo del tiempo, vimos la película con su final, donde el puente termina en el agua para desesperación del superviviente que, con los buitres sobrevolando, lamenta la locura de quienes protagonizan la guerra.



Luego supe que, durante la fase anterior al tenso y problemático rodaje en Ceilán, el destino del puente estuvo en el centro de las discusiones. La novela original de Pierre Boulle, cuya pluma también está en el origen de la saga del planeta de los simios, lo mantiene en pie para subrayar la locura de Nicholson. Puestos a gastar un dineral en la superproducción, sus responsables se decantaron por el guion de Carl Foreman y Michael J. Wilson, donde el empeño llega hasta el final, pero el propio coronel contribuye a la destrucción del puente. Así todos contentos, porque la historia de un orgulloso oficial enloquecido sin redención final era problemática para el gran público, que debía sufragar el coste de la superproducción.

Carl Foreman y Michael J. Wilson figuraban entre los perseguidos por ese martillo de herejes que fue el senador Joseph McCarthy, un tipo flojo en comparación con sus homólogos franquistas, que nunca habrían dejado en paz a Humphrey Bogart. Ni siquiera a Lauren Bacall, cuya presencia envuelta en el humo de un cigarrillo trae acarreado el perdón universal.

Los guionistas, que no pudieron aparecer en los créditos, tal vez cedieron en el desenlace en connivencia con los productores, pero dejaron otro final abierto: nunca sabremos si el coronel provoca la explosión voluntariamente o no al caer muerto sobre el detonador tras pronunciar una frase para la historia: What have I done? Si dudamos acerca de esta posible involuntariedad, recordemos la que arma Peter Sellers en The party (1968).

Los guionistas también repartieron a lo largo del metraje motivos para una reflexión inquietante. La acción transcurre en Birmania. Es decir, en el más allá. La circunstancia, al igual que ocurre en los westerns, permite olvidarnos de las circunstancias para centrarnos en el debate ético. Y ahí, justo cuando algunos solo piensan en la locura del empecinado, el coronel Nicholson tiene su punto.

El personaje enloquece, pero un manchego universal hizo lo mismo y no por eso deja de admirarnos. Su locura es una insensatez desde la perspectiva militar de los aliados Sin embargo, mantiene el orgullo de la tropa. Así, el desmesurado ego del coronel, con sesgos racistas, deviene en una manifestación de dignidad al frente de sus hombres.



La ambigüedad y la contradicción siempre nos acompañan. Solo las grandes creaciones las recogen para invitarnos a la reflexión, pues -como explico a mi alumnado desde hace décadas- las obras dignas del recuerdo son aquellas que, al final, plantean dudas en vez de aportarnos certezas.

Algunos días, cuando veo trabajos penosos, gente indolente o tipos partidarios del apaño como solución universal, recuerdo la inquebrantable actitud del coronel Nicholson. Y, reconfortado con la imagen del british  Alec Guinnes dando el parte a Saito por el trabajo bien hecho, hasta silbo la marcha del coronel Bogey (1914). La disfruto en las más diferentes versiones gracias You Tube, pero solo me reconforta allá en la tórrida Birmania, donde eso de silbar con garbo y marcialidad tiene su mérito.

Un próximo día, menos entusiasta ante lo que reconforta siendo solo relativamente válido, hablaremos de otra película vista en la adolescencia The Devil’s Brigade (1968), de Andrew V. McLaglen, para explicar que esto de llegar a un sitio problemático con disciplina y arrogancia no supone la solución definitiva. La vida, mal que nos pese, requiere apaños por doquier y en esa labor los caraduras, aunque en el cine sean redimidos para tranquilidad del público, no tienen competencia. 

Así nos va para espanto de los ingenuos. Mientras, conviene recordar cómo se tomaron Stan Laurel y Oliver Hardy esto de silbar con marcialidad. La ingenua guasa también reconforta cuando nos imaginamos a salvo de tomar decisiones para la historia o desfilar junto con los soldados del coronel Nicholson:




 

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