domingo, 28 de julio de 2024

Tadzio, «il ragazzo piú bello del mondo»


 

Rafael Azcona descubrió Ibiza en los años cincuenta, cuando la isla todavía conservaba el encanto de un lugar poco frecuentado. Una noche de verano, montando en bicicleta, el futuro guionista quedó deslumbrado ante el cielo estrellado. La tentación fue inevitable, el ciclista miró hacia arriba y acabó magullado en tierra tras tropezar con un obstáculo. Desde entonces, según me contó en una comida, nunca se dejó cautivar por lo sublime o trascendente. Yo tampoco; tras muchos años escribiendo, jamás he dedicado una línea a los héroes de la perfección porque sigo las enseñanzas del amigo que mejores consejos me ha dado en forma de anécdotas para el recuerdo.

El problema es que las voluntades más firmes a veces caen en la tentación, aunque tengan la coartada de las circunstancias a una edad temprana. En 1981, concretamente el 22 de febrero, juré bandera en un ejército con demasiados oficiales dispuestos a dar un golpe de Estado. La experiencia la conté con el mejor humor posible en el último capítulo de La sonrisa del inútil (2008) y no cabe reiterar las batallitas de aquel año. Sin embargo, la visión en RTVE Play del documental The most Beautiful Boy in the World (2021), de Kristina Lindströn y Kristian Petri, me ha traído el recuerdo de una noche en el campamento de San Fernando donde se supone que serví a la Patria.

Cada mes y medio, cuando se marchaba un reemplazo de reclutas con destino a Ceuta y Melilla, el campamento donde habitualmente había dos mil personas quedaba solitario a la espera del siguiente reemplazo. En nuestro barracón con techo de uralita y numerosos chinches solo permanecía un soldado, Lorenzo, bajo las órdenes de un cabo, que nunca tomó en serio la relación jerárquica con quien ya era un monje capaz de renunciar a sus privilegios en el servicio militar y hacerlo como el resto de los cristianos.

Lorenzo, en momentos de bronca y gritos, que abundaban, me hablaba en latín por lo bajinis mientras permanecíamos en la formación. Para tranquilizarme porque él, a diferencia del cabo, era de un estoicismo propio de quien admira al dios venido a la tierra para ser crucificado. El latín fue uno de los motivos de nuestra complicidad, pero hubo otros más a lo largo de aquellos meses.

Una noche en que la soledad del barracón permitía escuchar el vuelo de un moscardón, incluso a los chinches desesperados por la falta de alimento, Lorenzo y yo debíamos turnarnos en las imaginarias para evitar la invasión del turco o cualquier otra desgracia. La guardia correspondía a un teniente bonachón que nunca se movía de su puesto y, atrevidos por puro hartazgo, decidimos cerrar la puerta y meternos en un rincón para ver la televisión en compañía de unos ratones ya familiares.

La casualidad quiso que esa noche RTVE emitiera Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti. Ambos ya la habíamos visto mientras acumulábamos prórrogas universitarias para posponer la incorporación a filas. Aquello fue un chute de belleza absoluta como el cielo estrellado de Rafael Azcona. La Venecia decadente filmada con la sabiduría de Luchino Visconti, el adagietto de Gustav Mahler, el relato de Thomas Mann sobre la belleza absoluta como antesala de la muerte, la elegancia de Silvana Mangano y, claro está, la turbadora imagen de aquel Tadzio, el chico más guapo del mundo, interpretado por un desconocido que respondía al nombre de Björn Andrésen. El conjunto es la perfección al servicio de una belleza absoluta en un clima de decadencia y muerte.

Nuestra caída de la bicicleta pudo haber venido en forma de arresto por incumplimiento del deber, pero esa noche hubo suerte y ambos, solos en el barracón, hablamos largo y tendido sobre la película. Lorenzo era respetuoso con el dogma, pero escéptico y comprensivo en cuestiones terrenales. Sin necesidad de recurrir al latín, por la experiencia, convinimos en que lo visto era bello, pero peligroso como cualquier imagen deslumbrante. Había que ser precavidos, aspirar a bellezas accesibles y hasta respetar el derecho a la vida de los ratones y los chinches, que asistieron mudos a nuestro debate.

Nunca he olvidado esa noche. De vez en cuando, escucho el adagietto, recuerdo un día pasado en Venecia y, por supuesto, he vuelto a ver la película de Luchino Visconti, donde Tadzio es el objeto de una mirada obsesiva que conduce a la muerte. El problema es lo que hubo tras la última toma, aquella de la figura del adolescente, recortada frente al mar, en una playa donde fallece Aschenbach, el músico deslumbrado por la belleza absoluta.

Rafael Azcona me habló de las posibilidades del fundido en negro del cine frente al único fundido de la vida, que es la muerte. El director, cuando conviene, corta el relato y hasta creemos que, en la experiencia real, como en la cinematográfica, existen finales apoteósicos. A estas alturas, suponerlo es una estupidez y, en las clases, procuro avisar al alumnado. Le recomiendo que se deslumbre todo lo que sea preciso para disfrutar, pero que vuelva a la realidad una vez terminado el tiempo pactado de la ficción.



Ahora, al ver el citado documental, tan deprimente, he sabido de una vida destrozada por culpa de la película de Luchino Visconti y otras circunstancias. Contemplar a Tadzio, que tenía mi edad, envejecido y destrozado es una enseñanza difícil de olvidar. Apenas merece la pena avisar de los peligros de instrumentalizar a un adolescente y convertirlo en un icono. Kristina Lindström y Kristian Petri nos los recuerdan, pero en mi reflexión permanece la necesidad de no buscar lo absoluto, sea en nombre de la belleza o de cualquier otro concepto.

El consiguiente escepticismo del día al día es saludable y permite llegar al final en mejores condiciones que las vistas en Björn Andrésen, que ahora me apena frente a la admiración de antaño. Lorenzo, según supe por Irene Vallejo, anda ahora en Granollers peleando en varias parroquias donde ejerce como Llorenç por su indiscutible catalanidad. También escribe sobre filosofía y trabaja para Cáritas. Veo, desde la distancia, una vida coherente gracias a la discreción de la labor cotidiana, bien hecha y sin alharacas.

Mi compañero de aquella noche y de tantas otras anécdotas es un monje urbano desde la etapa universitaria. El cabo, ateo de nacimiento y descreído por voluntad, a su modo también ha pretendido ser un monje, aunque en otras materias y sin tantas renuncias. Ambos aprendimos una lección: la belleza está ahí para rendirle tributo de admiración, pero no merece la pena deslumbrarse más allá de un instante y, sobre todo, nunca debe ser instrumentalizada como le ocurrió al pobre Tadzio-Björn cuando finalizó la película y siguió la vida.




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