Rafael Azcona descubrió
Ibiza en los años cincuenta, cuando la isla todavía conservaba el encanto de un
lugar poco frecuentado. Una noche de verano, montando en bicicleta, el futuro
guionista quedó deslumbrado ante el cielo estrellado. La tentación fue
inevitable, el ciclista miró hacia arriba y acabó magullado en tierra tras
tropezar con un obstáculo. Desde entonces, según me contó en una comida, nunca
se dejó cautivar por lo sublime o trascendente. Yo tampoco; tras muchos años
escribiendo, jamás he dedicado una línea a los héroes de la perfección porque
sigo las enseñanzas del amigo que mejores consejos me ha dado en forma de
anécdotas para el recuerdo.
El problema es que las
voluntades más firmes a veces caen en la tentación, aunque tengan la coartada
de las circunstancias a una edad temprana. En 1981, concretamente el 22 de
febrero, juré bandera en un ejército con demasiados oficiales dispuestos a dar
un golpe de Estado. La experiencia la conté con el mejor humor posible en el
último capítulo de La sonrisa del inútil (2008) y no cabe reiterar las
batallitas de aquel año. Sin embargo, la visión en RTVE Play del documental The
most Beautiful Boy in the World (2021), de Kristina Lindströn y Kristian Petri, me
ha traído el recuerdo de una noche en el campamento de San Fernando donde se
supone que serví a la Patria.
Cada mes y medio, cuando
se marchaba un reemplazo de reclutas con destino a Ceuta y Melilla, el
campamento donde habitualmente había dos mil personas quedaba solitario a la
espera del siguiente reemplazo. En nuestro barracón con techo de uralita y
numerosos chinches solo permanecía un soldado, Lorenzo, bajo las órdenes de un
cabo, que nunca tomó en serio la relación jerárquica con quien ya era un monje
capaz de renunciar a sus privilegios en el servicio militar y hacerlo como el
resto de los cristianos.
Lorenzo, en momentos de
bronca y gritos, que abundaban, me hablaba en latín por lo bajinis mientras
permanecíamos en la formación. Para tranquilizarme porque él, a diferencia del
cabo, era de un estoicismo propio de quien admira al dios venido a la tierra
para ser crucificado. El latín fue uno de los motivos de nuestra complicidad,
pero hubo otros más a lo largo de aquellos meses.
Una noche en que la
soledad del barracón permitía escuchar el vuelo de un moscardón, incluso a los
chinches desesperados por la falta de alimento, Lorenzo y yo debíamos turnarnos
en las imaginarias para evitar la invasión del turco o cualquier otra desgracia.
La guardia correspondía a un teniente bonachón que nunca se movía de su puesto
y, atrevidos por puro hartazgo, decidimos cerrar la puerta y meternos en un
rincón para ver la televisión en compañía de unos ratones ya familiares.
La casualidad quiso que
esa noche RTVE emitiera Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti. Ambos
ya la habíamos visto mientras acumulábamos prórrogas universitarias para
posponer la incorporación a filas. Aquello fue un chute de belleza absoluta
como el cielo estrellado de Rafael Azcona. La Venecia decadente filmada con la
sabiduría de Luchino Visconti, el adagietto de Gustav Mahler, el relato
de Thomas Mann sobre la belleza absoluta como antesala de la muerte, la
elegancia de Silvana Mangano y, claro está, la turbadora imagen de aquel
Tadzio, el chico más guapo del mundo, interpretado por un desconocido que
respondía al nombre de Björn Andrésen. El conjunto es la perfección al servicio
de una belleza absoluta en un clima de decadencia y muerte.
Nuestra caída de la
bicicleta pudo haber venido en forma de arresto por incumplimiento del deber,
pero esa noche hubo suerte y ambos, solos en el barracón, hablamos largo y
tendido sobre la película. Lorenzo era respetuoso con el dogma, pero escéptico
y comprensivo en cuestiones terrenales. Sin necesidad de recurrir al latín, por
la experiencia, convinimos en que lo visto era bello, pero peligroso como
cualquier imagen deslumbrante. Había que ser precavidos, aspirar a bellezas
accesibles y hasta respetar el derecho a la vida de los ratones y los chinches,
que asistieron mudos a nuestro debate.
Nunca he olvidado esa
noche. De vez en cuando, escucho el adagietto, recuerdo un día pasado en
Venecia y, por supuesto, he vuelto a ver la película de Luchino Visconti, donde
Tadzio es el objeto de una mirada obsesiva que conduce a la muerte. El problema
es lo que hubo tras la última toma, aquella de la figura del adolescente,
recortada frente al mar, en una playa donde fallece Aschenbach, el músico
deslumbrado por la belleza absoluta.
Rafael Azcona me habló de
las posibilidades del fundido en negro del cine frente al único fundido de la
vida, que es la muerte. El director, cuando conviene, corta el relato y hasta
creemos que, en la experiencia real, como en la cinematográfica, existen
finales apoteósicos. A estas alturas, suponerlo es una estupidez y, en las
clases, procuro avisar al alumnado. Le recomiendo que se deslumbre todo lo que
sea preciso para disfrutar, pero que vuelva a la realidad una vez terminado el
tiempo pactado de la ficción.
Ahora, al ver el citado
documental, tan deprimente, he sabido de una vida destrozada por culpa de la
película de Luchino Visconti y otras circunstancias. Contemplar a Tadzio, que
tenía mi edad, envejecido y destrozado es una enseñanza difícil de olvidar.
Apenas merece la pena avisar de los peligros de instrumentalizar a un
adolescente y convertirlo en un icono. Kristina Lindström y Kristian Petri nos
los recuerdan, pero en mi reflexión permanece la necesidad de no buscar lo
absoluto, sea en nombre de la belleza o de cualquier otro concepto.
El consiguiente
escepticismo del día al día es saludable y permite llegar al final en mejores
condiciones que las vistas en Björn Andrésen, que ahora me apena frente a la
admiración de antaño. Lorenzo, según supe por Irene Vallejo, anda ahora en
Granollers peleando en varias parroquias donde ejerce como Llorenç por su
indiscutible catalanidad. También escribe sobre filosofía y trabaja para
Cáritas. Veo, desde la distancia, una vida coherente gracias a la discreción de
la labor cotidiana, bien hecha y sin alharacas.
Mi compañero de aquella
noche y de tantas otras anécdotas es un monje urbano desde la etapa
universitaria. El cabo, ateo de nacimiento y descreído por voluntad, a su modo
también ha pretendido ser un monje, aunque en otras materias y sin tantas
renuncias. Ambos aprendimos una lección: la belleza está ahí para rendirle
tributo de admiración, pero no merece la pena deslumbrarse más allá de un
instante y, sobre todo, nunca debe ser instrumentalizada como le ocurrió al
pobre Tadzio-Björn cuando finalizó la película y siguió la vida.
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