Durante toda mi vida laboral, y van cuarenta y dos cursos desde que la inicié como profesor, he soportado las bromas de quienes decían envidiarme por un veraneo de tres meses que se suma a otras vacaciones. Yo no niego que haya docentes que los disfrutan sin cargo de conciencia, pero me temo que la mayoría nunca ha conocido semejante bicoca, ni siquiera como funcionarios con plaza fija.
A los sesenta y seis años podría poner punto final o seguir cobrando como catedrático sin apenas dar un palo al agua. La circunstancia, por desgracia, no llamaría demasiado la atención porque algunos finales de las carreras docentes parecen un tranquilo deslizamiento hacia la nada. Sin embargo, otros docentes tenemos conciencia de funcionarios, nos gusta nuestra tarea como servicio público y procuramos mantener el ritmo de trabajo de toda la vida porque la salud todavía nos acompaña.
Esta semana he cerrado las actas del curso pasado y, ahora mismo, ando enfrascado en la preparación de las clases del próximo, donde después de dos años con semestres sabáticos por motivos de investigación vuelvo a explicar la asignatura Historia del espectáculo: teatro y cine en la España del siglo XX. La impartiré junto con un joven profesor que, mientras espera opositar a una plaza digna, trabaja en la universidad en unas condiciones económicas que me parecen impropias de una institución pública. Por desgracia, no las puedo cambiar, pero sí asumir una parte considerable de las tareas de mi joven colega para que la experiencia sea formativa y no solo recordada como un trabajo de "becario" al servicio de Nacho Cano.
Los apuntes de la asignatura, como siempre, son de acceso público por si otros jóvenes profesores de distintas universidades pudieran beneficiarse de los mismos. Mi trabajo se realiza con dinero público y sus resultados están a disposición de la ciudadanía que me paga con sus impuestos:
http://hdl.handle.net/10045/145193
Mientras vuelvo a preparar los comentarios acerca de escenas como la de la foto, un entrañable diálogo entre Luisito y la niña a la que dedica sus primeras rimas con la esperanza de un beso, sigo con temas menos risueños como son los consejos de guerra. El segundo volumen de la trilogía dedicada a los procesos contra periodistas y escritores ya está entregado y en otoño, si todo va bien, trabajaremos para ultimar su edición a cargo de la editorial Renacimiento en colaboración con el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alicante.
Estos trabajos han motivado la invitación a participar en un volumen colectivo que editará Espasa Calpe sobre los mecanismos de represión durante la dictadura franquista. A pesar del calor de julio, ya he redactado mi capítulo acerca de las víctimas inesperadas de aquellos consejos de guerra, que no solo condenaron a los antifascistas como Miguel Hernández o a los autores comprometidos en general con lo que supuso la II República. Hay otras víctimas bien distintas que también merecen nuestra atención para calibrar las verdaderas dimensiones de la represión franquista durante la posguerra.
La revista norteamericana Anales de Literatura Española Contemporánea cumple cincuenta años en la brecha del hispanismo. Con tal motivo, me han invitado a participar en un número extraordinario con un artículo sobre el consejo de guerra del dramaturgo Antonio Buero Vallejo. Ahora mismo lo estoy redactando y en septiembre partirá camino de los colegas que con tanto trabajo sacan esta ejemplar publicación a la que, involuntariamente, di un motivo de preocupación a partir de una demanda judicial resuelta tras las sentencias del Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana. El tantas veces citado artículo sobre el juez humorista, Manuel Martínez Gargallo, y Diego San José con el tiempo se ha convertido en un best seller que prueba la sinrazón de quienes pretendieron censurarlo.
También sigo pendiente de los trámites del doctor que me haría muy feliz entrando en la plantilla de la universidad que abandonaré dentro de cuatro años con motivo de mi jubilación. Tengo el privilegio de haber sido su «tercer director de tesis», pero sobre todo la alegría de ver a un joven al que he transmitido la voluntad del trabajo junto con otra joven que, con su esfuerzo, ya se ha abierto camino en una España abierta y plural.
Y, claro está, tengo una pila de libros que se han acumulado tras un curso donde no siempre contamos con el tiempo suficiente para su lectura. Si el calor no lo impide, con la flojedad que acarrea, en septiembre la pila habrá desaparecido y hasta podré disfrutar de unos pocos días de descanso total en compañía de quien siempre ha estado conmigo. Mientras llegan, y sin que nadie se entere, aprovechamos algunas noches para viajar a través de la música y el cine que tantos recuerdos nos traen. Algunos días regresamos a Lisboa para emular a Pereira de la mano del gran Marcello, que siempre merece una evocación con la música de Ennio Morricone:
Y otros, más quiméricos o entusiastas, viajamos a la Cuba que nunca visitaremos porque se ha convertido en una dictadura. Lo lamentamos, pero siempre nos quedará la isla soñada en compañía de aquellos ancianos del Buena Vista Club Social que nos enseñaron la dignidad de una vejez creativa. Para ese viaje fantástico solo precisamos de una moto con sidecar y nos la prestó Wim Wenders en una película de 1999 que forma parte de nuestro imaginario:
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