jueves, 12 de octubre de 2023

Santos Discépolo y el yira, yira de los periodistas republicanos


 

Aunque te quiebre la vida,

aunque te muerda un dolor,

no esperes nunca una ayuda,

ni una mano, ni un favor»

(E.S. Discépolo)

El popular tango de Enrique Santos Discépolo (1901-1951) se titula Yira, yira, que según el DRAE es una forma despectiva de referirse a una prostituta callejera en Argentina y Uruguay. No parece el caso del referido tango, donde solo falta la aparición de la prostitución del arrabal para completar un panorama atroz. Tal vez el enigma, para quienes vivimos al otro lado del Atlántico, queda justificado porque la letra incluye términos del lunfardo. Su intuitiva comprensión supone un hallazgo que aporta un placer similar al deparado por algunas adjetivaciones de Valle-Inclán. Ambos creadores, deudores de un sainete elevado a la condición de tragedia grotesca, sabían del poder de la síntesis y la sugerencia en torno a las «divinas palabras», que también pueden encontrarse en una melodía de arrabal con alma de bandoneón donde los latines ni están ni se le esperan.

El polifacético Discepolín era un alfeñique en un mundillo de tipos engominados. El compositor carecía de la apostura de un Carlos Gardel de sombrero ladeado, siempre dispuesto a «volver» con «la frente marchita» mientras sonreía a las damas. El cantante nunca descompuso su figura y menos su pelo. El letrista, sin embargo, era menudo y quebradizo como un alma en pena. En 1929, cuando compuso el citado tango, el argentino dio rienda suelta al pesimismo sobre la condición humana. Motivos no le faltaban y aumentarían en los años venideros, hasta desembocar en la genialidad de un Cambalache (1935) dedicado a un siglo «problemático y febril». Y todavía no había llegado la Guerra Civil, que tanto le conmovió poco después de perder en un accidente, se supone, al inmortal Carlos Gardel.

La letra de Yira, yira habla de la soledad, la decrepitud y la caída de un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad, según el propio Discepolín. Tal vez la viviera como un sueño del que despierta con amargura y sobresalto porque todo ha quebrado, incluido el porvenir, y no cabe esperar ni una mano ni un favor. Muchos periodistas republicanos pensarían algo similar en abril de 1939, en especial aquellos que como Manuel Navarro Ballesteros o Javier Bueno sabían que la quiebra era total. Los colegas de las redacciones no podían esperar la solidaridad en la Victoria, que también supuso una derrota sin paliativos. Al fin y al cabo, habían descubierto el mal negocio de ser buenos a su manera y, a su vez, la imposibilidad de ser otra cosa.

Enrique Santos Discépolo llegó a España junto a su esposa, la cantante Tania, en enero de 1935. El propósito de ambos era descansar sin excluir la posibilidad de dar algunos recitales. En Madrid Discepolín fue recibido por su amigo Federico García Lorca, que tanto había disfrutado en Buenos Aires dos años antes, pero también por un periodista cuyas huellas aparecen a lo largo de esta investigación: José Luis Salado. El futuro director de La Voz siempre estuvo cerca de quienes hacían de la singularidad un motivo de reflexión y modernidad.

El 18 de enero de 1935, La Nación anunció la llegada a España de la pareja, embarcada en Argentina poco después de las Navidades. Procedentes de Algeciras, el letrista y la cantante llegaron a Madrid el 12 de febrero. Tres días después apareció en La Voz la entrevista de José Luis Salado, que escribe con admiración un tanto envidiosa acerca de una estancia solo turística. Sin embargo, los tangos de Discepolín pudieron ser escuchados en el cabaret Casablanca esa misma semana y, dado el éxito obtenido, la pareja ofreció un recital en el Palacio de la Música a principios de marzo (La Voz, 2-III-1935).

La militancia de Javier Bueno, Manuel Navarro Ballesteros y Julián Zugazagoitia parece incompatible con el mundo de los tanguistas, y menos con «las tanguistas», unas mujeres de un turbio vivir que proliferaron durante las noches del período republicano. Aquellas letras cargadas de pesimismo sobre la condición humana pasarían desapercibidas para quienes vivían por entonces «la bella esperanza de la fraternidad», aunque fuera en una cárcel a raíz de lo sucedido en octubre de 1934. Otros colegas estaban más acostumbrados al relativismo moral y albergarían dudas al respecto. Todos, pronto, demasiado pronto, supieron que la vida puede quebrarse por culpa de unos militares sublevados. El consiguiente dolor les mordió y las ayudas escasearon. No de forma absoluta como en el tango, que para eso forma parte de la ficción, pero sí de una manera dramática porque mediaban condenas a muerte por dibujar caricaturas o escribir artículos. El caso de Fernando Perdiguero Camps es un ejemplo, aunque otros tuvieron consecuencias más lamentables porque en esas ocasiones se cumplió a rajatabla la fatalista premonición de Enrique Santos Discépolo.



Nota: el texto arriba reproducido es el prólogo al capítulo dedicado a Fernando Perdiguero Camps en Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945, Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de Alicante, en prensa.

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