Aunque te quiebre
la vida,
aunque te muerda
un dolor,
no esperes nunca
una ayuda,
ni una mano, ni un
favor»
(E.S.
Discépolo)
El
popular tango de Enrique Santos Discépolo (1901-1951) se titula Yira, yira, que
según el DRAE es una forma despectiva de referirse a una prostituta
callejera en Argentina y Uruguay. No parece el caso del referido tango, donde
solo falta la aparición de la prostitución del arrabal para completar un
panorama atroz. Tal vez el enigma, para quienes vivimos al otro lado del
Atlántico, queda justificado porque la letra incluye términos del lunfardo. Su
intuitiva comprensión supone un hallazgo que aporta un placer similar al
deparado por algunas adjetivaciones de Valle-Inclán. Ambos creadores, deudores
de un sainete elevado a la condición de tragedia grotesca, sabían del poder de
la síntesis y la sugerencia en torno a las «divinas palabras», que también
pueden encontrarse en una melodía de arrabal con alma de bandoneón donde los
latines ni están ni se le esperan.
El
polifacético Discepolín era un alfeñique en un mundillo de tipos engominados.
El compositor carecía de la apostura de un Carlos Gardel de sombrero ladeado,
siempre dispuesto a «volver» con «la frente marchita» mientras sonreía a las
damas. El cantante nunca descompuso su figura y menos su pelo. El letrista, sin
embargo, era menudo y quebradizo como un alma en pena. En 1929, cuando compuso
el citado tango, el argentino dio rienda suelta al pesimismo sobre la condición
humana. Motivos no le faltaban y aumentarían en los años venideros, hasta
desembocar en la genialidad de un Cambalache (1935) dedicado a un siglo
«problemático y febril». Y todavía no había llegado la Guerra Civil, que tanto
le conmovió poco después de perder en un accidente, se supone, al inmortal
Carlos Gardel.
La
letra de Yira, yira habla de la soledad, la decrepitud y la caída de un
hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad, según el propio
Discepolín. Tal vez la viviera como un sueño del que despierta con amargura y
sobresalto porque todo ha quebrado, incluido el porvenir, y no cabe esperar ni
una mano ni un favor. Muchos periodistas republicanos pensarían algo similar en
abril de 1939, en especial aquellos que como Manuel Navarro Ballesteros o
Javier Bueno sabían que la quiebra era total. Los colegas de las redacciones no
podían esperar la solidaridad en la Victoria, que también supuso una derrota
sin paliativos. Al fin y al cabo, habían descubierto el mal negocio de ser
buenos a su manera y, a su vez, la imposibilidad de ser otra cosa.
Enrique
Santos Discépolo llegó a España junto a su esposa, la cantante Tania, en enero
de 1935. El propósito de ambos era descansar sin excluir la posibilidad de dar
algunos recitales. En Madrid Discepolín fue recibido por su amigo Federico
García Lorca, que tanto había disfrutado en Buenos Aires dos años antes, pero
también por un periodista cuyas huellas aparecen a lo largo de esta
investigación: José Luis Salado. El futuro director de La Voz siempre
estuvo cerca de quienes hacían de la singularidad un motivo de reflexión y
modernidad.
El
18 de enero de 1935, La Nación anunció la llegada a España de la pareja,
embarcada en Argentina poco después de las Navidades. Procedentes de Algeciras,
el letrista y la cantante llegaron a Madrid el 12 de febrero. Tres días después
apareció en La Voz la entrevista de José Luis Salado, que escribe con
admiración un tanto envidiosa acerca de una estancia solo turística. Sin
embargo, los tangos de Discepolín pudieron ser escuchados en el cabaret
Casablanca esa misma semana y, dado el éxito obtenido, la pareja ofreció un
recital en el Palacio de la Música a principios de marzo (La Voz, 2-III-1935).
La
militancia de Javier Bueno, Manuel Navarro Ballesteros y Julián Zugazagoitia
parece incompatible con el mundo de los tanguistas, y menos con «las
tanguistas», unas mujeres de un turbio vivir que proliferaron durante las
noches del período republicano. Aquellas letras cargadas de pesimismo sobre la
condición humana pasarían desapercibidas para quienes vivían por entonces «la
bella esperanza de la fraternidad», aunque fuera en una cárcel a raíz de lo
sucedido en octubre de 1934. Otros colegas estaban más acostumbrados al
relativismo moral y albergarían dudas al respecto. Todos, pronto, demasiado
pronto, supieron que la vida puede quebrarse por culpa de unos militares
sublevados. El consiguiente dolor les mordió y las ayudas escasearon. No de
forma absoluta como en el tango, que para eso forma parte de la ficción, pero
sí de una manera dramática porque mediaban condenas a muerte por dibujar
caricaturas o escribir artículos. El caso de Fernando Perdiguero Camps es un
ejemplo, aunque otros tuvieron consecuencias más lamentables porque en esas
ocasiones se cumplió a rajatabla la fatalista premonición de Enrique Santos
Discépolo.
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