La
documentación de los sumarios instruidos durante la posguerra aporta una
información válida para conocer la historia de la represión franquista. Los
datos sobre fechas, diligencias, providencias, informes… permiten jalonar las
diferentes actuaciones judiciales y las consecuencias penales de las mismas,
así como la mentalidad de quienes protagonizaron un sistema represivo cuya
argumentación a menudo linda con lo absurdo si la observamos a la luz de una
lógica judicial. El análisis de cada sumario facilita ejemplos en este sentido,
que vamos sumando en el relato histórico con la inevitable repetición de
motivos y sin el asombro de quien, horrorizado, observa el grado de cinismo y
mediocridad presente en estas actuaciones donde lo peor siempre era posible.
No
obstante, al final de cada capítulo queda una razonable duda sobre las voces de
las víctimas, limitadas a sus respuestas recogidas en las indagatorias o los
interrogatorios. Y las firmas, cuya nerviosa caligrafía invita a pensar en una
inseguridad fácil de suponer. Estas huellas ayudan a imaginar la actitud de
quienes carecían de verdaderos abogados defensores y en los sumarios solo
hablan a través de lo documentado por sus victimarios. Algo percibimos, pero
mucho queda en el tintero y el historiador se ve obligado a lanzar hipótesis
derivadas de la lógica de la observación, aquella que enseña a percibir una
realidad a menudo ocultada por la documentación, sobre todo cuando la misma
responde al control de una dictadura que estaba dando los pasos para terminar
la guerra con una aplastante victoria donde el enemigo quedara aniquilado.
Los
escasos testimonios conservados dificultan saber acerca de lo sucedido con las
víctimas que, tras la condena en un consejo de guerra, acabaron saliendo en
libertad condicional después de pasar por las temibles cárceles de la
posguerra. Los datos recopilados indican distintas suertes, desde la de
aquellos que consiguieron reintegrarse social y laboralmente con una relativa
facilidad hasta la de quienes solo salieron a la calle para percibir que su
mundo estaba acabado. Las consiguientes reacciones varían, pero resulta fácil
adivinar motivos para la desesperación ante la precariedad de la situación
económica, el final de las ilusiones, la muerte o el exilio de los amigos y la
desaparición de un mundo condenado a las catacumbas de la clandestinidad.
En
ese marco, verdaderamente duro y oculto, la embriaguez podía ser una
alternativa. Así lo pudo pensar el poeta anarquista Antonio Agraz (1905-1956),
que fue procesado el 14 de octubre de 1939 por el Consejo de Guerra Permanente
n.º 1 (sumario 34970). La sentencia fue de doce años de reclusión por haber
escrito el romancero libertario del periódico CNT y formar parte de
quienes vieron en la poesía, una de escasos vuelos literarios, un arma para la
resistencia antifascista. El 25 de enero de 1940 le conmutaron la condena por
otra de seis años y, aunque la documentación no permita saber la fecha exacta, poco
después saldría en libertad condicional o atenuada. A la vista de otros casos
cercanos, Antonio Agraz tuvo una relativa suerte y hasta pudo sentir algo de
alivio comparativo, pero todo parece indicar que se convirtió en un alcohólico.
Las razones no le faltarían, al margen de que también pudiera tener
antecedentes y hasta un comportamiento poco acorde con la ingenua tipificación
de las víctimas de aquella posguerra.
El
24 de abril de 1942, el empleado José López-Palacios Meras y el zapatero Ramón
Pérez González comparecieron en la madrileña comisaría del distrito de Palacio.
El motivo era la denuncia que presentaron contra Antonio Agraz, de cuarenta y
tres años, soltero y periodista en paro, a quien prácticamente detuvieron en la
taberna Fabas, sita en la calle de Las Fuentes. De acuerdo con las
declaraciones de los denunciantes, el poeta era un borracho habitual entre la
clientela de dicho establecimiento y tenía antecedentes por manifestaciones
injuriosas contra S.E. el Generalísimo, la División Azul y el franquismo en
general. El empleado y el zapatero se sentían molestos por esta conducta y el
citado día decidieron actuar en consecuencia. A tenor de la denuncia, el poeta
«volvió a hacer las mismas manifestaciones, haciendo resaltar su condición de
anarquista y volviendo a insultar a nuestro Caudillo, ridiculizando a la
División Azul y otros organismos del Estado [sic] de una manera
descarada, causando la repulsión de cuantos se encontraban en el referido
establecimiento por hacer estas manifestaciones a grandes voces».
El
empleado y el zapatero nunca aportaron el supuesto testimonio de quienes habían
mostrado su repulsión por la conducta del alcohólico. Al contrario, el
propietario del establecimiento, un camarero y otros clientes solo reconocieron
la habitual embriaguez de quien podía resultar molesto por esa condición, pero
en sus declaraciones no les constaba injurias contra las jerarquías o las
instituciones del régimen. La contradicción de estos testimonios con respecto a
la denuncia poco importaba a efectos de la instrucción de un consejo de guerra
por parte del coronel Eladio Carnicero Herrero. Tal vez consciente por
experiencia de esta circunstancia, Antonio Agraz se muestra en las
declaraciones tan lacónico como resignado. En la citada comisaría, instantes
después de comparecer sus denunciantes, el anarquista se limitó a declarar «que
no es cierto que haya hecho manifestaciones políticas de ninguna clase en el
establecimiento de la calle de Las Fuentes, ignorando por tanto el motivo de la
detención». Poco o nada más añadiría a lo largo del proceso, pues el poeta
siempre se limitó a ratificar lo dicho inicialmente sin dar explicaciones o
excusas ante la acusación de haber injuriado a S.E. el Generalísimo.
El
denunciado pasa a continuación a la Dirección General de Seguridad, donde una
vez consultados los antecedentes aparece que «los tiene por sus ideas
izquierdistas, haber sido redactor de los periódicos rojos CNT y Tierra,
habiendo sido detenido en 1939 y puesto en libertad por Orden Ministerial».
Antonio Agraz no solo era un alcohólico deslenguado, sino un rojo con
antecedentes. Como tal pasa al juzgado militar, donde declararía curiosamente
el mismo 24 de abril de 1942. El día debió ser intenso para el poeta, que se
ratifica ante el juez con respecto a lo declarado en la comisaría, reconoce ser
un cliente habitual de la taberna Fabas y, a la vista de los antecedentes,
añade que «ha sido condenado a la pena de seis años y un día y en la actualidad
se encuentra disfrutando los beneficios de la libertad condicional».
Las
denuncias de la época obligaban a comparecer en varias ocasiones para repetir
los motivos de las mismas. Así, el 1 de mayo de 1942 el empleado y el zapatero
se presentaron ante el juez instructor para ratificar lo dicho en la comisaría,
sin añadir algún otro detalle que permitiera albergar una mayor seguridad con
respecto a la veracidad de la denuncia. La misma ya había empezado a quedar en
entredicho el 27 de abril, cuando el propietario de la cantina afirma que
Antonio Agraz era un cliente habitual que solía ir borracho, molestando incluso
a los demás parroquianos en algunas ocasiones, pero que «no tiene noticias de
que hiciera o pronunciara insultos a S.E. el Generalísimo o hablara en contra
de la División Azul».
El
testimonio del propietario es ratificado dos días después por el camarero
Heriberto Peláez Rodríguez y el parroquiano Feliciano Toribio Casas, que no
parecen compartir el afán punitivo de los escandalizados denunciantes. Al
contrario, consideran al anarquista como un borracho, pero sin añadir el
agravante de unas injurias que por entonces estaban duramente penalizadas. Si
las verbalizó en algún momento, todo quedaría entre parroquianos y colegas de
vinos. No obstante, los denunciantes, por vete a saber qué motivos, reconocen tener
ojeriza al poeta y decidieron ir por el camino de la comisaría. A partir de ese
momento, su testimonio acusatorio prevalecería con respecto a todos los demás.
En un juzgado militar de la época las pruebas de cargo siempre pesaban más que
las de descargo, hasta el punto de que estas últimas podían ser obviadas sin
justificación alguna.
Antonio
Agraz pasaría la resaca en la cárcel de Yeserías recordando que había sido
previamente condenado por la redacción de «unas coplas en forma de sátira
chabacanas contra los ideales que forma el Glorioso Movimiento Nacional»
(sumario 34970). Los antecedentes eran negativos, pero la instrucción del
sumario debía perfilarse mejor. Así, el 29 de mayo de 1942 el auditor devuelve
el sumario al coronel Eladio Carnicero Herrero para que los denunciantes
concreten las palabras o frases dichas por el denunciado. Ramón Pérez González
se limita a ratificar lo ya declarado, pero el 17 de junio de 1940 su colega
parece tener mejor memoria o una voluntad de perjudicar al poeta. José López
Palacios afirma haberle oído decir «soy anarquista, así como algo de la
División Azul, como mofándose y que no puede precisar lo que decía […] habiendo
manifestado que nuestro Generalísimo Franco era un cabrón». A pesar de que no
hubiera testigos que ratificaran la declaración, a partir de ese momento
procesal y a todos los efectos Antonio Agraz había insultado al general Franco.
El tribunal lo consideraría un hecho tan probado como indubitable basándose en
el testimonio de quien reconoció ante el instructor no poder precisar lo dicho
por el parroquiano de la taberna Fabas.
A
la vista de la injuria al Generalísimo, el 10 de agosto de 1942 el auditor
aprecia «indicios racionales de responsabilidad criminal por parte del
encartado» y ordena el correspondiente sumarísimo de urgencia, donde dichos
indicios se convertirían en hechos probados sin necesidad de pruebas o nuevos
testimonios. El 16 de noviembre, mientras el poeta permanecía en la cárcel de
Yeserías, se dicta el auto de procesamiento. A resultas del mismo, el 4 de
marzo de 1943 Antonio Agraz vuelve a declarar ante un juez militar, ratifica
que no insultó a ninguna jerarquía o institución en la taberna y afirma que no
puede designar testigos porque ignora quienes estaban en el establecimiento el día
de autos. Lo mismo sucedería con los denunciantes, pero en el caso del
denunciado con antecedentes esta circunstancia era un agravante como preámbulo
de una condena.
El
18 de marzo de 1943, el auditor eleva los autos al plenario del consejo de
guerra y cinco días después el fiscal solicita una condena de ocho años de
prisión para el deslenguado. El 14 de abril leyeron los cargos a un
probablemente resignado Antonio Agraz y el 5 de mayo se constituyó el consejo
de guerra presidido por el comandante Gonzalo Frutos Pérez, que no tendría
reparo alguno ante lo instruido por un superior. Sin aportar una sola prueba ni
ponderar la contradicción existente entre los distintos testimonios recabados,
el tribunal delibera ese día acerca de lo protagonizado en la taberna por un
poeta que calla durante el consejo de guerra. La deliberación debió ser de
trámite, pues ese mismo 5 de mayo de 1943, un año, un mes y doce días después
de haber sido detenido por segunda vez, Antonio Agraz resultó condenado a ocho
años de prisión por injurias a S.E. el Jefe del Estado. La aparición del
término «cabrón» fue determinante a la hora de encontrar algo concreto en que
basarse, aunque solo estuviera respaldado por un testimonio en contradicción
con otros presentes en la taberna.
El auditor ratifica la condena el 24 de mayo de 1943 y, de acuerdo con la documentación que obra en el sumario 113893 del AGHD, la pena del poeta anarquista Antonio Agraz quedaría extinguida el 24 de abril de 1950. Tal vez para esa fecha ya estuviera muerto, pues su vida tras la guerra quedó sumida en el anonimato, la pobreza y la desesperación con borrachera incluida. Mal asunto en términos de supervivencia.
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