jueves, 17 de agosto de 2023

Los menesteres de Manolo, el erótico enmascarado


 

Al grito de Desnudémonos sin pudor (1975), que nos llegaba desde Italia coincidiendo con la muerte del dictador, algunos espectadores se dieron cuenta de que llevábamos Cuarenta años sin sexo (1979) y se preocuparon. Había, pues, que ir En busca del polvo perdido (1982) porque, ya desde 1968, sabíamos que No somos de piedra gracias a Manuel Summers. Una de las opciones consistía en seguir las peculiares tácticas de El erótico enmascarado (1980). Su protagonista, Manolo (Fernando Esteso), era un profesor con el habitual pasado como actor pornográfico. En su currículo incluiría unas elevadas prestaciones, imprescindibles para participar en reuniones tan agotadoras como una Bacanal de ninfómanas (1982) o una Orgía de ninfómanas (1980). También son necesarias para no dar el inoportuno gatillazo en unas Bacanales en directo (1979). Asimismo, Manolo haría constar su demostrada capacidad de adaptación a los tiempos de los emperadores viciosos en unas Bacanales romanas, que tuvo dos partes y otras tantas versiones (1982 y 1985) rodadas en Cataluña con algunas de las últimas vedettes del Paralelo.

Cualquier entusiasmo erótico se agota, a pesar de tan estimulantes compañías. Hasta llega la impotencia, excusa argumental muy apañada para unos anónimos guionistas a la búsqueda de coartadas para la incitación (véase, con precaución, Un marido impotente, 1978). Había, pues, que curar a nuestro Manolo y aunque su novia -hija de un senador para incluir algún chascarrillo político en los diálogos-, lo consiguiera gracias a las infalibles armas de una mujer dispuesta a casarse y emprender una nueva vida, era probable la recaída con motivo de la Bacanal en el aniversario de boda (1974), donde se mostraba la timorata carne de la primera apertura y algún complejo de culpa, que por entonces se llevaba mucho entre unos mirones nada liberados.

Aquellos dramas mostraban pretensiones psicológicas combinadas con algún fugaz desnudo. Una mezcla capaz de empeorar la impotencia de Manolo hasta el punto de ser internado en una clínica. Allí tendría la fortuna de encontrar a La enfermera para todo (1978), siempre dispuesta y encarnada por una rubia Gloria Guida que se multiplicaba por entonces para ofrecernos sus indiscutibles encantos. Nuestro protagonista también podía verse envuelto en los problemas de un trío como el de La enfermera, el marica y el cachondo de don Pepino (1983), más llevaderos en cualquier caso que los protagonizados por El fascista, la beata y su hija desvirgada (1978), El fascista, doña Pura y el follón de la escultura (1982) o La ingenua, la lesbiana y el travestí (1982). Manolo se enfrentaría a la tentación de cometer Un adulterio a la española (1975), que por el bien de la patria nunca era culminado y debería ser Un adulterio decente (1969), como el imaginado por Enrique Jardiel Poncela sin conocer a una Carmen Sevilla que por entonces todavía era una tentación imposible, incluso para el insaciable Paco Rabal que lo lamenta en sus memorias. En el peor de los casos, lo del profesor impotente sería un Adulterio nacional (1982) en un país donde los exhibidores cinematográficos ampliaban nuestra educación histórica mostrándonos los Adulterios medievales (1971), ambientados en una remota Italia que siempre parecía renacentista y cuyos ecos de Pier Paolo Pasolini aquí quedaron reducidos a un Patxi Andión enseñando el culo como Arcipreste de Hita o similar (Libro de Buen Amor, 1974).

Manolo, El adúltero (1975), habría tenido Aventuras extraconyugales (1982). Tal vez en El apartamento de la tentación (1971) donde encontraría de nuevo a la inaccesible Carmen Sevilla que calentaba sin quemar, o en un lugar de título paradójico como La pensión del amor libre (1974) con Bellas, rubias y bronceadas (1981) enfermeras más dispuestas a culminar la faena. En la hipótesis de seguir decaído, acabaría Bajo las sábanas de la doctora (1976). Allí correría el peligro de coincidir con el inevitable Álvaro Vitali, que andaba haciendo cucamonas por todos los rincones de la cartelera. Cabe la posibilidad de que la comprensiva doctora intentara curar a Manolo gracias a la palabra en Las confesiones íntimas de una exhibicionista (1982) o el Diario íntimo de una ninfómana (1972), título que prestigiara para algunos la prolífica carrera de Jesús Franco, héroe de la cinematografía que dirigió nueve películas en un solo año (1982). Todo antes de entrar en los Desenfrenos carnales (1981) con Las danesas del placer (1975). Aquello, no obstante, podía convertirse en el Apocalipsis sexual (1981) si ella le dijera: Mírame con ojos pornográficos (1980), exhortación pronunciada con un acento mejicano que invita al tórrido melodrama. Peor sería una confesión preocupante como Mi sexo es pornografía pura (1985), un farol como Mi conejo es el mejor (1982) porque es El conejo caliente (1974) o que le hiciera esta comprometida petición: Muérdeme abajo, Drácula (1979), pues ya se sabe que Drácula chupa… (1979). Andaba por entonces el conde muy atareado en estos mordisqueos lascivo. Una posible escapatoria podría ser recordarle que Al doctor Jekill le gustan calientes (1981) como Edwige Fenech o que Manolo es El abominable hombre de la Costa del Sol (1969). Años después sería encarnado por un Alfredo Landa con imagen de varón chaparro y velludo, ideología rupestre y psicología limitada a los instintos. Todo un tipo dedicado a la búsqueda y captura de «las suecas». Manolo también podría pasar como Pepito Piscinas (1976), volcado en el mismo empeño con ojos saltones y manos siempre prestas.

No importa este grado de incertidumbre. Aunque la hormona se vista de seda (1971), el profesor impotente se vería ante Evaman, la máquina del amor (1980), una dudosa e implacable Hembra erótica (1976) capaz de recordarle las andanzas veraniegas con las Hembras salvajes en Ibiza (1980) y Las chicas del tanga (1984). Tan escueto que entre ellas se encontraba Las chicas de las bragas trasparentes (1980), menos culta que la criatura de Juan Marsé, que las llevaba por entonces de oro cuando otras hacían ostentación de sus Bragas calientes (1981) -un melodrama de conciencia calificado en una reseña como «unamuniano», a pesar del título- o sus Bragas húmedas (1984). Con estas hembras dignas de un anuncio de higiene íntima, Manolo habría ejercido el Derecho de muslada (1979) para igualar La insólita y gloriosa hazaña del Cipote de Archidona (1979). Fue glosada como hito nacional y popular por Camilo José Cela, que por entonces lucía una choferesa negra tan recordada como la Susana Estrada cuyo seno juguetón alegró la mirada de don Enrique, «el viejo profesor». Supongo que también la del ganador del concurso cuyo premio era una noche con la omnipresente Susana, que había sustituido a Elena Francis en las secciones de consultorios y consiguió que 631.875 espectadores acudieran a las clases prácticas impartidas en El maravilloso mundo del sexo. Los kamasutras de Susana Estrada (1978). Era un cine interactivo, pues la entrada daba opción a participar en dicho concurso.

Ninguna de estas circunstancias desalentaría a Manolo. Nuestro héroe podía coincidir en la doble programación de los locales de reestreno con Emanuelle negra (1975), mucho menos remilgada que la Silvia Kristel de Emanuelle II: la antivirgen (1975) y otras entregas de una serie demasiado francesa como para ser recordada con fruición. La exótica Laura Gemser era una Emanuelle viciosa (1976) que, antes de impartir Educación anal en Hollywood (1981) como otras ya decantadas por lo duro, estuvo en distintos lugares porque era una hembra muy viajada: Emanuel en América (1977) y Emanuel negra se va al oriente (1977), hasta emular a Phileas Fogg en títulos como Emanuel alrededor del mundo (1977). No paraba, aunque sin perder de vista las tareas propias de su inquieto sexo: Emanuelle en las noches porno del mundo (1977) que, como destacada especialista, le llevarían a un Extremo Oriente donde siempre se tomaban en serio lo de la fornicación (Emanuelle y el imperio de las pasiones, 1978), atreviéndose incluso a prácticas poco recomendables: Emanuelle y los últimos caníbales (1977), supongo que en África para completar el mapamundi de jadeos que los espectadores conocían sin salir de su cine de barrio. Después de tanto viaje y trajín con el consiguiente agotamiento, solo cabría decirle a esta Bella, valiente… y buena (1976) un Adiós, Emanuelle (1977) con el resoplido de quien. no lo olvidemos, según el guion de Mariano Ozores aspiraba a ser un profesor para dejar atrás su pasado en camas, bacanales y orgías. Lo suyo era, desde luego, vocacional en expectativa de destino.

 Nota: texto extraído del capítulo «Hubo un tiempo de chinos y minifaldas» del volumen La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2007).

El libro se puede adquirir en:

https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/

El preprint del ensayo se puede consultar en:

http://hdl.handle.net/10045/136663

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