Al
grito de Desnudémonos sin pudor (1975), que nos llegaba desde Italia
coincidiendo con la muerte del dictador, algunos espectadores se dieron cuenta de que llevábamos Cuarenta años sin sexo (1979)
y se preocuparon. Había, pues, que ir En busca del polvo perdido (1982)
porque, ya desde 1968, sabíamos que No somos de piedra gracias a Manuel
Summers. Una de las opciones consistía en seguir las peculiares tácticas de El
erótico enmascarado (1980). Su protagonista, Manolo (Fernando Esteso), era
un profesor con el habitual pasado como actor pornográfico. En su
currículo incluiría unas elevadas prestaciones, imprescindibles para participar
en reuniones tan agotadoras como una Bacanal de ninfómanas (1982) o una Orgía
de ninfómanas (1980). También son necesarias para no dar el inoportuno
gatillazo en unas Bacanales en directo (1979). Asimismo, Manolo haría
constar su demostrada capacidad de adaptación a los tiempos de los emperadores
viciosos en unas Bacanales romanas, que tuvo dos partes y otras tantas
versiones (1982 y 1985) rodadas en Cataluña con algunas de las últimas vedettes
del Paralelo.
Cualquier
entusiasmo erótico se agota, a pesar de tan estimulantes compañías. Hasta llega
la impotencia, excusa argumental muy apañada para unos anónimos guionistas a la
búsqueda de coartadas para la incitación (véase, con precaución, Un marido
impotente, 1978). Había, pues, que curar a nuestro Manolo y aunque su novia -hija de un senador para incluir algún chascarrillo político en
los diálogos-, lo consiguiera gracias a las infalibles armas de una mujer
dispuesta a casarse y emprender una nueva vida, era probable la recaída con
motivo de la Bacanal en el aniversario de boda (1974), donde se mostraba
la timorata carne de la primera apertura y algún complejo de culpa, que por
entonces se llevaba mucho entre unos mirones nada liberados.
Aquellos
dramas mostraban pretensiones psicológicas combinadas con algún fugaz desnudo.
Una mezcla capaz de empeorar la impotencia de Manolo hasta el punto de ser
internado en una clínica. Allí tendría la fortuna de encontrar a La
enfermera para todo (1978), siempre dispuesta y encarnada por una rubia
Gloria Guida que se multiplicaba por entonces para ofrecernos sus indiscutibles
encantos. Nuestro protagonista también podía verse envuelto en los problemas de
un trío como el de La enfermera, el marica y el cachondo de don Pepino (1983),
más llevaderos en cualquier caso que los protagonizados por El fascista, la beata
y su hija desvirgada (1978), El fascista, doña Pura y el follón de la
escultura (1982) o La ingenua, la lesbiana y el travestí (1982).
Manolo se enfrentaría a la tentación de cometer Un adulterio a la española (1975),
que por el bien de la patria nunca era culminado y debería ser Un adulterio
decente (1969), como el imaginado por Enrique Jardiel Poncela sin conocer a
una Carmen Sevilla que por entonces todavía era una tentación imposible,
incluso para el insaciable Paco Rabal que lo lamenta en sus memorias. En el
peor de los casos, lo del profesor impotente sería un Adulterio nacional (1982)
en un país donde los exhibidores cinematográficos ampliaban nuestra educación
histórica mostrándonos los Adulterios medievales (1971), ambientados en
una remota Italia que siempre parecía renacentista y cuyos ecos de Pier Paolo
Pasolini aquí quedaron reducidos a un Patxi Andión enseñando el culo como
Arcipreste de Hita o similar (Libro de Buen Amor, 1974).
Manolo,
El adúltero (1975), habría tenido Aventuras extraconyugales (1982).
Tal vez en El apartamento de la tentación (1971) donde encontraría de
nuevo a la inaccesible Carmen Sevilla que calentaba sin quemar, o en un lugar
de título paradójico como La pensión del amor libre (1974) con Bellas,
rubias y bronceadas (1981) enfermeras más dispuestas a culminar la faena.
En la hipótesis de seguir decaído, acabaría Bajo las sábanas de la doctora (1976).
Allí correría el peligro de coincidir con el inevitable Álvaro Vitali, que
andaba haciendo cucamonas por todos los rincones de la cartelera. Cabe la
posibilidad de que la comprensiva doctora intentara curar a Manolo gracias a la
palabra en Las confesiones íntimas de una exhibicionista (1982) o el Diario
íntimo de una ninfómana (1972), título que prestigiara para algunos la
prolífica carrera de Jesús Franco, héroe de la cinematografía que dirigió nueve
películas en un solo año (1982). Todo antes de entrar en los Desenfrenos
carnales (1981) con Las danesas del placer (1975). Aquello, no
obstante, podía convertirse en el Apocalipsis sexual (1981) si ella le
dijera: Mírame con ojos pornográficos (1980), exhortación pronunciada
con un acento mejicano que invita al tórrido melodrama. Peor sería una
confesión preocupante como Mi sexo es pornografía pura (1985), un farol
como Mi conejo es el mejor (1982) porque es El conejo caliente (1974)
o que le hiciera esta comprometida petición: Muérdeme abajo, Drácula (1979),
pues ya se sabe que Drácula chupa… (1979). Andaba por entonces el conde
muy atareado en estos mordisqueos lascivo. Una posible escapatoria podría ser
recordarle que Al doctor Jekill le gustan calientes (1981) como Edwige
Fenech o que Manolo es El abominable hombre de la Costa del Sol (1969).
Años después sería encarnado por un Alfredo Landa con imagen de varón chaparro
y velludo, ideología rupestre y psicología limitada a los instintos. Todo un
tipo dedicado a la búsqueda y captura de «las suecas». Manolo también podría
pasar como Pepito Piscinas (1976), volcado en el mismo empeño con ojos
saltones y manos siempre prestas.
No
importa este grado de incertidumbre. Aunque la hormona se vista de seda (1971),
el profesor impotente se vería ante Evaman, la máquina del amor (1980),
una dudosa e implacable Hembra erótica (1976) capaz de recordarle las
andanzas veraniegas con las Hembras salvajes en Ibiza (1980) y Las
chicas del tanga (1984). Tan escueto que entre ellas se encontraba Las
chicas de las bragas trasparentes (1980), menos culta que la criatura de
Juan Marsé, que las llevaba por entonces de oro cuando otras hacían ostentación
de sus Bragas calientes (1981) -un melodrama de conciencia calificado en
una reseña como «unamuniano», a pesar del título- o sus Bragas húmedas (1984).
Con estas hembras dignas de un anuncio de higiene íntima, Manolo habría
ejercido el Derecho de muslada (1979) para igualar La insólita y
gloriosa hazaña del Cipote de Archidona (1979). Fue glosada como hito
nacional y popular por Camilo José Cela, que por entonces lucía una choferesa
negra tan recordada como la Susana Estrada cuyo seno juguetón alegró la mirada
de don Enrique, «el viejo profesor». Supongo que también la del ganador del
concurso cuyo premio era una noche con la omnipresente Susana, que había
sustituido a Elena Francis en las secciones de consultorios y consiguió que
631.875 espectadores acudieran a las clases prácticas impartidas en El
maravilloso mundo del sexo. Los kamasutras de Susana Estrada (1978). Era un
cine interactivo, pues la entrada daba opción a participar en dicho concurso.
Ninguna
de estas circunstancias desalentaría a Manolo. Nuestro héroe podía coincidir en
la doble programación de los locales de reestreno con Emanuelle negra (1975),
mucho menos remilgada que la Silvia Kristel de Emanuelle II: la antivirgen (1975)
y otras entregas de una serie demasiado francesa como para ser recordada con
fruición. La exótica Laura Gemser era una Emanuelle viciosa (1976) que,
antes de impartir Educación anal en Hollywood (1981) como otras ya
decantadas por lo duro, estuvo en distintos lugares porque era una hembra muy
viajada: Emanuel en América (1977) y Emanuel negra se va al oriente (1977),
hasta emular a Phileas Fogg en títulos como Emanuel alrededor del mundo (1977).
No paraba, aunque sin perder de vista las tareas propias de su inquieto sexo: Emanuelle
en las noches porno del mundo (1977) que, como destacada especialista, le
llevarían a un Extremo Oriente donde siempre se tomaban en serio lo de la
fornicación (Emanuelle y el imperio de las pasiones, 1978), atreviéndose
incluso a prácticas poco recomendables: Emanuelle y los últimos caníbales (1977),
supongo que en África para completar el mapamundi de jadeos que los
espectadores conocían sin salir de su cine de barrio. Después de tanto viaje y
trajín con el consiguiente agotamiento, solo cabría decirle a esta Bella,
valiente… y buena (1976) un Adiós, Emanuelle (1977) con el resoplido
de quien. no lo olvidemos, según el guion de Mariano Ozores aspiraba a ser un
profesor para dejar atrás su pasado en camas, bacanales y orgías.
Lo suyo era, desde luego, vocacional en expectativa de destino.
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