Garitas
y semovientes
Aquellas
vacas estaban militarizadas, pero su impasibilidad me indicaba que no
albergarían motivos de inquietud. Al menos, mientras con la más absoluta
tranquilidad dormían o rumiaban. Estas plácidas tareas marcaban una rutina diaria
en la que, de repente, se introdujo la figura de un tipo vestido de uniforme
verde oliva, con un cetme al hombro y que, cada dos horas, daba el relevo a
otro del mismo aspecto dispuesto a observarlas por vete a saber qué razón. Las
vacas estaban acostumbradas a la compañía de los soldados que las cuidaban en
el único lugar del campamento donde nada se hacía «a la carrera», pero ellas,
tan pacíficas, rumiantes y ajenas a los avatares de la milicia, nunca se habían
sentido vigiladas durante las silenciosas noches. Algo sucedía.
Apenas
había comenzado el verano de 1981, me encontraba destinado como soldado en el
Centro de Instrucción de Reclutas n.º 16 y, tras el fallido golpe de Estado del
23 de febrero, parecíamos abonados al tremendismo. Circuló por entonces el
rumor o el aviso de que un comando etarra merodeaba por aquella zona cercana a
San Fernando (Cádiz) donde vivían más militares que civiles. Nadie se tomaba a
broma estas noticias en una época cuya desquiciada rutina registraba varios
atentados al mes. Las hemerotecas a veces producen un espanto retrospectivo,
superior incluso al experimentado cuando vivimos los hechos ahora rememorados.
Acabo de comprobar que 1980 ha pasado a la Historia como el año récord de
crímenes cometidos por los terroristas vascos. El siguiente, el de mi servicio
militar, llevaba el mismo camino con su decisiva contribución al «ruido de
sables», tan poco necesitado de motivos añadidos a los de un colectivo de
difícil encaje en la vida democrática. Los nervios estaban a flor de piel y los
mandos del campamento, casi siempre indolentes, sintieron durante aquellos días
un acceso capaz de llevarlos a la fiebre del protagonismo que todos temíamos.
Los
rumores se dispararon enseguida gracias a Radio Macuto, cuyos partes hablaban de
suspensión de permisos, prórrogas forzosas para los veteranos a punto de
licenciarse sin haber completado los preceptivos quince meses y otras
apocalípticas desgracias, que creíamos con la resignación de quien espera lo
peor, por costumbre y experiencia donde no cabía la protesta. Entre las medidas
efectivamente adoptadas ante la amenaza terrorista, destacaba una que
escuchamos con pavor: el refuerzo de la guardia. El ejercicio de cálculo era
sencillo. Ya salíamos a una noche sin dormir por cada tres y ahora solo
podríamos acostarnos cada cuarenta y ocho horas. Menos mal que el verano
gaditano todavía era una primavera alargada sin apenas bochorno y, por una
extraña carambola, siempre me tocó durante esas fechas la guardia en la
vaquería situada en el más recóndito lugar del campamento.
Una
imprevista especialización, pues jamás había estado en una granja, lo
desconocía todo acerca de aquellas hembras ubérrimas y todavía no había leído
la historia de María Emilia, la vaca que se enamoró de uno de Hacienda según el
relato de Edgar Neville fechado a finales de los años veinte. Esa relación
sentimental carecía de futuro porque la susodicha era descarada y contestona,
rasgos que nunca llegué a apreciar en unos semovientes que parecían compartir
el sentido de la disciplina del campamento. Las vacas permanecían tranquilas
durante unas noches en las que ni siquiera se sacudían las moscas, nadie pasaba
por allí a unas horas intempestivas para añorar su poco estimulante compañía y
apenas recuerdo la «consigna específica» de aquel puesto de guardia. Varios
soldados vigilaban los accesos al CIR y los renqueantes vehículos allí
depositados, otros se situaban alrededor del polvorín con la bayoneta calada o
estaban prestos para la defensa del cochambroso armamento utilizado por los
reclutas, pero mi solitaria misión era observar las vacas sin hacer hincapié en
algún peligro específico. Tal vez constituían un objetivo terrorista. Nadie me
lo aclaró, pero la verdad es que tampoco me atreví a preguntarlo. Ni siquiera a
los cabos que efectuaban los relevos. Agradecido por la tranquilidad de
aquellas dos horas de guardia cuyo enemigo más temible era el sueño, cargaba
con el cetme al hombro y me despedía de las vacas hasta la próxima. Nunca pensé
que lo absurdo de un destino pudiera ser menos romántico. Tampoco cabía luchar
contra él porque jamás he tenido madera de héroe dispuesto al sacrificio y
sabía que era inexorable, pero no definitivo. Aquellas noches de sueño aplazado
en compañía de las colegas de María Emilia engrosaron el anecdotario de un
período donde todo parecía posible. Pocos meses después, una vez licenciado, se
convirtieron en uno de los motivos de las pesadillas que me llevaban de nuevo
al campamento. Y no precisamente para vigilar a unas vacas inmunes al desquiciamiento
de la mili.
Lo
absurdo forma parte de nuestra cotidianidad. Rara vez alcanza el relieve, un
tanto dislocado, que le atribuyen quienes lo insertan en la ficción para
provocar el humor o la reflexión filosófica. Su discreta presencia se
manifiesta en detalles que nos pasan desapercibidos en medio de la rutina
diaria. Se suele amparar en nuestras manías o empeño pendientes de
justificación, en algunas decisiones adoptadas con criterio algo atrabiliario o
en rituales que seguimos con la fe del converso. La observación distanciada y
crítica de nuestro absurdo cotidiano puede depararnos una sonrisa y hasta una
rectificación a tiempo, pero durante aquellos meses del servicio militar
comprendí que la presencia de lo absurdo podía resultar abrumadora e inevitable.
Preparaba
por entonces mi tesis doctoral sobre un dramaturgo y poeta de la Ilustración
dieciochesca y leía, cuando podía, ensayos acerca de una Razón que jamás me
pareció tan lejana o quimérica. Tras unas semanas iniciales de verdadero miedo
-lo confieso- donde todo volvía a ser susceptible de castigo, comprendí que la
clave para aguantar durante catorce meses no consistía en mi racionalidad
civil, sino en la búsqueda de refugios que me protegieran de la mezcla de
barbarie, tiranía y absurdo que reinaba en el campamento. Los encontré en
ocasiones gracias a la amistad y la voluntad de no olvidarme de quien era, pero
nunca dejé de considerarme víctima de un secuestro compartido con otros
centenares de reclutas y soldados. La diaria contemplación de los objetores de
conciencia en el calabozo era un recordatorio eficaz a la hora de remitir mis
sentimientos al silencio de las noches de guardia. Y, como otros tantos,
conseguí acomodarme al feroz y contagioso cretinismo de aquel ambiente. El
objetivo era sobrevivir a la espera de la libertad -«la blanca», que llegó el
13 de febrero de 1982 tras catorce meses que nunca han vuelto a ser tan largos.
Nota: Texto extraído del capítulo «La foto de soldado que no buscaré» incluido en mi libro La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2007).
El citado libro se puede adquirir en:
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
El preprint del ensayo se puede consultar en:
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