Las memorias, a
diferencia de las autobiografías, suelen ser un espacio de libertad para
quienes las escriben. Afrontar con el debido rigor la redacción de una
autobiografía supone un empeño cuyo relato no debe obviar cualquier información
relevante. En caso contrario, el implícito contrato con el lector sería
incumplido. Sin embargo, en las memorias ese contrato tácito queda reducido a
un acuerdo entre amigos donde la libertad, a la hora de seleccionar motivos de
interés, es refrendada por la complicidad de quien acude a esas páginas.
Las memorias de Fernando
Fernán Gómez, El tiempo amarillo, son un excelente ejemplo de esa
libertad para abordar unos temas y obviar otros, aunque sean relevantes.
Algunos lectores quedaron defraudados porque, por ejemplo, nada se decía sobre
los hijos del actor o alguna de sus parejas. Supongo que no leyeron el
contrato. El mismo no garantizaba información sobre toda la trayectoria vital
del autor, sino que la mirada del mismo recrearía experiencias personales al
tiempo que aportaría comentarios y reflexiones sobre el entorno.
La escritura siempre ha
estado presente en la trayectoria creativa de Manuel Gutiérrez Aragón, que ya
fue guionista antes que director cinematográfico. Retirado de esta última
faceta y tras publicar varias novelas bien acogidas por la crítica, el cineasta
considera llegado el momento de redactar unas memorias, que requieren edad
avanzada, experiencia contrastada y voluntad de compartir un balance vital.
El memorialista interesa
más cuando cuenta con la amistad de los lectores. La misma se basa en una
trayectoria seguida, aunque sea desde la distancia, con admiración o interés.
Al cabo de los años, quienes en este caso hemos disfrutado con las películas de
Manuel Gutiérrez Aragón desde la Transición tenemos ese vínculo con el director
y deseamos conocer su balance, al tiempo que nos enseña aspectos de la
trastienda de lo visto en las pantallas y los motivos que le llevaron por esa
senda creativa.
Vida y maravillas tiene
el sabor de una buena conversación con el lector. El autor selecciona
recuerdos, los desgrana con pericia narrativa y termina compartiéndolos tras
darles la posibilidad del relato. Así nos trasladamos a su infancia de niño
enfermo, su juventud en Madrid a la búsqueda de un hueco en el cine y
terminamos de rodaje en rodaje sin menoscabo de algunos viajes repletos de
anécdotas.
La lectura se convierte
en una forma de escucha presidida por la curiosidad y, a veces, la sorpresa por
el dato desconocido o la película olvidada. Puestos a seleccionar, me quedo con
los capítulos dedicados a la infancia en Cantabria y la juventud del estudiante
que compaginaba la militancia antifranquista con el deseo de abrirse camino en
el cine. Este discurrir desde la niñez a la madurez da para un relato más
compacto y completo, incluso para una novela, pero también interesan y mucho los
recuerdos de tantos rodajes.
Tal vez la solución
habría sido redactar dos volúmenes de memorias, como hiciera en su momento
Fernando Fernán Gómez. Un primero dedicado al aprendizaje de la vida en la
España todavía franquista y un segundo más apegado a la tarea del cineasta
profesional, pero también es cierto que Manuel Gutiérrez Aragón ya ha dedicado
numerosas páginas y reflexiones a esta última.
Al cerrar el libro y
recordar los buenos momentos de conversación tácita con el autor, solo queda un
motivo de preocupación. Las películas rodadas en los setenta y ochenta las
disfruté en su momento, pero las recuerdo vagamente y no me atrevería a escribir
sobre ellas. El problema tiene fácil solución: volverlas a ver. Lo haré con el
estímulo de las memorias, pero también permanece la sensación de que la
juventud queda lejana, que nos cuesta perfilar lo admirado en su momento y
hasta es posible el olvido. Justo para evitarla viene bien entablar la
conversación con quien hace uso de la memoria porque la suya, claro está,
también es la nuestra y el estímulo de lo compartido funciona contra cualquier
olvido que amenace con ser definitivo.
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